domingo, 28 de diciembre de 2014

Más allá de la piel





Hay objetos que se integran de tal forma en nuestras acciones que prácticamente se convierten en transparentes e invisibles y sólo su falta o falla los hace presentes. Debemos a Heidegger esta idea, que él consideraba central en nuestra experiencia del mundo, y que recientemente se ha desenvuelto en el debate sobre la mente extendida. Andy Clark y David Chalmers propusieron que ciertos artefactos de los que nos valemos para realizar operaciones mentales, tan habitualmente que parecen incorporarse a nosotros, pueden ser considerados como extensiones reales (con la realidad que son las funciones) de la mente. Ponían como ejemplo la libreta que una persona con alzheimer usa para recordar lo que debe hacer. Se han discutido mucho las condiciones que tendrían que tener las interacciones para ser consideradas parte de la mente pero no me importan aquí los detalles sutiles de esta discusión y sí la idea de apertura de nuestro cuerpo y mente a funciones que se completan más allá de la piel.

En un cierto sentido, toda la vida consiste en la realización de funciones que se completan más allá de la piel. En el caso de los animales, todas las funciones, desde las cognitivas a las biológicas, se realizan en la interacción con un entorno. Se denominan accesibilidades, o affordances a las características de este entorno. Así, el flujo de campo magnético de la Tierra es lo que posibilita la orientación de las aves migratorias, o la dirección de los rayos solares es lo que permite la orientación de las abejas. El cuerpo es siempre un sistema abierto que se completa con la física y química del entorno. Una característica central de la cultura humana es que, además, produce una apertura del entorno natural. Las capacidades de acción y las funciones humanas cambian al cambiar los entornos culturales y sociales. Nuestras funciones fisiológicas, afectivas y cognitivas cambian al modificarse estos nichos culturales, materiales, humanos, en los que habitamos.

En las sociedades más complejas los entornos, a su vez, se diversifican: entornos familiares, entornos educativos, entornos de trabajo, etc. Cada uno de ellos contribuye a modelar nuestros cuerpos y almas. La obra de Bernard Shaw Pigmalión, (1913) que casi todos conocemos a través de su versión cinematográfica My Fair Lady, fue una de las primeras reflexiones sobre las posibilidades y peligros de esta modelación cultural de las identidades. Mucho más épica, La máquina del tiempo (1895) de H.G. Wells conjeturó la posibilidad de que las desigualdades del capitalismo condujesen a una diferenciación radical de los humanos en dos especies. La teoría de los campos sociales del francés Pierre Bourdieu, de los diversos espacios de capital (económico, cultural) y del habitus que define las diferentes formas de acción humana, son nuevas aportaciones a esta idea de la doble apertura del cuerpo y del entorno humanos. Todos y cada uno de los cambios técnicos, culturales, económicos y políticos pueden entenderse como modificaciones de estos entornos abiertos. El sociólogo  Richard Sennett ha dedicado varias obras a las modificaciones de identidad que produce el ascenso del capitalismo,  La corrosión del carácter (1998), La cultura del nuevo capitalismo (2006) y otras varias más. Es uno de los autores imprescindibles para entender la cultura material de nuestra identidad contemporánea.

En  la doble apertura del mundo humano se encuentra un marco metafísico y antropológico para pensar la idea de justicia más profundo que aquél en el que se sitúan la mayoría de las obras de filosofía política, casi todas herederas de una idea humanista y de sociedad demasiado esencialista (en la controversia entre Habermas y Sloterdijk sobre la posibilidad de modificar el "parque zoológico humano" se abrió en parte esta discusión, aunque de manera disparatada, desde mi punto de vista).  El principal punto es el del determinismo que parece implicar la idea de apertura. En muchas discusiones informales de café oigo a mis amigos sostener la inevitabilidad de los cambios técnicos, como si hubiesen leyes históricas que rigiesen las expansiones y contracciones de la cultura. Mucho más peligrosa es la idea de que son las fuerzas del mercado las que deben modelar estos cambios (pues la técnica no sería sino un subproducto de la investigación interesada).

Una de las visiones deterministas que más me subleva, por lo que me afecta por mis orígenes, es la idea de que las culturas y sociedades rurales están destinadas a desaparecer en los agujeros negros de la urbanización sin planificar. Recorro habitualmente los entornos en los que me crié, ahora yermos y abandonados de todo cuidado, con aldeas vacías, con una población envejecida que vive de sus míseras pensiones, esperando la muerte propia y de la cultura que los crió y me enerva que la idea de destino que heredamos de la religión aún siga dominando la política. También por interés propio, me asombra la candidez con la que se repite que las instituciones educativas deben adecuarse a las necesidades del mercado, como si las necesidades del mercado no dependiesen de las instituciones educativas.

