sábado, 30 de agosto de 2008

El ornamento no es delito

En este tiempo neobarroco que vivimos la búsqueda de la pureza artística, filosófica, arquitectónica, etc. parecen ya ingenuos sueños de un tiempo ido. Instalados en la sociedad del espectáculo como modo de vida cotidiana, miramos alternativamente el mundo y las pantallas como si fueran parte de lo mismo. Es la forma en la que vivimos y protegemos nuestra identidad. Así Guillermo del Toro, Hellboy II. The Golden Army, que por fin he logrado ver: película construida con derribos de nuestra iconografía. En un momento aparece en una pantalla de televisión un trozo de La novia de Frankenstein: la serie B como lugar de refugio, los comics increíbles, las historias de conspiración, etc. Nada que Cervantes no hubiera puesto ya sobre la mesa como material de meditación. En la misma tradición de ironía y melancolía, Guillermo del Toro crea un espacio onírico en el que el espectador deja de serlo para invitarle a un sueño de una noche de verano. Todo está ahí: el Bureau for Paranormal Research and Defense, de Mike Mignola, el dibujante de la Marvel, metáfora de la política contemporánea, Hellboy, un demonio bueno caído del infierno (¡que maravillosa forma de leer a Milton!), el surrealismo en imágenes,...
Cine de poesía contra cine de prosa, que fomentó Pasolini: lo extraño, lo arcaico, lo exótico, como materiales para repensar el presente. No es Guillermo del Toro original en esa forma de mirar, pero sí en las imágenes que construye, llenas de ternura e ironía (un ejército de cacharros hechos de trozos de hojalata y engranajes de la sociedad industrial). Hay más verdad sobre la Guerra Civil en el sueño de El Laberinto del Fauno y en El espinazo del diablo que en todo el costumbrismo barato de la filmografía española: Guillermo del Toro sabe que la imaginación es el encuadre adecuado para un espectador al que no asombra ninguna imagen. Wall-E, Hellboy II, El caballero oscuro: melancolía contemporánea cervantina, meditación sobre la sociedad del espectáculo, fascinación distante como la que consiguieron Los viajes de Gulliver dándole la vuelta a la literatura de viajes y naufragios, sarcasmo sobre la balsa de la medusa que había constituido la figura de la generación del desencanto (atención: Hellboy es "rojeras, rojo, rojón..."). ¡Celebremos que el ornamento ya no es delito!




miércoles, 27 de agosto de 2008

El error de Hamlet

Una fruta fresca del otoño que ya se viene encima: Christoph Menke, La actualidad de la tragedia, Antonio Machado. La tragedia es la constatación irónica del error. El error es la paradójica acción que impide el fin de la acción. Por eso la tragedia es la constatación de la imposibilidad de la acción, una imposibilidad en sí misma, es el paralelo al escepticismo teórico. El error de Hamlet: Hamlet no se fía del espectro de su padre que le recomienda un curso de acción, la venganza sobre su tío y su madre. Hamlet quiere saber y para ello confía en el teatro. El teatro como experimento de la vida: en el teatro, cree, las verdad nace espontáneamente. La representación como fuente de certeza. Pero ¿cómo saber que la reacción es sincera? o, peor aún, ¿cómo saber que la reacción de su tío no es de culpa sino de ira creyendo que en esa obra se está representando su propia muerte, la de un rey envenenado por su sobrino? Hamlet actúa como un ingenuo que cree que el conocimiento cierto nos enseña qué es lo que hay que hacer. Hamlet o la modernidad epistémica: la ciencia antes que la acción. Y esta es la tragedia: es esta duda la que desencadena todas las muertes. La razonabilidad de Hamlet conduce a la irracionalidad de la acción. ¿Habría que hacer todo lo contrario, como Fortinbras que se embarca en una guerra contra Polonia por un quítame ahí esos metros de frontera? Hamlet o la tragedia moderna: el espectáculo como búsqueda de una certeza que la acción no nos da, la acción como sendero que hay que tomar a sabiendas de la ignorancia. El conocimiento del error, sostiene Hamlet, la obra, no el personaje, es el error del conocimiento. Nuestro Cervantes lo había explorado en El curioso impertinente: el personaje sufre porque no sabe, sufrirá más por querer saber. El drama barroco anticipó la tragedia moderna mucho más profundamente de lo que creíamos.

