martes, 26 de marzo de 2013

Mal de archivos


Hace algunos años, paseando con unos amigos por la Calle Toro de Salamanca, nos encontramos frente a una enorme manifestación que se nos venía encima desde el arco de la Plaza Mayor. Miles de salmantinos habían salido de sus casas para expresar su indignación porque el gobierno pretendía devolver a Cataluña ciertos documentos originales que habían sido expropiados por el ejército franquista y depositados e un archivo policial que terminó convirtiéndose en Archivo de la Guerra Civil. No me he repuesto desde entonces de la sorpresa causada porque una multitud reivindicase como seña de identidad la autenticidad de los objetos de un archivo contra la supuesta inautenticidad de las copias técnicamente reproducidas. El archivo de la Calle Gibraltar, rebautizada un poco más tarde como Calle del Expolio, para dejar constancia histórica de aquella reivindicación, había sido un lugar misterioso durante mi época de estudiante, un lugar de difícil acceso donde se guardaba un material no carente de aura entonces: cartas, carteles, certificados, registros oficiales de un tiempo y una cultura prohibidos que nos atraía con una fuerza simbólica nacida en la distancia que crea, sostiene Walter Benjamin, la continuidad de la tradición y la singularidad esencial de un objeto que se ha preservado desde el momento de su creación (“el aura es la aparición irrepetible de una lejanía por cercana que ésta pueda hallarse”). Quienes por entonces entraban en aquel templo lo hacían con muchas dificultades (eran tiempos de dictadura), siempre bajo vigilancia y sospecha, con aquel silencio que se reserva para los lugares y tiempos sacros. Era un lugar que la ciudad ignoraba o temía. Años después habría de convertirse en seña de identidad de la urbe, “por derecho de conquista”, había argumentado un conocido escritor e intelectual. La manifestación contra la disolución del archivo, me di cuenta más tarde, significó la conciencia de una ciudad de provincias de estar siendo empujada por la fuerza en un nuevo siglo que no acababa de entender y le producía tanta irritación como angustia.

“Todo archivo -sostiene Derrida- es a la vez instituyente y conservador. Revolucionario y tradicional. Archivo eco-nómico en este doble sentido: guarda, pone en reserva, ahorra, mas de un modo no natural, es decir, haciendo la ley (nomos) o haciendo respetar la ley. (…) tiene fuerza de ley, de una ley que es la de la casa (oikos) como lugar, domicilio, familia, linaje o institución” (Mal de Archivo, pg. 15). El aura del documento adquiere en esta economía la fuerza legitimadora de lo auténtico que preserva la identidad. Pues la cultura y memoria de archivo es esencialmente una cultura de identidad. Se archivan, preservan y recuerdan registros de un tiempo pasado que adquieren calidad de evidencia debido a su pretensión de autenticidad. Se convierten de este modo en el soporte jurídico y epistemológico de una trayectoria singular de la que se cuida la narrativa histórica respaldada por la objetividad que confiere la autenticidad del documento. El aura del documento archivado contribuye a legitimar la narrativa que, de este modo, se convierte en soporte de un reclamo de identidad. Corresponde a la Historia, como disciplina especializada en la división social del trabajo cognitivo, el ser garante y registrador de la propiedad de esta singularidad como reserva normativa de la comunidad.

La hermenéutica clásica representa la actitud y la metodología con la que el registrador y lector del archivo se enfrentan a su tarea de recuperador de la evidencia que ha de soportar la identidad. La hermenéutica busca la imposible fusión de dos horizontes en los que se entrecruzan ortogonalmente el eje de la distancia temporal y el eje de la distancia entre contextos. El registrador y lector de archivos sabe que se deposita sobre él una autoridad instituyente, que le ha sido conferida por la comunidad para administrar una economía informacional sin la que la identidad estaría en peligro. Pero su autoridad se sustenta sobre una base inestable. Es, por un lado, lector, y por ello recreador de textos o vestigios que existen sólo porque existen otros textos y vestigios en un espacio de confrontaciones. Por otro lado es lector de cierta clase de inscripciones que constituyen la memoria extendida de su comunidad. Habrá de poseer la habilidad de un técnico y no la de un intérprete. Pues “No hay archivo sin un lugar de consignación, sin una técnica de repetición y sin una cierta exterioridad. Ningún archivo sin afuera” (MA, pg.19). Este afuera es el que hace de la técnica un elemento constructor de identidades. La inscripción y registro y los dispositivos de conservación configuran tanto como el contenido que portan la fábrica de la identidad.

 La religión y el estado fueron en algún momento herederas del registro del libro. Los cuerpos de legislación y de doctrina, el registro de bienes y fieles, fueron encomendados a los dispositivos de archivo, registro e interpretación y rodeados de estrictas leyes para su lectura. La primera fuente de la autoridad es la del lector de archivos. No podemos olvidad que la guerra civil europea del XVI nació de un desacuerdo sustancial sobre la autoridad del lector de archivos. Quién puede leer, traducir e interpretar el libro es algo que la sociedad guardará como sustrato sobre el que crece su identidad. De aquí la importancia nueva del derecho de acceso, de lectura, de apertura del archivo para la apertura de la sociedad. 

sábado, 16 de marzo de 2013

Del amor y del deseo





Me dejó ensimismado ayer Michael Haneke por su dramatización del Cosi fan tutte, que lleva varias semanas de notable y legítimo éxito. Haneke ha convertido la ópera en una invitación a pensar en el drama giocoso que es la construcción sentimental de nuestras existencias. Ha subrayado el poder destructivo y constructivo del deseo y la contingencia de las trayectorias amorosas con una profundidad que uno no esperaría encontrar en la ópera, pero que, sí, a veces se encuentra con una claridad que ningún otro espectáculo podría ofrecer. Sigue siendo la promesa de un arte total que convoca a todos los sentidos y facultades.
La cuestión es que Lorenzo Da Ponte, Wolfgang Amadé Mozart y Michael Haneke se han embarcado en un diálogo y meditación sobre el entretejido de emociones que presenta eso que llamamos amor como  una historia tan enrevesada como estructurante en la identidad humana. Su maravillosa oferta es mostrar, sin juzgar, esa extraña cocina emocional en la que se transmutan tantos afectos y afecciones.
Me quedé pensando en la poca importancia que se le ha dado en la filosofía a la contribución de las emociones a la condición humana. El seminario de lecturas que estamos realizando sobre el libro de Peter Goldie, The mess inside, nos ha llevado a pensar en las dificultades que aún tenemos para pensar en estas caras del poliedro humano, como si estuviesen tan ocultas como la misteriosa cara de la Luna.
Del Mozart de Haneke uno extrae, además de tres horas de felicidad, una conclusión que quiero compartir en este rápido esbozo: se ha pensado el amor como alguna forma de sentimiento, afecto e incluso estado. Pero es falso. No se explicaría entonces el poderoso efecto que tiene en nuestras vidas. Las emociones y sentimientos tienen mucho poder pero solamente en tanto que dejan de serlo y nos hacen hacer cosas.
El amor no es un sentimiento ni un estado, sino un proceso complejo en el que intervienen muchas emociones enredadas, tejidas, a veces transmutadas, pero también y sobre todo trayectorias de vida en las que las decisiones, la reflexión, la expectativas, normas, planes y promesas desarrollan sendas contingentes e irreversibles de identidad.
Si el amor es química lo es de numerosos ingredientes en donde el deseo, el pensamiento y la acción se funden sin que ningún análisis pueda recobrar sus estados iniciales. Es por ello algo tan difícil de pensar y tan alejado de lo que el sentido común, tan construido por fáciles narrativas, nos hace creer. Sólo las grandes obras de la literatura nos permiten asomarnos y aprender de esta complejidad.
Ha sido el amor uno de los inventos culturales más recientes. Con razón, pues es un nombre que damos a trayectorias nuevas de relación entre humanos en las que el deseo, la intimidad y la amistad se entrelazan con otras muchas relaciones sociales que están en la base de la cultura desde que el control del sexo y del poder instauraron la sociedad en la especie. Está por escribir aún la historia del amor, a pesar de que tanto se haya escrito sobre la historia de sus formas culturales. Quizá porque no sabemos dónde mirar, quizá porque no hay ningún lugar donde mirar que no sea a un conjunto de historias que difícilmente conseguimos clasificar como una clase. El amor es uno de los fondos donde la pala de nuestro pensamiento se dobla y no nos deja seguir excavando. Pertenece a lo que Dewey llamaba experiencia  (degradada en pálidos fantasmas por la filosofía, convertida en humo de subjetividad, cuando Dewey la consideraba un trozo de existencia en donde lo intencional y lo biológico se funden).
Si es una zona oscura, un blind spot para la filosofía, es por esta resistencia al análisis, por el carácter químico y no físico de su naturaleza. Después de Morzart y Haneke se refuerza mi convicción cartesiana de que, si midiéramos el tiempo de nuestra dedicación a la lectura y el cultivo, la filosofía debería de ocupar unos minutos en muchas horas de ciencia, arte y literatura. En muchos años de amor y deseo.

domingo, 10 de marzo de 2013

El entredós del pensamiento


Hace unos días asistí a una mesa redonda en la que muy conocidos filósofos de mi país discurrían en maneras informales sobre amistad y pensamiento. El tono general era el de no hacer mucho caso a la amistad y mostrar el profundo amor por la filosofía que, se dejaba caer, era lo importante y en todo caso la causa de la amistad. Alguno creía sentir una profunda amistad por Platón o Hegel, o ambos, no recuerdo. Discrepé un poco, quizás también un poco impertinentemente, porque me parecía que la amistad es una parte de la vida tan seria o mucho más que la filosofía y que no tomarla en cuenta es vivir bajo un imaginario de filósofo ensimismado en un continuo repetirse "amicus Plato, sed magis amica veritas". Creía y creo que, aunque ser buena persona y hacer buena filosofía son cosas muy independientes, al menos para mí, hacer filosofía debe ser un medio de ser buena persona. En fin, no convencí a nadie ni lo pretendo.

He recordado este intercambio cortesano leyendo el viejo relato de Susan Buck-Morss sobre Theodor Adorno y sus relaciones con Walter Benjamin, Origen de la dialéctica negativa. Lo he leído para refrescar mis conocimientos sobre los orígenes de la Escuela de Frankfurt, pero he terminado leyéndolo como un relato agonístico entre amistad y filosofía.

