domingo, 12 de agosto de 2018

La sociedad de la sabiduría




Describimos nuestra sociedad contemporánea a veces como "sociedad de la información", a veces como "sociedad del conocimiento". Nunca lo podríamos hacer como "sociedad de la sabiduría". Si la información es la capacidad para interpretar los datos, y el conocimiento la facultad que nos permite discriminar las informaciones correctas y justificadas, la sabiduría es la virtud para discernir los límites del conocimiento, generar prudencia en su uso y capacidad crítica sobre sus defectos. La sabiduría no es en nuestro mundo una virtud intelectual personal o colectiva se sea especialmente apreciada. Por el contrario, hay razones para creer que lo que llamamos sociedad del conocimiento puede estar generando una pérdida colectiva de sabiduría, una paradójica acumulación de conocimiento y una progresiva pérdida de sensibilidad hacia la sabiduría. Hay muchos indicadores de ello, sin embargo, querría hoy centrarme en tres procesos que me parecen particularmente preocupantes:


Super-especialización e ignorancia: Como todos sabemos, el gran teórico de la especialización y la división del trabajo fue Adam Smith, quien comienza su clásico La riqueza de las naciones afirmando que la división del trabajo explica los grandes desarrollos de la productividad, habilidad y juicio humanos. Sería difícil criticar esta visión profética del mundo contemporáneo, pero sería un error aún mayor no reparar en las oscuridades y puntos ciegos que produce la super especialización. La cultura, la ciencia y las técnicas contemporáneas se benefician y sufren a la vez de los procesos de super-especialización. Los viejos modelos de educación generalista que fueron inventados por la revolución cultural romántica de Humboldt están desapareciendo rápidamente de todos los sistemas educativos mundiales. La especialización afecta al conocimiento como a todas las demás dimensiones de la vida y también aquí produce efectos ambivalentes. Los ejemplos pueden hallarse por doquier, pero son fácilmente observables en algo de lo que casi todos tenemos una experiencia directa: la superespecialización en los sistemas sanitarios contemporáneos.

Los modernos sistemas de salud están organizados sobre una estructura de especialidades arborescente cada vez más ramificada y especializada. La increíble capacidad terapéutica del sistema sanitario reside en buena medida en esta diferenciación y en las ventajas que proporciona, pero también es una fuente de peligrosas y dañinas cegueras. Así, a diferencia de la organización social del conocimiento, el cuerpo humano tiene una estructura orgánica que sobrevive en una relación continua con el medio ambiente. A medida que se degradan uno u otro polo aparecen horizontes de lo que se denomina comorbilidad, que no es sino la interdependencia de afecciones entre sistemas internos y sus relaciones con los hábitos y circunstancias de vida. Wikipedia define de esta forma el fenómeno: “En medicina, la comorbilidad describe el efecto de una enfermedad o enfermedades en un paciente cuya enfermedad primaria es otra distinta. Actualmente no existe un método aceptado para cuantificar este tipo de comorbilidad”. El fracaso de los sistemas sanitarios contemporáneos para tratar la comorbilidad es un ejemplo claro de la ignorancia producida por la hiper-especialización. La psiquiatra tratará la depresión de la paciente que se acerca a su consulta en el poco tiempo que dispone para la observación, tratará sus síntomas cuando pueda, pero no sabrá nada de si el despido del trabajo de su paciente, ahora separada y con dos hijos a su cargo, con una madre con Alzheimer a quien debe cuidar sin tiempos ni recursos, tiene algo que ver con su depresión irreversible. Tampoco el especialista que trata la diabetes melitus, una enfermedad que suele asociarse con ciertos grados de comorbilidad, sabrá nada ni querrá hacerlo sobre las condiciones de pobreza de su paciente y sobre si sus problemas cardíacos, sus hábitos de alimentación y falta de ejercicio tienen que ver con las posibilidades de vida que le da su trabajo o falta de él. Un hospital moderno es a la vez un enorme sistema de conocimientos y un laberinto de ignorancias y de falta de circulación del conocimiento. El cuerpo y el cerebro humanos son sistemas complejos, a la vez orgánicos y sociales, que contradicen la absolutización de la división social del trabajo. Son magníficas metáforas del conocimiento, que no es sino un producto de la actividad orgánica y social de cuerpos y mentes.