lunes, 25 de agosto de 2008

La muerte de los obituarios

Este verano he acabado harto de obituarios: muerte del cine, muerte de la novela y muerte de la crítica han sido los que han acabado soliviantando mi ánimo. Martin Amis, en su (ya algo pasado) libro, La guerra contra el cliché, que recopila muchas críticas suyas en varios prestigiosos medios como The Observer o Times Literary Suplement, desborda de autosuficiencia de escritor que confunde la expresión de sus gustos y maneras con la iluminación del lector. Encuentro juicios como éstos: los novelistas envejecen pronto, un poco más tarde -sostiene- que los filósofos, que a los treinta años ya suelen envejecer, y antes que los poetas, que en su vejez siguen creando; la crítica ha muerto, se ha refugiado en las universidades, etc... Yo era muy impresionable a los treinta años y me creía estas cosas. Recuerdo con ternura mi depresiva tarde del treintavo cumpleaños, convencido de que no haría nada interesante en filosofía si no lo había escrito ya, y mis periódicos desánimos con la universidad como cementerio de todo lo creativo. Ahora leo y estudio para escribir algo interesante algún día lejano, y si no, qué le vamos a hacer. Y creo en una universidad como espacio de libertad de espíritu, un lugar público de aprendizaje de la creatividad. Y espero practicarla en mi modesta capacidad, y si no, qué le vamos a hacer.
El vicio del oráculo de muertes sólo es superado en mi irritabilidad por el vicio de los ordenamientos: "fulanito es el mejor novelista argentino...", "los tres mejores escritores...". Una sociedad que concibe la cultura y la ciencia a semejanza del deporte produce este tipo de frases, que desgraciadamente tienen efectos catastróficos sobre los oyentes crédulos. Denotan una trama autoritaria en la capacidad de juzgar y una dificultad congénita para la tolerancia: eso es lo que sufrimos; pero sobre todo denotan una más grave incapacidad para la curiosidad y la sorpresa. Ellos se lo pierden (¿quiénes?).

sábado, 23 de agosto de 2008

Un mago llamado Platón

Platón fue, como todos sabemos, un encantador de serpientes que vivió en la Atenas que estaba inventándose a sí misma. Las serpientes eran/somos sus lectores: Platón mostraba una historia y unos conceptos; presentaba unos personajes como si aquello fuese un drama para que los lectores u oyentes se quedasen enganchados en los conceptos. Consiguió que nuestra cultura quedase, efectivamente, enganchada en el platonismo: entender el mundo a través de un orden de conceptos. De eso se encargan filósofos y científicos, de lo otro, de los cuentos, se encargan los artistas. Cuando leo filosofía (Descartes recomendaba: unos minutos de metafísica, unas horas de todo lo demás) me pongo el chip platónico y a los pocos segundos se me han olvidado los actores, quién habla y por qué y sólo me quedan las ideas colgando unas de otras. Pero a veces no, a veces me distancio y consigo ver cómo los más analíticos artículos son historias. La filosofía académica, así entendida, es un arte curioso de construir historias que oculta siempre la tramoya bajo un lenguaje de relaciones conceptuales, de sutiles definiciones. La definición es un recurso narrativo que no lo parece, es una forma de introducir personajes despersonalizándolos, encerrándolos en pequeños corralitos. Platón lo sabía, era su forma de encantarnos.
Al leer una historia, novela, cuento o lo que sea, al ver una película, un cuadro, una foto, uno puede hacerlo con la distancia crítica de hacerse preguntas:¿quién habla?, ¿a quién?, ¿quién aparece?,¿qué ocurre?, etc... Las preguntas que nos aconsejan los críticos. Pero también puede estar allí como platónico y pensar en qué ideas están en confrontación, en qué conceptos chocan. Y a la inversa, cuando uno lee un sesudo artículo, se puede uno preguntar ¿quién habla?, ¿a quién?, ¿qué personajes entran?, ¿por qué?, etc. Un libro abstruso se convierte entonces en una interesantísima historia que nos habla de nuestra cultura, de cómo se organizan las prácticas literarias para conseguir cosas. Un amigo (Bruno Maltrás) me enseñó a leer así los artículos científicos: probad a leer un artículo científico como un acto retórico de asegurarle a alguien (¿a quién?) algo.
Estos caminos de ida y vuelta que uno tiene como lector compulsivo maleducado me salvan del encantamiento platónico, me permiten ver los más aburridos temas como apasionantes historias de aventuras y las historias de aventuras como confrontaciones de ideas.
Ellos se lo pierden (¿quiénes?)