Poco tenían en común Adorno y Benjamin, que fueron amigos hasta que Benjamin, cansado de vivir en tiempos oscuros, decidió acabar con su vida y con ella la amistad.

Adorno admiraba a Benjamin pero tenían dos visiones muy distintas de qué hace un filósofo en el mundo. Benjamin miraba las cosas, estrictamente las cosas, los escaparates, las películas, las fotografías, los vestidos de moda, como depositarios de una eterna lucha entre el deseo y la realidad, como devastadas ruinas de un sueño de ser de otra manera. Se encontraba muy cerca del proletariado cuando se emocionaba y reía con Charlie Chaplin y paseaba por París buscando en sus pasajes los signos de aquello que podría haber sido posible. Para él la historia se manifestaba menos en la voluntad que en el sueño y en la forma inintencionada de vagar por la ciudad.

Adorno no creía que el proletariado tuviese alguna conciencia de la historia y sus derivas. Era una clase, para él, sometida más aún en lo psicológico que en lo económico. Se pensaba a sí mismo contribuyendo a la desintegración de la burguesía mediante la desintegración final de su concepción del mundo, es decir, mediante la realización de su filosofía en una especie de desastre final. Nunca le importó la acción política, y cuando se confrontó con estudiantes que, siguiendo sus ideas, se levantaban contra el estado, se asustó y horrorizó, y se puso de parte del estado.

Pero eran amigos. Benjamin escribió "La obra de arte en la era de su reproductibilidad técnica" con el entusiasmo de quien cree haber hecho un hallazgo del pensamiento. Se lo envió a sus amigos expectante, con alguna dilación, con mucho miedo por su opinión. Adorno y Horkheimer se horrorizaron de sus ideas, parecía que Benjamin no era consciente de la dominación ideológica y del fetichismo de la mercancía y que se dejaba llevar del embrujo de las cosas. Scholem, su amigo estudioso de la cábala, consideró que el texto era demasiado marxista, demasiado ortodoxo. Brecht, su amigo más integrado en la política, lo leyó con mucha distancia e ironía considerándolo un ejercicio de misticismo.

No hay duda de que el escrito significó para Benjamin una de sus muchas derrotas en la vida. Eran tiempos oscuros. Adorno le apremiaba para dejar cuanto antes Paris e incorporarse al Instituto en Nueva York. Scholem le animaba a ir a Palestina. El respondía que no podía dejar la Bibliothèque Nationale de France y abandonar lo que ya únicamente le ataba a la existencia, su trabajo sobre los pasajes del París del XIX.

Benjamin nunca entendió por qué sus amigos no le entendían. Sus amigos nunca entendieron a Benjamin.

Es una de las historias más trágicas de la filosofía y una clave profunda del drama de vivir y pensar. Un drama que podemos vivirlo como tragedia o comedia, pero difícilmente escapar de él

domingo, 3 de marzo de 2013

El limen y el ritual


El etnógrafo francés Arnold van Gennep conceptualizó los ritos de paso en su libro homónimo de 1909. Allí distinguía tres momentos característicos en tales ritos: la separación, la liminalidad y la reintegración. Cincuenta años más tarde, el antropólogo escocés Victor Turner, a quien estoy descubriendo y leyendo con fruición, desarrolló esta tripartición como parte de una mucho más compleja teoría sobre las acciones simbólicas y lo que llamó los dramas sociales. La teoría de Turner es que cualquier violación de una norma social desencadena un "drama", una situación agonística en la que se enfrentan las personas con la sociedad, o las personas entre sí, o tal vez consigo mismas. Estos microdramas (o macrodramas) generan trayectorias posibles de salida que van desde el conflicto abierto interminable, la ruptura a, en ciertos casos, la reintegración y absorción del conflicto. En estos conflictos, la ritualización es uno de los instrumentos más ancestrales de la comunidad para manejarse con las amenazas de ruptura. El mundo de Turner es desgraciadamente un mundo perdido que merece la pena redescubrir y repensar. Muchas veces la voracidad cultural y académica termina enterrando en el limo de la historia joyas que tardan décadas en ser encontradas o que no lo serán nunca.
Solamente querría dibujar un rápido apunte de una de sus ideas que tiene una inquietante fuerza de atracción. Me refiero a su teoría de la liminalidad. En los ritos tradicionales de paso, la liminalidad es el estado en el que se encuentra quien ha sido separado de la familia o el hogar pero aún no se ha reintegrado. La idea de un viaje o prueba es el modo tradicional de enviar a la liminalidad a quienes deben luego llegar a ser miembros de la comunidad.
En este territorio, en este tiempo de incertidumbre, discurre una trayectoria de vida en donde se bifurcan las opciones y algunos (algunas) vuelven a la tribu con las tareas cumplidas y se integran en las normas y otros (otras) exploran, a veces descubren, sendas desconocidas en los páramos donde se les ha exiliado. La creación, sostiene Turner, ocurre siempre en el espacio y tiempo liminal, en la tierra de nadie donde la angustia es la emoción que oscurece esa condición de alejamiento.
Trato de explicar (explicarme, sobre todo) el lugar de los rituales en nuestras vidas como estrategias para encontrar sentidos cuando los sentidos están amenazados y me encuentro con esta luminosa idea de Turner que contaré mañana a mis alumnos. Mientras preparo la clase e intento imaginar sin éxito cuáles pueden ser los rituales que den sentido a una generación ya lejana para mí, recuerdo que en un tiempo (muy lejano), cuando yo era estudiante, revoltoso como era la norma, alguien de mi grupo me encargó redactar algo así como una historia del movimiento estudiantil reciente, una especie de informe de intervención inmediata en un año tan complicado en España como fue 1976, el año en el que se confrontaron muchas cosas y mucha gente.
Fracasé completamente. Al principio me sentí halagado y me puse a la tarea. Como ya era filósofo en ciernes, fui incapaz de atenerme a los datos y a los documentos y comencé a darle vueltas a la condición de estudiante, a mi propia condición en aquel momento. ¿Cuál puede ser el movimiento de gente que no es ciudadana aún, que no tiene ingresos ni contratos, que ya no pertenece a la familia, que no tiene aún casa, que ni siquiera tiene un lugar donde hacer el amor (eran tiempos duros), que no vive más que en un estado de imaginario permanente, con miedo a acabar y encontrarse en un vacío sin sentido? ¿Cómo puede un movimiento así tener algún sentido que no sea su propio conflicto como seres en ningún lugar?
Le dije a quien me lo había encargado que no encontraba suficientes materiales y me dediqué a redactar mi tesina y dejé para un tiempo que nunca llegó el pensar sobre el problema.
Lo he recordado estos días, en estos tiempos, pensando en cuál pudiera ser el imaginario y el ritual constituyente de las existencias de los alumnos a los que tengo que hablarles de los rituales, y vuelvo a mi angustia de no tener nada que decir, de volver a encontrarme en un limen interminable. Quizá es lo único que puedo compartir con ellos.

domingo, 24 de febrero de 2013

Antropología del mito zombi


En realidad el título es un deseo más que una realidad. Ya me he ocupado en alguna entrada anterior de la invasión zombi en la literatura y medios visuales contemporáneos y he ido convenciéndome del carácter de mito que ha ido adquiriendo todo este complejo de representaciones. Me piden de la revista La columnata una colaboración sobre zombis y la ocasión me lleva de nuevo a darle vueltas al tema.

Un mito, según el canónico análisis de Levi-Strauss, es una estructura representacional que generamos con conocimientos a mano, como los cacharros de bricolaje que guardamos para lo que haya menester, y que refiere a elementos constitutivos de una cultura.  En varios de sus libros (todos aún maravillosamente vivos) Levi-Strauss propone recoger todas las variantes del mito e ir analizando las oposiciones estructurales para, después, ir construyendo una interpretación posible en forma de oposiciones reales a las que se enfrenta la sociedad que ha puesto en marcha este mito. Lo que aquí sigue es un puro ejercicio de dedos, sin ninguna pretensión que no sea la de ser notas de borrador y petición de ayuda para ir desenvolviendo un análisis un poco más interesante del mito. Algunas de las oposiciones más prominentes serían las siguientes:

Oposición temporal: Sociedad antes/después de la infección o invasión zombi. Me parece la oposición fundamental. El mito hace alusión a la "descomposición" (en sentido muy estricto) de todos los lazos sociales. Es una especie de reversión del mito del contrato social.

Oposición material: Abundancia/ escasez. Los supervivientes se ven obligados a reciclar los restos de la sociedad anterior: armas, comida, vivienda. En todos los episodios del mito hay una preocupación básica por el inventario detallado de lo que aún queda como utilizable y de los lugares donde se pueden conseguir armas, medicinas, alimentos, etc. Por lo demás, lugares peligrosos.

Oposición moral: Lo permitido/lo prohibido. La violencia sobre los zombis, a pesar de su imagen aún humana en su monstruosidad es no solo algo permitido sino el objeto central del mito. El "matadlos a todos" que ordenaba el obispo Arnaldo Amalric en los sitios contra los albigenses, y que repetía Kurtz en El corazón de las tinieblas, indica la oposición moral básica post-contrato social.

Oposición mental: Conciencia/no conciencia. El zombi es puro cuerpo dirigido por el instinto de supervivencia, a diferencia de los supervivientes, que tratan, casi infructuosamente, de sostener aún ciertas formas culturales, planes o afectos.

Oposición corporal: Lo sano/lo infectado. El miedo a la contaminación del zombi es la oposición sobre la que se articula la visualidad del mito. Lo monstruoso, maloliente, pútrido, frente al cuerpo aún "normal" del superviviente.

Oposición social: La masa/la comunidad. Los supervivientes se ordenan en bandas de recolectores unidos por lazos de amistad o familia, mientras que los zombis son puras masas o manadas en movimiento.

Seguramente quedan muchas otras oposiciones, y queda, desde luego, un examen pormenorizado de las muchas variantes contemporáneas. Cabe ya, sin embargo, comenzar a especular por el carácter del mito como producto de un miedo en el imaginario contemporáneo a la fractura social. Sospecho que es el mito más activo de nuestros días. Menos por el carácter apocalíptico (ya he dicho en varias ocasiones que el apocalipsis ya ha ocurrido) que por el terror a la ruptura del contrato social y sus promesas.

