domingo, 29 de diciembre de 2013

Nada hay más invisible que un objeto


Sostiene Daniel Miller, el padre contemporáneo de la disciplina "cultura material" que los objetos adquieren más importancia a medida que dejan de ser percibidos. Coincide en ello con toda la corriente que se denomina la "mente extendida" en donde se postula un proceso de "in-corporación" o "en-carnación" de ciertos objetos para hacerlos parte de nuestro modo de existencia. Las gafas serían uno de los ejemplos más rápidos de evocar. Si de algún modo la filosofía consiste (también) en hacer visible lo invisible, la filosofía de la cultura debería ocuparse de traer al foro de la discusión las cosas que por ser invisibles no suelen ser objeto de examen, a pesar de su carácter constitutivo de nuestra forma de vida. A saber: las cosas mismas. "¡Vuelta a las cosas mismas!" se dice en filosofía más o menos cada cien años, pero el caso en que las cosas desaparecen y sólo se habla de ideas.

Suelo insistir mucho en la necesidad de esta vuelta a las cosas, de la vuelta de la mirada hacia la humildad de las cosas, y suelo recibir una sonrisa tan complaciente como distante de mis colegas. Como si pensaran lo mismo que el torero de Ortega cuando se presentó como filósofo: "hay gente pa tó". Así que esta cosa de la filosofía de la técnica, de la filosofía de los artefactos y de la cultura material se ve algo así como una filosofía de los juguetes, que no hace daño ni tiene la menor relevancia. Hay temas muchos más importantes que las cosas: las palabras, la memoria, etc. Y quizá lo que ocurre es que los pocos que vivimos en estos extrarradios no sabemos tampoco hacer visibles las cosas invisibles. He acudido muchas veces a la importancia que tuvo la escritura, como actividad material, en la conformación de la cultura humana, y de su manera de pensar, pero estos ejemplos ya están descontados (como dicen los economistas) y no se consideran dignos de revisión.

Hay varios otros ejemplos de la importancia de la cultura material en la cultura, pero espero que el ejemplo que propongo no suscite demasiadas controversias. Es un ejemplo de cosas invisibles, es decir de cosas de las que no se habla, de las que incluso es de mal tono hablar. A saber: el dinero. ¿Cuántas obras de filosofía se han dedicado a hablar de(l) dinero? Escasísimas y ya poco leídas. Por supuesto, el primer tomo de El Capital de Marx, pero Marx apenas es leído ya como filósofo de la cultura material (casi no es ya leído de hecho). El segundo caso, que querría reivindicar con el mayor entusiasmo es Filosofía del dinero de George Simmel. Es un ensayo largo (de más de seiscientas páginas, en la edición que tengo) donde Simmel hace verdadera filosofía del dinero como objeto.

Ha sido un ensayo apenas leído en filosofía aunque en su tiempo influyó en Max Weber, algo en Walter Benjamin y algo más en Georg Lukács. Quizá se le tenga más estima en sociología y un poco como caso curioso en historia del pensamiento económico. Pero casi nadie lo lee como un ensayo que inaugura la filosofía (y sociología) de la cultura, y aún menos como un ensayo imprescindible en filosofía de la técnica.

Después de Foucault, de Michael de Certeau, de Daniel Miller, estamos en condiciones de leer de otra forma a Simmel. Nos descubre cómo un artefacto como el dinero traza las bases enteras de una forma de cultura en la que vivimos. En la primera parte se dedica a hacer metafísica del artefacto dinero, de cómo se convierte en un medio universal de establecer valores, de cómo es un objeto que es algo más que una forma simbólica, de cómo es una herramienta y cómo son las herramientas, y cómo es un medio que se ha convertido en fin. La segunda parte se dedica a mostrar cómo ha cambiado la cultura humana (el tratamiento que hace de la mujer y el dinero merece ser releído desde el feminismo). Pero sobre todo el cómo la economía monetaria ha constituido la forma de sujeto solitario que termina valorando todo a través del medio-dinero. Es un ejemplo glorioso de mediación artefactual sin la que no se entiende la cultura contemporánea. Mucho más incisivo que El hombre unidimensional de Marcuse. Mucho más materialista.

Simmel nos descubre y desvela por qué los filósofos no hablan de dinero: porque el secreto del dinero es ser el intermedio representacional de toda forma de valor. Nadie quiere ser pillado en un ejercicio de materialismo. Me interesan muchísimo sus observaciones de cómo el dinero hace desaparecer el valor de la forma para convertir todo en materia.  Y me ha recordado la anécdota (que creo haber leído en un viejo libro de Savater) sobre el torero (¿ Antonio Bienvenida?) que se quejaba de que los toreros jóvenes de su tiempo habían abandonado la costumbre de un banquete con copa y puro antes de la corrida, y se dedicaban a filetes a la plancha con ensaladita: "¡Ná, tó materialismo!" Y tenía razón. Pero la filosofía materialista debe comenzar por volver a la cosa misma y a mirar de cara (y no de reojo) al dinero y a cómo recrea las relaciones entre humanos y las relaciones entre humanos y artefactos. Las verdades del barquero son tan claras que están ocultas.



domingo, 22 de diciembre de 2013

La escoba del sistema


Los lectores de David Foster Wallace saben que "La escoba del sistema", título de uno de sus más divertidos libros, es una expresión que usaba su madre para referirse al sistema digestivo, y en particular al aparato excretorio de nuestro organismo (ya sabéis, la escatología de la vida). Es una expresión que me llega una y otra vez al leer a ciertos columnistas de economía de la prensa del país (de este país en el que estoy. Me refiero a este extraño engendro que tantos nombres recibe: "España", "la Península", "el Estado",  "la Nación"). Suelo leer, digo,  a los columnistas ultraliberales de economía porque los prefiero con diferencia a los economistas "críticos", no porque no comparta sus ideas, sino porque me parece que los otros retratan con una fidelidad mayor lo que ocurre en EL SISTEMA (vaya, lo dije).

La escoba del sistema es, claro, sostienen ellos, EL MERCADO. Esta entidad separa los nutrientes de la mierda. La teoría es simple, inteligible, poderosa. Hay que dejar que el ente funcione libremente para que la función se realice adecuadamente. Porque están convencidos de que la distinción entre nutrientes y mierda es también simple, inteligible, poderosa. En un lado están los emprendedores, los creadores productores de riqueza y en el otro los subvencionados, parásitos de EL SISTEMA. Que muchos nutrientes puedan ser venenosos y que muchos parásitos resulten ser simbiontes que benefician a EL SISTEMA son mamandurrias. Tienen una teoría simple, inteligible, poderosa de como está constituido y funciona EL SISTEMA.

Cuando uno los lee no puede evitar cierto sentimiento de inferioridad. Hablan inglés sin otro acento que el de (...)  (póngase aquí la ciudad donde han cursado su MBA (OPUS-financiado)  o donde discurre su trabajo de broker, recomendado por ESA amistad que sólo se consigue en EL COLEGIO adecuado). Poseen la pose, el ademán, el saber estar, hablar y escribir de quienes siempre han mirado el mundo subidos a un taburete (o a sus cuerpos bien cuidados por la biología y por la industria de la producción de cuerpos y mentes excelentes). Cuando uno los lee sabe que está abajo (abajo, abajo, en la zona del resentimiento, en esa oscura cloaca de la historia de donde sólo surge la podredumbre de la teoría, lo abyecto y despreciable que emiten los cuerpos y las mentes abyectas y despreciables).