miércoles, 20 de agosto de 2008

¿Por qué desaparecieron los dioses?

El crepúsculo de los dioses ha sido una permanente pregunta a lo largo de la historia, desde la nostalgia de Juliano el Apóstata. Los creyentes en dioses únicos, o practicantes de esas formas orientales de panteísmo, tienen una respuesta también permanente (su propia historia sería la respuesta), pero a los que por suerte o desgracia no somos creyentes la pregunta nos importa y conmueve. Thomas Pavel, un historiador de la literatura que ha escrito una sugerente historia de la filosofía contenida en la novela (El pensamiento en la novela, Crítica) desde la tensión entre idealismo y realismo, me ayuda a proponer una conjetura: la experiencia de lo divino es parte del desacoplamiento del yo y del mundo. Lo divino, ya fue señalado por Feuerbach, es una creación humana, un andamio para pensarse a sí mismos y para pensar el mundo: los dioses únicos son parte de un movimiento generalizado de tensión hacia la unidad del mundo opuesta a la unidad del yo o viceversa, de la unidad y trascendencia de lo normativo opuesto a la unidad y distancia de lo causal, y viceversa. Los viejos dioses eran la proyección de un mundo y un sujeto deslavazado, hecho de fragmentos que no se llegan a comprender bien. Los dioses únicos serían así parte de un proceso de coherencia de la experiencia. Eurípides señala bien esta progresiva pérdida de lugar frente a un sujeto que está descubriendo su interior como un lugar de creación o refugio. Si esta respuesta tiene algún interés daría cuenta de por qué nos fascinan tanto ahora los dioses múltiples: no por deseo de exotismo, sino por experiencia de una nueva y más profunda fractura del sujeto. Saber que la historia humana o personal está rota en fragmentos como un espejo roto que refleja trozos de mundo inconsistentes, saber que el mundo está poblado de muchos mundos inconsistentes, nos hace repensar otra vez esa forma de lo sagrado (de lo intocable, en el sentido de Agamben) que es la presencia de lo múltiple. Como lector bulímico de los héroes de la Marvel en mi adolescencia veo con nostalgia su resurrección, ahora más compleja y expresión de una nueva forma de imaginario fracturado. ¿Desaparecieron?

lunes, 18 de agosto de 2008

¿Por qué desaparecieron los gladiadores?

