domingo, 25 de enero de 2015

Copia en negativo




Como si el tema de mi última entrada hubiera desencadenado afinidades electivas en el discurrir de la semana, volví a encontrarme vadeando el mismo pantano del reconocimiento después de ver Birdman, la película de Alejandro González Iñárritu. Aborda la ansiedad de un actor de éxito popular, en su otoño, quien pretende triunfar en los selectos círculos teatrales de Nueva York poniendo en escena una versión teatral de De qué hablamos cuando hablamos del amor de Raymond Carver. Un tema, pues, de tradición en el cine (no pude evitar el recuerdo de Sunset Boulevard de Billy Wilder (1950)). Iñárritu lo trata con una complejidad meta-teórica que hace del film un objeto digno de un buen seminario de filosofía (el crítico del The New Yorker, Richard Brody, lo califica de godardiano y seguramente es un juicio correcto). El entrecruzamiento de las tensiones vida/teatro (realidad/ficción) y fracaso/éxito se desenvuelve en sutiles matices dramáticos que justifican la aclamatoria recepción. De los varios temas que encontramos, cito aquí la película como ejemplar aproximación a la angustia ante el fracaso.

El segundo hecho fue que Fernando Broncano-Berrocal me envió su currículo negativo, o sea, el listado de rechazos que había tenido, junto con una referencia a Ainda Horner, un científico que ha tenido la valentía de poner su cv negativo en su blog. Me preguntaba Fernando por qué no escribimos los currículos reales, con todas las historias, las que acaban bien y las que acaban mal, y por qué el fracaso es un tema tabú en la enseñanza orientada a la investigación. Quizá estas lineas escritas en abierto puedan ser una tentativa de respuesta a esta difícil pregunta y a la del film de Iñárritu.

En un primer nivel fenomenológico, se diría que porque nos da vergüenza. La vergüenza es la reacción emocional de respuesta a la exposición del yo ante los otros, ha explicado Alba Montes en su lúcida tesis doctoral. Se explica que ocultemos los fracasos porque nuestra fábrica psicológica esta configurada para proteger la fragilidad del yo. El recuerdo de nuestras vulnerables relatos de vida nos abruma y los ocultamos a otros y, cuando podemos, nos los ocultamos a nosotros mismos. Hasta aquí, me parece que la respuesta es que lo natural sea encubrir nuestras "vergüenzas" y evitar su exposición a la mirada y al comentario de la aldea.

En un segundo nivel, ya sociológico, nos encontramos con el constructo que llamamos "fracaso". Éxito y fracaso no son indicadores de identidad sino calificativos de los modos en los que nos localizamos o localizan en el mundo. No conseguir lo que se quiere es la forma natural de aprendizaje, es el modo en el que desarrollamos mediante intentos fallidos la habilidad en la acción y constituimos la racionalidad y las identidades prácticas. "Éxito" y "fracaso" son calificativos sociales que dependen de las expectativas que se crean sobre las trayectorias personales. Resultan de nuestra exposición constante a la evaluación, desde que comenzamos en el sistema educativo hasta que la muerte nos permite descansar de tanto examen. A veces, estas calificaciones son instrumentos educativos, otras, las más, son instrumentos calificatorios, normalizadores, selectivos. Medidas de nuestro capital cultural y social.

La pregunta interesante es por qué los fracasos, siendo constructos sociales, producen estos efectos avergonzantes catastróficos sobre las identidades. Se podría decir que porque somos seres sociales y, por ello, aceptamos el estar siempre expuestos a la mirada y calificación públicas. Pero esta no es una buena respuesta. Somos sociales, sí, pero lo somos de distintos modos. El maligno efecto que tienen los calificativos de éxito y fracaso es que inducen la creencia ideológica de que hay un lugar natural en la sociedad que "nos merecemos".  En el larguísimo bildungsroman, Los años de aprendizaje de Wilhem Meister, Goethe exploró con una inteligencia sublime el tema de las trayectorias de vida y la enseñanza de los fracasos. Meister quiere triunfar en el teatro pero descubre que no era su lugar natural. Es la idea romántica de que hay un oculto Bauplan en la historia que nos pone a cada uno en nuestro sitio.