En fin, ahora que es el tiempo del solsticio de invierno (en este hemisferio boreal), tiempo de rituales de muerte y renacimiento del sol, es tiempo también de volver a recordar, como Lawrence de Arabia, que el destino no está escrito. Que el mundo no es un libro escrito en una lengua oculta sino, en todo caso, un cuaderno en el que escribimos cada día nuestro relato.

domingo, 21 de diciembre de 2014

Las razones de Ismene



Ismene rehúsa ayudar a Antígona en el prohibido entierro de su hermano Polinices. Ismene tiene sus razones que Antígona no quiere aceptar: hay que continuar viviendo. Es cierto que Creonte es un dictador y también que hay que enfrentarse a él, pero hay otras formas que el enfrentamiento directo que conducirá al sacrificio de la propia vida. Ismene opta por una de las dos alternativas del conocido ejemplo de Sartre: irse con la Resistencia o quedarse a cuidar a la madre. Si Antígona representa históricamente la figura comprometida, Ismene representa lo contrario, la figura de la falta de compromiso. ¿Cómo juzgar a Ismene? ¿Quiénes somos nosotros para juzgarla? ¿Es racional su actitud? Sófocles parece plantearnos estas preguntas que tienen difícil respuesta.

En la mayoría de nuestras acciones no nos planteamos problemas de racionalidad. No tiene mucho sentido hacerlo porque son acciones cotidianas que no presentan dificultades de deliberación. Los filósofos de la acción suelen elegir estas acciones poco conflictivas como ejemplos de acción humana racional. Por un lado le quitan fuerza dramática y emotividad y nos permiten un análisis más frío de los elementos de la agencia humana, pero también, por esta misma razón, el término "racional" pierde mucho de su capacidad iluminadora. Las acciones humanas adquieren sentido en el marco de planes más o menos largos, "planes de vida" podríamos llamarlos, que, a su vez, tienen sentido en el marco de "formas de vida", que, a su vez, se entienden en el marco de contextos históricos y culturales. Una acción, al final, nos remite a un entorno del que no deberíamos prescindir para entender sus razones. Los conflictos de racionalidad nos llevan generalmente a bifurcaciones en nuestra identidad personal o colectiva en el horizonte de situaciones que nos exceden.

En estos amplios escenarios, todo es nebuloso y las acciones no siempre se entienden claramente ni, mucho menos, se justifican racional, moral o políticamente. Por eso volvemos a Sófocles una y otra vez para encontrar iluminación en los rincones oscuros de la acción humana (mi compañera, Rocío Orsi, dedicó su tesis y su primer libro El saber del error. Pensamiento y tragedia en Sófocles a la teoría de la acción de este autor. Sirva esta entrada de lamento por su pérdida). Sófocles nos deja decidir a nosotros. Y no sabemos hacerlo. Por un lado, Ismene parece irse al lado de las mayorías silenciosas que con su silencio permiten la continuidad de las injusticias. Por otro lado, la Ismene de Sófocles no es cobarde pues cuando su hermana es condenada ella pide unirse a ella en el castigo, declarando así su apoyo a la conspiración contra Creonte y tiene sus razones para defender la necesidad de continuar en lo cotidiano. Prefiere la vida al sacrificio. Sófocles no nos da un contexto histórico (su público seguramente captaba bien cuál era la referencia oblicua de la obra, pero a nosotros nos queda oculto, tenemos que referir la obra a nuestros propios marcos de referencia).

Viene esta entrada a cuento de que siempre me he sentido perteneciente a una generación intelectual de ismenes. Estoy leyendo con tanta fruición como distancia El cura y los mandarines de Gregorio Morán, que cuenta la historia de la aristocracia intelectual que constituyó la cultura justificativa de la Transición española y es inevitable preguntarse por las propias responsabilidades en la justificación de un modelo social que actualmente vemos en una irremisible crisis. Una generación que realizó sus estudios universitarios en el tiempo histórico del final del franquismo y que se incorporó a la investigación y docencia universitarias en la Transición. Una parte de esta generación accedió al poder político, otra parte quedó en un camino oscuro de autodestrucción (fueron los tiempos de la droga, que dejó en la cuneta a muchos), otra tercera parte, mayoritaria, se dedicó (nos dedicamos) a la profesión y abandonó sus anteriores actividades de resistencia política organizada, en caso de que las hubieran tenido. A la sombra de los intelectuales de la Transición, se desenvolvió (nos desenvolvimos) una generación sin brillo histórico, en una existencia nada heroica, más o menos funcionarial, que dio origen a la actual universidad con sus luces y sombras.