Seguiremos.

sábado, 16 de febrero de 2013

El lamento generacional

El fascismo siempre se origina en una inversión causal: los efectos se convierten en causas. En el siglo XIX el racismo tomó la forma de una de estas inversiones causales. Se creía que las diferencias culturales, las desigualdades sociales y las distancias cognitivas se debían a ciertas causas ocultas de raíz biológica o "natural". Ciertamente, más tarde, se matizaron mucho estas creencias y el racismo biológico pasó a ser un racismo cultural, pero la inversión de efectos y causas siguió bajo otros formatos. Que las diferencias y desigualdades se expliquen por ciertos factores ocultos, que nunca se acaban de precisar demasiado, es una tentación que se sufre permanentemente.
He recordado esta parte negra de la historia contemporánea al hilo de la noticia que leo en los periódicos de que Antonio Muñoz Molina acaba de escribir un libro lamentando en un tono seco y amargo la complicidad generacional con la situación presente del país. Ayer por la tarde hacía una de las visitas periódicas a la librería para mirar las novedades, y me encontraba con una mesa entera de nuevos libros de urgencia que coincidían, o algo así, en títulos como "un país fracasado".
Siento ciertos escalofríos al leer esta literatura de lamento histórico en la que se culpa a "generaciones" o al país entero de situaciones de desigualdad y fracaso, como si acaso hubiésemos tenido algún plan común, o como si hubiese algo común que fuese la causa de nuestras miserias contemporáneas.
Son muchas las miradas que ahora vuelven a la Transición española a la democracia. Las dominantes son voces que tratan de afirmar que tal vez "nos equivocamos", con un "nos" inclusivo que parece anclarse en estratos profundos de la identidad.
Pero no fue así. La Transición fue, como tantas veces ha ocurrido, un cambio en las capas dominantes y un ascenso de nuevos estratos de la burguesía. Los periódicos americanos diagnosticaron bien lo que había ocurrido en 1982 con el ascenso del PSOE al poder: "unos jóvenes nacionalistas" llegan al gobierno. No fue solamente un control político. Otros jóvenes nacionalistas constituyeron una cultura hegemónica formada por un nacionalismo celebratorio, algo festivo, siempre formativo. Se explicó a la gente qué debían leer, comer, vestir, cómo debían follar y aparearse, qué música y qué formas de comportamiento correspondían a los nuevos tiempos. Hubo un cambio general en los intelectuales orgánicos. Periódicos como El País y El Mundo, cada uno a su modo, desarrollaron el aparato ideológico de los nuevos tiempos.
Y ahora se trata de explicar que una generación, un país, se equivocó. Pero no fue así. La Transición fue una reforma en las formas de desigualdad. Aparecieron voces que ocluyeron y callaron a otras. La gente que realmente se opuso al franquismo no tuvo mucha voz ni oportunidad en los nuevos tiempos. Las asociaciones de barrio, los comités de empresa, los movimientos de enseñantes, toda una inmensa red oculta que había sostenido la resistencia, fue ocultada definitivamente mediante una política activa de compras de dirigentes, que pasaron a ser concejales o miembros de partidos inexistentes hasta el 70 (el PSOE fue el caso más claro). Mucha gente estigmatizada, mucha gente en los márgenes, en los poderosos brazos de la droga, que se suministró con generosidad. Al final de la década de los años ochenta ya no quedaron sino jóvenes nacionalistas, cada vez menos jóvenes, cada vez más nacionalistas.
Se aduce ahora el fracaso de una generación, el fracaso de un país, se acude a algún pecado oculto de una esencia que nos contamina.
Digamos "NO". No tenemos nada en común.

domingo, 10 de febrero de 2013

La ciudad y la muerte





Haneke comienza su última película, Amor, abriendo las puertas de la casa por gente que viene a ver lo que pasa y termina la película cuando el protagonista, Georges, las cierra tras de sí (con un breve colofón en el que un personaje, la hija, rehabita el piso y recomienza otra historia). En el interim se nos permite asistir a la historia de dos personajes que han decidido enfrentarse unidos a la historia de la decadencia final de uno de ellos clausurando el resto de sus relaciones con el mundo. El tiempo de morir exige un espacio de intimidad y la suspensión de todo lo que no sean los lazos esenciales con el mundo. Que, nos dice, Haneke, no son otros que los lazos del amor. La historia discurre en un laberinto de entrecruces de miradas, entre quien se está yendo, Anne,  y quien ha decidido quedarse allí para acompañarla en el viaje, Georges. Haneke, el filósofo y humanista, nos invita a asistir a esta ceremonia del adiós en silencio, como si se nos estuviese permitiendo entrar en un espacio al que somos absolutamente ajenos: un espacio de intimidad que no se agota en lo visible, que nos ofrece un misterio que no podremos desvelar y que entendemos sin entender.

Vuelve Haneke sobre uno de los problemas característicos de la cultura de la modernidad: el ocultamiento de la muerte. Las culturas premodernas mantienen una relación equilibrada con la muerte. En ellas el morir es un acto público al que asiste la comunidad y con el que todos están familiarizados. El dolor de morir y el dolor de ver morir son actos públicos que se elaboran en rituales de despedida y duelo en los que participa la familia y la comunidad. Recuerdo haber asistido en mi niñez (entre los siete y nueve años, un (olvidable) tiempo en que me obligaron a ser monaguillo), a decenas de agonías acompañando al cura y sus santos óleos. No recuerdo haberme sentido impresionado por nada de aquello, no más que por otros rituales de bautizos, bodas y comuniones. El dolor, la muerte, eran productos naturales del ritmo de los días. La transformación del mundo que llamamos modernización crea un velo de extrañeza y silencio sobre la última de las historias de la vida.

Es más que sorprendente el contraste contemporáneo entre la hipervisibilidad de la violencia y las muertes en las pantallas y el ocultamiento de la muerte en la vida. Haneke se atreve a una explicación: la muerte ha pasado de ser parte del dominio de lo público a formar parte del espacio de lo íntimo. Como en otros aspectos de la vida, la ciudad crea muros para proteger lo íntimo de lo público. Llamamos a las viviendas apartamentos por esta acción de levantar paredes que separan espacios y prácticas. Dentro de ellos discurren nuevas formas de relación nuevas. Se crean también nuevas formas de emoción y relación social.

La casa burguesa era aún, como la familia burguesa, un espacio semipúblico que permanecía abierto a la vecindad y las relaciones. La casa urbana y sus habitaciones se recrea ahora como el ámbito de las emociones íntimas. En la película, ni siquiera a la hija le es permitido asistir al discurrir de la decadencia de su madre. El espacio se ha cerrado a todo lo que no sean las emociones necesarias e imprescindibles. Haneke resuelve la historia como un relato espacial más que temporal. No sabemos cuán larga haya sido la despedida. Él nos muestra sólo los hilos que conectan los espacios de intimidad, las habitaciones de la emoción.

Este breve apunte iba de otra cosa, pero en el tiempo presente no puedo sino sublevarme ante lo que significan los embargos hipotecarios en mi país: la destrucción final de miles de vidas por la destrucción (expropiación, rapiña) de sus lazos de intimidad y existencia, la amenaza a lo que hacía vivible la ciudad, la creación de espacios de intimidad de vida y muerte. No es extraño que se hayan producido tantas muertes, ahora, sí, públicas.

domingo, 27 de enero de 2013

El siervo y la pregunta



Tarantino realiza en Django Unchained otro ejercicio práctico de lo que la gente de humanidades debería hacer: teorizar sobre la cultura popular. Recicla todo el spaghetti-western, y en particular Django (Sergio Corbucci, 1966) con el icónico  Franco Nero (que aceptó un cameo en la película de Tarantino) y todas sus secuelas. Hace poco Ignacio Pablo Rico Gustavino comentaba las derivas políticas de Tarantino, y el creciente trasfondo crítico de su obra, ya tan claro en Inglorious Basterds, un maravilloso discurso sobre el poder metamórfico del cine y sobre la condición de espectador externo del mal. Aquí continúa en la misma senda. 

La película es un ejercicio de relectura del Discurso sobre la servidumbre voluntaria de Etienne de La Boétie (1530-1563). Allí se pregunta:

"¿Y cómo calificar el estado de cosas en el que no cien ni mil hombres, sino cien países, mil ciudades o un millón de hombres renuncian a asaltar a aquel que les trata como siervos y esclavos? ¿Es cobardía? Pero todos los vicios tienen límites que no pueden sobrepasar. Dos hombres, incluso diez, pueden temer a uno; pero que mil o un millón de hombres, o mil ciudades, no se defiendan contra un solo hombre, eso no es cobardía, pues ésta no llega hasta tal punto, de la misma forma que el coraje no exige que un solo hombre escale una fortaleza, ataque a un ejército o conquiste un reino. ¿Qué vicio monstruoso es, pues, éste, que ni siquiera merece el título de cobardía, que no encuentra nombre lo bastante sucio y al que la naturaleza condena y al que la lengua no quiere nombrar?..."

Tarantino elabora la cultura de la esclavitud, sobre los señores y los tratantes, se pregunta cómo fue posible, y encuentra una de las claves en el discurso de La Boétie:

"De esa forma, el tirano somete a sus súbditos utilizando a unos contra otros. Es protegido por aquellos de los que debería protegerse, si es que algún valor tuviesen. Pero como bien ha sido dicho, para hendir la madera se usan cuñas de madera; eso son, precisamente, sus arqueros, sus guardias, sus alabarderos. No es que éstos no sufran, pero esos miserables abandonados por Dios y por los hombres se contentan con sobrellevar su mal y causárselo, no a quien se lo causa a ellos, sino a los que, como ellos, también lo sobrellevan y no tienen  ninguna culpa.  Cuando pienso en esa gente que halaga al tirano para aprovecharse de su tiranía y de la servidumbre del pueblo, me siento casi tan sorprendido por su maldad como compadecido por su estupidez."

El film es una renovación de la pregunta de cómo fue posible que aquellos de los que el tirano debería protegerse fueran sus protectores. Después del Holocausto algunos se hicieron estas preguntas (Hanna Arendt tuvo una confrontación seria con el sionismo a causa de ella) y siempre será la pregunta más importante de la filosofía política. Pues la opresión de la minoría sobre la mayoría no podría ocurrir sin el asentimiento de los muchos.