Pero tienen razón, así funciona EL SISTEMA. Hay que LIBERALIZAR todos los dispositivos para que las funciones se realicen LIBREMENTE. Ellos se han aprendido bien las metáforas biológicas, no les preocupa que la Biología (ciencia, las minúsculas se refieren a la parte de la realidad en la que sucede la vida) tenga una idea diferente de los cuerpos y las especies mucho más matizada. Por ejemplo, que la evolución no sea un campo de competencia de los más fuertes y los más débiles, sino de nichos, poblaciones e interacciones entre nichos y poblaciones, en una compleja red de relaciones de intercambio de materia, energía e información que establece increíblemente contingentes, no-lineales, relaciones de interdependencias. Tampoco saben, ni les preocupa, que un organismo sea una asociación contingente y no lineal de múltiples subsistemas (tejidos, células especializadas y "organismos" "externos", extranjeros, producidos por la contaminación con sustancias externas, como el sistema inmune, el sistema hormonal y el sistema cognitivo y emocional). No les preocupa la historia, no les preocupa la interdependencia espacial. En realidad no les preocupa otra cosa que su metáfora: EL MERCADO. La escoba del sistema.

Que EL MERCADO sea un subsistema producido por múltiples interacciones, que la realidad de LA COMPETENCIA oculte monopolios reales, sobre todo de INFORMACIÓN,  es algo que tampoco les preocupa. De hecho ellos están abonados a los monopolios de información que convierten lo que llaman EL MERCADO en un rastro de trileros. Para enterados: obsérvense los microtiempos de cualquier dinámica de la bolsa para entender por qué EL MERCADO  es como el cielo de los cristianos, una entidad ficticia. Bernanke anuncia "X" (por ejemplo, "ya no vamos a seguir inyectando dinero en EL SISTEMA") y entonces en unos microsegundos se suceden multimovimientos arriba y abajo de las bolsas que culminan en una macrosubida de doscientos puntos. ¿Qué pasó? "ah!, ¿no lo sabes?, entonces no perteneces al club. Te jodes".

Ellos lo saben bien: no es lo mismo la LIBRE COMPETENCIA (que tanto predican) que la COMPETENCIA LIBRE (que tanto temen). El sistema real es un sistema de monopolios de información, la fuerza real de la economía contemporánea, donde reside el poder real, en donde se gestan los monopolios que hacen del mercado una ilusión, que hacen de la política un sistema de negociación de información con valor de cambio que tiene como subproducto que no haya ninguna competencia libre sino pura y simple dirección de beneficios. Lo del mercado como un sistema humano de interdependencias de bienes y servicios les importa un pimiento. Les importa lo mismo el que la gente quiera cambiar y se esfuerce e intente sobrevivir y a veces compita, siempre colabore, y a veces coopere, como la vida misma. Les importa nada. La vida no les importa, aunque se declaren defensores de LA VIDA (marca registrada).

Algún día podríamos hablar de lo compleja que es la increíble capacidad humana para hacer de la colaboración, cooperación y competencia un todo único que establece interdependencias sin las cuales no funciona ninguna de las tres posibilidades. Podríamos hablar de la multidimensionalidad de los incentivos humanos para seguir en la vida, que no son siempre egoístas y siempre son multifacéticos, y siempre se resisten a ser caricaturizados por estereotipos de darwinismos de opereta.

En todo caso, en estos días en los que el sol cambia de sentido, en los que la humanidad del hemisferio norte creó ritos de muerte y resurrección de la vida con la intención de preservarla,  hay que leer a los economistas airados para saber qué es lo que pasa, pero solo para sentir que el pulso de la vida discurre en otras venas. Sus mundos ni siquiera son artificiales, son puros artificios sobre los que se sostiene no el sistema del mundo sino EL SISTEMA. Puro artificio


domingo, 15 de diciembre de 2013

El precio de la distancia


Aunque esta entrada quede excesivamente larga por haberme apropiado del hermoso y sobrecogedor texto del Requiem de Anna Ajmátova, uno de los grandes poemas-testimonio de la edad contemporánea, la cuestión que propongo en el cristal de esta ventana es corta y simple: ¿qué precio se paga al escribir?
La escritura o la vida, el arte o la vida, el pensamiento o la vida. Son tensiones desgarradoras que no pueden ser soslayadas con una fácil respuesta de "ambas cosas". No se pueden tener.

Leemos este conmovedor testimonio de una madre que espera en la cola de una cárcel para ver a su hijo condenado por un régimen mortal y pensamos, "qué conmovedor, qué exactitud en la mirada al abismo", "sin estas palabras todo sería un puro reportaje periodístico". Y Ajmátova era tan consciente que en un prólogo meta-poético nos indica que lo que viene más tarde no son sino palabras que responden a la petición de otra madre: "¿usted puede describir esto?"/ "sí, yo puedo". Pero una madre no dice esas palabras que nos sostienen prendidos en el precipicio de la nada. Una madre no tiene palabras, sólo lágrimas, gritos o silencio. Una madre pide a alguien que si puede cuente lo que ocurre. Ajmátova es una madre. Pero también es poeta y por ello asiente y se distancia y deja de ser madre para servir al lenguaje y hacer de las palabras una herramienta de testimonio y emoción. Para ello ha tenido que suspender su dolor, dejarlo colgado a la puerta y sentarse a una mesa a ensimismarse en el ritmo y la resonancia.

No es difícil sentir el desgarro de Ajmátova diciéndose a sí mismas, "pero, ¿cómo es posible que te olvides de tu dolor para escribir estas palabras que no son tu dolor sino tus palabras?" Y este reproche le persigue, como le persigue al novelista y al filósofo la permanente acusación de escapar de la realidad para refugiarse entre relatos y conceptos.

Por dos veces en esta semana me he tenido que enfrentar a esta pregunta. La primera fue en una mesa redonda, en ese momento en que alguien del público siempre recuerda "¿qué hacemos aquí hablando? ¿qué es lo que tenemos que hacer?". La segunda vez, del lado contrario, intentando defender la prosa de Coetzee (nadie como el tan consciente del extraño lugar de quien escribe) ante quienes veían su novela La infancia de Jesús como un ejercicio absurdo. Pero en realidad me enfrento a ella cada vez que comienzo a escribir y a pensar. Al escribir abandonas la fila ante la cárcel. Ya no eres de ellos, te has convertido en alguien que presta la voz, pero al hacerlo tiene que mirar y mirarse desde fuera. Abandonarás los lazos que te unen, el casi consolador sentimiento común que une a las víctimas para irte a un lugar ambiguo a medio camino entre la compasión y la mirada fría del comisario del lenguaje.

