sábado, 31 de diciembre de 2011

El año de las ficciones

Comenzamos el año que acaba con un irredimible desespero por una realidad ilimitada en su aburrida continuidad. ¡Que pase algo, por dios!, ¡que alguien haga algo!, ¡ojalá los neutrinos adelanten a la luz!, ¡que nos caiga una revolución!, yo qué sé. Y el cielo debió compadecerse porque alguien equivocó levemente las coordenadas del GPS y los neutrinos (italo-suizos) parecieron volar más rápido que la luz y conmovieron las columnas del universo, y la Plaza de Tahrir,  la Puerta del Sol, Siria, el Bajo Manhattan parecieron hacer retemblar en sus centros la Tierra, como reza el himno mexicano.  Uno no puede decir que estuvo presente el día en que todo cambió porque no hay tales días, solo continuidades que se curvan. Pero, en fin, 2011 fue un año en el que vivimos milagrosamente entre la realidad y la ficción.

No sabría valorar, ni siquiera entender, lo que nos ha pasado. Demasiado ruido informativo, demasiadas opiniones, demasiada cíclica agotadora tertulia (nos hemos convertido en expertos economistas, estadistas y gestores de la sociedad global, augures de los desastres por venir). No quiero hablar de la realidad sino de la ficción. "En los tiempos oscuros, ¿de qué se hablará?", se preguntaba Brecht. "Se hablará de los tiempos oscuros", respondía. Pero se hablará en modo ficcional. Nada de periodismo de barra madrileña. Tan sólo la ficción nos curará de una realidad incurable.

Este año he aprendido una cosa (cuento las que he aprendido y sólo me sale ésta): la ficción, cuando es buena, no es mera ficción sino una cura de la realidad. La ficción transforma y transfigura la realidad. Al menos nos cura de la realidad. He leído (estoy leyendo: es infinito) a David Foster Wallace (gracias de nuevo, Álvaro, tengo una deuda impagable contigo). DFW, hijo de un filósofo, comenzó su carrera escribiendo sobre metafísica de las modalidades, la zona más abstracta de la filosofía analítica y padeció un primer episodio de una recurrente depresión (que le llevaría a suicidarse en 2008) en el que comenzó a escribir relatos. Cada texto suyo, cada sección, cada párrafo de su escritura es como el jardín de los senderos que se bifurcan. DFW enreda las marcas de artículos de consumo con notas académicas, las descripciones líricas con episodios escatológicos, la poesía con la ficción. Lo mezcla todo. Uno sospecha que su cabeza discurría a la velocidad de los neutrinos mientras que sus dedos sólo alcanzaban la velocidad de la luz. Su mente pudo con su vida y no logró que lo escrito le salvara al final. Pero  al menos lo hizo durante unos años y así contribuyó a salvarnos a los demás. DFW construye la ficción con los trozos de la realidad más inmediata. La broma infinita mezcla la literatura utópica con el periodismo deportivo: la realidad se transfigura por el ejercicio de la imaginación. Gracias a sus infinitos y enrevesados párrafos entendemos mucho mejor la realidad infinita y enrevesada que nos rodea.

He leído (estoy leyendo: es ilimitada) a Karen Blixen, Isak Dinessen. Al igual que DFW, ID tuvo una vida difícil e hizo de la literatura la terapia de la realidad. En El festín de Babette (no dejar de ver la versión cinematográfica), escrito poco antes de su muerte por inanición, debida a los dolores que le causaba en el aparato digestivo la sífilis avanzada (que le había contaminado su marido), describe a una cocinera huida de la Comuna de París, que al cabo de unos años en una comunidad de puritanos, consigue transformar su gris existencia de hipócrita austeridad con un banquete. "Una artista nunca está sola, señora" acaba con orgullo Babette-ID. Y estoy seguro que en aquellos tristes tiempos de ID esas palabras le ayudaron a soportar la realidad.