De los muchos aciertos morales de la película, lo que más valoro es la capacidad que tiene Tarantino para cuestionarse la propia pregunta. Pues no son la pregunta y sus respuestas tan relevantes como quién la hace y quién tiene derecho a hacerla. En la obra, es el hacendado, un aficionado a la frenología y al evolucionismo social, quien hace la pregunta y da la respuesta: la sumisión sería algo innato en algunas razas. El hacendado sólo tiene que mirar a su alrededor para hacer comprobar al espectador su teoría.

Recientemente Josep Corbí desarrollaba la pregunta de Primo Levi de por qué se sentía culpable de haber sobrevivido a los campos de exterminio, y si acaso sería irracional sentirse así, y, sin embargo, por qué no concedía a nadie que no hubiese estado en los campos el derecho a realizar esa pregunta y juzgarla en su lugar. Tarantino comparte esta posición de Levi. Nadie que no haya sufrido la opresión está legitimado para ser juez de ella, y para responder de una forma u otra en la práctica.

Cuestionar el derecho a la pregunta significa que sólo hay una forma adecuada de hacerla y responderla: desde la experiencia de estar sometido y rebelarse. No la pregunta del señor ni la pregunta de la vanguardia, sino el asombro del sumiso al notar su situación. Hay preguntas que esclavizan y preguntas que liberan. Esta es la reflexión de Django (con "d" muda, insiste con sarcasmo el protagonista).

viernes, 18 de enero de 2013

El tiempo de las pantallas





La presentación el miércoles pasado del libro de Juan Martín Prada en La Central del Reina Sofía me había vuelto a plantear uno de los problemas más viejos de la teoría de la cultura desde la época del modernismo: cuál es el valor, si lo tiene, de la autonomía del arte (sigo, de otro modo, con mis últimas divagaciones sobre el lugar de la filosofía también como territorio autónomo).

Juan se plantea en este libro las dificultades que el arte contemporáneo (el más contemporáneo) presenta tanto al lego que se enfrenta a una obra como al crítico y teórico que tiene que dar cuenta de ella. Reconoce que ya no es posible ver al crítico como el sabio que desvela el significado profundo de la obra, del mismo modo que tampoco cabe enfrentarse a estos nuevos objetos e imágenes como acertijos que deben ser resueltos para encontrar su mensaje oculto. Su propuesta, luminosa, es pensar la obra como un nudo que debe ser desatado, encontrando los muchos hilos y conexiones con el mundo en que habita el espectador.

La obra, diría yo, parece haber perdido de su función de portadora de significado propio para convertirse en otra cosa, probablemente en una ocasión para crear sentidos nuevos en la mirada y la vida del espectador y en su momento histórico.

De ahí mi pregunta inicial: ¿cuál es el valor de la autonomía del arte? El hecho de que no haya un rastro limpio entre las características de la sociedad y las del arte nos lleva a esta pregunta. Cada sociedad produce su forma de arte, pero seguramente no en el modo que les gustaría a los grupos sociales. Ni a los hegemónicos ni a los subordinados.

Juan nos plantea otra segunda pregunta: ¿qué arte cabe hacer y pedir en un tiempo en el que los medios culturales fagocitan toda actitud crítica y la desarman o convierten en propaganda propia a mayor velocidad que la de la invención creativa? ¿Qué arte cabe en el tiempo de las pantallas?

La respuesta está también en la idea anterior. Si no hay nada que desentrañar, tampoco hay nada que  pueda ser utilizado. Una obra como una pregunta que debe ser respondida por el espectador cambiando su vida. Desde esa manera de entender el arte, la obra no es tan claramente susceptible de ser apropiada: cuando puede ser apropiada por todos, porque nadie es dueño de su significado, el acto de apropiación se convierte en otra cosa: en crear nudos nuevos de relación entre la obra y la vida.

Da igual que los picasos ya sean  fotos de calendario y que Telefónica use las asambleas del 15M para hacer publicidad de sus tarifas. La imposibilidad de apropiación del arte nace de la extraña propiedad que tiene de tejer referencias, matices, sugerencias, deseos y promesas de otra forma de vivir sin el orden y concierto sobre los que se asienta el poder. Tiene más de siembra que de fruto.

Hay, sin embargo, que matizar: autonomía se puede entender en el sentido culturalista, el de los elitistas como Harold Bloom y señores del canon, que se sienten dueños de las llaves del sentido y el valor, es decir, en tanto que una tradición histórica que sólo rinde cuentas ante la propia academia del arte, y la autonomía como extraño don que tienen algunas obras humanas para trascender a su tiempo y condición para convertirse en preguntas sin respuesta.


viernes, 11 de enero de 2013

Ortega y el béisbol


La sombra de Ortega sobre el pensamiento contemporáneo español es alargada. Densa, oscura y alargada. No porque se le lea mucho (salvo quienes se han dedicado a la industria Ortega, en general, se le tiene por leído) sino porque Ortega define el canon de cómo ser y estar. Viene a cuento esta entradilla porque sí, yo estaba leyendo a Ortega, La rebelión de las masas en concreto, preparando el programa de Teoría de la Cultura Contemporánea, examinando las décadas de la irritación contra la cultura de masas (Horkheimer, Adorno and all that jazz, incluyendo también, en cierta forma, a Ortega) y se me cruzaron los cables con una entrevista que El cultural de El Mundo realiza a Félix de Azúa esta semana. Como a Ortega en su momento, como a muchos en el nuestro, a Félix de Azúa le preocupa discernir qué ocurre y qué nos cabe esperar en estos tiempos, qué le ocurre a la cultura, qué le ocurre a la universidad y qué le ocurre al país en general. Mucho malestar y, sobre todo, mucha niebla y opacidad (no es extraño que Salomón pidiera discernimiento, ojalá  pudiera uno pedirse las virtudes preferidas).

Se queja Félix de Azúa de la decadencia del arte contemporáneo (hace treinta años, sostiene, que  el arte está postrado) y de la decadencia de la universidad (han destruido la universidad, también añade). No voy a discutirle las críticas ni a reprocharle el malestar. En muchas cosas estaríamos de acuerdo y en otras no. Me interesa, ahora como observador participante de la cultura contemporánea, por lo paradigmáticamente representativo de una cierta actitud muy del momento presente. Una actitud entre indignada y pesimista respecto a la mediocridad presente y nostálgica de la aristocracia del pasado.

Y pensando sobre ello recordé un artículo, divertido como todos los suyos, que hace tiempo Stephen Jay Gould dedicó a quienes se quejaban que los bateadores de béisbol del momento ya no alcanzaban las estadísticas de aciertos de los grandes de los tiempos dorados de la posguerra (siento no poder citar ahora el artículo, consecuencias de tener repartida la biblioteca en tres lugares), pero Gould se refería allí a cómo la estadística engaña mucho cuando no tenemos en cuenta la tasa base ni las formas de las curvas de distribución. Daba cierta razón a los que se quejaban de la escasez de grandes lanzadores y bateadores, pero observaba, mirando las estadísticas, que las curvas de aciertos de las grandes ligas se habían movido sustancialmente hacia la derecha. Se habían hecho más planas y se habían movido a la derecha. Es un efecto que produce la ampliación de la base y la educación generalizada (la masificación del béisbol y el entrenamiento generalizado, en su caso).

A medida que estos procesos ocurren es cada vez más difícil discernir la aristocracia cultural, artística, filosófica, deportiva, etc. Y, claro, no es difícil explicar la nostalgia por los tiempos de autoridades bien notorias, que marcaban sus diferencias incontestablemente con el resto. Son sesgos estadísticos de los que no suelen ser conscientes muchos críticos culturales (el desprecio a las matemáticas también tiene sus costos).

 Entiendo que, en lugares tan dependientes del prestigio como es una universidad o el mundo cultural (donde cada cual se cree situado en el percentil más alto), muchos miren a lo que hay y comparen sus capacidades y obras con las de quienes fueron otrora príncipes de las letras. Es comprensible y explicable el mecanismo. A Ortega ya le ocurría algo parecido intentando diagnosticar su época. La tentación de dividir el mundo entre "yo" y "las masas" a veces es a veces irresistible. Pero, como les ocurrió a muchos intelectuales de entonces, no repararon en  que las masas habrían de resultar mucho más creativas de lo que parecían.

"De hecho no hay masas. Hay solamente formas de ver al pueblo como masas" (Raymond Williams, Cultura y Sociedad (1780-1945))

sábado, 5 de enero de 2013

Ejercicios de atención


Son muy conocidos los experimentos que llevó a cabo Milgram en los años sesenta para comprobar el grado en que la gente es capaz de conductas inmorales por obediencia a la autoridad. Se trataba de observar a sujetos que se habían ofrecido voluntariamente como ayudantes para un supuesto experimento en el que otros sujetos (en realidad actores) simulaban el dolor producido por descargas eléctricas que se les ordenaban dar a los ayudantes. Se les contaba una historia sobre el pretendido experimento al que ayudaban, pero la cuestión era hasta qué punto estaban dispuestos a obedecer al profesor que les indicaba que siguieran aumentando el voltaje de la descarga. Se realizaron varias veces y en diversas circunstancias, observándose que una mayoría de aproximadamente 65% seguía esas órdenes a pesar del sufrimiento que infligían. También es cierto que una minoría (alrededor de un 14%) rehusaron seguir las órdenes y se retiraron de aquella historia. Milgram quería poner a prueba la capacidad de las sociedades para mirar a otra parte, e incluso colaborar, en casos de injusticia extrema.

Las conclusiones sobre la naturaleza humana que resultan de estos experimentos no son nada optimistas. Se comprobó en situaciones artificiales lo que por la historia ya se sabía: la capacidad humana para producir o convivir con el sufrimiento de los otros es ilimitada. Ninguna situación de injusticia sería posible sin la aquiescencia de la mayoría. Cuando acaba, todos se refugian en "era la dictadura", "era una situación de conflicto" "no había otra alternativa"...

Es interesante preguntarse por qué, sin embargo, una mínima minoría significativa fue capaz de desobediencia. Responder que sus principios morales estaban por encima de las órdenes no arregla mucho porque siempre cabe diseñar experimentos en los que sean los principios morales los que produzcan sufrimiento, y entonces la cuestión sería cuántos estarían dispuestos a responder a la súplica de la víctima antes que a los principios. Ni siquiera la Primera Ley de la Robótica ("No causarás daño a un humano") serviría para evitar estas situaciones. Bien sabemos de varias religiones que respetan el principio de "no matarás" sin que tal máxima les haya impedido perpetrar incontables matanzas.

