domingo, 29 de diciembre de 2019

La superioridad epistémica y no solo moral de la democracia



El desprecio a la democracia como una organización corrupta de ignorantes no es, desgraciadamente, algo que se haya extendido solamente por las fracciones conservadoras de nuestras sociedades. También en el otro lado, digamos la llamada «izquierda», hay una conciencia no ya de superioridad moral sino también epistémica. Denigrar a los votantes de Trump, Johnson o Abascal como ignorantes que no saben lo que hacen es un ejercicio que las redes multiplican y refuerzan, sin reparar en que coinciden en las políticas neoplatónicas de cuño neoliberal, en que añaden pequeños actos de expresión a una inmensa literatura sobre la democracia como una democracia de ignorantes.


Sigue siendo minoritario el grupo de quienes creen que la democracia es superior cognitiva y técnicamente a cualquiera otra de las alternativas, y que la admiración que suscitan recientemente sociedades como China que parecen combinar el mercado con una epistocracia de políticos e ingenieros está equivocada no solo moral y política sino también epistémicamente. La teoría de la democracia epistémica, de la superioridad de las políticas de deliberación, de robustecimiento de la esfera pública y de creación de una red densa de actos de participación en la argumentación política se basa en teorías que establecen la posibilidad de la posibilidad de la democracia sobre modelos teóricos que muestran la inteligencia de la multitud por encima de la inteligencia de un grupo de sabios. Algunos teoremas como el teorema del jurado de Condorcet, el llamado “milagro de la agregación” o el teorema de Hong-Scott de “la diversidad vence a la habilidad” constituyen la base de un modelo teórico de democracia epistémica, pero este modelo ha sido una y otra vez denigrado como si fuese un artificio abstracto que no entiende la realpolitik. Críticas de diverso cariz, como las recogidas en el volumen colectivo editado por Stephen Macedo (Democracy and disagreement, 1999) con diversos matices de desconfianza de la democracia deliberativa o la crítica desde la concepción agonista de la democracia de Chantal Mouffe (“Deliberative democracy or agonistic pluralism? 1999) han dirigido este reproche. He aquí una lista de posibles objeciones:

-          En una sociedad diversa como la actual, muchos colectivos  pueden considerar ofensivo que se trate de ellos en un contexto abierto por parte de quienes no pertenecen a las identidades que los definen (se ha extendido la idea de que si no tienes una cierta identidad no puedes hablar sobre ella impunemente)
-          La deliberación sin educación de los participantes conduce generalmente a un fracaso de la deliberación. El problema de la democracia deliberativa no es que no sea posible, el problema es básicamente de organización e institución de los debates (Walzer, 1999)
-          La deliberación, en la forma en que se plantea idealmente puede ser un instrumento de opresión en cuando deja fuera las voces que no son capaces de expresarse por su situación de exclusión hermenéutica (Mouffe, 1999; Rancière, El desacuerdo,1995)
-          La política consiste en mucho más que deliberación, y a veces lo que no es deliberación es mucho más importante: por ejemplo, la afirmación y reclamación de derechos, las manifestaciones, los debates con intención estratégica de debilitar al adversario, las negociaciones que no entrañan acuerdos teóricos sino prácticos.
-          La evidencia empírica de la polarización. Cass Sunstein (Going to extremes, 2009) ha popularizado la “ley de hierro de la polarización” que parece aplicarse a toda persona que entra en un debate en el que las posiciones se dividen. Las democracias actuales estarían cada vez más abocadas, según esta ley, a una creciente polarización que impide llegar a consensos.
-          La evidencia innegable de que las democracias son sistemas enfermos de corrupción en donde las élites económicas y políticas usan la deliberación como un simple ejercicio de propaganda y manipulación.

Estas y otras críticas han ido calando en la filosofía política del siglo presente, en donde parece que se enfrentan solamente dos concepciones no epistémicas de la democracia: la concepción liberal y la antagonista o populista, ambas defensoras de lo doxástico frente a lo epistémico. ¿Cabe una defensa de las virtudes epistémicas de la democracia frente a estas constataciones empíricas de la no idealidad de las democracias realmente existentes?

