domingo, 19 de agosto de 2018

La fragilidad conquistada



Leo esta mañana una columna de opinión de Paul Krugman en el New York Times en la que se pregunta cómo es posible que los diputados y senadores republicanos estén dispuestos a asentir sin protestas a las políticas de su presidente Donald Trump que están poniendo en peligro la democracia en Estados Unidos y la estabilidad económica y política en el mundo. ¿Como es posible, se pregunta, que sean capaces de aceptar la idea generalizada que ha lanzado de que el cambio climático es el fruto de una gran conspiración de la comunidad científica contra su presidencia? Krugman se responde a sí mismo reconociendo que ni el Partido Republicano ni  el GOP (el Comité Nacional Republicano) están compuestos de locos sino de algo mucho más inquietante: de personas débiles que anteponen su carrera y puestos a los intereses generales. Son apparatchik(s) que han quemado ya  sus puentes morales al aceptar las primeras locuras del jefe.

Es más que loable la valentía de Krugman (no es imposible que pronto se comience a perseguir judicialmente a periodistas críticos, del mismo modo que ya se habla de enviar a prisión a John Brennan, quien fuera director de la CIA y ahora uno de los adversarios declarados de Trump). Pero dudo que las explicaciones puramente psicológicas como las de Krugman sean la respuesta a este tipo de preguntas que uno se puede hacer en muchos países con respecto a las élites políticas y económicas y por circunstancias similares. Hasta cierto punto es una posición optimista el creer en la locura de Trump y en la debilidad de la voluntad de los políticos que le sostienen. Recuerda lamentablemente juicios similares que se hicieron en los años treinta del siglo pasado en los primeros momentos del ascenso de Hitler al poder en Alemania. Como Hitler (disculpas por la comparación tan épica), Trump es un agente racional que aprovecha las mediaciones y posibilidades de su momento histórico. En un sentido bastante estricto Trump no es sino un producto como lo son tanta gente similar que abunda en los entornos políticos cercanos. La pregunta es qué es lo que ha hecho posible la emergencia de esta gente.

¿Cómo es posible que el conspiracionismo se convierta en una teoría aceptable para tantos millones de votantes?, ¿cómo es posible que la división ellos/nosotros, la polarización sistemática de la vida social y de la percepción política sean más fuertes que la conciencia de los hechos? En una famosa entrevista entre el ultraconservador Newt Gingrich y la presentadora de las noticias de la mañana de la CNN Alisyn Camerota, en julio de 2016, la periodista preguntaba al político sobre cómo podía seguir afirmando que Estados Unidos estaba padeciendo una inusitada oleada de crímenes cuando las estadísticas afirmaban todo lo contrario. Gingrich no tuvo reparo en responder que las estadísticas no eran significativas, que lo importante era su propia percepción del estado de peligro. En el enlace anterior está la transcripción de la entrevista y aconsejaría a quien pueda hacerlo su lectura como ejemplo significativo de lo que ocurre.

Nos equivocaríamos si pensásemos que Gingrich estaba mintiendo. No, sus afirmaciones las podría haber repetido cualquiera de los que llevaron a Trump al poder. Simplemente estaba dejando a un lado los hechos. Gingrich vive en el mismo mundo que vivimos todos, un mundo post-factual, un mundo de posverdades. Pero tampoco es decir mucho aplicar este conocido adjetivo que se puso de moda precisamente ese año de 2016. La cuestión importante es qué ha ocurrido en la estructura epistémica de la cultura contemporánea para que los hechos importen menos que las propias convicciones ideológicas, vitales, partidistas. Me atrevo a sugerir que la respuesta está en lo que le ha ocurrido al nuevo entramado cultural y económico, al modo en el que la nueva forma de economía, que llamamos con diversos adjetivos, entre los que yo creo que el más exacto es capitalismo cognitivo, configura nuestra actitud epistémica como la fuente principal de producción económica.

Nuestro cuerpo y nuestra mente han sido diseñados por la evolución. Lo que en otros momentos de la historia fue una adaptación en entornos de escasez alimentaria e informacional son hoy formas de fragilidad fisiológica y mental. Nos gustan sobre todo los azúcares, las grasas y los hidratos de carbono (cualquier padre experimenta muy pronto cuáles son los impulsos alimenticios de los bebés), y eso se explica muy bien pues en los entornos de escasez alimentaria en los que siempre vivió la humanidad y sus ancestros, el exigente metabolismo del cerebro necesita estos aportes energéticos. Las mentes avanzadas de los simios que nos antecedieron evolucionaron para detectar los alimentos necesarios. Hoy, lo que en otro tiempo nos protegió ahora nos vuelve frágiles. En un doble sentido: frágiles fisiológicamente, pues terminamos padeciendo obesidad, tensión alta, etc. y frágiles ante un mercado que explota con habilidad nuestras propias debilidades.