A veces es un precio casi impagable en el que te juegas la vida. Quien crea que se puede decir impunemente "sí, yo puedo" sin pagarlo es que no será capaz de cumplir la promesa que le ha hecho a la vecina en la cola de las víctimas. Creemos que estas palabras surgen de una madre hundida, pero es mentira. De una madre en el barro no salen palabras. De las víctimas no salen palabras. Hay que atreverse a dejar de serlo para emitirlas. Y entonces se pierde por segunda vez el vínculo con el mundo.

Me imagino a la madre de la cola a la semana siguiente de haber leído este poema (en realidad fue escrito cuando Anna pudo: después de todo, al final del duelo. Ni siquiera ella fue capaz de pagar el precio). Se habría conmovido con el poema pero estaría para siempre separada de la poeta, ahora convertida en otra cosa, ya no madre, ya no víctima.

A veces este precio es casi impagable. Cuando miro a quienes están redactando tesis, escribiendo artículos, quizá en medio de una novela, me acuerdo del Requiem de Ajmátova. Me gustaría compadecerles, pero es mejor distanciarse y decir en voz alta lo que pasa.



REQUIEM
No, no bajo un extranjero firmamento
ni bajo el amparo de extranjeras alas –
estuve entonces con mi pueblo,
donde mi pueblo, por desgracia, estaba.

EN LUGAR DE UN PRÓLOGO
En los terribles años del terror de Yezhov hice cola durante siete meses delante de las cárceles de Leningrado. Una vez alguien me “reconoció”. Entonces una mujer que estaba detrás de mí, con los labios azulados, que naturalmente nunca había oído de mi nombre, despertó del entumecimiento que era habitual en todas nosotras y me susurró al oído (allí hablábamos todas en voz baja):
-¿Y usted puede describir esto?
Y yo dije:
-Puedo.
Entonces algo como una sonrisa resbaló en aquello que una vez había sido su rostro.
DEDICATORIA
Las montañas se doblan ante tamaña pena
y el gigantesco río queda inerte.
Pero fuertes cerrojos tiene la condena,
detrás de ellos sólo “mazmorras de la trena”
y una melancolía que es la muerte.
Para quién sopla la brisa ligera,
para quién es el deleite del ocaso –
Nosotras no sabemos, las mismas por doquiera,
sólo oímos el odioso chirriar de llaves carceleras
y del soldado el pesado paso.
Nos levantamos como para la misa de madrugada,
caminábamos por la ciudad incierta,
para encontrar una a la otra, muerta, inanimada,
bajo el sol o la niebla del Neva más cerrada,
más la esperanza a lo lejos canta cierta…
La sentencia… y las lágrimas brotan de repente,
ya de todo separada,
como arrancan la vida al corazón, dolorosamente,
como si hacia atrás la derribaran brutalmente,
pero marcha… vacila… aislada…
¿Dónde están ahora aquellas compañeras del azar,
de mis años de infierno desnudo?
¿En la borrasca siberiana cuál es su soñar,
qué imaginan en el círculo lunar?
A vosotras os envío mi adiós y mi saludo.
INTRODUCCIÓN
Esto fue cuando el que muerto estaba
sólo sonreía, de su paz alegrado.
E inútil, colgante, columpiaba
junto a sus prisiones Leningrado.
Y cuando de tormento enloquecido
el condenado al regimiento marchaba,
y una corta cantinela de despido
el silbido de los trenes cantaba.
Las estrellas de la muerte constantes,
Rusia inocente de dolores repleta
debajo de aquellas botas sangrantes
y las ruedas de las negras furgonetas.
1
Al alba te llevaron,
como a un entierro tras de ti mi salida,
en la oscura alcoba los niños lloraron,
ante el santo quedaba la vela derretida.
En tus labios el frío de un ícono.
Sudor de muerte en la frente no olvido.
Como las mujeres de Streliezki pregono
bajo las torres del Kremlin mi alarido.
2
El Don apacible, apacible pasa,
entra la luna amarilla en la casa.
Entra, sesgada su gorrilla,
una sombra ve la luna amarilla.
Esta mujer, su enfermedad,
esta mujer es – soledad.
El marido en la tumba, el hijo en prisión,
rezad por mí una oración.
3
No, no soy yo, es otra la que sufre.
Yo no podría. Que ensombren
lo ocurrido negros velos
y retiren los faroles…
Noche.
4
Si te hubieran dicho, bromeadora,
la preferida de todos los amigos,
de Tsarkoie Selo alegre pecadora,
lo que sucedería en la vida contigo.
Cómo las trescientas, con tus presentes,
ante “Las Cruces” en fila esperas
y cómo con tus lágrimas ardientes
del año nuevo el hielo derritieras.
Cómo de la prisión el álamo se mece
y no se oye nada – pero cuánta
vida inocente allí fenece…
5
Diecisiete meses grito,
a la casa te reclamo,
al verdugo ayer suplico,
por ti mi hijo y mi espanto.
Todo se enreda sin nombre
ya no sé diferenciar
quien es la bestia o el hombre,
si la ejecución he de esperar.
Sólo flores polvorientas,
incensario, tintineo, huellas
a cualquier y a ninguna parte.
A los ojos me mira lanzada
y de pronto desastre me amenaza
una estrella gigante.
6
Las semanas en un vuelo acaban,
de lo ocurrido no sé dar razón.
Cómo, hijo mío, en la prisión
las noches blancas te miraban
cómo ellas vuelven a verte
con ojo ardiente de azor,
de tu alta cruz en redor
hablan – y sobre la muerte.
7
Cayó la palabra petrificada
en mi pecho vivo todavía.
No importa, de hecho estaba preparada,
fuera como fuere, lo superaría.
No es hoy para mí día de calma:
necesito acabar con la memoria,
necesito petrificar el alma,
necesito recomenzar mi historia –
si no… el caliente susurro del verano,
tal fiesta viene a mi ventana abierta.
Lo había presentido ha ya lontano –
un día radiante y la casa desierta.
8
A LA MUERTE
¿Por qué no pues ahora – tú que seguro llegas?
Te espero – muchas son mis desgracias.
Ya apagué la luz y abrí la puerta,
a ti, cosa simple y extraña.
Toma para ello no importa qué aspecto.
Irrumpe tal proyectil envenenado,
o furtiva y con pesa, tal bandido experto
o con vapores de tifus impregnados.
O con un cuento por ti misma inventado
y al que ya hasta la náusea conocemos –
para que yo vea de la gorra azul el plato
y la palidez de miedo del casero.
A mí ya nada me importa. El Yenisei va removido.
Reluce la estrella polar
y el azul brillo de los ojos querido
el último tormento cubrirá.
9
Ya el aleteo del delirio
a medias cubre el alma,
y a beber da ardiente vino
y a oscuro valle llama.
Y comprendí a lo que yo
debo otorgar la victoria,
escuchando a mi interior
como si extraño fuera ahora.
Y en absoluto me permite
que algo mío conmigo lleve
(por mucho que le suplique
y por mucho que le ruegue):
ni los ojos del hijo espantados
- pétreo sufrimiento –
ni el día aquel atormentado,
ni en la prisión la hora del encuentro,
ni el frescor de la querida mano,
ni la sombra estremecida de los tilos,
ni el ligero sonido lejano –
palabras de consuelos últimos.
10
CRUCIFIXIÓN
No llores por mí, Madre,
si en la tumba yazco.