La pregunta que ha reactivado el libro de Morán ha persistido desde aquellos años en los que uno decidió dedicarse a estudiar y dejar la protesta para ocasiones esporádicas o charlas de café. En cada decisión tienes que aceptar las responsabilidades que adquieres al tomarla. Eso es lo que hace racional las decisiones. Pero las otras alternativas siguen actuando como posibilidades perdidas que te perseguirán el resto de tus días. Las antígonas de mi generación han sido ya olvidadas. Perdidas en los márgenes, a veces objeto de irrisión, se sumieron en la oscuridad en un tiempo de fuertes luces que iluminaban otros senderos más acomodaticios.

Durante años tuvimos que oír muchas veces la pregunta "¿dónde están los intelectuales?", a la que contestábamos en la voz interna: "ya pasó el tiempo de los intelectuales y mandarines. Ahora hay que estudiar y dedicarse lo mejor que se pueda a las tareas por las que uno cobra su salario". No sé si nos convencía mucho la respuesta, como no sé si le convencía a Ismene su réplica a Antígona. ¿Convencen las razones cuando uno toma decisiones en marcos confusos y contradictorios? También en estos días, algunos mandarines y aristócratas intelectuales de la generación anterior han levantado su voz airada contra una universidad que califican de mediocre, de haber abandonado su función de élite cultural que ilumina la senda de la sociedad. Es otra de las interpelaciones con las que tenemos que cargar. También de difícil respuesta. Uno podría decir que la generación anterior deslumbraba sin alumbrar, y que era necesario un tiempo de trabajar más en las aulas y bibliotecas, Pero tampoco sé si convencen mucho las razones de esta respuesta.

Ya sé que no tiene mucha fuerza explicativa el concepto de "generación", que cada cual es cada quién y que hubo de todo, que no tiene sentido meter en el mismo saco comportamientos que en la realidad eran muy diferentes. Y sin embargo, algo hay de común en quienes toman sus decisiones y forman sus planes de vida en el mismo contexto histórico y cultural. Está llegando el tiempo en el que habremos de ser juzgados, en el que una nueva generación se preguntará por los resultados de aquellas decisiones. Una generación de ismenes a la que se preguntará por qué no fuisteis antígonas cuando veíais claramente lo que estaba ocurriendo. Y a lo que será difícil responder o quizá ser convincente en las respuestas,

domingo, 14 de diciembre de 2014

La cultura que nos merecemos



Esta foto de Ana Mendieta como Mujer-Pájaro (ella, uno de los iconos artísticos de la posmodernidad, poeta visual de las identidades fronterizas, autora genial en el arte de la performance que tantas veces dispuso su cuerpo para ser lugar de controversia y confrontación, de dispositivo de atención) aclara, aunque sea por la vía de la interrogación, las paradojas en las que nos sumergimos cuando pensamos en el concepto de política cultural (dejemos a un lado el comentario sardónico sobre el oximorón que resulta de esta mezcla de sustantivo y adjetivo, como la de "ética empresarial", "inteligencia militar" o "racionalidad económica").

Vivimos en un capitalismo cultural y nuestros estados, sostiene Marc Fumaroli, se han constituido en "estados culturales". Estados donde los gestos culturales se han convertido en la manifestación afable  de su poder. Ogros filantrópicos que teatralizan su presencia a través de nuevos espacios y ceremonias que no son sino trasuntos de las que en otro tiempo llenaron nuestros países de catedrales y templos, de avenidas para desfiles y plazas para la exhibición del imperio. Estados culturales que se mueven en la cultura, en el capital cultural con la misma lógica que en el capital económico, como gestores de la desigualdad. En el tiempo del capitalismo cultural, los estados compiten con los demás centros de poder para atraer la atención.

Porque el tiempo de nuestras vidas, el tiempo real, humano, de nuestras vidas, es el tiempo de la atención, cuando nuestros recursos cognitivos y afectivos se movilizan por la sorpresa y la curiosidad, por el placer, por el amor, la amistad y la compasión, por el miedo y la preocupación, por el trabajo y la dedicación cuidadosa, por la indignación y la ira. El tiempo de atención es todo lo que tenemos. Más que el tiempo de nuestro cuerpo sometido a rutinas de trabajo o el tiempo fisiológico del descanso y la alimentación. El control de la atención es la última forma de la dominación y la subordinación. La principal fuente de la injusticia cultural, de la injusticia a través de la cultura.