Lo que ocurre en la alimentación se aplica de forma mucho más sistemática a las estructuras de nuestra mente. Los psicólogos Tverski y Kahneman y otra larguísima serie de investigadores han ido demostrando que nuestro sistema cuasi-automático de decisión y juicio opera usando estrategias rápidas que muchas veces fueron efectivas, aunque ahora los llamemos "sesgos". Sabemos que estas estrategias y heurísticas son sistemáticas: afectan tanto a legos como a expertos. No nos libramos nadie de ellas porque son fruto de la evolución de nuestro cerebro, configurado por una compleja interacción del neocortex cognitivo y del sistema límbico emocional. Se han descrito numerosos efectos. Cito aquí solamente algunos de ellos, los más importantes para mi argumento: el sesgo de confirmación, por el que nos fijamos más en la evidencia que apoya nuestras previas expectativas que en las contraevidencias; el sesgo de la hiper-confianza, por el que tenemos un exceso de confianza en nuestras capacidades (aquí se permiten todo tipo de chistes sobre los varones y el tamaño de sus genitales, un tópico de la sobreconfianza); el sesgo de la aversión al riesgo, por el que optamos siempre por la alternativa que ofrece menos riesgo independientemente de la equiprobabilidad de riesgos y beneficios; el sesgo llamado de "las uvas verdes" por la fábula de Esopo: tendemos a decaer en el deseo de lo que observamos como difícil de conseguir. En fin, hay una lista enorme.

Los psicólogos y economistas los denominan sesgos equivocadamente: fueron estrategias evolutivamente avanzadas en un mundo escaso de información, donde los signos eran ambiguos y las amenazas permanentes. Configuraron así reglas pragmáticas que generalmente funcionaban. Sin embargo, en un mundo inundado por la información, generan una fragilidad cognitiva estructural que ha sido aprovechada por el sistema. Nuestra economía se sostiene ahora sobre el control y la expropiación sistémica de la atención, sobre la negación voluntaria de lo que no nos gusta, sobre la adición continua a todo lo que confirma nuestra manera de ver las cosas. Sobre esta explotación de los sesgos se sostiene la publicidad, el turismo, la economía de los artefactos, las burbujas inmobiliarias, la propaganda de la emprendeduría, la política de lo emocional, etc. Es la fuente básica de expropiación de la plusvalía, como en los tiempos del capitalismo industrial lo fue del tiempo de trabajo y del esfuerzo físico.

La política explota nuestra fragilidad lo mismo que lo hacen Amazon y Apple, lo mismo que lo hacen las religiones espectáculo y los medios de comunicación, cada vez más adictos al clickbait (titulares aparatosos que nada o muy poco tienen que ver con el contenido). Todo el sistema no es sino una forma de extraer beneficio de nuestras fragilidades cognitivas. Es muy sorprendente que el posmodernismo aborreciera tanto a la epistemología cuando precisamente se ha convertido en la fuente básica de la explotación. Ya no se hace necesaria la mentira (una estrategia pobre, como afirma el sabio refrán de que antes se alcanza a un mentiroso que a un cojo). No es necesaria. Basta con emplear adecuadamente el sesgo de confirmación, lo que nos hace decir como Gingrich que las estadísticas no importan, que nuestra intuición y sentimiento aciertan. Las estadísticas pueden decir que el fenómeno migratorio ha decrecido continuamente en los últimos años, que los países ricos necesitan demográfica y económicamente emigración. Las estadísticas pueden afirmar que las muertes por terrorismo han decrecido también continuamente, que los medios de control se han hecho más poderosos que nunca. Da lo mismo. Las intuiciones y los sentimientos no fallan: nos amenazan en las fronteras salvajes que van a destruirnos. No importa que el descuido de las obras públicas cause catástrofes de tráfico; no importa que la desigualdad y el olvido en las barriadas sea una fuente peligrosísima de desesperación. Nuestra intuición no se equivoca. Los hechos no importan.




La ilustración es de Egon Schiele



No hay comentarios:

Publicar un comentario