1
El coro de ángeles alabó la gran hora,
y los cielos se abrieron en fuego y resplandores.
“¡Por qué me has abandonado!”, al padre implora,
y a la Madre – “Ay, por mí no llores”.
2
Magdalena se conmovía y lloraba,
el discípulo amado de piedra era,
y allí, donde en silencio estaba
la madre, nadie mirar osó siquiera.
EPÍLOGO
1
Vi cómo los rostros se ajan fácilmente,
cómo bajo los párpados el miedo brilla,
cómo – escritura acuñada – duramente
el sufrimiento se inscribe en las mejillas,
cómo rizos negros y rubiocenizos
de pronto de plata tiene su color,
la sonrisa se marchita en los labios sumisos
y en la risita seca se estremece el pavor.
Para mí misma sólo no reza mi voz,
sino por las que allí vieron mis ojos,
en el tórrido julio y en el frío feroz,
juntas conmigo bajo el ciego muro rojo.
2
De nuevo se acerca del recuerdo la hora.
A vosotras os veo, os oigo, os siento ahora:
a ti, que llegar a la ventana apenas pudiste
a ti, que no pisaste la tierra en que naciste,
a ti, que, sacudiendo la hermosa cabellera,
dijiste: “Vengo aquí como si a casa fuera”.
A todas por sus nombres quisiera evocar,
la lista me arrancaron y ahora dónde buscar.
He aquí una gran manta para ellas tejida
de pobres palabras de ellas oídas.
De ellas me acuerdo siempre y por doquier,
ni en las nuevas desgracias las olvidaré,
y si me amordazan la boca de tormento atrita,
por la que un pueblo de cien millones grita,
que sea posible que ellas en su pensar me eleven
en la víspera del día que a la tierra me lleven.
Y si en este país en un cierto momento
tienen la idea de hacerme un monumento,
acepto que este homenaje me advoquen,
pero sólo a condición – que lo coloquen
no junto al mar donde vine a nacer:
los últimos lazos con el mar desgarré,
ni en el parque junto al tronco venerable,
donde me busca la sombra inconsolable,
sino aquí ante las puertas donde estuvieron
mis pies trescientas horas y no me abrieron.
Porque temo en la muerte de dicha consueta,
olvidar el tronar de las negras furgonetas,
olvidar la odiosa puerta de golpe cerrada,
y el grito de la anciana como bestia lanceada.
Y ojalá en los pétreos párpados sin vida
como lágrimas corra la nieve fundida,
y la paloma de la cárcel arrulle en tierra nueva,
y en silencio naveguen las naves por el Neva.
(De Réquiem y otros poemas, traducción de José Luis Reina Palazón, 1998, publicado por Grijalbo Mondadori en la hermosa colección Mitos Poesía)

domingo, 8 de diciembre de 2013

Identidades, cultura y resistencia




La cultura y la sociedad son dos caras del modo en que los humanos organizan su existencia. Nacieron juntas, se entreveran e interconstituyen, pero no deben confundirse. No son lo mismo, tienen ritmos propios y extensiones independientes. Podemos encontrar culturas varias en una misma sociedad así como una misma cultura puede manifestarse en sociedades distintas. Sociólogos y antropólogos nos ayudan a entender estas derivas, aunque a veces pretendan invadir imperialmente el territorio teórico ajeno.

Más grave es la visión sesgada de los filósofos políticos, sociales y del derecho, que parecen olvidar en sus propuestas el lugar y el papel de la cultura en la historia. No es inusual, incluso, que al oír hablar de cultura levanten la nariz, como si los estudios culturales fuesen cosa de mariquitas, feministas rabiosas y negratas. La cultura, la alta cultura, es otra cosa, piensan, son los clásicos, que esta gente pone perdida con sus lecturas resentidas. Pero lo cierto es que la cultura es lo ordinario, lo que tenemos en común, decía Raymond Williams, lo que permite y ocasionalmente impide ciertas formas sociales de dominación.

La sociedad está hecha básicamente (no solo) de relaciones de poder y de distribuciones de poder, que se establecen mediante "incentivos" negativos y positivos (coacciones, instituciones, normas). Bien es cierto que las formas de poder son muy variadas: está el capital económico, el social, el cultural, el simbólico. Cada una de estas formas permite a los grupos situarse en zonas diferentes del espacio social, así como generar campos de poder diferentes (algunas de estas formas y campos de poder provienen de la cultura, de ahí la complejidad de las relaciones entre sociedad y cultura). En la sociedad están las clases, las divisiones hechas de barreras y obstáculos a la redistribución del poder, y la discriminación y marginación de géneros, grupos, pueblos y etnias.

La cultura funciona de otra manera. Está constituida por la cultura material, hecha de artefactos, habilidades técnicas y usos; por la cultura epistémica, conformada por las varias formas de conocimiento: científico, técnico, cotidiano; por la cultura simbólica, armada sobre los rituales, los símbolos, y en la que se mueven las religiones y sus sucesoras, las artes, compuesta, sobre todo por formas de sensibilidad.

Si en la sociedad encontramos clases, en la cultura encontramos identidades, que son el resultado y producto de estrategias culturales para cambiar la situación de los colectivos en las sociedades. Son estrategias narrativas, emocionales, cognitivas, que tratan de hacer visibles las relaciones sociales de poder, muchas veces apantalladas por efectos culturales, de mover las conciencias y crear lazos de pertenencia, de identificación entre iguales. Hasta el siglo XX el poder de la cultura había sido ignorado, así como los diferentes ritmos que sigue con respecto a la sociedad. Gramsci fue uno de los pocos teóricos (y sobre todo activistas) que repararon en ello. Otros vieron esta diferencia como una tragedia poco soluble, entre la situación objetiva de pertenencia a una clase y la subjetiva de identificarse con ella.

Lo cierto es que la actividad cultural hace visibles formas de opresión, exclusión  y discriminación social que no corresponden únicamente a las desigualdades económicas, que son escondidas también por pantallas culturales que producen ceguera a otras formas de desigualdad. Pero también genera formas de poder que transforman la sociedad (por eso, de nuevo, la complicación de las relaciones entre cultura y sociedad). Y por ello en el tiempo contemporáneo han surgido identidades diversas, enrevesadas, a veces en tensión, a veces en colaboración. Por eso, en un mundo progresivamente globalizado por las mismas relaciones de poder, curiosamente se alza la fuerza de las identidades como una de las más poderosas fuerzas históricas.