A medida que la super-especialización se impone, también lo hace la ignorancia del sistema y se degradan las redes de comunicación y las perspectivas holísticas sobre la complejidad. No es sorprendente pues que se abra espacio a las pseudociencias de la supuesta complejidad y holística de muchas de las llamadas medicinas alternativas, que no son sino formas de explotación comercial de la necesidad social de una comprensión amplia y sistémica, sea en la medicina, en la psicología o en cualquiera de los dominios de lo real.

La marginación de las humanidades: las humanidades no producen el tipo de conocimiento que generan las ciencias e ingenierías, pero no por ello son menos importantes en la estructura epistémica de la sociedad. En ellas reside la capacidad de construir valores y significados, transformar los hechos históricos en relatos de experiencia y reproducir el patrimonio y la memoria histórica de la sociedad. Su aportación fundamental a la cultura es la de transformar el conocimiento en sabiduría, que no es sino la capacidad crítica para entender los límites y el uso del conocimiento teórico y práctico, la habilidad hermenéutica para comprender las artes y las obras humanas, el sentido moral para reflexionar sobre el alcance y consecuencias de las acciones más allá de su mero valor instrumental. El conjunto de las humanidades constituye el más importante de los medios por los que las sociedades y sus colectivos generan identidades y por los que tales sociedades se reproducen sin sentir vergüenza de sí mismas. En las grandes reformas de todos los niveles de la enseñanza que ocurrieron a partir del Romanticismo y sus extensiones, la enseñanza de las humanidades se consideró un elemento esencial de la educación concebida como formación integral de la persona. Su desgracia es que su valor funcional y normativo queda oscurecido por la devaluación que establecen los mecanismos mercantiles que genera la cultura gerencial del conocimiento. A lo largo de las últimas décadas se han levantado poderosas fuerzas ideológicas para tratar de convencer a la población de la inutilidad de dedicar fondos a preservar la cultura humanística en las instituciones encargadas de ello, en los diversos niveles de la educación y, en general, en los medios de comunicación, de donde desaparecen los programas y espacios dedicados a la construcción de una esfera crítica y reflexiva.

Son muchas las voces que se han alzado defendiendo la profunda relación que existe entre el nivel de cultura humanística y la calidad democrática de los estados y de la esfera pública que los sostiene. No tengo la menor duda de ello, pero la naturaleza de mi queja tiene una pretensión más limitada. La marginación de las humanidades es, desde mi punto de vista, un proceso que afecta a la calidad general del sistema de conocimiento. Genera una degradación del sistema al rebajar el nivel de la cultura científica. El grado creciente de separación de la cultura humanística y la científica daña a ambos polos, impide la comprensión de todos los nuevos campos ligados a la información, que sólo pueden comprenderse como territorios intermedios o híbridos, de lo que se ha denominado una “tercera cultura”. Y también, y sobre todo, daña a las capacidades epistémicas de una población y a la calidad de su sistema de investigación. En el sistema orgánico del conocimiento, las humanidades cumplen funciones sistémicas que metafóricamente son análogas a todos los sistemas aparentemente secundarios de los organismos, que no afectan a las funciones vitales en plazos cortos, pero sí en la salud general del sistema. Las arquitecturas conceptuales sobre las que se construyen los grandes programas de investigación tienen siempre resonancias de significado que implican compromisos metafísicos y epistemológicos, que no son muchas veces siquiera notados por los investigadores, productos de un sistema de enseñanza cada vez más orientado a la pragmática concesión de títulos con valor de mercado.