Esta oculta creencia de origen religioso (como sacralización y naturalización de las diferencias sociales) está en la adición al éxito que ha terminado por conformar la principal fuerza del capitalismo contemporáneo. Emmanuel Godínez, un alumno de nuestro máster, publicará en breve en Delirio un irónico estudio del éxito como estructura de dominación contemporánea, titulado Sea usted exitoso. En el miedo al fracaso se oculta el miedo a la exclusión social, y la exclusión es la gran amenaza que articula el poder contemporáneo. Si algo no me gusta de la película de Iñárritu es que al final cae en la tentación un happy-end exitoso. Emmanuel lo explica bien en su ensayo: "si no logras hacer lo que te gusta, haz que te guste lo que haces". El miedo, al final, se internaliza como sumisión y acomodación. Si no logramos lo que creemos merecer, terminamos creyendo que merecemos lo que logramos. Y escondemos en la trastienda la historia de los fracasos.

Los fracasos han terminado por sustituir al subsconsciente freudiano. Lo que está abajo forzando por salir y donde no nos atrevemos a mirar porque es la fuerza destructiva. Parece ser el precio de la ley. Pero, como todo constructo ideológico, solo tiene fuerza mientras no se desvele su origen. Una vez descubierto, como el poder del chamán, se convierte en un triste mecanismo de psicosomatosis con el que se mantiene la estructura de la tribu. ¿Por qué no escribimos nuestros currículos reales? Porque desvelaríamos el fetichismo del fracaso.


domingo, 18 de enero de 2015

Las sendas del reconocimiento






El reconocimiento es la relación básica entre personas sobre la que se articula la sociedad moderna. El establecimiento de esta relación es probablemente es uno de los hechos históricos más importantes en la historia de los sentimientos aunque sólo recientemente, gracias a los historiadores de las emociones, lo estamos aprendiendo. Me atrevo a conjeturar que en las sociedades premodernas, y en los estratos premodernos de nuestra sociedad, el reconocimiento no ejerce esta función o lo hace de otros modos. Su lugar lo ocupa el honor, una relación con tintes diferentes a los del reconocimiento y que está ligada al lugar "natural" del individuo en el grupo: el honor del paterfamilias, el honor de la esposa, el honor del guerrero, el honor de la virgen, y así. El Barroco fue una época en la que el honor comenzó a mutar en reconocimiento, como ejemplifica la literatura ("al rey la hacienda y la vida se ha de dar/ pero el honor es patrimonio del alma/ y el alma sólo es de Dios", dice Pedro Crespo, el alcalde de Zalamea)

Esta insistencia barroca en la universalidad del honor señala su progresiva transformación en reconocimiento. En una primera instancia, el reconocimiento se desliga de la jerarquía social y comienza a ser aplicado a la persona en tanto que persona. Fue necesario que la persona, es decir, la máscara social, se convirtiese en la forma de pertenencia a la sociedad (Guillermo de Eugenio publicará pronto un libro sobre este proceso: La máscara como metáfora de la identidad). El reconocimiento es en estos primeros estadios una relación que tiene que ver mucho con la mirada. Se reconoce al otro porque se re-conoce su rostro, se le "identifica" como individuo. A los "otros" no se les identifica: todos los (chinos, negros, ....) son iguales. El amo llama "boy" al esclavo negro. No tiene derecho a la individualidad, ni al nombre, ni siquiera a la edad.

En una segunda instancia se reconoce al otro como "propietario". Se le reconoce, antes que otra cosa, la propiedad de su cuerpo. La historia del feminismo conoce bien cuán largo ha sido y es el camino del reconocimiento de la propiedad del cuerpo, del espacio corporal. Pero también otras formas de propiedad. En el derecho franquista, por ejemplo, las mujeres casadas no podían firmar muchos contratos sin el "permiso" del marido. Tenían derechos de propiedad limitados por su estatus.

En una tercera instancia se le reconoce como ser dueño de deseos, sueños, valores, planes de vida. Stanley Cavell ha leído a Shakespeare, sus tragedias y comedias, como una lucha por el reconocimiento. Son maravillosos sus textos sobre las comedias clásicas de Hollywood de los años treinta y cuarenta como comedias shakespearianas sobre el reconocimiento de la mujer como ser con deseos propios. Fue un largo proceso el del reconocimiento de las intenciones. En el derecho, por ejemplo, significó la lenta aparición de la responsabilidad debida a las intenciones.