Pensar que se se puede transformar la sociedad sin cambiar la cultura es estar ciego a cómo interactúan las dos facetas. También lo contrario es cierto: pensar que los cambios culturales son autosuficientes es otra forma de ceguera práctica. El caso, sin embargo, es que conocemos mucho mejor los mecanismos sociales que los sutiles mecanismos culturales donde se generan las justificaciones y legitimaciones de lo que existe (por ejemplo mediante la naturalización de las desigualdades que son producto de la acción humana). Se equivocan también, y a veces mucho más peligrosamente, quienes creen que distribuyendo solo la riqueza se acaban las discriminaciones y exclusiones. Necesitamos hacer visibles las estrategias de génesis de las identidades. Sin conocerlas no sabremos desvelar por qué algunas estrategias generan identidades violentas, ni podremos transformar los mecanismos del odio y del miedo en formas de pertenencia y lealtad liberadoras. Necesitamos  también el activismo cultural: generar nuevos espacios, nuevas propuestas de cultura material, operaciones que susciten dudas sobre nuestras cegueras epistémicas, transformaciones de los rituales de identificación, nuevos modelos de estéticas desobedientes y distribuidoras.

No solo, pero también.
¿Quién es este "nosotros" del "necesitamos"? No se me ocurre una respuesta rápida. Abre los ojos y piensa con quién te estás identificando, y harás visibles las formas en las que la cultura configura tu identidad.



sábado, 30 de noviembre de 2013

El tiempo en deuda




Preparo para mi curso y para una mesa redonda en El Comercial algunas reflexiones sobre identidades precarias y, buscando materiales, me encuentro con esta magnífica entrada de Jorge Moruno en Público sobre la condición de precariedad. Es al mismo tiempo sencillo y difícil hablar sobre el estado de precariedad como forma de identidad contemporánea. Es sencillo porque la experiencia es inmediata, interna, familiar: becarios, deliverys, call centers, encuestadores, emprecarios, emprendeudores; términos que nos remiten a una población que ya no está "proletarizada" sino directamente expulsada de la condición de ciudadanía. La sociedad de los dos tercios (dos tercios más o menos seguros, un tercio a la intemperie) ha mutado y se ha invertido (un tercio en la seguridad, dos tercios a la intemperie). Es fácil de pensar (no de vivir): solamente hay que estar y ser. Es difícil, sin embargo. Es difícil narrar lo que aún es inenarrable, la condición de precariedad. La precariedad es por sí misma autosocavante, impide hablar sobre ella porque el mismo lenguaje se hace precario y frágil para describir la experiencia de exclusión.

Descubrirse una mañana en precario es lo que le ha ocurrido a la sociedad en la que vivimos. Todo comenzó hace dos décadas como insinuaciones coyunturales, que a veces tenían cierta gracia, como la cosa de que las nuevas tecnologías permitían otra manera de estar en los mercados de trabajo y los mercados sociales. A finales de la década de los noventa Boltansky y Chiapello denunciaron que se trataba de un nuevo espíritu o una nueva forma de capitalismo, basada en la trampa de la flexibilidad y la creatividad como lazo de poder. Todavía durante un tiempo se pensó que aquello de los trabajos en precario era una respuesta a ciertas coyunturas económicas. Aprendimos un poco más tarde que lo que llamaban crisis no lo era. No era un tiempo corto sino tiempo largo, nueva estructura de orden social, económico, cultural.

Durante un tiempo, unos años, algunas capas sociales, sobre todo algunas generaciones tardías, semijubilados, herederos de imaginarios de tiempos de progreso, cambio y luz, creyeron que eran tormentas pasajeras (recuerdo algún imbécil gobernante de hace años que se negaba a usar la palabra "crisis", como si tuviera mal fario. La desgracia es que tenía razón. No era una crisis, era una reestructuración del mundo). Todavía, sobre los restos de un mundo que desaparece, un par de generaciones se aferraron (como hacían muchos judíos en los comienzos del Holocausto) a la esperanza de que no se atreverían, de que aquello era pasajero, de que estaban suficientemente protegidos y que no llegarían a tanto (los mayores nos hacemos viejos (de espíritu), ciegos, egoístas, miedosos). Mirando atrás, con la perspectiva de veinte años, que en la sociedad contemporánea son casi una era geológica, podemos saber ya que los senderos de la historia han tomado curvas no previstas, nuevas direcciones que no habían sido descritas en los relatos de origen de nuestra modernidad.

Aunque es fácil y difícil hablar sobre este nuevo existenciario que llamamos "precariedad", me atrevo a proponer una definición: precariedad es la expropiación del futuro.

Hubo fases del capitalismo (ligadas al contrato de trabajo), donde te expropiaban tu tiempo presente, los movimientos de tu cuerpo, para rendimiento del capital (se llamaba productividad). Desde el taller al fordismo (normalización del gesto productivo), el control de los tiempos presentes se convirtió en fuente de riqueza. No fue suficiente. En tiempos posteriores se expropió el tiempo de descanso. Se llamó la sociedad de consumo: producir mientras se (aparentemente) descansaba. Producir en el juego, en el turismo, en el deporte, en la jubilación anticipada llena de aventuras.

Por fin llegó la expropiación del tiempo futuro: la vida de la humanidad como hipoteca. Gastarse los recursos de generaciones futuras, gastarse el tiempo de atención, gastarse los imaginarios, gastarse los proyectos personales, gastarse las vocaciones, gastarse los hijos, los nietos, los afectos largos, el resentimiento y la esperanza. Gastarse el futuro porque el tiempo futuro era rentable.



domingo, 24 de noviembre de 2013

Últimos días en Babel




Acabo entusiasmado en el aeropuerto Eldorado de Bogotá, de vuelta a Madrid, La construcción de La Torre de Babel de Juan Benet y escribo a vuelapluma estas notas de urgencia mientras espero la llamada al abordaje. Encuentro en ella ciertas respuestas a la constelación de preguntas que me suscita el tema de la agencia colectiva, y en particular la agencia que se propone grandes transformaciones en la historia. Me preocupa la recursiva y paradójica experiencia de haber sido capaces de comenzar a caminar juntos para, a continuación, ser incapaces de dar dos pasos adelante sin retroceder otros tantos. 

En esta pequeña obra JB da un quiebro a la historia bíblica (como haría en varias otras ocasiones) para hablar sin decirlo de asuntos más contemporáneos. Trata aquí de responder a las preguntas que suscita la historia del Génesis. ¿Por qué se proponen construir una torre que llegue hasta el cielo? ¿Por qué se irrita Dios con el proyecto? ¿Por qué fracasa el proyecto y queda abandonado? El librito comienza con un comentario a una de las versiones de La construcción de La Torre de Babel de Brueghel, en donde despieza el cuadro con la mirada de un ingeniero. El pintor ha elegido, según JB, un momento particular de la obra, cuando la autoridad va a inspeccionarla sin notar aún la decadencia próxima y definitiva del proyecto. La mirada del ingeniero nos hace ver con precisión la ruina que se avecina y que el genio del pintor ha documentado con detalle. ¿Por qué esta ruina?, nos pregunta el autor. El mito no es explícito más allá de las dos razones del enfado del dios y del castigo de la disolución del lenguaje original.

Ninguna de las dos, ni aún la suma, son consideradas suficientes para disolver un trabajo que se encuentra en tan avanzado estado. La habilidad que han demostrado hasta ahora los técnicos y trabajadores no tendría que verse afectada, sostiene JB, por la confusión de lenguas. No es difícil encontrar obras que han sido realizadas por cuadrillas de múltiples orígenes y hablas. El problema debe haber radicado más arriba, en el plan, en la organización del trabajo, en defectos del proyecto. Observado con el mimo que JB tiene por los detalles, aparece una progresiva dejadez, un irreversible abandono, una manifiesta incoherencia en la fábrica y en la armonía de la construcción. 