El abandono de las investigaciones de baja intensidad tecnológica. La insensibilidad hacia lo que he llamado “sabiduría”, que no es sino una virtud epistémica compleja, se expresa con intensidad en la falta de aprecio por parte de los administradores hacia los conocimientos e innovaciones que no tienen un valor alto en el mercado de la excelencia. No me refiero a la investigación básica, que, aunque ha sido sometida a restricciones, todavía preserva cierta estima. El problema está en el conocimiento teórico y técnico aparentemente inútil, que tiene un carácter local y no cuenta en el mercado de las ventajas tecnológicas. El conocimiento histórico y cultural local, por ejemplo, tan ligado a las lenguas autóctonas, generalmente sin repercusión en las grandes plataformas de representación dominadas por el inglés. Mucho menos notado es la pérdida de diversidad técnica que conlleva la creciente estandarización y uniformización de nuestra cultura material técnica. Se ha extendido un cierto sentimiento fatalista acerca del desarrollo tecnológico, como si las sendas fuesen marcadas por una fuerza incontrolable que dejase sistemáticamente en la cuneta restos obsolescentes de conocimientos y artefactos. Ahora bien, la realidad es que la inmensa red que constituye la cultura cambia de formas nada deterministas. Por el contrario, el determinismo no es sino una estrategia ideológica más empleada como marketing de los nuevos productos.

A lo largo de los últimos años, he colaborado con un grupo amigo de ingeniería impartiendo cursos breves sobre el tema de las tecnologías apropiadas. He aprendido mucho de este grupo, que ha combinado su actividad investigadora en fluidos con un compromiso constante en ongs de ayuda al desarrollo y lucha contra la pobreza. En este contexto hemos discutido numerosas veces el problema de la investigación tecnológica dirigida a paliar situaciones de pobreza en el que los recursos de los proyectos posibles son escasos y las constricciones de implantación muy numerosas y astringentes. Por ejemplo, el problema del acceso al agua en lugares de pobreza y escasez de recursos. Uno de los casos que hemos discutido con los alumnos es el de la investigación en bombas de extracción de agua bajo constricciones sociales como las que enuncia este Proyecto: diseñar una bomba de agua que permita extraer agua de un pozo de 50 metros de profundidad a una mujer anciana que debe extraer y transportar al menos 50 litros diarios a su aldea. Debe realizarse con materiales obtenibles fácilmente, resistentes a temperaturas de 50 grados centígrados, debe ser posible repararla mediante recursos disponibles en la aldea y debe tener un plazo largo de vida. ¿Es este proyecto una investigación de tecnología punta? No, claramente, pero sí es una prueba básica de ingenio humano en nuestra sociedad tecnológica. Se han propuesto numerosos diseños a problemas como este, algunos con la incorporación de tecnologías avanzadas como los motores eléctricos movidos por energía solar, pero la mayoría plantean a medio plazo dificultades de mantenimiento que terminan generando más dependencia que la que trataban de evitar. Investigar bajo estas condiciones de minimalismo tecnológico no es un episodio marginal en la economía del conocimiento, sino uno de los objetivos que tendrían que ser fundamentales en un mundo de desigualdad y escasez de recursos creciente. Sin embargo, el mito determinista lleva a la degradación y poco aprecio por toda investigación que no pueda ser transformada en la novedad anual del mercado de innovaciones.

La invisibilización de toda investigación localmente orientada es paralela a la pérdida de diversidad cognitiva presente en los conocimientos ancestrales, que salvo la explotación y expropiación de la que son objeto por algunas empresas farmacéuticas, apenas recibe atención por parte de la sociedad del conocimiento. Y sin embargo, esta pérdida de diversidad es parte de la desertización no solo cognitiva del espacio social. Pensemos, por ejemplo, en el cultivo de cereal en un territorio tan difícil como la meseta castellana, otrora una de las despensas de cereales de Europa. Actualmente, los agricultores pueden acceder a semillas modificadas genéticamente que permiten buenas cosechas bajo las condiciones estadísticamente medias. Sin embargo, cuando las condiciones metereológicas son adversas, y en el altiplano castellano son recurrentes, estas semillas tienden a ser menos efectivas que las viejas variedades.  Me han contado que un campesino avisado de la estepa, renuente al uso de las semillas que ofrece el mercado inmediato, viaja todos los años a Marruecos, a zonas de clima difícil, donde aún se conservan variedades de trigo ancestrales que aunque parecen producir menos cosecha los años buenos resisten mucho mejor los años secos y fríos. Gracias a la sabiduría de los cultivadores del Atlas, que le venden sus semillas, consigue mantener una tasa media de productividad suficiente para sostener su, cada día, más frágil empresa. Cuando se pierda esta diversidad ecológica y cognitiva, como de hecho ya ocurre, lo que resta es una estepa desierta.

La ilustración es una fotografía de Robert Doineau

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