Josep Corbí se plantea esta pregunta en su reciente libro Morality, Self-Knowledge and Human Suffering. An Essay on the Confidence in the World ( Routledge, 2112) y responde con una profunda meditación sobre qué voces callan o hablan en las situaciones de daño. Está la voz del torturador y la voz de la víctima, dice, pero está también la mirada y el silencio de terceros agentes que deberían haberla protegido. El interrogatorio, sostiene, el "hacer hablar a la víctima" es el recurso que justifica y tranquiliza a esas voces que no se levantan para impedir la tortura. "Hay una razón para ese daño" se dicen. En realidad, afirma Josep Corbí, están escuchando otras voces internas:  la voz de la autoridad que han introyectado y el miedo que les produce. Un miedo que les vuelve ciegos al rostro de la víctima y a su súplica de ayuda. Pero eso no evita que la víctima haya perdido ya su confianza en el mundo: la confianza que esas instituciones como la familia parecían ofrecer en que estarían siempre allí para ayudar. Esa confianza ya no se recupera.

Quienes levantan la voz y rehusan a colaborar también oyen voces. Pero atienden más. Oyen la voz de su propio miedo, no lo ocultan, oyen la voz de la víctima y ven su rostro, no esconden sus culpas justificándose bajo la voz del verdugo y por ello son capaces de dar ese pequeño paso que salva a la humanidad de la miseria moral absoluta. Cuestión de mirar y escuchar con atención: la voz de la autoridad, la voz del miedo, la voz de la víctima. No es inútil un ejercicio práctico: observar (auto-observar sobre todo) a lo largo de un día las estrategias que seguimos para velar la mirada y cerrar los oídos. Ejercicios de atención.

martes, 25 de diciembre de 2012

Kultur, Culture, culturismo





Hace unos días (21/12/2012) publicaba El Roto esta reflexión que explica muchas cosas de lo que ocurre, pero que traigo aquí sólo para pensar sobre su aplicación al campo de la cultura en general y de las humanidades en particular. Me refiero a que, tal vez, los llamados "recortes" que se aplican en todos los ámbitos culturales deberían ser pensados a través de esta lógica que tan claramente desvela El Roto.
En primer lugar, si miramos hacia atrás, con largo alcance, observaremos que muchas de las grandes transformaciones económicas desde el XVI se han articulado sobre la expropiación de lo común: continentes enteros, derechos de navegación, tierras comunes o de comunes (como ocurre en la Revolución Inglesa, que dio origen a la Revolución Industrial, como ocurre en la Desamortización española, que da origen a la burguesía española --porque, sí, las tierras de conventos abandonados de la Iglesia, que son expropiados tenían esta condición de comunes, aunque apenas productivos), el imperialismo del XIX y sus interminables guerras mundiales derivadas en el XX, la urbanización progresiva, fractal y completa del planeta, ...
La increíble rentabilidad de la explotación de lo aparentemente ruinoso es algo que han demostrado tanto el post-comunismo soviético y chino como las políticas neoliberales del mundo occidental.
¿Por qué no también en el terreno de la cultura? Pues sí, también. Es lo que Rifkin llamó capitalismo cultural. Una vía de dos direcciones: en un lado, la economía configura la cultura, en el otro, la cultura configura la economía.
La expropiación de la televisión y su conversión en espectáculo está en los orígenes de las transformaciones político-económicas del último tercio del siglo XX. No podríamos entender las políticas europeas (me refiero a ellas por ser más cercanas a quien esto escribe) sin las guerras por el espectro electromagnético y el reparto de las ondas. Inglaterra, Italia, España, son ejemplos tan evidentes que sobran comentarios. En España, por ejemplo, el bipartidismo de turnos y la configuración de grandes grupos mediáticos son fenómenos entrelazados causalmente.
Muchos diagnósticos intelectuales han pensado en este fenómeno solamente desde un aspecto del proceso. Me refiero en particular a una lista que incluye a Bill Readings (1996) The University in ruins, y que en España está representada por Jordi Llovet (2011) Adiós a la universidad. El eclipse de las humanidades, por la política cultural de El País y en general por una forma bienpensante de izquierda cultural que ha sido retratada con tanta perspicacia por Jordi Gracia en El intelectual melancólico. Se centra en el lamento por la universidad perdida y en su alegada conversión en un negocio.
Hay mucho de razón en esta queja. Estamos en un proceso de expropiación de todo el sistema educativo no porque no sea rentable, sino por lo rentable que es y será. Es cierto que, para ello, como ocurre con las empresas, con los bancos, con los hospitales y con muchas cosas, primero hay que arruinar para que la reconversión sea abordable. Pero este proceso no es el mismo y no debe confundirse con otros que comenzaron a producirse en los años 70 y que son ortogonales a lo que estamos describiendo, y que, en el caso del sistema educativo y científico se manifiesta en una mundialización de formas, estructuras, lenguas y métodos (lo llamo mundialización para resumir, pero es un sistema complejo de procesos*).
Muchas de las quejas contra los sistemas de peer-review, de "publish or die", y otros que son causa y consecuencia de la mundialización, son a veces la expresión del malestar de una universidad que había sido diseñada para crear élites burocráticas del estado nación y que ahora no encuentra lugar en un mundo en el que ha desaparecido el estado nación.
Hay una cierta relación entre los procesos del capitalismo cultural (afectivo, etc.) y la mundialización del sistema del conocimiento. La cultura, la educación, las humanidades se han hecho increíblemente rentables porque ya están mundializadas. Pero también se ha creado un nudo de tensiones y contradicciones que hacen apasionante el vivir en este mundo en estos momentos. La doble dirección de las relaciones entre economía y cultura lleva también las contradicciones en las dos direcciones. La lógica de El Capital acerca de las tensiones que crea el capitalismo se aplica también aquí. Es posible que los articulistas de El Pais no lo entiendan, pero cualquier estudiante de humanidades, con varios idiomas y buen conocimiento de los medios tecnológicos lo entiende perfectamente. Walter Benjamin lo habría entendido también, de hecho mucho mejor que algunos que lo repiten sin repensarlo.  Es la mundialización lo que hace apetecible económicamente la cultura. Pero es también la mundialización la que está permitiendo una nueva distribución de las formas de resistencia y de creación.

* Para quienes estén interesados, todavía es recomendable el informe de Gibbons, M. (et alii) The new production of knowledge. The dynamics of science and research in contemporary societies. Estocolmo, 1994

sábado, 22 de diciembre de 2012

Las ruinas de La Cartuja



Son estos los restos de un macrobotellón en La Cartuja de Sevilla, simbólico lugar de lo que fue un día la proclamación de la hiper-modernidad de España.
Estoy leyendo estos días mucha antropología para preparar mi curso en el próximo cuatrimestre "Teoría de la Cultura Contemporánea" en el Grado de Humanidades y me ha encantado y sorprendido un libro de 1996 de Penelope Harvey, Hybrids of Modernity. Anthropology, the nation state and the universal exhibition. Fue un trabajo desarrollado por esta antropóloga norteamericana en la Feria Universal de Sevilla en 1992. Es fascinante el trabajo etnográfico que desenvuelve en medio de las interminables mareas y colas de visitantes de aquella exposición, su mirada sorprendida y su distancia de sí, intentando descubrir su propio lugar como observadora en aquel contexto tan neobarroco.
 Me atrajo inmediatamente porque recuerdo bien mis sentimientos encontrados en aquellos días. No visité la Expo, me negué, aproveché aquel año para un medio sabático y para mirar desde el otro lado del Atlántico los ejercicios de exaltación de la modernidad que celebraban una especie de segundo descubrimiento histórico. Desde el otro lado, era mucho más crítica la mirada hacia la ceguera con la que se celebraba el Quinto Centenario en una oleada de orgullo neocolonialista.
Sucedió a aquel evento una década de autocomplacencia y de superficial "modernización" que, siguiendo el programa político de la Expo, llenó el país de edificios espectaculares que por contra encerraban una miseria en el interior. Museos de una ciencia que distraía sin interesar, lujosas facultades sin bibliotecas ni investigación, palacios de congresos dedicados a convenciones de comerciales de electrodomésticos, autopistas y aeropuertos a ninguna parte,...
Nunca una época representó con tanta fidelidad el papel de sociedad del espectáculo.
He visitado últimamente con alguna frecuencia la isla de La Cartuja para seminarios y conferencias en la Escuela Superior de Ingeniería Industrial y me ha hecho pensar mucho el paisaje híbrido donde aún permanece el esfuerzo de modernidad que representa esta Escuela entre los desechos y ruinas que adornan lo que fue otrora el escaparate del segundo imperio.
Tenía razón Harvey, los diseñadores de la Expo no eran conscientes de la cultura híbrida de lo moderno y no moderno que representaba todo aquello, del profundo ejercicio de barroquismo que significaba aquel esfuerzo, el mismo que en otro tiempo hizo el imperio arruinado, llenando los eriales de la península de inmensos edificios religiosos que albergaban una "modernidad" ensimismada
La imagen de los restos del macrobotellón en las calles vacías de La Cartuja me llevan a esa melancolía tan hispana de todos aquellos que se dolieron (ya entonces, los novatores) de la inutilidad de tanto esfuerzo empleado en escaparates que denuncia el melancólico soneto de Cervantes dedicado a lo que fue una versión primera de la Expo(*):

AL TÚMULO DEL REY FELIPE II EN SEVILLA (Miguel de CERVANTES)
Voto a Dios que me espanta esta grandeza
y que diera un doblón por describilla,
porque ¿a quién no sorprende y maravilla
esta máquina insigne, esta riqueza?
Por Jesucristo vivo, cada pieza
vale más de un millón, y que es mancilla
que esto no dure un siglo, ¡oh gran Sevilla,
Roma triunfante en ánimo y nobleza!
Apostaré que el ánima del muerto
por gozar este sitio hoy ha dejado
la gloria donde vive eternamente.
Esto oyó un valentón y dijo: "Es cierto
cuanto dice voacé, señor soldado,
Y el que dijere lo contrario, miente."
Y luego, incontinente,
caló el chapeo, requirió la espada
miró al soslayo, fuese y no hubo nada.

Fuese y no hubo nada.
Y no hubo nada.