Podemos agrupar las objeciones en dos clases: la que reúne a las objeciones provenientes de la evidencia del antagonismo, la polarización y la exclusión y las que provienen de los defectos institucionales y organizativos de las democracias reales. En los dos casos, no se trata de responder si las democracias están bien o mal organizadas, si habitan con la desigualdad e injusticia, si son o no sistemas que sufren corrupción y producen aislamiento, ignorancias estratégicas y opresión e injusticia epistémica. No hay caso respecto a estas cuestiones. Sí, las democracias son parte de un mundo injusto. La cuestión es si siguen siendo un instrumento válido epistémica y técnicamente para resolver los problemas que aquejan a la humanidad, si contienen una suerte de virtud epistémica, a pesar de sus múltiples vicios, que las hace superiores a otras alternativas.

Respecto a las tesis del antagonismo, presentes en la tradición schmittiana de la política y en las nuevas formas de populismo, progresista o conservador, y a las evidencias psicológicas de las derivas de la polarización en las deliberaciones, lo que cabe responder es que muy probablemente estas concepciones estén en lo cierto respecto al carácter esencialmente tenso, plural y antagonista de las democracias y en que el consenso no sea necesariamente la salida única posible de los procesos y prácticas democráticas. Pero la alternativa decididamente no epistémica e incluso anti-epistémica que proponen algunas de sus formulaciones no parece ser la solución. Así, Chantal Mouffe propone en La paradoja democrática:
Para remediar esta grave deficiencia, necesitamos un modelo democrático capaz de aprender la naturaleza de lo político. Ello requiere desarrollar un enfoque que sitúe la cuestión del poder y el antagonismo en su mismo centro. Ese es el enfoque que quiero defender, el enfoque cuyas bases teóricas quedaron perfiladas en Hegemonía y estrategia socialista. La tesis central del libro sostiene que la objetividad social se constituye mediante actos de poder. Ello implica que cualquier objetividad social es en último extremo política y que debe llevar las marcas de la exclusión que gobierna su constitución. Este punto de convergencia, o más bien de mutua reducción, entre la objetividad y el poder es lo que entendemos por «hegemonía»
Mouffe ha llevado el espíritu anti-fundamentalista de lo político y la democracia hacia una reducción de las posiciones epistémicas a las posiciones sociales, la autoridad epistémica al poder político. Encuentra inspiración en la idea de «prácticas» de Wittgenstein, en el contextualismo y en las posiciones de Rorty contra la epistemología. El problema que conlleva esta «pasada de frenada» es que en el deseo de situar y localizar las diversas y diferentes formas de opresión y resistencia termina por socavar la autoridad epistémica de quienes sufren las desigualdades y posiciones de discriminación y opresión. Nada hace suponer en Wittgenstein que su idea contextualista de prácticas y pragmatista de significados llegue a estos extremos, que quizás, es cierto, sí alcanza Rorty con su idea conversatoria y liberal de democracia. Mouffe ha invertido el carácter de la hegemonía gramsciana. Mientras que Gramsci tenía una idea fuerte de objetividad social, que coincidía con el horizonte socialista de una sociedad sin clases, para cuyo fin la hegemonía de la concepción del mundo del proletariado era un instrumento necesario, para Mouffe la hegemonía es un fin en una historia interminable de antagonismos sociales que tratan de imponerse.

