domingo, 13 de octubre de 2019

El sentido de la injusticia





La filosofía política trata de la justicia, la práctica política trata del poder. Ambos objetivos pueden acompasarse o no, dependiendo de cuán estrechos sean los lazos que unen la búsqueda de la justicia y la búsqueda del poder. Todos sabemos por experiencia que son lazos frágiles que muchas veces se pervierten produciendo variedades degradadas como son el academicismo en el lado de la teoría política y la corrupción en el lado de la práctica. No pocas veces, estos lazos se adelgazan aún más por lo complicado que es pensar y detectar la injusticia, algo que exige un pensar situado diferente al ejercicio filosófico de reflexionar sobre la justicia.

Desde el punto de vista de las víctimas, no es sencillo tampoco dar el paso que media entre el sufrimiento y la comprensión de estar sufriendo una injusticia.  El sufrimiento puede clavarse en el cuerpo y la mente como una enfermedad crónica sin que las personas y colectivos lleguen a entenderlo como injusticia, algo que refuerza el hecho de que tanto en primera como en tercera persona se tiende a calificar como desventura e incluso como algo natural. Porque, de hecho, muchos sufrimientos son desventura y mala suerte, e incluso procesos naturales. Simone Weil distinguía el estado de desgracia, en que la víctima se considera a sí misma, y es considerada por otros, víctima del destino, y el sufrimiento, en tanto que experiencia que adquiere un sentido, bien porque se acepta la inevitabilidad y se incorpora al relato propio, bien porque se elabora como experiencia de injusticia. En este segundo caso el sufrimiento se convierte en insoportable y en demanda de justicia.

No es fácil dar ese paso entre la vivencia simple y la experiencia compleja. Suelen ocurrir en el intervalo estados emocionales como el rencor y el resentimiento, que muchas posiciones políticas suelen confundir con pasiones políticas, porque tienden a creer que la generalización de las emociones negativas es suficiente para “movilizar a las masas” (en terrible expresión que tantas veces usó la izquierda, como si la mera agregación de personas iracundas constituyese ya un sujeto histórico, pueblo o clase). En estas breves líneas querría esbozar las dificultades teóricas de este paso, que explican en buena medida las dificultades prácticas con las que se encuentran todos los movimientos que luchan por la justicia.

Pensar desde la justicia puede ser cegador, tal como nos enseña una filósofa como Judith Shklar, quien en su libro Los rostros de la injusticia nos recomienda una vía negativa de acercamiento al concepto de justicia: es mejor desarrollar un sentido de la injusticia que teorizar de forma abstracta sobre la justicia. Pensar la justicia como la distribución equitativa de un bien, tal como ha sido el pensamiento mayoritario en la filosofía desde Aristóteles, nos vuelve ciegos. En primer lugar porque no están claros los bienes que han de ser distribuidos, tal como Michael Walzer reprochó a la filosofía liberal en Las esferas de la justicia. Qué sea un bien y qué sea un mal es algo que en buena medida se constituye en la historia en el trabajo de la cultura. Pero, en segundo y más importante lugar, porque, como decía antes, la mayoría de las veces tendemos a ver la desventura de otros como mala suerte y no como producto de la injusticia. Incluidas las víctimas, que en primera persona sufren lo que Miranda Fricker llama injusticia hermenéutica, que es una forma de injusticia epistémica o injusticia en el conocimiento que impide sistémicamente que la víctima pase del estado de desgracia a la comprensión de su daño como una injusticia.

Por ello es tan determinante el desarrollo de un sentido de la injusticia que no es sino una forma avanzada de virtud intelectual que se manifiesta como una sensibilidad especial para captar qué sufrimientos son desventuras y cuáles injusticias.  Judith Shklar se pregunta, como ejemplo, “acaso debemos pensar que ser una mujer es una desgracia, una desventura?” Así clamaba Medea en la obra de Eurípides ante el coro: “ser mujer es la mayor desgracia en el universo” Simone de Beauvoir escribió El segundo sexo precisamente como un ejercicio del sentido de la injusticia, y por ello hemos aprendido tanto de su enseñanza.

Es muy raro considerar el sentido de la injusticia como una virtud intelectual, y en particular como una virtud epistémica. La filosofía y epistemología modernas han sido mayoritariamente individualistas como método y políticamente neutrales, como si la detección de la injusticia no fuese uno de los objetivos más altos del conocimiento. De ahí que en epistemología política debamos denunciar este punto ciego que se produce por una mirada demasiado sesgada hacia la ciencia, que pierde de vista la niebla de la injusticia social.

El sentido de la injusticia exige un componente cognitivo, otro moral y un tercero político. El resultado produce un juicio complejo que podríamos resumir en “esto no tendría que ocurrir así”.  Cognitivamente, exige un examen de la sociedad y de sus posibilidades, de las causas, consecuencias y medios para la transformación del estado de desgracia. Moralmente, exige un sentido del concernimiento: “esto me concierne a mí”. Políticamente, exige un trabajo de transformación social para reparar y abolir ese estado de injusticia.

Que sea un sentido tan complejo, que involucre todos los elementos esenciales de nuestra humanidad, explica el olvido de la filosofía de esta virtud tan esencial en nuestra educación. Como acabo de decir, se debe en parte al embrujo de la actitud científica, que tiende a naturalizar demasiado rápido las situaciones. Cuánta ceguera e insensibilidad habita, por ejemplo, en las facultades de economía y derecho. Pero también en esa actitud elitista de pensar la justicia desde arriba y pensar la moral como “valores”, en vez de aprender a detectar injusticias y daños. Y, claro, en un desprecio de la política que, como Weber enseñó, parece acompañar lo que llamaba la “ciencia como vocación”, en una actitud modernista que se extendió a todas las formas de cultura. Me gustaría repasar el catálogo de competencias que las agencias de calidad de la enseñanza nos obligan a introducir en los diversos niveles y grados de educación. Apostaría mucho a que raramente encontraremos algo así como “desarrollar el sentido y la sensibilidad hacia las injusticias”.  Luego nos quejamos. Corrijo: luego solo  nos quejamos.  





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