La ficción no es la huida de la realidad: es la forma en la que la transformamos reutilizando, reciclando, las experiencias en las que nos sumerge aquélla. La ficción es el modo en el que la imaginación nos transforma en seres distantes de lo real. En esta sociedad del espectáculo padecemos de una angustiosa escasez de imaginación y de ficción: como en las inundaciones se padece de escasez de agua y por las mismas razones.

Recordaré 2011 para siempre: fue el año en el que la ficción irrumpió en la realidad.


lunes, 26 de diciembre de 2011

Cultura del dolor



"En el teatro de operaciones" es una expresión de origen militar que admite una segunda lectura quirúrgica: la del médico interviniendo sobre el cuerpo dolorido en presencia de un público de colegas que observan cómo se elimina con eficacia y rapidez la fuente causal del sufrimiento. Javier Moscoso ha tenido en la mente esta imagen como guía en la escritura de Historia cultural del dolor. Desenvuelve en esta obra las cambiantes teatralizaciones del dolor en Occidente, desde la Baja Edad Media hasta la historia de la medicina contemporánea. Javier Moscoso se ha fijado en uno de los aspectos centrales del dolor: el dolor ante los otros. El dolor está muy relacionado con el sufrimiento humano. Es la fuente de sufrimiento más temible, pero ha sido también  una experiencia cambiante al hacerlo sus expresiones en diferentes escenarios culturales. Infligir dolor siempre fue el instrumento más efectivo del poder (sobre todo en los tiempos en los que también era casi la única fuente de poder). La teatralización del dolor como espectáculo de castigo fue objeto de imaginativa dedicación del poderoso premoderno y lo siguió siendo por un tiempo en la formación de los estados modernos. Masacres, torturas, circos de muerte, fueron los signos del poder premoderno. Este libro  comienza la historia en el momento en que se produce una importante inflexión en el espectáculo del dolor: cuando adquirió nuevas dimensiones y formas culturales y se convirtió en un medio estratégico de las formas culturales de la modernidad. En particular cuando se descubrió su poder como medio eficiente para la dominación del alma.
Una de las más sorprendentes y misteriosas características de la cultura moderna es que el dolor es objeto de una insospechada y masiva afición a través del tiempo y de muy diversas formas culturales. En el comienzo de la modernidad se representa al santo como un ser habita un lugar intermedio entre el cielo y la tierra en el que el dolor de su cuerpo infligido por el infiel no alcanza al dolor de su alma. Más tarde este impávido ser se constituye en modelo de aceptación del sufrimiento humano en el siglo,  y así ascetas y místicos invierten la relación representacional y comienzan a castigarse a sí mismos para imitar al santo anestésico. El deseo de sufrir, y sobre todo de hacerlo a través del dolor corporal, se convierte en signo de santidad. Esta inversión convirtió al dolor en instrumento cultural esencial en occidente: como fuente de educación (el maestro como maestro en la tortura del niño para enderezar su fuste torcido); como fuente de conocimiento (en manos del médico y cirujano que investigan la causa del síntoma); como fuente de placer para los seres "anormales" que confunden el objeto del deseo con el sujeto que castiga,... Si Weber señaló la centralidad del amor al trabajo como resultado de una inversión de los signos de la elección divina (de la riqueza como signo al esfuerzo por enriquecerse somo trayectoria de vida piadosa), este libro abre nuevas capas de estas inversiones cognitivas y emocionales que están en el trasfondo de nuestra fábrica social.
Javier Moscoso ha presentado una irreemplazable evidencia de que nuestra senda cultural tiene estratos más oscuros de lo que nuestra afición a la compasión podría suponer. Pues --sostiene JM-- la propia compasión como aparente trasfondo de lo social (desde la teoría de los sentimientos morales proclamada por los padres de la teoría social moderna) está construida sobre la conversión del dolor en teatro esencial de operaciones en el que se elabora el contrato social.
No hay desperdicio en este libro que no se limita a ser un capítulo de nuestra historia cultural  sino sino que se nos presenta como una  asombrosa indagación sobre el lugar del dolor en los cimientos de la sociedad moderna.
Imprescindible.