En una cuarta instancia se reconoce a la persona como "autora" de una obra. El artesano se convierte en "autor". Se le reconoce como ser dotado de unas capacidades propias de las que no disponen otras personas. Las Meninas de Velázquez es una de las obras clásicas de la lucha por el reconocimiento del artista,  la del pintor que posee una mirada especial que capta lo que el otro está mirando. Es la historia de la perspectiva, leída como historia del reconocimiento (y poder de engaño) de la mirada ajena, historia que ejemplifican  los reyes que visitan al pintor en su taller (el género de las visitas al taller del pintor es un género sobre el reconocimiento del autor). Se llamarán "artes liberales", frente a las "artes serviles", a las actividades en las que debe reconocerse la autoría. Marx convirtió este punto en la columna central de su análisis del capitalismo como alienación y, de nuevo, ha sido el feminismo de la igualdad el que ha peleado por el reconocimiento póstumo de la autoría de tantas mujeres en la historia.

Esta forma especializada de reconocimiento es la que está en los cimientos de las comunidades emocionales. Se trata de formas sociales que se articulan sobre el reconocimiento mutuo de la habilidad. El pintor deja de ser un artesano que depende del reconocimiento del mecenas para convertirse en un ser angustiado por el reconocimiento de otros pintores. Turner es un caso patológico de necesidad de reconocimiento de otros pintores, por eso su obra imita la de los grandes hasta que comenzó a darse cuenta de que su propio estilo era superior (no, no he visto la película, lo siento, me aburren los biopics). Las artes, las ciencias y el pensamiento se constituyen como comunidades emocionales con su propia historia de reconocimientos. Eduardo Rabossi estudió en En el comienzo creó el canon. La Biblia Berolinensis cómo la historia de la filosofía fue en gran medida un invento de los románticos alemanes para justificar su propio puesto en una historia imaginada. En todas las artes y ciencias ocurrió algo similar. Son historias identitarias de comunidades emocionales.

La academia, las comunidades académicas que llamamos "disciplinas", emergieron en el siglo XIX como comunidades emocionales ligadas por el reconocimiento de los pares. La autoridad y las jerarquías internas en estas comunidades se formaron sobre la acumulación la forma de capital emocional que es el reconocimiento de los pares. Se distinguió así entre la fama (el reconocimiento del público) y el prestigio (el reconocimiento de los pares). Aparecieron en este proceso ciertas psicopatologías producidas por la mala gestión personal del capital emocional del reconocimiento (Javier Moscoso, uno de nuestros pocos y grandes investigadores de la historia de las emociones, está trabajando en una historia cultural del resentimiento en donde relatará pormenorizadamente este proceso).  Las tensiones psicológicas que genera el reconocimiento son desgarradoras y en muchos casos destruyen a quienes las soportan, convirtiéndoles en seres adictos al reconocimiento o desvencijados por la falta (real o supuesta) del reconocimiento de los pares que creen merecer. Las comunidades emocionales se convirtieron en zonas de conflicto en donde las identidades se exponen (en el doble sentido de la palabra "exponer") y en donde la identidad personal queda amenazada por la identidad disciplinar.

Este modelo se ha ido extendiendo a múltiples territorios sociales. En cierta medida es la regla del capitalismo avanzado, cada vez más lejano de las "masas" de trabajadores, sustituidas ahora por gente en precario, dependiente del reconocimiento de su currículo. Trabajos "externalizados" que, sin embargo se "internalizan" en la forma de la tensión esencial de creación y sometimiento. Richard Sennett, en La corrosión del carácter y Boltanski y Chiapello, en El nuevo espíritu del capitalismo han iluminado estos nuevos procesos sociales.

El reconocimiento como campo minado. Hace verdadero el dicho de que "a quien los dioses quieren hundir, primero le castigan concediéndole lo que desea".  Es un paradójico sentimiento que, cuando se busca, destruye y, si se logra, no es a causa de la lucha por sino como resultado del fin de la lucha. La dialéctica del amo y el esclavo de Hegel es el texto canónico sobre estos senderos del reconocimiento. Hegel no llegó a ver el resultado final de una sociedad basada en el reconocimiento. Todavía creía en el poder de la lucha por el reconocimiento. Estaba fundando la sociedad liberal. No pudo llegar a saber que habría de ser colonizado también por el capitalismo.


domingo, 11 de enero de 2015

Incompetencia y poder





Me cuesta imaginar lo que  pudo haber pasado por la cabeza del presidente Harry Truman los primeros días de agosto de 1945 antes de la decisión de autorizar el lanzamiento de la bomba atómica de uranio Little Boy sobre Hiroshima, el día 6, y la bomba de plutonio Fat Man sobre Nagasaki, el día 9.  Existe una enorme documentación sobre la decisión de lanzar las bombas (aquí) y no hay duda de que fueron muchos los actores e instituciones implicados en la deliberación. Pero la decisión, al final, la toma quien tiene el poder para hacerlo y lo hace sabiendo que es su responsabilidad hacerlo.