(*) Fernando Rodríguez de la Flor, La península Metafísica, Era Melancólica (y otros varios libros) es el historiador del Barroco que mejor ha captado la ambigua ontología de nuestra modernidad híbrida. A él debo también el recuerdo de este soneto con estrambote.

viernes, 14 de diciembre de 2012

"Tengo un ipad" y otras declaraciones de modernidad



Continúo con las ruminaciones metafilosóficas acerca de cómo ser y estar en la filosofía de los días que corren, entre territorios que me son a la vez cercanos y distantes por razones de índole varia.
A lo largo del tiempo he pensado y escrito sobre temas que en sus días eran marginales y que luego han ido floreciendo en oleadas de más o menos moda. Escribí sobre emociones cuando era  "cosa de chicas", ahora ya es una tierra de paso obligado, luego sobre técnica, conocimiento práctico y cultura material de los artefactos, en tiempos de un milenarismo y desastrología militante que ha ido matizándose al tiempo que los verdes han pensado mejor las estrategias políticas.
Pero siempre he dudado mucho (y sigo haciéndolo) sobre el tono adecuado para temas que tienen demasiada luz artificial.¿Cómo escribir razonablemente sobre la cultura material y sobre lo que la técnica hace con nosotros, especialmente las técnicas de la comunicación y la información?
Querría apuntar un esbozo de crítica y distancia de una cierta atmósfera intelectual cuyos efluvios no siempre están localizados, pero que son reconocibles rápidamente por su aroma. Me refiero ahora a un debate o controversia entre los negacionistas (nada ha cambiado, esto ya estaba antes) y los celebratorios (esos han quedado ya obsoletos, otra vez no por favor, qué escándalo y aburrimiento...).
Sobre los negacionistas tengo que pensar con cuidado, sobre todo a propósito de un título que le he prometido a Fernando Rodríguez de la Flor para un seminario en primavera, "El tiempo perdido en/de los archivos" y que ahora me ata sin saber muy bien qué decir. Dejaré esta partida para alguna entrada posterior. Por el momento me limitaré a dar brochazos sobre lo celebratorio de las TIC en la cultura.
a) Mi mayor respeto, envidia y reconocimiento (y ocasional emulación) a tod@s l@s que han investigado en las transformaciones culturales que crean los nuevos nichos materiales. Acabo de leer una magnífica tesis de Daniel Escandell sobre blogonovela y tuiteratura que me ha enganchado. Es una de las más creativas fronteras en las que se está trabajando, y necesitamos más y más profundidad, más antropología, más filosofía, más... Nada de lo que diga va con esta corriente en la que me gustaría nadar a pesar de mis pobres dones para ello.
b) Entiendo la dificultad de pensar sobre el huracán cuando se está en su ojo. Todo lo que se diga es necesario y todo lo que digamos será efímero.
Ahora bien, ahora bien, se ha producido una especie de efecto retroactivo en ciertas provincias del comentario cultural que quizá debiéramos moderar. Me refiero a la extensión de un virus que afecta a cierta crítica y que resulta en expresiones continuas de "esto ya está obsoleto", cada vez que tratan con algún objeto cultural, lingüístico o imaginístico, de la producción contemporánea. Los más sensibles a sufrirlo son gente que no distinguiría una máquina de Türing de una lavadora o un algoritmo de la lista de best-sellers, lo que no les impide dogmatizar sobre lo in y lo out en las TIC.
El virus afecta con particular virulencia a ciertas eras (iba a llamarlas áreas, pero en mi pueblo a esos prados pequeños y usables se les llamaba eras) como la comunicación, la estética profesional o la teoría de la literatura. Son áreas/eras que por muchas razones quedaron muy atrás en las transformaciones de la modernidad y se hundieron en la cultura del archivo, pero que, por reacción, generaron una minoría de conversos zelotes de lo nuevo y enemigos de lo obsolescente.
Creo entender bien lo que pasa. Son gente que atiende mucho a lo nuevo en el territorio de la creación artística y literaria y que, por algún dispositivo que hay que examinar con cuidado, trasladan esta angustia de novedad a la crítica y el pensamiento. Los creadores sufren mucho porque en su trabajo no pueden repetir ni repetirse. Su tarea es enseñarnos a mirar de otra forma y en ese trabajo se les va la vida.
Pero los pensadores, por suerte, tenemos otros horizontes. Para nosotros, la obligación es dar sentido, interpretar, encarnar, apropiarnos. Y eso implica un continuo ejercicio de revisión, de quedarse un par de pasos atrás, de respeto al creador pero de compromiso con la senda que ya hemos recorrido.
Elijo siempre un estilo camp de apariencia (este blog) y escritura (este blog) para subrayar este territorio demodé en el que vive el filósofo. Es una traición a nuestra obligación de intérpretes el hacer de modernos.
Incluso o sobre todo si lo somos.

domingo, 9 de diciembre de 2012

Pensar con claridad


Me preguntaba en la entrada anterior por la condición de "analítico" o "continental" en filosofía. Esta cuestión  suscita generalmente una inmediata elevación de la adrenalina y la activación de ciertas pasiones que recorren casi todo el espectro de las emociones negativas. Cada parte ha elaborado un relato de la otra donde ocurren ciertos textos, se citan ciertas actitudes y acontecimientos y se desarrolla, en definitiva, un retrato de lo que no se es o no se quiere ser.
En el lado del analítico, al final, está el famoso texto del Tractatus (que un amable lector me recordaba) sobre la siempre presente posibilidad de pensar y escribir con claridad. En el lado continental se aludirá a la importancia de lo no dicho en el lenguaje, en la presencia de las múltiples voces del pasado y los orígenes de  la palabra, en sus consecuencias performativas, y, también al final, en los compromisos ontológicos nunca confesados por el otro.
Ahora bien, ¿qué es pensar con claridad? ¿qué es decir y escribir con claridad?
En el discurso analítico es fácil encontrar una respuesta en los textos académicos que encontramos en las revistas más prestigiosas: definir los términos, hacer explícitos los principios, elaborar distinciones conceptuales que especifiquen diferentes condiciones necesarias y/o suficientes, exponer ejemplos sencillos de entender y discutir, construir la posición ajena y argumentar con precisión contra sus supuestos, establecer las condiciones de validez de lo que se está defendiendo, dejar abiertas preguntas para posibles críticas ulteriores. Este esquema articulador del objeto literatio "artículo filosófico" conduce a una escritura canónica tan difícil de lograr como de leer para el público inexperto. La claridad no siempre implica facilidad de escritura y lectura.
Este estilo puede llegar a formas caricaturescas, como las que proliferan en las revistas debido al sobre-esfuerzo e impostación del lenguaje para lograr ser publicado, pero también un ejercicio de maestría literaria, como el que encontramos en algunos autores como Quine o Bernard Williams. Pero la cuestión central no es una cuestión de estilo.
Donde aparecen los problemas es principalmente en la ética de los ejemplos. Los ejemplos analíticos suelen ser ejercicios de imaginación de condiciones abstractas, a veces micro-relatos de ciencia ficción, siempre esquemas abstractos que huyen de cualquier concreción de circunstancias y personajes.
Josep Corbí, uno de nuestros mejores autores analíticos ha convertido esta cuestión en una cuestión central filosófica en su magistral libro: Morality, Self-Knowledge and Human Suffering. An Essay on The Loss of Confidence in the World (Routledge, 2012). Sostiene Corbí con toda razón que la distancia en los ejemplos, que presupone una cierta actitud de imparcialidad y alejamiento de lo personal e idiosincrásico, puede ser también ceguera moral e incapacidad para pensar la circunstancia humana. Y aboga por tomar como ejemplos materiales más densos narrativamente como los que encontramos en los grandes autores (los suyos en su libro son Primo Levi, Amèry, Celan, Dostoievsky, Musil, Alexievich, ...) o en la materia de la experiencia histórica.
La pregunta de Corbí es cuánta distancia exige la claridad; cuánto alejamiento de la circunstancia, cuánto poner entre comillas el propio carácter, cuánta indiferencia son condiciones para pensar y decir con claridad.
Y ocurre que, cuando se formula en estos términos la pregunta, uno descubre cuán cercanos están muchos analíticos y continentales en la misma actitud de alejamiento, y se observa también que muchas veces la claridad de los analíticos y la profundidad de los continentales no es sino un refugio para resguardarse de las demandas de la circunstancia.
Estamos en un tiempo en el que muchos se han convertido en predicadores de la inutilidad e irrelevancia de las humanidades. En realidad constituyen dos grupos de diferentes talantes, intereses y poderes. No es inusual que cada grupo piense en las caricaturas de analíticos o continentales para elevar la voz con insolencia y desprecio. Es nuestro deber hacer que estas voces no encuentren razones en las que apoyarse.