jueves, 22 de diciembre de 2011

Autenticidad y experiencia

Me propone un trabajo de clase una alumna acerca de la crítica de  Walter Benjamin a la experiencia bajo la cultura técnica a partir de su fatigada "La obra de arte en la era de la reproducción técnica". Aduce la inteligente alumna que, en su lectura, Benjamin está criticando la superficialidad de las experiencias a la que aboca, entre otras formas, el cine. Me muestro irritado, irracionalmente irritado, aunque contengo las formas y disfrazo mi reacción de  académico contra-argumento con sutiles distinciones entre cine en general y montaje en particular. Me arrepiento después, pues probablemente tenga más razón que yo y haya leído a Benjamin con más detención y cuidado que los míos. Así que vuelvo a leer el fatigado artículo, y me descubro pensando en el origen de mi inesperada irritación.  No es simplemente porque crea que esta manera de confrontar técnica y experiencia obedezca a una mala concepción de la experiencia. No es tampoco, mucho menos, porque me molesten las lecturas tan antimodernistas de los padres de la teoría crítica. Me doy cuenta de que lo que me molestaba era la alusión al cine como espectáculo de engaño. Seguramente tiene razón (sigo dudándolo) en el rechazo a la cultura de masas y al capitalismo cultural como una de las guías de lo que sería la Escuela de Frankfurt. Todo eso pertenece a un debate académico que ahora resbala por encima de mi sospechosa irritación.
Creo descubrir que el origen tiene que ver con mi relación con el cine. Pertenezco a una generación diferente a la suya y no puedo ya explicar muy bien esa experiencia generacional de haber sido formado por el cine. Crecí algunos años en una aldea de montaña y debería tener algún recuerdo (los tengo) de experiencias de comunión con la naturaleza. Pero mis experiencias básicas, las que supusieron cambios en mi forma de mirar al mundo, estuvieron siempre ligadas a la sala oscura, al oscurecimiento de la sala, a la que acudía todo el pueblo portando su silla, en familia, esperando que el dueño del bar colocase el rollo, esperando que ese día no se fuese la luz, que la película tardase un rato en cortarse (se aprovechaba para comentar o para ir a buscar el helado mientras el dueño del bar intentaba a oscuras volver a pegar el acetato). El intenso brillo de la lámpara, el olor a quemado, la tela de la pantalla moviéndose, las viejas preguntando qué estaba pasando. Una experiencia de cultura de masas que era más auténtica que cualquier relación con el bosque de pinos húmedo por la lluvia de otoño o el chapuzón en el caozo negro en la mañana de verano. Aprendí qué era el miedo colectivo el día que proyectaron Psicosis, en el grito de todo el pueblo cuando la cabeza de la madre mira al público (yo había escapado ya al altozano aterrorizado), cuando durante semanas en la escuela se comentaba por los valientes que permanecieron en la sala cómo eran los ojos del cadáver. La televisión vino después, también como experiencia colectiva (durante años la televisión fue ocasión de juntarse familias, o de asistir al teleclub, en aquel invento de Fraga que tanto modernizó nuestro país), pero nunca alcanzó aquella intensidad emocional que había hecho del cine el territorio-otro donde elaborar la existencia.
Muchos años más tarde, en la adolescencia, descubrí la sofisticación del cine-club, los interminables debates sobre Dos en la carretera y Nueve cartas a Berta. Pero mi experiencia genuina seguía anclada en la cultura de masas. Mantengo una razonable (tampoco demasiado extensa ni profunda, llena de lagunas y sobre todo olvidos) cultura cinéfila. Pero mi corazón está con el cine de masas. Todavía hoy espero a los grandes estrenos, me voy solo si puedo a sesiones masivas, cada vez más escasas, para sentir la experiencia colectiva de la sala oscurecida y los estados emocionales en oleadas generadas por la pantalla. No me importa que me mientan. En realidad no engañan a nadie: en la era de los reality-shows el único engañado es el tonto. Y nadie es tonto como reza el anuncio de MediaMark.
Ese debía ser el origen de mi irritación. No hubo experiencia más natural ni genuina en mi vida. Y sospecho que a Walter Benjamin le ocurría lo mismo. Discurría sobre Vertov y Eisenstein pero disfrutaba con Chaplin.