Si JB tiene razón, no se explica entonces la ira divina, que debería haber notado que el proyecto iba a fenecer por su propio desenvolvimiento dañado. ¿Por qué estaba el dios en ese estado de furia que le lleva a destruir lo que había sido una de las características más perfectas de su obra creadora, la unidad de origen y lengua de la raza humana? El mito parece indicar que el deseo de llegar hasta el cielo es lo que habría suscitado quizá el miedo y luego la venganza. Pero es obvio que ni siquiera el relato primitivo podría haber creído que una torre puede llegar hasta el cielo. JB nos sugiere otra respuesta. Habría sido, por el contrario, el deseo de aquel pueblo de traer el cielo a la tierra lo que habría sido considerado como intención blasfema. El dios vengador no permite utopías y la Torre era sin duda una utopía manifiesta en una sociedad que se organizaba en armonía para llevar a cabo una transformación del mundo tan audaz como bella.

El mito de Babel, nos sugiere JB, son en realidad tres mitos: el mito de un lenguaje único originario, el mito de un proyecto técnico extraordinario y, en tercer lugar, el mito de la cólera de un dios que decide una segunda expulsión del paraíso y el castigo de la diversidad a causa de haber buscado la utopía. Los tres mitos son independientes, afirma JB, y tienen diferentes orígenes.


Pero el pintor ya sabe mucho sobre cómo ha discurrido la historia posterior y ha decidido hacer su propia interpretación del mito. Las utopías no fracasan por la diversidad de razas, culturas, géneros o lenguas. Ni siquiera fracasan por la cólera de un dios (mucho menos por la ira de los tienen menos poder). Las utopías fracasan por falta de organización, de coherencia, de voluntad de unidad y armonía. No necesitamos dioses para explicar la estupidez humana. 

domingo, 17 de noviembre de 2013

Las emociones correctas


Mi comentario de la semana pasada sobre el resentimiento me ha hecho ganar algún comentario sobre la contraposición del resentimiento al deseo y la necesidad de justicia.  No diré que no tenga merecido el reproche y que tendría que haber dejado mucho más claro que la senda del resentimiento debe dejar paso a la búsqueda colectiva de justicia. Es cierto, tendría que haberlo hecho, pero hubiera necesitado matizar mucho más de lo que permite el tamaño natural de una entrada. Porque no tengo tan clara la confrontación que subyace a estos reproches: "resentimiento" frente a "deseo de justicia". 

En primer lugar, tengo que confesar mi admiración por las víctimas que son capaces de no sentir resentimiento. Oía hace unos días una declaración del poeta Marcos Ana, el preso político que estuvo más tiempo en las cárceles de Franco que no veía útil el rencor y sí la búsqueda de la justicia. Y no hace mucho tampoco que me estremecía ante la actitud de no resentimiento que mostraba una persona cercana que había sufrido una cruel situación como víctima durante un largo tiempo. Pero esta admiración se refiere a la capacidad de distancia de sí y reflexión que alcanzan algunas personas en situaciones horribles, no a mi consideración sobre el papel cultural e histórico del resentimiento. 

Mi tesis era doble: la primera, sobre la funcionalidad primitiva de ciertas emociones, la segunda, sobre la posibilidad y necesidad de transformarlas en formas culturales creativas. Los dos aspectos van juntos y deben ser evaluados juntos.

El resentimiento es una reacción afectiva y cognitiva a la vez. Aristóteles lo definía como el sentimiento que nos subleva cuando hemos sido objeto de un daño que no merecemos. Y así es. Se trata de una reacción que, sin llegar a formar un juicio justificado y reflexivo, observa algo que le ocurre a uno como "no merecido". Aparece entonces un sentimiento negativo frente a quien o quienes se considera responsables de ese daño. El sentimiento negativo permanece por mucho tiempo, se establece como un lazo fuerte y a la vez negativo. Un poderoso lazo social que no ata, sino todo lo contrario, desteje la pertenencia al mismo grupo, comunidad o sociedad. Permanece, al menos, hasta que la persona dañada se considera reparada y no por un tercer agente, sino por el responsable mismo. 

Hay un aspecto en el resentimiento que tiene ver lejanamente con la justicia, pero muy lejanamente: la percepción del daño. La justicia es algo muy diferente. Hay distintas formas de pensar la justicia, pero en todo caso es un estado producto de una elaboración pública muy compleja que a la vez que busca reparar a las víctimas debe tener en cuenta la necesidad de retejer los lazos sociales y de establecer normas para que no vuelva a suceder lo que ha ocurrido. El concepto retribucionista de justicia (el que nos enseña continuamente Hollywood) es una tremenda equivocación. 

Sobre esta distinción se apoya mi consideración contra la idea de oponer resentimiento y justicia. El resentimiento es una reacción que protege la identidad de la víctima, la justicia, una redistribución de responsabilidades que protege a la sociedad al mismo tiempo que repara el daño en lo posible. No se pueden oponer porque se mueven en trayectorias diferentes. La dinámica de la víctima que siente resentimiento es diferente de la dinámica social que trata de producir la justicia. Admito que el resentimiento no es buen consejero en la reflexión y sin embargo veo con horror la perspectiva de una humanidad en la que hubiese desaparecido la capacidad de rencor y resentimiento (alguna obra de ciencia ficción lo habrá tratado, me imagino).

El resentimiento es la emoción más importante que impide la destrucción de los lazos de pertenencia de la víctima a su comunidad. El cuasi-juicio que implica el "no me merezco esto" supone un logro de nuestra capacidad de perseverar. Implica a la vez reconocer los lazos sociales y sin embargo reclamar el puesto personal en el mundo. Sin resentimiento no habría historia ni Historia, sino olvido continuo, una eterna clausura que nos haría vivir en un continuo presente que disolvería cualquier reclamación de un lugar en el mundo.

El resentimiento puede estar justificado o no. Es cierto. Muchos resentimientos que sufrimos son erróneos, se basan en una percepción incorrecta de lo que ha ocurrido. Por eso necesitamos una elaboración pública, necesitamos comisiones de verdad y necesitamos que la epistemología se inserte en el corazón de las sociedades. 

Y el resentimiento necesita también ser sublimado para no destruir a la víctima convertida en un inacabable recordatorio de su daño. La sublimación es el proceso creativo por el que un sentimiento se convierte en obra. A veces poética, narrativa, a veces reflexiva. La sublimación cultural del resentimiento es la fuente más importante de obras sublimes. No podrían haber sido producidas obras como Las Meninas sin el resentimiento de Velázquez por no haber sido reconocido su valor como pintor. 