El historiador del mundo antiguo Paul Veyne, en un pequeño escrito sobre el método historiográfico de Foucault, ilustra con esta pregunta su tema: ¿por qué desaparecieron los gladiadores? Lo hicieron tardíamente, en el siglo IV, bajo los emperadores cristianos. Un pequeño cambio en las costumbres que, no obstante, manifiesta un cambio de carácter más general en la relación entre gobernantes y súbditos en el Bajo Imperio. Sigo leyendo y al compás que mi entendimiento se solaza y divierte con la respuesta, me asalta una más seria preocupación. Según Veyne, o según Foucault según Veyne, no cabe pensar que las costumbres se "humanizaran" bajo los emperadores cristianos por esa característica de cristianos que se les supone: ni los emperadores cristianos, observa, eran tan humanos, ni los no cristianos tan inhumanos: al fin y al cabo los no cristianos habían prohibido los sacrificios humanos entre los galos, como los ingleses quemar a las viudas en la India. Los gladiadores, como la prostitución, eran una institución permanente en el Imperio que duró muchos siglos y era protegida y fomentada por el Estado, por el Senado en particular, que lo consideraba como educativo y fortalecedor de la voluntad del pueblo. En el siglo IV esta práctica cambió. Y aquí mis desasosiegos: comenta Veyne que a todos gustaba, excepto, quizá, a los de nervios frágiles que siempre existen en toda época y sociedad. Que el pueblo (los súbditos) siempre  se fortalece y goza con el sufrimiento (cita los autos de fe como ejemplo). El desasosiego viene, claro, por esta forma irónica de tratar el humanismo como recurso del frágil de nervios, del sentimental, como si el humanismo fuese, en términos nietzscheanos, el agarradero del débil ("no corráis, que es peor", decía el cojo delante del toro). Admitiendo que la humanización no es la respuesta para la inquietante pregunta por la desaparición del Circo (de gladiadores), admitiendo que seguro que las relaciones entre emperador y súbditos había cambiado, que el emperador, prescindiendo del senado, se estaba convirtiendo en un "padre" (entre lo biológico y lo sacerdotal) que debe velar por la salud moral de los súbditos, ..., admitiendo todo eso, aún me sigue repugnando la idea de que ciertas palabras e ideales sean puro humo ideológico. La moral era tratada así a veces por el marxismo, cuando el marxismo era aún una creencia de mucha gente, y ya me repugnaba entonces esa forma de mirar aparentemente cínica, como de un ser superior en lo práctico. ¿Por qué desaparecieron los gladiadores? (¿desaparecieron?)

sábado, 16 de agosto de 2008

La oscuridad del bien

Sí, he ido corriendo a ver El Caballero Oscuro. Los amigos (Jesús Vega) me insisten en que el cine ha muerto, que fue un arte sublime del XX, ahora superado por otra cosa: las series de TV, los espectáculos de masas como The Dark Knight, en fin. Seguro que es cierto. Y sin embargo algunas películas te permiten volver a la fascinación de otros tiempos por el cine. La fascinación es una experiencia intelectual poco valorada, oculta en los pliegues de nuestra infantilidad no superada, pero contiene un modo de reaccionar ante el mundo que es básicamente celebración y compromiso, dejarse llevar y al mismo tiempo admirar. La fascinación es difícil de lograr si no es calando profundamente en lo que somos.
Christopher Nolan no es muy valorado por la crítica seria: Memento se considera engañosa, The Prestige, rara e increíble, a Batman Begins se le concede algo. Pero por alguna razón todas sus películas me han fascinado. La forma de repensar los rincones de la ciencia que tiene Nolan como guionista y director le llevan a la mejor tradición de la ciencia ficción (sí: es un director/autor de ciencia ficción). En El Caballero Oscuro plantea como tema la tentación del mal. The Joker es una especie de anarquista dostoievskiano (Los demonios) que pretende hacer explícito el mal que todos llevan dentro, especialmente los elegidos como héroes. No contaré nada (me irrita que me cuenten las películas) pero toda la película es una trama de traiciones a sí mismo, de ejemplos del dilema del prisionero y otros dilemas sociales. Es una meditación sorprendentemente lúcida sobre la naturaleza de la política en la sociedad del espectáculo. Grabada en parte con cámaras IMAX, sin efectos 3D produce una sensación onírica de oscuridad e indecisión.
Así que volvemos a la cuestión de la muerte del cine: el espectáculo que sucede al cine, me parece, fue también parte de lo que el cine buscó, enganchar, enredar. Yo me dejo. ¿Quién de los dos somos?