Mouffe da un respiro a la estrategia antagonista. Para ella el antagonismo democrático debe ser entendida como agonismo —el antagonismo, afirma, es concebir la lucha política entre enemigos, mientras que el agonismo es concebirla entre adversarios—, una forma suave de confrontación a través de «prácticas» que conlleven la posibilidad de hegemonía
El objetivo de la política democrática es transformar el antagonismo en agonismo. Esto requiere proporcionar canales a través de los cuales pueda darse cauce a la expresión de las pasiones colectivas en asuntos que, pese a permitir una posibilidad de identificación suficiente, no construyan al oponente como enemigo sino como adversario. Una diferencia importante con el modelo de la «democracia deliberativa» es que para el «pluralismo agonístico» la primera obligación de la política democrática no consiste en eliminar las pasiones de la esfera de lo público para hacer posible el consenso racional, sino en movilizar esas pasiones en la dirección de los objetivos democráticos.
Mis discrepancias con la noción de pluralismo agonístico como opuesta a la democracia epistémica, tal como se manifiesta en este proyecto son básicamente dos. La primera tiene que ver con el juego retórico de transformar el antagonismo en agonismo. Ciertamente, la democracia implica una renuncia a la violencia y una tensión permanente por convencer al oponente, pero ello no implica una metamorfosis que produce la impresión de haber devaluado el verdadero significado de la democracia como ejercicio del poder por el demos. Contrariamente a lo que parecen indicar las palabras de Mouffe, está el repetido apotegma de Gramsci de que «la política es la continuación de la guerra por otros medios». Los medios democráticos, por supuesto, la garantía de los derechos y la división de poderes, pero el transfondo antagonista no se pierde en la forma democrática de acción. Precisamente porque hay un grado de objetividad no eliminable en la opresión y la desigualdad o en el dominio sin libertad. Mouffe parece abogar por lo que Andrea Greppi ha llamado «teatrocracia» en un juego simbólico que entrecruza los dos significados de representación. De nuevo, aquí parece confundirse un medio, la representación y la retórica, con un fin, la solución de los problemas bajo condiciones de incertidumbre. La segunda discrepancia afecta al concepto de pasiones que implica la crítica al supuesto racionalismo de la concepción deliberativa. Las pasiones no son lo opuesto al sistema cognitivo. Son una de las formas en las que se manifiesta el sistema cognitivo humano, que une inseparablemente reacciones afectivas, deliberación y memoria. Ninguna de las tres funciones podrían realizarse independientemente. Las emociones se mueven en un espectro de tiempos distinto a las deliberaciones frías, pero no son ajenas a ellas, como no lo es la percepción, la conceptualización y la acción. Mouffe se mueve aún en una concepción romántica, precognitiva (¿lacaniana?) de emoción. Movilizar las pasiones en la esfera de lo público no es independiente de la deliberación, sino posiblemente una de sus formas.

En lo que respecta a la segunda categoría de críticas a la democracia, la que agrupa la constatación del mal funcionamiento real de la democracia, la respuesta es doble. En primer lugar, no tiene sentido negar que las democracias son formas sociales que acogen y protegen desigualdades e injusticias sociales, que no acaban con la dominación y están siempre amenazadas por la plaga de la corrupción en todos los niveles de la vida social. Nada de esto puede ser negado pero el reconocimiento de estos hechos no implica que por ello la democracia sea un sistema esencialmente impotente para la solución de los problemas y donde los vicios epistémicos sobrepasen a las ocasionales virtudes. La respuesta es similar a la que se puede ofrecer a las críticas a la noción de racionalidad basada en las constataciones empíricas del carácter sistemático de los sesgos. Afirmar que la naturaleza humana es epistémica y racionalmente viciosa a causa de la sistematicidad de los fallos es análogo a quien sostuviera que la especie humana es de corta estatura. Bien. ¿Respecto a qué estándar?, ¿comparada con qué especie?, ¿resulta revelador de nuestra naturaleza corpórea constatar que no somos tan altos como las jirafas? La réplica a estas acusaciones que se escuchan habitualmente en la calle exige recordar el necesario componente contextualista de la noción de agencia personal y colectiva.

Las democracias realmente existentes no son diferentes, en lo que respecta a su compleja composición de vicios y virtudes epistémicas, a otros aspectos de nuestra naturaleza humana. Solo las fantasías transhumanistas —transdemocráticos en este caso— posibilitan un tipo de crítica deslegitimante como esta. Las democracias, por supuesto, están llenas de gérmenes de corrupción e injusticia pero la virtud epistémica democrática no se encuentra en el primer nivel-objeto de la calidad de su funcionamiento, sino en la capacidad social para crear condiciones, instituciones y órganos de segundo grado, que permitan la crítica, el aprendizaje, el examen de la calidad epistémica de las heurísticas y modelos de identificación de las causas del mal. La cuestión es si la democracia es capaz de sostener sus promesas, de radicalizarlas incluso, frente a otras alternativas y opciones de forma de coordinación social.