El camino de la sublimación y el de la justicia son dos caminos paralelos. En ambos casos la víctima tendrá que ser transformada por el entorno social y por su propia dinámica creativa. Los dos son necesarios. Pero es un error creer que las emociones negativas han de ser suprimidas, que son algo así como un pecado que comete la víctima. Las emociones negativas han producido las transformaciones sociales sociales más positivas de la historia. Son la forma en las que se manifiesta la voluntad de ser. Inhibirlas es un ejercicio de moralina hipócrita, una llamada al conformismo bajo la máscara de la buena voluntad. 

domingo, 10 de noviembre de 2013

La escuela del resentimiento


Hay ocasiones en las que una frase, una cierta acción que observamos, una imagen, levantan la dormida pasión del resentimiento que va más allá de la pura indignación, y aún si no tiene la fuerza e intensidad de la ira, esta conmoción de los estratos afectivos nos sitúa en un estado de desasosiego que no se resuelve en el razonable intervalo en el que lo hacen otras emociones de contenido moral. 

Me ocurre también que llevo pensando hace tiempo en escribir algo sobre la impertinente calificación que el crítico literario Harold Bloom dedica aquí y allá a la corriente de crítica literaria feminista y postcolonial que fue abriéndose paso en los departamentos de literatura americanos en los años ochenta del siglo pasado. Adjetiva a toda esta manera de leer la "escuela del resentimiento". Sostiene Harold Bloom que estas perspectivas son sesgadas y nos impiden apreciar las enseñanzas profundamente humanas de los grandes escritores (Shakespeare entre todos ellos). La escuela del resentimiento deformaría según él la historia de la literatura y sería en buena medida culpable del creciente desprecio hacia las humanidades en la cultura contemporánea. 

La opinión de Bloom está lejos de ser minoritaria como puede apreciar cualquiera que se mueva por estos círculos. Diría que, al contrario, es la posición oficial de los críticos que triunfan en los cuadernos de arte de los grandes periódicos y de quienes obtienen los sillones de las academias. Ciertamente cabría responder al modo de un crítico de la otra orilla que "la ideología como el mal aliento es algo que siempre se achaca al otro". Es un argumento falaz, de la familia del tu quoque, pero no por ello deja de ser ilustrativo aunque no sea convincente. Las frases y juicios de Harold Bloom sin matices, irritados, hirientes, con un presunto sarcasmo, dejan entrever un profundo resentimiento que no es menor que aquél que achacan al adversario. Cito a Bloom porque está muy lejos y no deseo recordar la lista de sus discípulos que llena los blogs y páginas de opinión de los dos o tres periódicos de referencia de estas tierras. Pero no me interesa ahora definir ni defender una posición contraria. Tampoco querría detenerme en los puntos ciegos e ignorancias metaepistémicas que deja entrever. Solo quiero poner de manifiesto la importancia cultural del resentimiento. Y de paso quejarme de su mala prensa y del poco análisis que se hace de él (exceptúo a Javier Moscoso, quien trabaja en un proyecto sobre el tema y cuyos resultados espero con el mayor interés).

No puedo ocuparme aquí de los matices, formas, espacios, tiempos o situaciones en las que se manifiesta el resentimiento. Me importa subrayar la simetría que hay entre resentimiento y confianza. Ambos sentimientos están profundamente ligados a la identidad. De hecho son especulares. El resentimiento es el espejo oscuro de la confianza. Al igual que aquélla, se da en un modo básico que recuerda a la "confianza en el mundo" que nos hace apreciar la vida y nos permite luego desarrollar lazos afectivos de confianza con personas e instituciones. El resentimiento de fondo es la forma en la que se manifiesta la lucha por la identidad. Es ciego, no está dirigido a objetos o personas en concretos. Puede darse en tanto que pertenecemos a etnias, generaciones, géneros, culturas, pero tiene un origen más profundo en la reivindicación de querer ser. Luego está el resentimiento que configura cualquier identidad que se haya ido formando en la resistencia. Aquí aparece como un sentimiento cargado de contenido, de reclamos y de listas de deudas pendientes. 

Sin resentimiento no hay ni cultura ni identidad. Cuando falla la confianza en el mundo solo queda el resentimiento. Pero no es una pasión que deba ser reprimida sino, como la confianza, transfigurada en formas culturales superiores. La moral, sostiene Nietzsche, nace cuando el resentimiento se hace creativo. Y tiene razón. En sus formas elementales, salvajes, poco cultivadas, se manifiesta como paranoias varias, como insoportable forma de ser, como pathos de venganza. En sus formas culturales superiores es, sin más, la filosofía. 

Ha despertado mi resentimiento una foto descubierta por alguien y que rápidamente nos hemos ido pasando los amigos salmantinos y que nos transpora a los fusilamientos de republicanos en las vallas del cementerio de mi ciudad de origen en los primeros días de julio del 36. La ira que uno siente (es una de las poquísimas evidencias gráficas que se preservan) me ha hecho pensar en la forma de resentimiento en la que varias generaciones hemos crecido sin las que no puede entenderse nuestra cultura contemporánea. No me arrepiento. No lo veo negativo. No creo en el perdón como solución de estos sentimientos de fondo. Pero sí estoy convencido que lo terrible puede ser recreado en formas de meta-lucidez que sentimientos como la confianza nunca pueden despertar. Cuando miramos de frente a estas imágenes nuestra lejanía y cercanía con ellas se desdobla y se manifiesta como sentido de la historia, como reclamo de identidad, de memoria y olvido, que no puede resolver esa otra forma de resentimiento creador que llamamos moralina. El resentimiento es una escuela en la que aprendemos a ser. 



lunes, 4 de noviembre de 2013

El dominio de la voluntad


Ascender por la montaña es una actividad que te permite pensar filosóficamente entre resuello y resuello con más claridad que la cómoda silla de tu habitación. Nietzsche dividía a los pensadores entre quienes lo hacen con la cabeza y quienes lo hacen con el culo. Se refería a la posición de pensar. Y, sí, Nietzsche tiene razón. En realidad es difícil no pensar en Nietzsche y nietzscheanamente cuando se sube por un sendero de montaña. Pues te ves a ti mismo pensando en tus fuerzas, mirando arriba para ver lo que queda, dudando de tus fuerzas, sintiendo la tentación de parar y decir: "bueno, hasta aquí hemos llegado". Y entonces reflexionas un poco sobre qué estas haciendo en estos momentos y te das cuenta de que está fallando tu voluntad. Te habías propuesto alcanzar la cumbre y te consuelas con haber llegado a la fuente que te refresca y te ofrece una disculpa ante ti mismo. Te falla la voluntad pero no sabes muy bien de qué estás hablando. Como si tuvieses algún mecanismo averiado, o quizá como si te faltase agua o azúcar en la sangre.

En el Barroco jesuítico la voluntad fue la facultad más visitada por los filósofos y predicadores. Se estaba gestando una cultura del control de las pasiones bajas en favor de las pasiones altas. Para ello se proponían ejercicios de dominio de la voluntad: la austeridad, la contención, la negación de sí. Tiene cierta gracia ahora compartir mesa con alguien del Opus (es corriente en congresos y conferencias) y observar cómo se abstiene frente al vaso de vino, intacto y puro al llegar a los postres. Su espíritu ha quedado fortalecido y ahora puede gozar de otros ocultos placeres superiores. Es una ventana privilegiada al jesuitismo. Los ejercicios espirituales jesuitas (y derivados contemporáneos) nos plantean el problema del dominio de la voluntad. Pero el problema no es dominar la voluntad sino cuál es el dominio, el conjunto de aspectos o fenómenos, o hechos, sobre los que discurre esta forma mental que llamamos voluntad.