domingo, 10 de agosto de 2008

máquinas y cuerpos

Somos organismos, pero la figura de la máquina como metáfora del cuerpo no está tan equivocada como parece. En ciertas épocas en las que las máquinas tenían un halo de novedad sirvieron para diferenciar el cuerpo de la mente. Pero no está tan claro como parece esa presunta inferioridad de las máquinas como forma de representarnos. Estos días intento recuperar mi vieja afición por la bicicleta abandonada por razones fisiológicas hace años. Los músculos se resienten, duele todo hasta que te vas haciendo: resistir la tentación de bajar el sillín para que no haga daño (una equivocación que produce lesiones de rodilla), recordar el pedaleo redondito, tirando hacia arriba del pedal automático, tanto como se empuja hacia abajo, elegir el momento justo para el cambio, ni un momento antes, que produce un pedaleo en vacío, ni un momento después, que obliga a un esfuerzo inútil, calcular las fuerzas que uno tiene antes de que vayan a agotarse, no ceder ante ese esfuerzo que demanda una cuesta, ... la máquina que es la bici va incorporándose al cuerpo, haciéndose poco a poco cuerpo. Pensaba estas cosas el otro día sudando a pesar del día fresco. Un cuerpo es, a diferencia de un espíritu, un sistema complejo, en el que todo depende de todo, donde el mayor rendimiento es el del eslabón más débil. Saberse cuerpo es saberse un sistema de dependencias. Eso es una máquina, un sistema de dependencias. Se piensa en las máquinas en la forma en que nos ha enseñado nuestra tradición intelectualista de gente habituada al instrumento que no le importa. En el viejo libro de Pirsig, Zen and the art of motorcycle maintenance, aprendí a ver las máquinas como deberíamos ver las cosas del mundo, como objetos a nuestro cuidado. Una máquina es un complejo de funciones que no puede ser vista como un puro mecanismo, sino como una red de transferencias. Cuando la bici se incorpora al cuerpo, también lo hace el paisaje, la luz, los olores húmedos de las huertas recién regadas y los castaños en flor, el dolor de la cuesta arriba y el viento de la cuesta abajo. La máquina que somos se hace parte del mundo
Somos como bastones abandonados en la arena

viernes, 8 de agosto de 2008

Ciencias del espíritu

Estudiando filosofía como yo hice en una universidad recomida por la caspa y la sarna tardofranquista, la expresión "ciencias del espíritu" resonaba frecuentemente con una suerte de falsete que el correspondiente disertante impostaba para, a continuación, poner una mueca de asco con la que pronunciaba "ciencias de la naturaleza". Estos días me he dedicado a revisar literatura del tiempo de esas dicotomías: Dilthey, Husserl, etc,... para repensar qué hacemos con las humanidades. Y me entró un escalofrío al sentir cómo los padres de estos conceptos estaban ya tan contaminados de este virus. El cientificismo y el anticientificismo, el objetivismo y el subjetivismo, el naturalismo y el romanticismo (como tipos) nacieron juntos: se interdefinen, se construyen a la imagen del otro, se autoidentifican frente al otro.
"Ciencias del espíritu", aspiración a hacer objetividad de la subjetividad, como si las prácticas de objetivación no fueran las causantes de ese miedo a la subjetividad, como si la idea misma de subjetividad no fuera ya una expresión de derrota frente a la "objetividad", lugar de refugio, santuario frente al "objetivador". Las técnicas de objetivación fueron prácticas como hacer estadísticas, encuestas, medidas, números, estándares, protocolos, repetición de lo igual, expulsión de la diferencia y la idiosincrasia, como si lo particular oliera, como si lo individual no significara. Más que en la ciencia es en el lenguaje del político y sobre todo del economista o analista de la economía donde se encuentra mejor esta compleja articulación de lo objetivo y lo subjetivo que constituye la sociedad del espectáculo contemporáneo. Aspirar a lo "objetivo", a la encuesta favorable, al indicador objetivo, etc. (todos sabíamos de la crisis, "subjetivamente", por nuestras experiencias personales antes que los indicadores supieran algo, pero sólo los indicadores parecen haber hecho que los políticos y empresarios se rindan a lo objetivo: un ejemplo contidiano de la estupidez de nuestra cultura).
"Ciencias del espíritu", como si nuestra experiencia necesitase ser científica para ser experiencia, como si necesitásemos la bata para palpar el mundo, como si las palabras mágicas surtiesen efecto en el exorcismo contra lo subjetivo. Como si lo subjetivo no fuese objetivo; como si lo objetivo no fuese subjetivo; como si las huellas de Viernes en la arena no fuesen rastro de lo humano en el mundo.