 La cultura, señalaba David Foster Wallace en su famoso discurso "Esto es agua", es como el agua para los peces. Sería una idiotez preguntarle a un pez "¿cómo está el agua hoy?". Nos contestaría  "¿Qué coño es el agua?" (como comenta con tanto sarcasmo Álvaro Marcos en El Estado Mental). La cultura es el medio humano, el entorno de la segunda naturaleza en la que nos hicimos como especie, como grupo, como sociedad, como personas, como ciudadanos y ciudadanas. La cultura es lo común, lo que nos forma,  transforma nuestras identidades, nos relaciona unos con otros y nos relaciona con el mundo a través de la ordenación de lo visible y lo sensible.

La cultura es así un territorio de distribuciones y redistribuciones no menos importante que las riquezas de bienes y capital económico. Establece una topología de la pertenencia y la exclusión que convierte muchas cosas y gente en hipervisible y en agujeros negros de la atención y a otras muchas en zonas oscuras de la invisibilidad.

La cultura es también una fuerza. Es la fuerza social más poderosa en la transformación del carácter, de la identidad, de las relaciones sociales. Quienes creían que sólo las fuerzas económicas transformaban la sociedad descubrieron que en la edad contemporánea todos los determinismos eran barridos por la fuerza de la cultura. Que en aquellas sociedades donde aparentemente las condiciones económicas hacían irremisible la transformación del capitalismo en socialismo surgían los fascismos más crueles y las derrotas más dolorosas. Que donde nunca cabría imaginar sino barbarie y salvajismo florecían los movimientos y las revoluciones más prometedoras. Que las formas culturales modelaban nuevas formas de economía del consumo y la atención transformando los tiempos tradicionales de ocio y negocio, profanos y sagrados en tiempos de producción constante de plusvalía.

Es la cultura, por su carácter de fuerza social, el territorio más importante de los conflictos y transformaciones contemporáneas. Si es lugar de dominación es también lugar de resistencia. Si es lugar de mentira y desinformación es también lugar de lucidez, investigación, sabiduría, interpretación y explicación, conocimiento. Si es lugar de control es también lugar de insubordinación, resignificación, sarcasmo, parodia y desenmascaramiento. Si es lugar de aislamiento en la soledad de las pantallas, es también lugar de encuentro, relación, articulación, amistad y afiliación, de nuevas lealtades a nuevas identidades.

En la cultura el pasado se hace ruina y se ocultan los huesos bajo la tierra de las cunetas de los caminos de la historia, pero también en la cultura la ruina se hace memoria y se realizan nuevos alzados de la ruina que recogen y preservan los sueños y posibilidades que no fueron y podrían haber sido. Y esta memoria que heredamos de las derrotas interminables de la imaginación y la esperanza se puede volver luz que redistribuya la imaginación y la esperanza. Con el arte, con la ciencia y el pensamiento, con la cultura material y técnica.

Nos merecemos una cultura que distraiga la atención del poder y la oriente a las caras de los otros, la oriente al placer y al conocimiento, que construya tiempos de atención a lo que realmente nos importa.








domingo, 7 de diciembre de 2014

El día que dejé de ser racionalista





Entiéndanme, ser o no ser racionalista no tiene nada que ver con la razón ni con la racionalidad. La razón es básicamente un problema para médicos, psicólogos y psiquiatras. Es una capacidad humana para detectar y responder a razones o con razones. La racionalidad es el ejercicio de la razón en nuestras vidas, y particularmente en la interacción con otros. La razón es más o menos una cuestión de hecho, de cómo están organizados nuestros sistemas perceptivos, cognitivos y afectivos, y cómo se movilizan para formar juicios, decisiones o llevar a cabo acciones. La racionalidad es un término de valor, de alabanza, como cuando decimos, "míralo, a sus casi ochenta años y corre una media maratón sin despeinarse". La racionalidad es un término con el que valoramos el uso de la razón por parte de los otros (la irracionalidad, como la ideología, como el mal aliento, es algo que siempre se dice de los otros).

