domingo, 20 de octubre de 2019

Pensar en tiempos de crisis



Se podría explicar la historia de la filosofía y el pensamiento como la historia de gente que dedicó tiempo a pensar cuando el mundo a su alrededor se incendiaba. Castoriadis afirma que la filosofía y la democracia nacieron juntas en Grecia, y es verdad, solo que nacieron, como mellizas, en dos tiempos. La filosofía comenzó bajo la sombra del declive de la democracia ateniense. Pienso en Séneca, en la versión que de su vida hizo Carlos Thiebaut en una poco conocida pero impresionante ópera, pensando al final de su vida en la destrucción de todo lo que fueron los ideales de un tiempo, en la decepción de su propia vida. En Agustín, en Montaigne, en Descartes intentando pensar entre las trincheras de su Europa en guerra. Pienso en Marx, acuciado por las deudas, por su salud destruida y por el acoso de los gobiernos, retirándose a una biblioteca a escribir un inmenso libro que comienza por Aristóteles y sigue por las fábricas y los talleres de Manchester; en Benjamin rechazando salir de París a los requerimientos de sus amigos, e intentando acabar su libro de los Pasajes sabiendo que ya nada tenía sentido ante las botas nazis que se acercaban, en Simone Weil escribiendo en su diario en Barcelona y, ya sin fuerzas, en Londres viendo quemarse el mundo, en Wittgenstein escribiendo el Tractatus en las trincheras. No fueron sus actos refugios de la realidad. La realidad desquiciada ya estaba en sus interiores. Fue el pensamiento otra forma de bregar con la crisis allí donde el ruido era menos notorio aunque las fracturas fuesen más profundas.

No son sus mejores versos, en realidad poco más que coplas, los Proverbios y Cantares de Machado, pero en uno de ellos ilumina lo que es el tiempo del pensar en tiempo de crisis: "no extrañéis, dulces amigos,/ que esté mi frente arrugada/ yo vivo en paz con los hombres/ y en guerra con mis entrañas". Pues, al fin y al cabo, no es otro el oficio de la filosofía que hacer interno el conflicto del mundo. Saber que las zanjas que crean los terremotos de la historia pasan también por la subjetividad y fracturan sus suelos. Siempre se piensa contra uno mismo, aunque el texto termine siendo un relato tan enigmático como el del origen de la mercancía. Saber, saberse ya mercancía e intentar explicar las raíces del mal. Comparte la filósofa el mismo sentimiento de incertidumbre que el resto de su barrio, pero ella sabe que si el tiempo presente le concierne es porque hay que cavar dentro de sí para comprender lo que ocurre.

El sentido de la crisis nos corresponde a todos. Son ya décadas de saber que declina una forma de civilización, que declina el capitalismo y el orden del imperio y no parece haber otro horizonte que la niebla. Otros nerones y calígulas, otros idiotas al mando que no son más que el subproducto de la ignorancia, de un poder que se corrompe a la misma velocidad que la sociedad que lo creó. El sentido de la incertidumbre nos daña y si acaso puede que sea aquello que compartimos como sentido común del momento. El sentido de la crisis como crisis del sentido, cuando las palabras parecen haberse desgastado y nos agarramos a su sonido como si los conceptos hubiesen dejado entre los fonemas algunos rastros de significación. No basta, sin embargo, compartir la experiencia de crisis, entonces se hace urgente la skepsis, el mirar con cuidado de los médicos que por ello se llamaron escépticos.

"Es tiempo de actuar, ya no es tiempo de pensar, no podemos perder esta ventana de oportunidad". Cuántas veces he escuchado con estas u otras palabras esta reconvención. Cuántas veces te han dicho que te has instalado en el hotel Abismo mientras contemplas el fin de los tiempos. Cuántos cantos de batalla te han desvelado junto a las sirenas y botes de humo. Incluso cuando tu los elevabas, incluso cuando tu tiempo también era el de los cortes y las barricadas, y te decían, "no te pares, corre", y aun entonces querías perder unos minutos para apuntar tus dudas. Quizás ya sabías que estos minutos ganados a la historia, como los momentos de Proust, como Kafka y Arendt, intentando resistir el viento del pasado y el huracán del futuro, son los tiempos del pensamiento. Instantes en los que se buscan las palabras que faltan, los conceptos que aún no se han formado para dar nombre y sentido a lo que ocurre.

El lenguaje es una ciudad, pensaba Wittgenstein. Cada barrio es diferente y los nombres modulan su significado en cada calle. Hay tiempos en los que la ciudad se incendia y las palabras se elevan como barricadas o se lanzan como proyectiles, en los que las calles se llenan de gritos y se vacían de conversaciones. Entonces, como las mujeres de la limpieza en la mañana, hay que pararse a recoger las cenizas del significado, a recomponer aquellos términos que un día sirvieron para comunicarse, para hacer cosas con ellos. Con esa tristeza de la vieja que trata de enderezar la papelera torcida de la farola delante de su portal.

En esa otra guerra con las entrañas, no menos violenta, la filosofía parece encontrarse con la poesía, esa forma extraña también de buscar significados entre las ruinas. Como ella, como decía Celaya, "cuando ya nada se espera personalmente exaltante",  a veces los pensamientos ofrecen algo al tiempo de todos, esas veces, "se dicen los poemas/ que ensanchan los pulmones de todos cuantos, asfixiados,/ piden ser, piden ritmo,/ piden ley para aquello que sienten excesivo".





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