domingo, 18 de diciembre de 2011

A trozos

Mi añorado Eduardo Rabossi escribió su póstumo En el comienzo Dios creó el canon. Biblia berolinensis (Gedisa, 2008) con la explícita intención de ajustar cuentas con la filosofía académica y con su propia historia intelectual. Nos cuenta ahí que la filosofía es un invento alemán romántico para resolver las ansias de identidad de una nación que necesitaba una cultura independiente. Para ello crearon el canon de textos que culminaba en los escritos de los mismos autores que lo seleccionaron. Por una contingencia no casual cae este libro, en el estante de los libros revueltos con los que ando, al lado del libro de Mulhalll, Inheritance and Originality. Wittgenstein, Heidegger, Kierkegaard (Clarendon, 2001). Mulhall lee a Cavell y avanza la tesis de que tanto Cavell como Wittgenstein escapan de la idea de que la filosofía sea una colección de textos o una colección de problemas, o una colección de textos que guarda una colección de problemas. Se pregunta qué es escribir, qué debe ser escrito, y toma como ejemplo la música: lo que se escribe y lo que se improvisa. La filosofía de Wittgenstein y de su discípulo Cavell, sostiene Mulhall, pertenecen al modernismo, un movimiento que (frente al romanticismo) nace del sentimiento de que ya sólo se pueden escribir fragmentos y se aborrece la idea de una colección cerrada de problemas y de un canon de textos (lo mismo ocurre en literatura: novela, poesía, y en otras artes: pintura, cine). Sostiene también Mulhall que ello se debe a la misma estructura de la escritura filosófica modernista, en la que el mensaje se guarda en su enseñanza y la enseñanza en un mostrar una secuencia de fragmentos. El texto-fragmento es, al igual que la imagen-pregunta a la que me refería hace unos días, una pregunta-enigma que no presupone un lector avezado en un canon-museo de problemas-textos. Como cuando enseñamos a un amigo un álbum de fotos y le decimos, "mira, éste soy yo". Cuán tonto sería que nuestro amigo convirtiese la colección en el canon donde examinar lo que somos. Aunque tampoco valdría cualquier otra fotografía para ser incorporada. Un álbum guarda entre sus fragmentos el enigma de nuestra biografía al tiempo que muestra lo que somos. Es un objeto abierto y en cierto sentido cerrado. Como la vida y sus formas.

miércoles, 7 de diciembre de 2011

Ensimismamiento y alteración





(Cindy Sherman: Untitled Film Still)


Es muy difícil explicar por qué ciertas obras nos absorben y nos atan a ellas con una fuerza que no logran otras mucho mejores en apariencia en calidad literaria, pictórica, fotográfica o fílmica. Buscando la respuesta me he enganchado a varias obras del crítico y teórico del arte Michael Fried. Había leído su obra El lugar del espectador (La Balsa de la Medusa, 2000) donde trataba la pintura francesa del XVIII, pero desconocía su obra sobre la pintura del XIX, sobre el arte abstracto y el minimalismo contemporáneos y, sobre todo, sobre fotografía. Estoy enganchado a sus libros. He encontrado un esclarecimiento simple y poderoso de mis afinidades electivas. Por ejemplo: en pintura, Chardin, Manet, Hopper; en fotografía, Cindy Sherman, Jeff Wall; en cine, Hichtcock, Antonioni. Todos ellos están unidos por un hilo común que se explica, según Fried, por la ausencia de teatralidad. Las obras se cierran en sí  mismas y se nos presentan más como una pregunta que como una respuesta. Los personajes aparecen ensimismados, cerrados a toda muestra de emoción y, sin embargo, encerrados en un marco intensamente emocional. En las obras "teatrales" (no de teatro, por supuesto), sostiene Fried que la obra se ofrece a la vista del espectador como si fuese una mercancía en venta. Se deja apropiar demasiado rápida y explícitamente porque su sentido está construido para desplazarse rápidamente al ojo del espectador, presente allí como comprador en una subasta. Pero no ocurre de este modo en la otra gran corriente del arte, la que oculta, como decía José Luis Brea, "un ruido secreto".
Estas obras, paradójicamente, nos atraen porque crean una absoluta distancia con nosotros. El ensimismamiento del objeto nos atrae como nos atraen las preguntas sin respuesta, como nos atraen las personas distantes y ensimismadas, a las que pensamos habitando mundos interiores que querríamos compartir con ellas. Nos enamoramos de los silencios porque los sabemos llenos de palabras. Nos preguntamos quiénes son esos personajes porque nos importan las personas que parecen esconder. Todo lo contrario del arte teatral, del negocio del Gran Hermano, de las vidas-máscaras.