Cabría pensar que Truman tenía sus razones aunque uno discrepe de ellas. Con bastante repugnancia, hago un intento de reconstruir vagamente su posible razonamiento, al menos según lo que nos cuenta la historia más extendida: los americanos habían tenido más o menos un millón doscientas cincuenta mil bajas en la guerra, de las cuales un millón se habían producido desde 1944, incluyendo los desastres de Las Ardenas y de Okinawa. Era previsible, se argumentaba, que, a medida que el cerco al Japón central se estrechara, la curva de bajas siguiera su ascenso exponencial. El temor a una invasión directa sobre Japón estaba en un brazo de la balanza y en el otro el informe final del Proyecto Manhattan acerca del inmenso poder destructor de las dos formas de bomba que acababan de crear y probar en el desierto. Usar las bombas para doblegar la voluntad de resistir del enemigo era una tentación irresistible. Y no se resistió a ella a sabiendas de que implicaba la destrucción de dos ciudades. Al fin y al cabo se llevaba haciendo lo mismo sobre Alemania varios años. A grandes rasgos, esto es lo que uno imagina sobre los sucesos mentales en la cabeza de Truman para responderse seguidamente: "¡qué barbaridad!"  (y si uno fuese un adicto a la Escuela de Frankfurt diría, además: "esto prueba que la lógica instrumental es culpable de los genocidios", o algo así).


Puede que los razonamientos discurrieran de este modo  (también pudiera ser que no sean más que reconstrucciones a posteriori para justificar lo injustificable). Se tiende a creer en la inteligencia de los poderosos y se habla de la lógica del poder y de mecanismos y dispositivos (curiosamente este lenguaje, ha nacido para en los círculos de pensamiento crítico). Apreciaciones como estas dejan un cierto aroma a escondida admiración cuando no a miedo, y tal vez a una implícita comparación entre la supuesta implacable lógica de aquellos y el desbarajuste y debilidad propios. La realidad, sospecho, es que las grandes decisiones tienen mucha menos lógica de la que quieren mostrar. Hace años me interesó, intrigó y divirtió el libro del Norman F. Dixon, un militar británico retirado, Sobre la psicología de la incompetencia militar, en el que relata las abundantes irracionalidades de los jefes militares británicos que condujeron a desastres y matanzas en la historia reciente. Algunas de las que se han hecho pasar por grandes gestas, nos relata, son producto de prontos emocionales de borrachos, orgullosos, resentidos, o todas estas cosas cosas a la vez. Todo lo contrario a lo que uno imagina en un oficial que tiene que enviar a la muerte a sus soldados. Si se tiene la paciencia de leer los tan pormenorizados como descomunales libros sobre la Segunda Guerra Mundial de Anthony Beevor se extraerán parecidas conclusiones. Grandes batallas y operaciones lanzadas para competir con otros jefes, o planificadas con desprecio a los datos, decisiones que  causaron cientos de miles de muertes, como si sacrificar vidas de amigos y enemigos fuese como jugar en una consola. Cito el caso militar porque usualmente se toma como ejemplo de competencia frente a la siempre criticada incompetencia de los políticos. Podría haber elegido igualmente las decisiones de los economistas, que creen de sí mismos ser paradigmas de racionalidad, pero mi indignación con ellos  a causa de la crisis que sufrimos, debida en parte a una enorme dosis de estupidez de los señores de los mercados, me haría perder la distancia intelectual.

Aunque se cree en la inteligencia de los poderosos, a veces, de ciertos miembros de los círculos exquisitos, se dice son tontos y de inteligencia limitada  (quizá dotados de una simple astucia aprendida en los pasillos del poder). De hecho, los chistes sobre la falta de inteligencia de los políticos nos invaden recurrentemente. Como ejemplo, en los periódicos americanos se hizo mofa copiosa de la falta de inteligencia de Bush (hijo), y se recontaban con sorna sus patochadas, su lenguaje tan peculiar abundante en tantas patadas a la gramática o sus alardes de incultura. Otro error. Creer que detrás de alguien irracional está un tonto. El psicólogo Keith Stanovich (The Psychology of Rational Thought) nos advierte que esta convicción tan generalizada suele estar equivocada, y lo hace precisamente con el ejemplo de Bush. En medio de las polémicas sobre su inteligencia se descubrió el dato de que su coeficiente de inteligencia, medido en su juventud, era bastante alto, sobre 120. No el de un genio, pero tampoco el de un tonto. Y sin embargo poca gente ha sido tan incompetente y desastrosa como el mentado presidente. ¿Cómo puede ser esto -se pregunta Stanovich? La respuesta es que tendemos a unir (y confundir) inteligencia y racionalidad.