domingo, 2 de diciembre de 2012

Tomar la palabra y devolverla



Durante muchos años me ha preocupado un problema en filosofía: la tensión entre la estabilidad y la inestabilidad de los significados. A medida que ha pasado el tiempo y me he convertido en un lector sinvergüenza, me ha comenzado a preocupar otra constelación de problemas ligada a la división entre la filosofía analítica y continental. En el cruce de las dos preocupaciones descubro muchísimas más convergencias y temas comunes que lo que estarían dispuestos a admitir los señores de las jergas académicas. Comienzo a pensar en la intersección de estos dos problemas y en cómo muchas discusiones se pueden aclarar si nos remontamos a las cuestiones que están en el fondo. Si no hay un cierto grado de estabilidad en los significados no hay posibilidad de comunicación, no hay posibilidad de reconocimiento de unos a otros en términos de partícipes en prácticas comunes. Si no hay inestabilidad no hay creación ni transformación de la realidad (que se expresa en la transformación de los discursos y prácticas). Imre Lakatos, sobre cuya obra trabajé en mi tesis doctoral hace una infinidad de años, escribió una de las obras más profundas, antiacadémicas y divertidas de toda la filosofía contemporánea: Pruebas y refutaciones.En ella dramatiza a un conjunto de matemáticos discutiendo sobre los conceptos en matemáticas desde diversas posiciones típicas y tópicas. La tesis central de la obra es que podemos leer la historia de la cultura como la lucha entre dos actitudes: los escépticos, que tratan de estirar siempre el significado y los conceptos, y los dogmáticos, que tratan de acotar, definir y defender los significados. Es una obra más profunda y trascendente que otra contemporánea que habría de convertirse en el best-seller de la posmodernidad, La estructura de las revoluciones científicas de Kuhn. Pero así son las cosas en la academia. No se admite una obra de teatro como "obra de filosofía" (los académicos no suelen ser consistentes, pues habrían expulsado a Platón de la misma Academia por su afición a la dramaturgia filosófica).
Quine y Davidson  desarrollaron con mucha inteligencia la tensión entre estabilidad e inestabilidad: ambos llevaron la discusión a cómo las prácticas lingüísticas, en su interacción con el mundo, sufren complicadas derivas pues van cambiando de forma reticular, holística, en la medida en que hablantes y mundo van reconfigurando sus relaciones. No hay esperanza de delimitar qué está sucediendo en nuestros conceptos sin buscar los soportes sociales del significado. La estabilidad está en el centro, sostenía Quine, y la inestabilidad en la periferia. Derrida, por su parte, hizo una aportación fundamental que los analíticos no suelen tener en cuenta y que debería ser incorporada a un diálogo por ahora inexistente: que los lenguajes no comunican, sino que son sistemas inestables que están soportados por ciertas prácticas de repetición, que en la cultura humana se han materializado en la práctica de la escritura. Las palabras dependen de esta práctica más de lo que los teóricos del lenguaje estarían dispuestos a admitir. Las palabras fijan y cambian su significado porque son "repetidas" en textos que son escritos leídos y releídos a través de múltiples y diferentes contextos. Cada repetición, sostiene Derrida, recrea y cambia sutilmente el significado, creándose así una permanente inestabilidad que debe ser resuelta de algún modo.
Los analíticos desprecian la importancia de los medios materiales que fijan el significado y permiten cambiarlo. Los continentales se han vuelto adictos a la inestabilidad y no entienden bien la cuestión de cómo se estabilizan nuestras prácticas. Hay una tensión aquí entre dogmáticos y escépticos que debemos examinar con más cuidado.
Un ejemplo: últimamente, millones de personas han recorrido las calles de las ciudades españolas tomando la palabra para decir: "lo llaman democracia y no lo es". La frase es muy profunda  y plantea un problema ante el que los dogmáticos y escépticos desarrollan de nuevo su infinito juego inacabable. Hay dogmáticos de toda laya: los institucionalistas que nos han intentado educar en los últimos treinta años sobre "lo que significa democracia", que incluso ha tenido su expresión en esa asignatura de intención autoritaria que se llamó "educación para la ciudadanía" (que la derecha odia por razones contrapuestas a las que esgrimiría con más tiempo). Hay también presuntos revolucionarios del lenguaje que creen que se puede fijar el significado acudiendo a un hipotético origen filológico (Agamben es mi autor favorito de conservador dogmático que pasa por revolucionario). Enfrente de los señores del significado están los ácratas del significado para quienes poco importa lo que signifiquen las palabras pues todo lo que importa es quiénes mandan. También se equivocan al no pensar en la importancia de la estabilidad, incluso para entender la inestabilidad. Pero tienen razón en que es tiempo de extender algunos significados que habían perdido ya su función comunicativa y organizadora de la realidad. Cuando millones de personas toman la palabra es una locura pensar que los señores del significado pueden aún creer en que se pueden fijar las condiciones necesarias y suficientes que aíslen a los conceptos de la deriva de la historia. Devolvamos la palabra para que el juego de la historia siga.

lunes, 26 de noviembre de 2012

Entre Madrid, Barcelona, Lisboa y otros ejes

Aunque no es mi intención convertir mi blog en un HUB de análisis de coyunturas, tampoco querría perder el hilo narrativo de lo que nos pasa. Y las recientes elecciones en Cataluña tienen una dimensión europea suficiente como para que me atreva a hacer algún comentario de urgencia (a brochazos, superficial, sin matices) sobre lo que creo que significan las políticas de identidad en tiempos revueltos.
Todo hace sospechar que las elecciones fueron convocadas en un clima de malestar en el que se mezclaban cuestiones de identidad y el malestar propio de una (no lo voy a llamar "crisis") contrarrevolución económica contra el proyecto de un estado (europeo, mundial) igualador de las diferencias de clase. Sus resultados me dejan pensativo, lejos de la euforia "balcánica" del nacionalismo españolista y también de quienes creen que la resolución de las contradicciones culturales es una condición para resolver otras más profundas.  He aquí unos cuantos puntos que no son sino preguntas:

  •  Desde hace doscientos años, Europa es un espacio entrecruzado de tensiones originadas por sentimientos de identidad fuerte de carácter cultural, histórico, de manera que sería una locura pensar que estas fuerzas vayan a quedar contrarrestadas por otras de (según quién las cuente) mayor profundidad. Si algo nos han enseñado las últimas décadas ha sido precisamente la coexistencia de fuerzas que no se contrarrestan sino que en muchas ocasiones se potencian. Los fundamentalismos religiosos y los estados de resentimiento histórico son un ejemplo más que significativo.
  • El proceso a tropezones de la construcción europea ha cambiado más de lo que suponemos superficialmente (por el ensordecedor ruido de la actualidad) el escenario de los imaginarios históricos. Nuestra topografía geopolítica poco a poco bascula hacia un centro europeo (Bruselas en lo jurídico, Berlín en lo económico, Londres-París-Berlín en lo político, Norte-Sur en lo cultural) que va a ser difícilmente reversible. 
  • Los viejos estados-nación, construidos sobre himnos, reivindicaciones, nostalgias, imperios, etc., son horizontes cada vez más lejanos. ¿Quién querría ahora un estado-nación decimonónico? Ni los grandes ni los pequeños lo desean. Sus aspiraciones tienen otros horizontes que aún están por analizar. Y este análisis se aplicaría con la misma convicción a Europa que a Latino-América (que son mis territorios más cercanos)
  • La Península Ibérica es uno de los grandes nodos de tensión entre muchas fuerzas históricas, y a nadie debería extrañar que fuese también uno de los lugares más complejos de construcción de nuevos órdenes político-económicos. Las diferencias lingüísticas son no demasiado diferentes a las italianas (exceptuando el euskera) pero los imaginarios sociales son mucho más divergentes y nos aproximan mucho más a los Balcanes que a la península italiana. El punto interesante es que se entremezclan varios procesos históricos de constituciones colectivas. 
  • Hay un peso de la historia y hay un peso del futuro imaginado. Los dos son relevantes. Y los dos, me parece, necesarios. 
  •  Existe también, y no debería olvidarse, una experiencia en la frontera: los nacionalismos "español", "catalán", "vasco", "portugués"no  explican por sí solos, completamente, las dinámicas comunes de la península. Fronteras, emigraciones, hibridaciones de las burguesías, entrecruzamiento de las políticas imperiales, se unen en un coro más polifónico de lo que parece. Los recursos al resentimiento son también compartidos y polifónicos. ¿Para qué alzar las voces recordando los muchos agravios?
  • El problema central (desde mi punto de vista) es si Europa resistirá o no ante la contrarrevolución mundial contra el proyecto de igualdad como un componente central de la justicia y la libertad. 
  • Los resultados de las elecciones de Cataluña señalan cierta esperanza: a) las formas más elaboradas de independentismo se clarifican en el sentido de no estar tan unidas a un proyecto definido por la burguesía catalana (de hecho la gran burguesía aborrece la independencia). b) aumenta el respaldo a quienes postulan que el eje de las discusiones está en otro lugar, y c) especialmente, aumenta el apoyo a quienes pretenden una renovación y reconstrucción de los discursos contrahegemónicos
¿Para qué pedir más? El problema no es de "España" ni de "Cataluña" como imaginarios decimonónicos, sino de un proyecto europeo y mundial que construya la igualdad sobre las diferencias (que no sean económicas o militares, es decir, sobre las diferencias de identidad: lengua, cultura, etnia....), donde el "sobre" no signifique "por encima de"· sino "apoyándose en".

lunes, 19 de noviembre de 2012

El riesgo de la escritura (filosófica)























Dice Bernard Williams (muy bien citado en el libro de Josep Corbí al que nos referimos en esta entrada) que escribir sobre asuntos de moralidad es arriesgado. En primer lugar porque, a diferencia de otros campos, es muy fácil mostrar las entretelas del alma y es difícil ocultar los puntos ciegos de la perspectiva personal (más que la filosófica). El filósofo moral difícilmente engaña sobre sí. Puede sentir la tentación de impostar la voz y emitir un sermón más cercano a la prédica de púlpito (en sus variantes de parroquia, reunión de comité, teléfono de ayuda, mesa de tertuliano o salón de escépticos) que al seco discurso del analista del juicio y el comportamiento moral. Puede sentir la tentación de ocultarse bajo la distancia de un texto abstracto lleno de vocabularios lejanos a la experiencia cotidiana y de ejemplos anodinos ayunos de cualquier matiz y detalle. Pero no puede evitar que se descubra su carácter moral por los juicios que hace,  los casos que trata y el contexto desde el que habla. En segundo lugar, escribir de moral es arriesgado porque las palabras tienen consecuencias. Son palabras  leídas con propósitos prácticos (para encontrar iluminación o claridad de ideas) y que tratan de temas que conciernen a muchos. El libro del filósofo valenciano Josep Corbí, Morality, Self-Knowledge and Human Suffering. An Essay of the Loss of Confidence in the World (Routledge, 2012) es a la vez un manifiesto sobre cómo hay que escribir sobre moral y un ejercicio ejemplar de ello. Es un texto que debate sobre la mirada moral del escritor moral: sobre cómo y desde dónde mira y a qué. Y es a la vez un ejercicio de filosofía que se ocupa del problema moral del sufrimiento con una voz original, grave, que resuena en las fibras más profundas de nuestra capacidad de juicio.
Se dilucida la idea de que toda aproximación moral al daño que sólo tenga en cuenta las relaciones entre víctima y victimario deja en la oscuridad  aun tercer agente que no puede ser olvidado, y que si es excluido significa el abandono del campo moral. Me refiero a quienes tendrían que haber estado ahí para impedir el daño: todos aquellos (una silla vacía) que callaron cuando debieron haber levantado la voz, la mano o el puño. Se crea de esta forma un espacio público moral mucho más rico y denso en normativa que el espacio abstracto de agentes morales regidos por un código (por muy auto-impuesto y universal que sea).
Volveré mucho sobre este libro, un hito en la historia de la literatura moral escrita desde este país y un hito en la historia de la literatura moral en el contexto internacional.
Este año estamos de suerte. Aparece al mismo tiempo que Pain: A Cultural History de Javier Moscoso (Palgrave, 2012). Otro ejemplo de escritura sobre el sufrimiento, en este caso desde los estudios culturales y la historia de la ciencia. También un manifiesto sobre cómo y qué escribir acerca de cultura en toda su complejidad. También un hito internacional, en este caso acompañado de una magnífica versión española (Historia Cultural del Dolor, Taurus, 2011).
Son libros audaces que cambian el paso anodino de nuestra cultura académica y nos hacen mejores por el hecho de tenerlos al lado, por su manera de pensar fuera de la escisión que nos asfixia, entre una escritura cada vez más periodística y otra cada vez más críptica y lejana.
Podría poner muchos ejemplos de cómo no deberíamos tratar ciertos temas, referirme a muchas escuelas y autores, pero me encuentro leyendo un texto en estos momentos que no me resisto a citar:
"Es que el capitalismo no nos vuelve esquizos al nivel de un modo de vida, sino al nivel del proceso económico. Funciona por un sistema de conjunción. El capitalismo funciona como -usamos esta palabra a condición de aceptar que implica una verdadera diferencia de naturaleza con los códigos-- una axiomática. Una axiomática de los flujos descodificados. Todas las otras formaciones sociales han funcionado sobre la base de un código y de una territorialización de los flujos"
Fue escrito por alguien que respeto (Deleuze, se habrá adivinado ya), pero he leído varias veces el párrafo y no logro adivinar qué puede querer decir (lo que dice sí lo entiendo en su literalidad). Habría muchos otros ejemplos, de la filosofía analítica, del debordismo paródico que nos inunda últimamente, de la vieja hermenéutica. Hay una moral del texto que uno no debería olvidar para no mostrar demasiado rápidamente los propios descosidos.