Ser racional o irracional tiene que ver, pero no mucho, con la razón. "Racional" e "irracional" son  adjetivos, uno de logro, el otro de fracaso, de aplicación difícil. Ser racional depende de circunstancias internas, de cómo se articulan las razones, de cuán lúcido uno sea acerca de sus propios planes, deseos, objetivos y fines, de si uno sufre o no de autoengaño, de la fuerza de voluntad que se tenga para llevar a cabo lo que se decide, de una gestión adecuada de las propias pasiones (del miedo sobre todo). Pero también depende de circunstancias externas, pues a veces el mundo está desorganizado y es difícil ser racional. Las decisiones que uno considera sabias o adecuadas se muestran equivocadas o catastróficas, o simplemente las cosas se han puesto tan duras que no hay solución buena, como cuando tienes que actuar bajo el terror o la amenaza. Hay veces en las que para poder ser racional hay que cambiar el mundo previamente. Mientras tanto hay que capear el temporal sabiéndonos bajo un mal destino (o mala suerte racional, como diría el lúcido filósofo Bernard Williams).

Ser racional a veces exige razonar. Deliberar o razonar no tiene que ver demasiado con aplicar la lógica. Es un ponerse a buscar razones para hacer algo o para saber qué hacer, o simplemente para saber si los fines que nos proponemos son adecuados. Es una investigación en ocasiones en el mundo y en ocasiones en nuestro propio interior. Entraña hacer balance de los hechos, de las normas, de nuestros propios deseos y de nuestros derechos y deberes. Para los técnicos y científicos entraña a veces hacer cálculos y para los filósofos o juristas encontrar argumentos adecuados para convencer o convencerse. Pero no siempre es racional ponerse a deliberar. Puede que razonar sea la peor opción cuando el tiempo apremia y la ocasión o los otros exigen una rápida respuesta. Entonces hay que confiar en las propias disposiciones y en que el carácter y temperamento de uno dé con una salida aceptable. De hecho en la vida cotidiana apenas razonamos, sólo lo hacemos cuando la incertidumbre nos obliga y el tiempo lo permite.

Un racionalista no tiene nada que ver con todo esto.  Es un pensador de gatillo rápido que anda por la vida poniendo etiquetas de "racional" o "irracional" a todo lo que ve. Como si fuera fácil, como si no tuviera consecuencias ni produjese daños colaterales. El racionalista es como el juez de la horca en la pradera, que tarda poco en decidir y es rápido en poner en práctica su juicio. No se toma el tiempo necesario para comprender al otro, ni cree que haya que hacerlo pues le bastan los indicios que observa. No cree que haya que perder horas entrando en el lenguaje o en el silencio del otro, pues ya sabe de antemano que ese lenguaje es ininteligible o que su silencio es la prueba de su irracionalidad.

Un racionalista suele ser una persona "de principios", alguien que considera que ser racional es atenerse a principios, es decir, a normas de aplicación universal e incondicional. A veces son principios lógicos como la consistencia o la refutabilidad, a veces principios prácticos como los imperativos categóricos. Como si la consistencia no fuese tantas veces el resultado de la falta de imaginación, o como si la perseverancia contra las evidencias no nos protegiese otras veces contra la manipulación y desinformación, como si ponerse en el lugar del otro no fuese en muchas ocasiones el modo de imponerle nuestra propia condición y carácter, porque el lugar del otro a veces es un lugar que nadie puede ocupar o que no debe ser ocupado impunemente. Como si los principios nos liberasen de la prudencia.

He leído y conocido a muchos racionalistas, tal vez yo lo fui o creí ser durante algún tiempo. Entre ellos no es difícil encontrar algunos de los casos más claros de autoengaño, debilidad de la voluntad o mala fe. Por ejemplo, Bertrand Russell, quien escribió e hizo muchas cosas meritorias, pero con quien pocos soportarían vivir durante largo tiempo. Fue un caso claro de persona que se pasa la vida juzgándolo todo, a todos y a todas y no tiene demasiado tiempo o ganas de pensar sobre sí. O cuando lo hace es para caer en la autocompasión y el autoengaño (recomiendo muchísimo leer, con paciencia, la larguísima biografía que le dedicó Ray Monk, cuyo primer tomo se titula "The spirit of solitude" y el segundo "The ghost of madness"). O Sarte, de quien nos legó el más cruel de sus retratos Simone de Bouvoir en "La ceremonia del adiós". O Popper, el más orgulloso de los racionalistas, a quien Feyerabend, que le siguió y sufrió unos años dedica ácidas páginas en varios de sus libros, y en particular en su auobiografía "Killing Time". O como Rousseau, de quien merece la pena leer el retrato que hizo de él su compatriota Jean Starobinsky "Jean-Jacques Rousseau, La transparence et l'obstacle".  Son pensadores por los que uno puede sentir admiración por sus trabajos pero de los que no es difícil sentir compasión por los resultados que tuvieron en sus vidas.