Como muchos de mi edad, sufrí en la  mi educación la adición de los directores del colegio a los "test" de inteligencia. Todos los cursos nos castigaban con varios, especialmente antes del innumerable número de reválidas de las que constaba el bachillerato que realicé. Nos decíamos que los resultados de los cuestionarios eran una especie de mano selectiva darwiniana que causaba cada curso un indeterminado número de bajas para incrementar la calidad de los estudiantes. No sé si algunos colegios privados mantienen este método, pero lo cierto es que otras muchas instituciones siguen practicando métodos de selección basados en los coeficientes de inteligencia. Estas prácticas son un error funesto, sobre todo cuando lo que que se necesita es gente para puestos de responsabilidad, donde lo que cuenta son las capacidades racionales. Sospecho que las sofisticadas técnicas de entrevista de los departamentos de personal siguen buscando inteligencia y olvidando la racionalidad.

Racionalidad e inteligencia se relacionan de maneras muy extrañas. No está nada claro que sean compañeras habituales. Por el contrario, en ciertos campos sociales donde se ha establecido una suerte de carrera por la inteligencia, y son campos casi siempre asociados al poder y al capital (político, social, económico o cultural), no es difícil encontrar como resultado una  acumulación de inteligencia poco habitual en campos menos competitivos, pero lo que es casi seguro que vamos a encontrar es un colosal hacinamiento de gente irracional, estúpidos medio locos que pasean su hibris, insolencia y poderes por las salas y pasillos tomando las peores decisiones de todas las alternativas posibles, solo porque pueden hacerlo. No es imposible encontrar también, ciertamente, gente de enkrateia y fronesis, modesta, trabajadora y prudente. No es imposible encontrarla, es verdad, pero generalmente subordinada, sometida a acoso, olvidada en los oscuros lugares donde no se toman las decisiones.

Pese a los adictos admiradores del "poder del poder" (los miles de foucaultianos que proliferan por la academia y fuera de ella), el secreto del poder es su incompetencia e irracionalidad. Se cuenta del mariscal de campo Joachim Napoleón Murat que elegía a sus coroneles por la siguiente regla: "al inteligente trabajador, désele empleo en Estado Mayor. Al inteligente vago, désele mando en plaza. Al tonto trabajador, sin dudarlo, que se le fusile de inmediato". Esta parece haber sido la regla del poder desde tiempos inmemoriales. Pero a veces esta regla es tan ciega como la gente que selecciona: gente proclive al autoengaño permanente, al orgullo sin fin, a la inmodestia y a la prepotencia, sorda a los argumentos (mucho más racionales) de quienes consideran inferiores y, sobre todo, ciega a las demandas de la realidad y al sufrimiento de las víctimas de sus decisiones.

La incompetencia de los poderosos no se debe a su inteligencia. Vamos a concederles que la tienen. Se debe a su falta estructural de racionalidad. Y no es por casualidad sino porque la carrera del poder está organizada para que quienes suban por las escalerillas lo hagan impulsados por formas de juicio, decisión o acción que bordean sistemáticamente la sociopatía. Quizá tenga su lógica (en ciertos contextos lo más efectivo es comportarte como un loco), pero cuando miramos desde lejos el bosque del poder descubrimos con terror que está lleno de monstruos (o casi).






domingo, 4 de enero de 2015

Del reino de los fines a la república de los medios




Aunque ya no está tan de moda la discusión sobre la tensión entre la racionalidad de fines y la racionalidad instrumental, aún sigue asentada como una de esas verdades que hay que explicar en filosofía en todos los niveles. Nunca he entendido muy bien que haya que fragmentar la racionalidad (bastante poca tenemos como para andar dividiéndola). Es mucho más claro decir que hay razones de diversos tipos: razones económicas, razones políticas, razones técnicas, razones afectivas, razones morales, razones epistémicas, etc., pero es muy confundente dividir entre fines y medios. Como si se pudiese discutir de fines sin discutir de medios, o debatir de medios como si fuesen neutros.

