
La inquietante imagen de Louise Bourgeois y el no menos inquietante libro de Stefan Hertmans, El silencio de la tragedia (Pretextos) me lleva corriendo al texto de Sófocles. Efectivamente: Antígona es una obra sobre el grito. Los momentos centrales de la obra están presididos por un grito.
El primero, el que arma la tragedia, ocurre cuando Antígona, que ha tapado con arena el cadáver de Polinices, sabiendo que ello la llevará a la muerte, vuelve y encuentra de nuevo el cuerpo de su hermano expuesto a los carroñeros.
Sabemos de su grito por los guardias que la esperaban. Su grito la denuncia. Habla el soldado ante Creontes:
"Entonces, repentinamente, un torbellino de aire levantó del suelo un huracán -calamidad celeste- que llenó la meseta, destrozando todo el follaje de los árboles del llano, y el vasto cielo se cubrió. Con los ojos cerrados sufríamos el azote divino. Cuando cesó, un largo rato después, se pudo ver a la muchacha. Lanzaba gritos penetrantes como un pájaro desconsolado cuando distingue el lecho vacío del nido huérfano de sus crías"
Como un pájaro desconsolado. No es un simple grito animal. Es el grito de un pájaro, el grito menos inteligible que quepa pensar. Un grito telúrico que nace de la misma fuente que el huracán que lo ha precedido.
El segundo grito lo anuncia Tiresias el ciego vidente que tanta importancia tiene en las tragedias alrededor de la desgraciada familia de Edipo:
"Cuando estaba sentado en el antiguo asiento destinado a los augures, donde se me ofrece el lugar de reunión de toda clase de pájaros, escuché un sonido indescifrable de aves que piaban con una excitación ininteligible y de mal agüero. Me di cuenta de que unas a otras se estaban despedazando sangrientamente con sus garras"
Sonido indescifrable de aves: el augurio no es una frase críptica sino un grito indescifrable de aves.
El tercer grito lo profiere Hemón, el hijo de Creontes, que amaba a Antígona y esperaba ser su esposo. Creontes se ha arrepentido y acude al túmulo donde ha enterrado viva a Antígona. Pero es tarde, Antígona se ha colgado con los hilos de su velo. Hemón ha llegado antes y se abraza a su cintura
"Alguien oye desde lejos un sonido de agudos plañidos en torno al tálamo privado de ritos funerarios, y acercándose, lo hace notar al rey Creonte. Éste, al aproximarse más aún, escucha también confusos gemidos de un funesto clamor"
Confusos gemidos de un funesto clamor.
Antígona, la doncella que destruyó un estado. Su grito viene de más allá de los límites del lenguaje. Sólo puede ser ornitomorfo, un grito de animalidad.
Cuando estudiaba filosofía, un piadoso profesor de ética usó Antígona como ejemplo de la confrontación entre ética (él pensaba en religión) contra política. Bautizó así la interpretación hegeliana de la confrontación del derecho del estado contra el derecho de la familia.
Pero ambos, Hegel y mi profesor agustino erraban. Como si religión y estado no fueran ya ambos hijos de la palabra y la imagen, artefactos culturales que están en un mismo plano.
El grito de Antígona, no. Viene de allende lo representable; viene de la raíces del cuerpo dolido y sólo puede ser proferido pero no interpretado. Se niega a ser comprendido. De ahí su fuerza irresistible.
Estoy preparando el curso de máster, sobre representación, y había pensado centrarlo como otros años en la confrontación entre pensamiento discursivo e imágenes, iconoclasia cultural y nuevas visualidades. Pero he oído el grito de Antígona y me quedo aturdido ante los límites de la representación: el grito contra la palabra.
En el principio no fue el verbo, fue el grito. El de Antígona.