domingo, 22 de octubre de 2017

Espectáculo y ciudad






Imagino a Walter Benjamin en el Moscú de 1926, haciendo oídos sordos a los requerimientos de su amiga Asja Lacis para que se implicara un poco en política, recorriendo incansable las calles y plazas, que él juzgaba en un lugar indeterminado aún, entre la aldea y la metrópolis. Le interesaba de la gente las cosas que compraban, cómo se movían y qué maneras tenían de llevar su día a día. Susan Buck-Moors, una de sus grandes lectoras y seguidoras, nos explica que su espacio vital estuvo construido por los ejes Norte-Sur, Berlín y Nápoles, donde él encontraba las referencias de la infancia y el mito, y el eje Oeste-Este, París, Moscú, en donde encontraba las formas diferentes del espectáculo de la mercancía: París, la ciudad de creación burguesa, Moscú, la de una posible transición.

Decidió Benjamin emplear sus últimos días en Moscú en un recorrido final de compras, adquiriendo juguetes infantiles, en los que encontraba las claves para interpretar la ciudad y la fuerza que da la memoria de la infancia. Benjamin se sabía él mismo un flâneur, un turista más que se deja fascinar por el espectáculo de la calle sin renunciar al diagnóstico distante y crítico de la nueva subjetividad burguesa. El espectáculo, la industria de la apariencia, pensaba, no es algo externo o superficial en la trama del capitalismo, sino la forma esencial que el capitalismo adopta al construirse en la ciudad. La mercancía no podría convertirse en mediador universal sin haberse convertido previamente en imagen, sin manifestarse ordenadamente en las exposiciones, en los escaparates, en los grandes almacenes y pasajes. Tenía los ojos a la altura de la gente, por ello su mirada no tenía la marca del ser superior que desprecia las cosas de consumo en su austeridad distinguida. Sabía bien que había una dialéctica en la mirada a las cosas. Cierto, sabía bien, en el capitalismo las cosas se llaman por su precio, el nombre que figura en las cartelas es la cantidad y no el uso y el disfrute. Sabía bien, igualmente, que al recorrer los pasillos donde los objetos se exponían, que lo hacían al deseo y que la mirada de la gente estaba llena de apetencia de otra vida. Mirar los objetos, decía, como ruinas de un pasado que hay que rescatar, como sueños de un mundo que es posible.

Recordaba anoche a Benjamin intentando moverme por la Noche en Blanco de Madrid, donde cientos de miles de personas, como en las grandes manifestaciones, habían salido a contemplar la docena de instalaciones que habían promovido las autoridades para animar a la gente a entrar en museos e instituciones abiertas hasta la medianoche. Era una invitación al espectáculo y se había respondido masivamente saliendo a la calle a mirar, a llevarse fotografías de la fascinación de la imagen. También, a sentirse cerca de otros cuerpos. Lavapiés rebosaba de jóvenes en las puertas de los bares, con su botellín y tapa en la mano, medio no escuchando la música que se mezclaba con la del local de al lado y las voces y risas del grupo congregado en los mínimos metros de la acera. En el parque de la Fábrica del Gas, docenas de adolescentes se juntaban al calor del regaetton.  A las mismas horas, en Barcelona, también cientos de miles de personas llevaban por las calles su indignación, sus deseos de encontrarse con afectos comunes para paliar sus temores al futuro.

Una mala comprensión de las tesis de la sociedad del espectáculo ha llevado a la denigración de la mirada como pura expresión de sumisión e ideología, de esclavización al consumo y de pérdida de rumbo. Los situacionistas, sin embargo, seguían cercanos las tesis de Benjamin. No eliminaban el espectáculo, lo provocaban. Frente al shock de la acumulación de imágenes en el orden de la mercancía expuesta, ellos promovían montajes de objetos, imágenes y gestos que produjeran nuevas respuestas y participaciones. No se entiende la poética del grupo Fluxus, las arquitecturas utópicas de Constant, sin la materialidad y acumulación de objetos, sin la convocatoria a reunirse y moverse. El espectáculo es la organización de la fascinación, una fantasmagoría que produce efectos ambiguos que pueden dirigirse a topos diferentes del futuro. Frente a la uniformización de la mercancía, cabe la recuperación del uso, el despertar de la relación con el objeto.

Benjamin descubría en Moscú, en sus mercadillos y almacenes, allí donde agonizaba un sueño socialista, un deseo de estar en el mundo de otra forma, de producir para el uso. Pensaba al autor como productor, también de espectáculo o letras, de modos de reconciliar lo natural y el artificio, de nuevas sendas en la historia natural. Como Simmel, a quien tanto admiraba, conocía cómo la ciudad fractura la mente y produce neurosis, silencios, soledades. Como Brecht, conocía el remedio: organizar el espectáculo como una asamblea de gentes que miran, piensan, se miran y se piensan, se detienen por un momento ante la imagen, ya autónoma, y extraen de sus propios miedos y deseos nuevos significados a las cosas.






1 comentario:

  1. Maravillosa reflexión. La mirada, transformadora, invita al mundo a mirarnos, a referirnos, hasta que no podemos más que dialogar con él. La mirada es ya una posición ética; mirar, un acto de resistencia. Saludos

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