Las decisiones que tomamos en el curso de nuestras vidas, y en las que se manifiestan todas nuestras virtudes y defectos como seres que razonan (o no), atienden poco a estas dicotomías de sillón filosófico. Miremos a nuestro alrededor, a nuestra biografía y a las de la gente que conocemos y tendremos gratis una biblioteca de psicología moral y racional. Pensemos en un caso imaginario: Idoia vive con su pareja desde hace un tiempo. Ahora está buscando trabajo y una de las posibilidades es hacerlo en un país extranjero. La decisión entraña largos periodos de separación de su pareja. Por una parte, Idoia no puede seguir en paro: su carácter se está estropeando, sus condiciones de vida son cada día más precarias y la misma convivencia con la pareja está en peligro de seguir en esta situación. Por otra parte, sabe o prevé que la distancia le va a producir durante un tiempo una insoportable sensación de soledad y vacío, pero al cabo del tiempo también está en peligro la pareja (de hecho, a veces, cada vez más, se hace difícil la convivencia). Hay otras consideraciones sobre la familia, las formas de vida en el extranjero, las amistades que se dejan y otras que se pueden imaginar fácilmente. ¿Cómo es posible el ejercicio de la racionalidad por parte de Idoia?

Malamente, para decirlo en castizo. En primer lugar: la alternativa de Idoia no es una simple elección de medios y fines. Es difícil entender esta situación sin entender la situación de un marco económico que literalmente la ha dejado sin alternativas. Es la falta de medios la que presiona sobre los fines. Que, además, se encuentran en un conflicto insoluble. Incluso si Idoia es una persona fría y razonable, se encuentra en una encrucijada que el filósofo Bernard Williams calificó como de mala suerte moral. Haga lo que haga y tome la decisión que tome su identidad práctica y su identidad personal quedará dañada por largo tiempo.

A veces la racionalidad tampoco paga. Necesitamos racionalidad para los casos difíciles. Los casos fáciles se arreglan sin deliberación, basta la reacción espontánea de nuestra experiencia cotidiana. Pero en los casos difíciles, muchas veces, la racionalidad tampoco acude en nuestro auxilio. Si buceamos en el alma de Idoia, en el angustioso tiempo que se toma para elegir, encontraremos múltiples episodios de lo que llamamos en filosofía con displicencia y superioridad "autoengaño", "debilidad de la voluntad" o "akrasia y procrastinación", pero ¿quiénes somos nosotros para juzgar la racionalidad de sus decisiones con tanta precipitación y seguridad?

Quizá uno aconsejaría a Idoia que hiciese tanto caso a sus tripas como a su cabeza (sí, literalmente a sus tripas. De las tres almas que proponía Platón, a veces la más sabia es la que está en las tripas, pues allí se somatizan los estratos más profundos de la identidad). Pero es difícil saber qué aconsejar y cómo hacerlo. Estoy escribiendo sobre racionalidad y sólo me vienen a la cabeza casos como los de Idoia, en vez de los ejemplos sobre devolver los libros a la biblioteca que encuentro con tanta frecuencia en los textos que leo.

Uno de los sarcasmos más crueles de Gregorio Morán en El cura y los mandarines (creo que ya no voy a debatir más sobre el libro) es el que deja caer sobre la cultura filosófica de la transición: precisamente, dice, cuando se había instaurado un sistema cesarista y de corrupción generalizada, la universidad se llenó de gente de ética (los seguidores de Aranguren, los llama). Es cruel y no sé si justo (me autoaplico el comentario: cuando en España menos ciencia se hacía y la que se hacía era de juguete (papel y lápiz para hacer matemáticas, y poco más), la universidad se llenó de filósofos de la ciencia que pontificaban). Pero sí, hay algo de cierto en que las filosofías normativas son de poca ayuda cuando las normas también lo son.

Un personaje de La edad de hierro de J.M, Coetzee, la profesora de clásicas jubilada Mrs. Curren, cuando desciende a los infiernos de la vida real en la Suráfrica del Apartheid, afirma: "hay tiempos en que no basta con ser gente decente para ser moral". Quizá ocurra (me ocurra) también un periodo de mala suerte moral. Hay tiempos en los que no basta con escribir sobre racionalidad y moral. Tiempos en los que cualquier decisión que uno tome dejará dañada la propia identidad personal. Tiempos que tal vez exijan abandonar el reino de los fines para luchar por la república de los medios.