domingo, 11 de noviembre de 2012

La singularidad y otras formas de apocalipsis








Hace unos años (2005) el futurólogo Ray Kurzweil escribió una especie de manifiesto sobre el proceso, o acontecimiento (en un sentido muy heideggeriano), llamado "singularidad": el momento en el que la inteligencia artificial sobrepasaría con creces la inteligencia humana y crearía un escenario completamente nuevo para la existencia de la humanidad. Recientemente el Journal of Consciousness Studies, (volumen 19 1-2/ 7-9) ha dedicado dos volúmenes a discutir la verosimilitud y consecuencias de esta especie de profecía. 
El argumento, resumido en pocas palabras, es que hay una posibilidad plausible de que, si no hay modificaciones, la Inteligencia Artificial evolucione hacia formas progresivamente más "inteligentes" y, alcanzado un cierto umbral de capacidad de almacenamiento y velocidad de procesamiento, se pasaría a un estadio nuevo de inteligencia que es lo que se denomina "singularidad". 
En tal estadio, se argumenta, podrían ocurrir dos direcciones: una, benevolente, que implicaría una trascendencia de la forma actual de existencia humana (formas de, por ejemplo, "uploading" la mente a un sistema artificial, que llevaría a una cierta forma de inmortalidad) o, por el contrario, a formas malévolas que destruyeran la existencia humana (al modo de las distopías de Terminator)
Caben dos formas de responder filosóficamente. La primera es reírse a carcajadas de que aún haya gente que se dedique a estas cosas (aunque Kurzweil & Co., verosímilmente se reirían aún más porque con estas tonterías ganan mucho más dinero que los filósofos de a pie con argumentos de ética o fenomenología). La otra opción es discutir esta posibilidad contrafactual mostrando que a) es posible y deseable (hay muchos que lo piensan), b) es posible e indeseable, c) es imposible técnicamente o, d) si es posible, no tiene que ver con la existencia humana porque equivoca los términos.
Tengo que hablar en un par de días sobre el tema y reparo en que no tengo bien formada una opinión al respecto puesto que me atraen mucho las dos alternativas. Reírme o ironizar es una tentación en estos tiempos de recortes mundiales de la investigación (no militar). Pensar que se está dedicando tiempo y dinero a estas divagaciones cuando estamos en una situación mundial como la presente suscita esta tentación. Pero no me acabo de dejar llevar por ella por muchas razones. Una de ellas, inductiva, es que observo con asiduidad que muchos filósofos se dejan llevar por la tentación de la ironía y el sarcasmo antes de haber entendido el problema (o quizá porque no lo han entendido). No citaré nombres ni libros, aunque parece haberse impuesto ahora una moda de escribir con más ingenio y humor ácido que con claridad y contundencia. En filosofía hay un principio profesional de igualdad democrática de las ideas. Por muy locas que parezcan, el no considerarlas es a veces uno de los mayores errores históricos. Las más tontas a veces son las causantes de las mayores catástrofes. La segunda línea, la de pararme un tiempo a darle vueltas al asunto, también me atrae, aunque sé que es una moda académica del momento. Tiendo a situarme en la posición d), inspirado por la línea wittgensteiniana de que "si un león hablara no podríamos entenderlo" (es decir, si hubiera tal inteligencia no podríamos entenderla, lo mismo que los designios divinos o el "lenguaje" del viento). Creo que pensaré sobre estas posibilidades, pero no tengo formados aún argumentos dignos de tal nombre, ni siquiera una opinión clara al respecto.
Y hay una tercera posibilidad que me inquieta y atemoriza tanto como para no atreverme a pensarla. Es la de que la singularidad ya ha ocurrido y estamos en ella. Estamos en una crisis en la que el capitalismo financiero nos ha metido porque sus nuevos productos y técnicas informáticas sobrepasan con mucha distancia la capacidad de reacción reflexiva y política, y realimentan, además, la misma distancia que han generado. Los modelos matemáticos y los sistemas de predicción sobre los que se basan las decisiones habrían alcanzado una velocidad de crucero más alta que la capacidad colectiva de reacción ante ellas. Estaríamos pues, ya, en un apocalipsis del que aún no habríamos tomado conciencia. 
Aquí también hay dos opciones filosóficas. Una, aún estamos a tiempo de pensarlo y de pararlo. Dos, siempre fue así, lo único que antes lo llamábamos historia y ahora tecnología. CONTINUARÁ. 




domingo, 4 de noviembre de 2012

Amenaza creíble (Cosmópolis)



He estado dando vueltas a Cosmópolis de  Cronenberg y aún no tengo muy claras las ideas acerca de la película. He esperado un par de semanas y me he leído la novela de Don deLillo para tomar perspectiva antes de formar un juicio. Hay ciertos directores que son capaces de poner su tiempo en imágenes (los que conocen la historia del cine podrán dar mejor cuenta que yo de ellos: Cronenberg sin duda es uno). La elección de los temas, la forma de rodar, el evanescente estilo, nos permiten conocer algunos momentos históricos cuando el director es capaz de conectar con la sensibilidad visual del tiempo y lugar. Lo mismo ocurre con ciertos periodos luminosos de la narrativa (la Viena de Musil, el Madrid de Benet y Martin Santos, ... los Estados Unidos de deLillo). Lo que ocurre es que la imagen visual o discursiva es siempre ambigua por más que sea una interpretación profunda de lo que son esos tiempos y lugares. A veces la interpretación de un momento toma la forma del enigma de un oráculo, que en sí mismo demanda interpretación.
La historia de Cronenberg/deLillo es uno de estos casos. El relato es enigmático: un ejecutivo billonario que acaba de arruinarse en la especulación financiera, decide atravesar Nueva York buscando una simbólica barbería donde se cortaba el pelo de pequeño. Es, claro, un viaje interior y exterior, real y simbólico que recorre una ciudad pero sobre todo recorre un momento cultural.
DeLillo escribió esta novela en 2003, antes de la crisis económica del 2008, fue recibida con escepticismo y displicencia por el tono oracular y casi poético de los diálogos, por su, entonces, casi ininteligibilidad de los sucesos a los que aludía (una manifestación de gente antisistema...). Casi diez años después lo entendemos perfectamente y por suerte Cosmópolis ha sido revalorizada como una de las novelas claves del nuevo siglo.  Cronenberg la sigue con fidelidad tanto en el fondo como en la forma. Hay interesantes ironías en el casting como el haber elegido al guapo Robert Pattinson (de Crepúsculo etc.) como protagonista. Qué mejor icono para un superejecutivo que el de un vampiro. Ha mantenido también el estilo poético y las alusiones indirectas a lo que ocurre. Lo extraño de la historia encaja muy bien con lo que se trata de mostrar: una cosmópolis sumida en una forma de implosión cultural. Todo se vuelve extraño: un señor de las finanzas que desea comprar todos los Rotkos para sentirse propietario pero es incapaz de entender la agresión poética de un performista que le estampa una tarta de nata en la cara. Es el arte, la política, la cultura contemporánea y el trasfondo del capitalismo financiero el territorio simbólico por el que viaja el vampiro escondido en una burbuja, su superlimusina, intentando no oír, no ver, lo que ocurre a su alrededor.
El ejecutivo es guiado (en toda historia mítica de viajes se necesita un guía) por un extraño personaje, Torval, un especialista de la violencia que ejerce como guardaespaldas pero sobre todo como avisador: "amenaza creíble", "a credible threat" ("A non-credible threat" es el nombre de un juego en Teoría de Juegos, en el que un agente A amenaza a B con un castigo a menos que le de un beneficio. Pero la amenaza tendrá un costo altísimo para ambos, por lo que no es creíble a menos que A sea irracional o suicida. Pero esto es lo que está en cuestión en la película y novela). Amenazas creíbles porque, sostiene Torval, el mundo parece haberse vuelto loco en la cosmópolis.
El ejecutivo, en su viaje por el espacio de la Nueva York alucinada y por el tiempo de su vida (hacia su infancia), es un experto en teoría de juegos y desprecia las advertencias de Torval, porque cree que los agentes son racionales (como cree él mismo ser racional). Pero el mensaje está claro: todos los agentes son irracionales o suicidas y todas las amenazas son creíbles. Él mismo acaba de comprobarlo esa mañana: hizo una apuesta financiera contra una moneda y ha ocurrido lo que no estaba en sus cálculos,  el sistema económico entero se ha suicidado.
Son una novela y una película para meditar con tiempo. Merecen varias relecturas y re-visiones porque me parece que son un manifiesto de lo que nos pasa. Estas siguen siendo unas observaciones de urgencia para apuntar hilos interpretativos del oráculo.
(Postdata: Carlos Boyero inicia así su crítica: "Cosmópolis es un verborreico desfile de personajes excéntricos..." Tan fino como siempre. Luego se quejarán los señores de El País de que no entienden por qué les pasa lo que les pasa)