Aristóteles consideraba la cultura, en la forma de los hábitos, una segunda naturaleza humana. Recientemente, McDowell afirma el lenguaje como la segunda naturaleza en la que existe el ser humano. Por agudas que sean estas tesis, persisten en el eterno olvido de la filosofía de la cultura material. Si la técnica, los hábitos, y la razón, el logos y el lenguaje, constituyen la característica humana, no menos, quizás mucho más, lo hace la transformación del cuerpo a través de la segunda piel que son los artefactos técnicos que separan a los humanos de las contingencias del destino. En particular, la casa se constituyó desde las cuevas neandertales en el muro que separaba lo humano de lo animal, que trataba de proteger la vulnerabilidad humana de las contingencias del destino. Si el paradigma de la exclusión social es el homeless, el sintecho, por el contrario, el signo de la integración social ha devenido en la posesión de una casa. Stuart Hall sostiene que la clase obrera inglesa fue convencida de las virtudes del "capitalismo popular" de Margaret Thatcher precisamente por la promesa de la adquisición de una casa. La hegemonía y el pensamiento único neoliberal y la burbuja inmobiliaria crecieron, se desarrollaron y entraron en crisis juntos.
Dos películas que abarcan lo que llevamos del siglo XXI, Panic Room (David Fincher, 2002) (La habitación del pánico) y Parásitos (Boon Joon-Ho, 2019) usan la cámara para dar cuenta de la profundidad de la crisis a través de un tema muy heideggeriano: la pérdida de hogar, la casa tomada por fuerzas del mal que invaden la tranquila existencia. El relato de Cortázar de las dos hermanas pequeñoburguesas que ven su casa progresivamente invadida por lo ominoso anticipa esta figura de la irrupción de lo extraño en lo propio. El "go home", (vete a tu casa) ha invertido en el siglo XXI sus resonancias antiimperialistas para convertirse en la consigna de las fuerzas xenófobas que dirigen una clase media aterrorizada que culpa a los extranjeros del fin del sueño del capitalismo popular.
David Fincher realiza en Panic Room un pasmoso ejercicio de ironía que anticipa lo que pocos años después sería la profunda crisis del 2007. La película es una muestra del género de horror, convertida en una casi comedia negra por la sabiduría de Fincher. El horror, como la tragedia, atrae al ojo con la esperanza de una catarsis de las ansiedades y terrores del momento. Fincher parece conceder al espectador la promesa de esta catarsis para hurtarle el alivio con una sutil puesta en escena. Panic Room fue rodada en las postrimerías del 11/S, cuando una sociedad despertaba del sueño de la invulnerabilidad en que había vivido desde la derrota de los enemigos y el fin de la Guerra Fría. El contexto más cercano del guión fue la moda de construir en las casas de la alta burguesía de habitaciones del pánico aparentemente imposibles de asaltar, en medio de unas de las recurrentes olas de pánico moral desatadas por los medios de comunicación como parte del proceso de degradación de las ciudades, convertidas en aparentes selvas de violencia de los pobres contra los ricos. Panic Room fue a esta ola lo análogo a La naranja mecánica de Kubrick sobre la novela de Anthony Burguess en la que se hacía sarcasmo del pánico moral que habían desatado en la Inglaterra de los sesenta las subculturas de jóvenes obreros (mods y rockers).
Una divorciada de un patrón de la industria farmacéutica, Meg Altman (Jodie Foster) compra una casa en la zona rica newyorkina para rehacer su vida con su hija Sarah, adolescente diabética y contestona. La casa, perteneciente a un rico avaro, que recuerda al Poe de El corazón delator o la vieja de Crimen y castigo, contiene una habitación del pánico en apariencia invulnerable, provista de un panóptico de cámaras que vigilan cada rincón de la casa. Meg, como una nueva Casandra, se inquieta por esa habitación que prevé peligrosa más que tranquilizadora y cita al Poe de El entierro prematuro ("no, no he leído a Poe, pero su último disco es magnífico", replica la madre a la observación de Meg). La casa será asaltada por un nieto del ricachón, que sabe que la habitación del pánico esconde el dinero que no quiso dejar en herencia, por un asesino malo malo (Raoul, expresidiario y white trash) y por Burnham, el antagonista de Meg: divorciado como ella, de clase trabajadora, inteligente y hábil, y que está allí para conseguir el dinero que necesita para su divorcio.
Como en La ventana indiscreta de Hitchcock, la cámara de Fincher le recuerda al espectador que no puede hacer nada con lo que está viendo, que las pantallas no son un medio de acceso sino de separación de la realidad. El panóptico de la habitación (la torre del castillo, había observado el vendedor) subraya la impotencia de las dos mujeres encerradas dentro. Todo discurre, sin embargo, en la dirección opuesta a las películas de Hollywood. La chica aterrorizada y frágil saldrá adelante con inteligencia y anticipación y, vaya: será salvada al final por su asaltante. Hay un sarcasmo muy fincheriano en que sea el negro trabajador quien arregle los destrozos del gorila blanco y, como debe ser, termine siendo quien paga los platos rotos. Como en otras películas, Fincher usa la técnica como una segunda piel muy vulnerable y llena de ambigüedades. El glucómetro que indica el nivel de azucar de Sarah, las pantallas de vigilancia, la arquitectura high-tec, ... la promesa de salvación deviene en impotencia como la cámara que guía la mirada del espectador.
Parásitos está muy relacionada con Panic Room. En la película tan inquietante como fílmicamente magistral, Boon Joon-Ho plantea una simetría de clase muy similar a la de David Fincher: dos familias, una rica de la alta burguesía, una pobre, muy pobre, y un escenario de antagonismo: una casa también high-tech que contiene, como la de Fincher, rincones secretos donde, en este caso, se oculta el invasor, el parásito que desea apropiarse de lo que no le pertenece y acceder a una vida de la que la sociedad le ha excluido. A diferencia de Panic Room, la película ha sido rodada en un nuevo escenario en donde la crisis ha dejado ya claras sus consecuencias: la fractura social de la desigualdad que se manifiesta en todas las dimensiones de la piel: el olor a pobreza, la inhabitabilidad del semisótano inundable de la familia Kim (Kim es en coreano el García español, el John Doe americano). Como en Fincher, el antagonismo de clases se desarrolla en los espacios del hogar. Los Kim van ocupando progresivamente las vidas de la familia propietaria hasta descubrir que la casa ya está siendo ocupada desde hace años por Geun-sae, el fantasma que habita en el sótano, el marido de la antigua sirvienta, quien le ha escondido allí para escapar de los bancos acreedores.
Lo que en Fincher significaban las pantallas y el juego de la cámara con sus falsos planos secuencia (son de ordenador), aquí lo es el juego de apariencias del conocimiento y los títulos. Los Kim aparentan tener títulos y saberes que no tienen, que la hija falsifica, al tiempo que poseen una inteligencia natural para reírse de las titulaciones que parecen proteger a los empleadores. El juego del saber y la ignorancia sustituye, de los títulos marcados, sustituye a la apariencia de conocimiento que dan las pantallas.
En ambos casos, la sabia composición de un relato visual se convierte en una meditación sobre los dilemas del presente y sobre la fragilidad de la condición humana, sobre su desarraigo y pérdida de hogar. Tanto los ricos como los pobres pierden su segunda piel en las dos películas. De forma distinta, con diferentes grados de exclusión, pero en ambos casos la habitación del mundo les es negada por un espacio social diseñado para la exclusión que termina dañando a los dos polos.
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