Jeff Wall (A picture for woman)

viernes, 2 de diciembre de 2011

Comenzar por el tejado

Las casas se deben comenzar por el tejado. Cuando tienes un tejado tienes una casa. Mientras tengas solamente muros habitarás una ruina. Mientras que la(s) izquierda(s) han centrado su atención en las grandes obras del Estado: los servicios públicos, las "instituciones" (hacer muchas leyes, muchas leyes, mucha  "educación" para la ciudadanía), se ha ido instalando una más que sólida cultura popular conservadora o abiertamente de derechas. La resistencia cultural se ha refugiado en territorios menguados, en ámbitos académicos aislados del mundo o en acotados movimientos y redes sociales. Las prácticas sociales y los significados, las imágenes, programas de televisión, juegos de consola o películas más vistas pertenecen a la cultura popular conservadora. Es una cultura que atraviesa las clases, géneros, movimientos sociales o partidos . Se puede instalar con tanta o más fuerza en los barrios obreros y de emigración que en las calles aristocráticas del centro, en las aldeas que en los suburbios residenciales. Se trata de  formas  de mirar y de qué significan las palabras, pero también de las prácticas diarias, de la fiesta y del trabajo; de cómo se relacionan las personas en los momentos de ocio y de trabajo, en los lugares íntimos y en los espacios sociales; de cuál es la densidad de los afectos y de qué cosas indignan y cuáles suscitan y movilizan las emociones  y lazos afectivos comunes. En el horizonte de expectativas que nos rodea, la cultura "occidental" y los fundamentismos religiosos parecen contradecirse pero en realidad se realimentan bajo un mismo techo cultural.
Empezar la casa por el tejado es comenzar a construir sentidos en común. Es cambiar la vida que sostiene las palabras e imágenes. Es resignificar prácticas y hábitos, sensibilidades y afectos comunes. Construir una cultura común bajo la que palabras como "democracia", "libertad", "justicia" articulen formas decentes de existencia.
Empezar la casa por el tejado.
Después todo es más fácil.
Ya lo dice Nicanor Parra:


A los amantes de las bellas letras
hago llegar mis mejores deseos.
Voy a cambiar de nombre a algunas cosas.
Mi posición es ésta:
El poeta no cumple si palabra
si no cambia los nombres de las cosas.
¿Con qué razón el sol
ha de seguir llamándose sol?
¡Pido que se llame Micifuz
El de las botas de cuarenta leguas!

¿Mis zapatos parecen ataúdes?
Sepan que desde hoy en adelante
los zapatos se llaman ataúdes.
Comuníquese, anótese y publíquese
que los zapatos han cambiado de nombre:
desde ahora se llaman ataúdes.

Bueno, la noche es larga.
Todo poeta que se estime a sí mismo
debe tener su propio diccionario.
Y antes de que se me olvide,
al propio dios hay que cambiarle de nombre.
Que cada cual lo llame como quiera:
Es un problema personal

(Disfrutemos todos de su premio Cervantes. Tardaremos en volver a hacerlo)