Es justamente lo que pensaba subiendo a los Picos de Urbión con una lamentable falta de entrenamiento aunque con entusiasmo de novicio. Pensaba en Nietzsche y los jesuitas para olvidarme de las piedras. Efectivamente, el pensamiento en acción es siempre más lúcido, cuando la experiencia y la reflexión están tan próximas. Comenzó todo porque me vino a la memoria un comentario de mi sargento cuando hacía el servicio militar en alta montaña: "en la montaña los débiles caen, los fuertes tardan un poco más". Lo dijo para consolarnos en una de las subidas, pero no he olvidado nunca estas palabras que Nietzsche habría firmado.

Entendemos la voluntad con la ayuda de metáforas y relatos mecánicos: "fuerza", "dominio", "ejercicio", aproximando el concepto a la experiencia de los entrenamientos deportivos. Con cierta razón, pues en la carrera de resistencia y en los ascensos se prueba paradigmáticamente el estado de la voluntad propia. Pero hay algo que no acaba de encajarme en estas metáforas que, como casi todas las que usamos para entender nuestra mente, aclaran pero también ocultan y confunden. Y, sobre todo, llevan a esta cultura de la auto-negación jesuítica que transvalora el cuidado de si en el dominio de si. Que propone la ascesis ("reglas y prácticas encaminadas a la liberación del espíritu y el logro de la virtud", define la Real Academia) como el camino emancipador.

Confieso mi admiración por esta cultura jesuítica (fui educado en ella) pero también mi radical discrepancia. Es patológicamente heredera de una errónea concepción de nuestra naturaleza y sobre todo de la naturaleza de la voluntad. Hereda la metáfora platónica de la mente como el auriga de nuestras almas. Hereda el dualismo cartesiano y, sobre todo, desarrolla una interesada dicotomía del deseo entre lo alto y lo bajo. Es aquí donde radica el corazón de la transvaloración de la que nos habla Nietzsche. Detrás de la filosofía se oculta una cultura de la caída humana frente a la que él oponía las banderas de la vida.

Me negué a pensar de esta forma mientras subía: no tenía que controlar mi cuerpo, sino lo contrario, dejar que fuera la economía del deseo la que ordenara la acción. Enfrentar el placer de la subida y el dolor muscular, como si fuera un ejercicio de cocina, de expresión de la vida en su florecimiento. Pensar la voluntad como la forma de la vida en un mundo de continua decisión, en un jardín de senderos que se bifurcan donde el cuerpo aprende a convertir los deseos elementales en deseos sofisticados, el alimento en cocina, la urgencia fisiológica en sexualidad gozosa, el miedo y la religión en arte, el resentimiento en acción política. No virtudes de la mente dominando un cuerpo austero sino virtualidades y potencias de un cuerpo que se desenvuelve en una cultura de la riqueza de la vida.


domingo, 27 de octubre de 2013

Clausura del futuro


Mientras el bus se demora por la homogénea verdura de la pampa entre Rosario y Buenos Aires leo Futuro, del antropólogo Marc Augé, más conocido por su fatigada etiqueta de los “no lugares”.  Hacía mucho tiempo que no agarraba un libro con tanta pasión. Cuando escribo estas líneas, esperando mi vuelo en el aeropuerto Ezeiza, se me han acabado las ciento cincuenta y seis páginas. El libro incluye una lectura de Madame de Bovary, una fenomenología de la vivencia contemporánea del tiempo, un análisis etnológico de los nuevos lenguajes en los que circulan términos como “innovación”, “emprendedores”, “redes sociales”, un diagnóstico sobre cómo lo que llamamos crisis ha logrado transformar los significados, una propuesta para recuperar la modestia de la ciencia frente a las hipertrofias del sentido, la fe y la voluntad, una utopía educativa y una modesta confesión de su extraña condición de viajero entre tierras y disciplinas.

Considera Augé que Madame de Bovary es un relato que entendemos mejor ahora que cuando fue escrito: una mujer para quien no hay futuro, que intenta escapar de un presente continuo cayendo en las trampas de una cultura que se le ha vuelto jaula, que decide abandonar definitivamente la esperanza de futuro mediante un triste suicidio. Todos somos la madame, como dijo su autor, adictos a caer en trampas, imaginando relaciones que prometen los escaparates de la sociedad de consumo y que niega la realidad.

La sociedad tradicional, premoderna, se asentó sobre una cultura del pasado, se construyó sobre un sentido de las cosas, que nacía del lenguaje y el relato de la tribu. La modernidad nació de la ruptura con el pasado y de la promesa del futuro, de la sustitución del sentido por la voluntad de ser. Las derivas del capitalismo fueron cerrando la historia. La novela decimonónica dejó de ser la novela de los héroes prometeicos para convertirse en el acta notarial del spleen de la vida cotidiana. Se produce así una continuidad sin fisuras entre la Madame de Bovary de Gustave Flaubert y La broma infinita de David Foster Wallace, donde ya han desaparecido el espacio y el tiempo (los años se denominan por marcas comerciales, como las estaciones de metro de Madrid). Como Emma, nos hemos vuelto adictos a una imaginación impotente que no nos deja construir el porvenir atados a los brillos sin luz de las pantallas. Baudelaire y Flaubert lo habían intuido, Walter Benjamin y Kafka lo comenzaron a hacer explícito y hoy  ya lo sabemos todos. El futuro ha desaparecido. Se ha clausurado.  El porvenir, el evento, el acontecimiento que anuncia lo que será diferente se ha transformado en anuncio de Coca Cola. Esta es la tesis inquietante de Marc Augé.

La cartografía del presente que dibuja Augé es mucho más compleja de lo que reflejan estas líneas, más oscura y llena de matices, pero se condensa en el hilo conductor que me obsesiona últimamente: el acaecimiento de una suerte de apocalipsis cultural sostenido por una enfermedad terminal de la imaginación, empujado por el deseo de salvaciones individuales a la Emma, de trampa en trampa, y definido por la akrasia para construir planes de futuro, de mundos otros posibles. En cierto sentido tenían razón quienes hablaban del fin de la historia y del fin de los grandes relatos, pero en otro sentido eran unos ingenuos optimistas. El fin de la historia es el fin de las historias, de la capacidad de narrar lo que nos pasa porque somos ya incapaces de hacer de la vida una intriga permanente, una pregunta al tiempo y de apropiarnos de un pasado del que también hemos sido excluidos por un discurso que trata de convencer a todos de que todo había estado equivocado.

Detrás del futuro ya sólo está la carrera de la Reina Roja: correr aceleradamente y sin descanso para quedarnos donde estamos, mirando de reojo a los de al lado. Nos hacen creer que deseamos adelantarlos cuando sólo corremos para no quedarnos atrás.