martes, 5 de agosto de 2008

Preferiría no comprender

Aspirar a saber, a saber cosas, a saber mucho, a saberlo todo, es una aspiración comprensible, humana, pero en general excesiva. Hay muchas ocasiones en las que preferiríamos no saber, a sabiendas de que es una irracionalidad esta preferencia: la lucidez es uno de nuestros estados más difíciles de sostener y más necesarios. Me preocupa por el momento más la aspiración a comprender. Sé que el núcleo del berilio está formado por electrones, pero para mí son palabras que comprendo poco: las sé porque me fío de los físicos. Pero hay muchas cosas que me gustaría comprender. ¿Me gustaría comprenderlo todo? Sospecho que también aquí hay sentimientos encontrados. Hay tantas cosas que me gustaría no comprender! Ser como un niño que está en el mundo maravillándose continuamente de todo sin comprenderlo pero disfrutándolo, ser como un juez que se atiene a los hechos y no busca intenciones ni planes que den sentido a lo que aquella persona hizo... Quizá el deseo de no comprender nos proteja de un mundo como el que vivimos. Estos balances raros de preferencias de segundo orden es la materia de la que estamos hechos.

Somos este enredo en la arena

domingo, 3 de agosto de 2008

caídas del ángel

Uno vuelve de vacaciones intentando inútilmente limpiar esas arenas que se quedan adheridas sobre todo en el alma: sólo los roces del tiempo lo consiguen. Mientras tanto seguiré con las elucubraciones a las que me llevaba la reflexión sobre las humanidades. Dado que las listas de éxito de carreras de este verano vuelven a colocar a los médicos en el podio como siempre, no está mal que sigamos como siempre hablando de los aspectos menos médicos de lo humano, después de esos horribles paréntesis en los que las notas de corte altas fueron para el periodismo y las gestiones empresariales. Y volviendo a los místicos, esos inquietantes seres que hablaban un lenguaje doble para expresar una experiencia en tiempos de dioses silentes y escondidos, se me ocurre que son seres simétricos de aquéllos otros, mucho más perseguidos en su tiempo pero igualmente curiosos: las brujas y otros adoradores del diablo. La tradición católica presenta al diablo como la personificación del mal, pero a lo largo del Barroco y la Ilustración tuvo otras representaciones, en particular las sublimes de Milton y Goethe. En estas últimas, Satán significa la rebelión, el non serviam, el pretender, el desear y la voluntad de poder. No es sorprendente que la imagen de la bruja sea la de la mujer rebelde. Y no es menos sorprendente esa unión de las dos imágenes que nos ha traído la crítica heideggeriana y frankfurtiana a la Ilustración: el peor pecado es el pretender, la voluntad de poder (de ahí su éxito). En Rilke encontramos una vía oscura y misteriosa para aproximarnos a las proyecciones de la imaginación que son los ángeles y demonios ("todo ángel es terrible,...etc."): ángeles y demonios como posibilidades de lo humano, resultado del desacoplamiento del mundo físico, el gran tema del Barroco. Por ese sendero llego a la convicción de que en algún momento las humanidades deberían (deberíamos los humanistas) darle vueltas no a la existencia pero sí al significado histórico de tales seres intermedios. El Mefistófeles de Goethe es mucho más humano que Fausto, de hecho es un hombre de mundo, el que expresa sin mayor contención lo imaginario en donde habitamos. El Ángel Caído de Milton es mucho más complejo y torturado, otra forma de ser humano. Ahora que está a punto de estrenarse Hell Boy II de Guillermo del Toro (cuento las horas) se me ocurre que volvamos a esta figura y la rescatemos de lo puramente religioso para pensarla como figura de la experiencia que nos ha constituido. Rescatar por ejemplo la literatura demonizante (Lovercraft, ...) como rescatamos también lo místico.
No estoy proponiendo volver a la escolástica (nunca nos fuimos de ella, cada vez hay más), sino proponer que estudiemos las sombras para encontrar los volúmenes de nuestro dibujo.

Dejo esta pregunta en la arena para pensar en otro momento: