domingo, 8 de octubre de 2017

En los bordes de la política





No hay día en que cualquiera de nosotros no profiera algún comentario despectivo sobre la política o los políticos. Casi siempre con razón, o al menos siempre creemos tenerla. Y de hecho la tenemos porque esa es la forma en que la inmensa mayoría de ciudadanos a lo largo y ancho del mundo se implican en política. El acto de desprecio, como otros muchos actos de habla es un modo de comunicar que hace cosas además de comunicar ideas a los otros, los oyentes que tenemos enfrente. En particular, este acto transmite nuestras ideas, las que explícitamente decimos, pero también comunica ciertas pasiones y, sobre todo, produce, reproduce y refuerza nuestras posiciones y, por acción derivada, las de los otros a los que nos dirigimos, la mayoría de las veces buscando la complicidad (y en esta complicidad hay mucha más enjundia de la que creemos).

Aclaro esto de lo implícito y de las posiciones. Nuestros actos denigratorios de la política tienen dos caras: la aparente y la oculta. En la cara aparente, expresamos un juicio sobre algo que consideramos digno de nuestra oposición o desprecio. En la cara oculta expresamos sin saberlo o sin quererlo nuestra posición de impotencia, nuestra desesperanza porque las cosas cambien, nuestra convicción de que "no se puede hacer nada" y que las cosas son como son. Es en esta cara oculta donde se asienta el profundo carácter político de nuestro acto.

En el mundo globalizado y lleno de superpoderes en el que habitamos, donde parece que las decisiones de efectos reales se toman en despachos que para nosotros es como si residieran en Marte, la pregunta por "¿qué hacer?" en política parece una pregunta estúpida porque la respuesta que enseguida se nos ocurre es "¿qué podemos hacer?, pues nada". Como si el pescado ya estuviese vendido hace mucho tiempo. Antes de que nosotros llegásemos al mercado. Creo que no. Mi propósito es convencer a quien me lea (y a mí mismo de paso) de que estamos haciendo política continuamente y que nuestros actos tienen efectos políticos.

La política, nos enseña Hanna Arendt y con ella muchos que la siguen en esto, como Jacques Rancière, consiste en la palabra, en tomar la palabra y hacer las cosas que hacen las palabras, que son muchas: mandar, obligar, deliberar, juzgar, expresar el juicio,....muchas cosas que solo pueden hacer quienes poseen la palabra y quienes poseen el poder que da la palabra. Los poderes efectivos emiten palabras que producen grandes efectos: promulgan leyes, activan decretos y órdenes, en general, deciden. Los demás hacemos otras cosas con la palabra, pero todas tienen efecto.

Tomamos políticamente la palabra cuando lo que decimos, lo que pretendemos decir y lo que de hecho decimos (que no siempre coincide) produce efectos sobre nuestras relaciones cercanas o lejanas, cuando transformamos mediante nuestras palabras las posiciones nuestras y de nuestros oyentes, cuando habilitamos o cerramos planes que podrían ser llevados a cabo, cuando ordenamos las vidas de los otros. Así, tomamos políticamente la palabra cuando hablamos a nuestros hijos, a nuestros padres e incluso a nuestros cuñados. Cuando hablamos a nuestros amigos o a nuestros compañeros de trabajo. Mucho más claramente cuando, quienes tenemos puestos en los que la palabra es el medio, como es el caso de la educación, cuando hablamos a los alumnos. Tomamos políticamente la palabra muchas veces al día. Lo descubría irónicamente Serrat en su vieja canción: "niño, eso no se hace, eso no se toca/ deja ya de joder con la pelota". No lo sabemos pero estas frases son intervenciones políticas en la vida de los otros.

Los efectos de nuestros actos de habla políticos cotidianos son pequeños tomados uno a uno, pero tienen efectos muy notables sobre la vida de los otros y sobre la vida pública cuando se reiteran, cuando van componiendo nuestro carácter y van constituyendo la forma de nuestras relaciones y los caracteres y posiciones de las personas que están en nuestro entorno y que muchas veces dependen de nosotros. Las esferas "privadas" nunca están privadas de política, al contrario: son los lugares donde se configuran los caracteres sobre los que se edificará la política general.

Volvamos a los actos de desprecio de la política. Nos referimos con ellos a los que se dedican a la política a tiempo completo y de los que sabemos que sus palabras tienen muchos más efectos que las nuestras, o que tienen efectos que son efectos sobre nosotros. Hablamos de los que están en el poder y de los que están en la oposición, sobre quienes desearíamos que cayesen nuestras invectivas. Que de hecho caen cuando esos actos de desprecio los convertimos en actos de violencia verbal a través del poder difusor de las redes.  De nuevo, estos son ya actos políticos en los que expresamos que nos han dejado fuera de las esferas de decisión, que no contamos y que lo que ellos cuentan no nos convence. Dependiendo de nuestros caracteres y posiciones, sin saberlo, estamos reproduciendo las relaciones manifiestas de poder. Al final, gentes como Trump se elevan sobre innumerables actos de habla previos de desprecio de la política emitidos por innumerables personas en sus respectivas situaciones de habla.

Hablar o callarse son también actos de habla políticos. Decidimos dónde hablar y dónde no hacerlo. Constituimos así explícita o implícitamente nuestras posiciones en la esfera del discurso. Cuando decidimos que nuestra familia, nuestro trabajo, nuestros amigos o lo que sea son lo único que nos importa, y que lo otro lo dejamos a los políticos, estamos constituyendo espacios políticos en los que definimos nuestras posiciones. Porque no por decir "mi espacio es limitado no me importa el otro", no por ello, el espacio deja de ser político. Porque lo que importa es cómo nos comportamos y qué decimos en ese espacio.

Javier Moscoso, en su recientísimo libro: Promesas incumplidas. Una historia política de las pasiones, señala con perspicacia cómo la historia del mundo contemporáneo es una historia de pasiones acumuladas sin las que no se entiende la política. En primer lugar, las dos grandes pasiones que se enfrentan: la avaricia y el deseo de igualdad. Después, las pasiones que nacen de las promesas, cumplidas o incumplidas: el amor, el resentimiento, la indignación. Estas pasiones son políticas cuando configuran nuestras relaciones y cuando por acumulación forman climas y atmósferas emocionales sobre las que se articulan los grandes hechos.

En otra línea, Belén Gopegui se queja con razón de que a ella la acusen tantas veces de introducir la política en sus novelas cuando de hecho todas las novelas son políticas, y el hecho de ocultar la política es una forma de serlo, como lo es la construcción de los personajes, el modo de configurar los espacios de drama, las palabras que dicen o que callan. Virginia Woolf, Proust, Beckett, lo tenían muy claro y lo dijeron muchas veces claramente (algo que suelen olvidar muchas tantos aspirantes a escritores). La acción de narrar es probablemente uno de los actos políticos más importantes por la cantidad de lectores sobre los que se influye, muchos sin la capacidad crítica de notar cómo las novelas (o películas, tanto da) configuran poco a poco nuestros imaginarios y con ello nuestros caracteres.

El acto de calificarnos a nosotros y a los nuestros es político. El nombre es político, la mayoría de las veces contra los propios deseos. Es una maldad, pero permítaseme: si observamos los nombres de los partidos más importantes de España con ojos distantes, notaremos cómo el nombre con el que se describen suele expresar deseos imaginarios que contradicen su realidad: el Partido Popular es muchas cosas, pero es dudoso que sea popular en el buen sentido político del término. El Partido Socialista Obrero Español, como ya cantó el gran Javier Krahe, bueno, de obrero poco, de socialista, más bien el deseo y de español, decía, sí pero también americano y otras cosas. Ciudadanos, un nombre que tiene una raíz profundamente republicana, nombra a un partido de gentes neoliberales que desconfían profundamente de todo lo que sea estado y políticas públicas más allá del ejercicio de la coacción. Podemos, que no sé si por desgracia es mi partido, expresa en su nombre la negación de lo que es: querría representar el poder del "sí se puede" pero más bien se encuentra con una realidad de "no podemos" que nos sabe muy bien cómo manejar. Bueno: esto es un acto denigratorio que he realizado conscientemente, para embromar, pero también para producir distancia, crítica y juicio.

El gran Guillem Martínez, periodista ingenioso y profundo, que ha narrado con sarcasmo el actual Proces catalán escribe hoy en la carta al lector de CTXT (solamente para suscriptores: animo a los lectores a que lo sean. Fin de la publicidad) estas palabras que hablan del hastío que tantos sentimos sobre lo que ocurre, sobre cómo las energías se están consumiendo en lo que no importa:
Todas las energías de la sociedad parecen irse en defender o atacar la cáscara. Comúnmente, para defender otra cáscara. De alguna manera, debemos dejar de hablar de la cáscara. Olvidarla. Las cáscaras son lo más anecdótico de un fruto. Los medios de comunicación, que ponderan una cáscara sobre otra, nos han fallado. La política, que no supo defender ningún fruto, pero que está perdiendo el decoro en la defensa de la cáscara, también nos ha fallado. Sólo quedamos nosotros y nuestra sed de fruta. ¿Qué podemos hacer? Posiblemente nada, salvo hablar. Hablen. En su casa, en el trabajo, en el bar, en el restaurant. Y hablen sin hablar de cáscaras. Están rotas –todas–. Hablen de ese espacio vacío que había bajo las cáscaras. Rellénenlo con palabras. Es preciso recordar y transmitir que donde no hay nada, donde solo hay la sombra inquietante de una cáscara, debe de haber un conjunto carnal y jugoso de derechos.
Éste es también un acto polítco necesario: animar a ocupar el espacio de la palabra y llenar el vacío.




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