Josiah Ober en su luminoso texto Democracy and knowledge : innovation and learning in classical Athens (Ober, 2008) ha explicado las razón democrática de la Atenas clásica. Por encima o por debajo de sus fracasos, por encima o por debajo de sus fallos, tan insistentemente subrayados por sus críticos, la democracia ateniense impuso su hegemonía en el Mediterráneo por más de trescientos años, contra enemigos muy superiores en medios y población y contra regímenes militares autoritarios. Incluso después de su derrota ante Esparta, en una larga guerra que tanto daño hizo a la cultura helénica, Atenas siguió brillando y siguió siendo imitada por otras polis. La razón estaba en su orden democrático, argumenta Ober. El gran invento de Atenas fue un orden que era superior técnica y cognitivamente a los otros sistemas. Lo era por su organización democrática, no a pesar de ella. En los tres dominios que Ober considera superior a Atenas, a sus instituciones y especialmente a la Asamblea, era en la detección, movilización y asignación de conocimiento. No hay duda de que la democracia ateniense tenía perspicuos defectos, que se coexistía con la esclavitud y que generalmente estaba al borde de caer en manos de una oligarquía de aristócratas; que la Asamblea podía tener muchas veces la forma de una teatrocracia, pero de lo que no hay duda es de que los atenienses se tomaban muy en serio el detectar quiénes poseían los conocimientos necesarios para los problemas que se les venían encima, en movilizar esos conocimientos y en asignar las personas que creían más competentea a esas tareas. A veces eran militares, como cuando se elegían los estrategos, pero otras veces eran arquitectos, creadores o innovadores. Fue una mezcla de caos y sabiduría lo que está en la base de la hegemonía ateniense.

La democracia epistémica no es simplemente democracia deliberativa. La democracia deliberativa es uno de los instrumentos, pero es uno de ellos en una concepción mucho más compleja del orden social. El segundo gran instrumento es la regla de las mayorías, expresada mediante el voto. Pero además hay otros que son o deberían ser componentes esenciales de la democracia. Están, como tanta gente está reivindicando recientemente, los sorteos, especialmente recomendados en las instituciones de control y vigilancia sociales. Están también las instituciones de participación colectiva que hacen o deben hacer de las democracias sistemas participativos. Se denigra a veces la democracia asamblearia cuando la constitución de redes de asambleas de apoyo y control en todos los dominios intermedios (la política local sigue siendo un eje central de la democracia) es un instrumento de calidad democrática. La democracia ha inventado los mejores recursos de inteligencia colectiva que haya tenido a su disposición jamás la humanidad. Todos ellos desaparecerán como lágrimas en la lluvia si se imponen las concepciones que no aceptan el valor instrumental y práctico de la inteligencia colectiva.  

domingo, 15 de diciembre de 2019

La tentación neoplatónica




El 399 AC el jurado de varios cientos de ciudadanos atenienses elegidos por sorteo (la norma prescribía 501, pero no siempre se cumplía y no sabemos si aquí se cumplió) declaró a Sócrates culpable de los cargos de eusebía (impiedad) y corrupción de la juventud que habían elevado contra él Meleto y otros dos colegas. No se conservan transcripciones del juicio y los testimonios que tenemos son los de sus partidarios Platón (Apología de Sócrates) y Jenofonte. No sabemos muy bien tampoco cuál era la base real de la acusación. Atenas había declarado una amnistía contra los culpables de la tiranía impuesta por Esparta y Sócrates no podía ser acusado de antidemócrata. Había sido maestro de Critias, uno de los más crueles miembros de los treinta tiranos (habían asesinado a varios miles de demócratas atenienses) y era amigo y protector del aristócrata Alcibíades, el que implicó a Atenas en la expedición contra Siracusa que terminó en un desastre que dejó sin la mitad de la flota a la polis y más tarde traicionó a su ciudad aliándose con Esparta. No sabemos si fue el resentimiento contra él lo que condujo el juicio. Lo importante es que lo que podría haber sido un juicio más en la historia se convirtió en uno de los juicios que desvelan profundas contradicciones en la civilización.

Platón estuvo presente y quedó traumatizado por la condena: ¿cómo era posible que una ciudad condenase a muerte a uno de sus mejores ciudadanos? Culpó de ello a la democracia y a quienes corrompían con una mala filosofía igualitaria al pueblo. Esta crítica recorre toda su obra, especialmente la República, pero hay un diálogo que no es leído como político cuando lo es profundamente: el Teeteto. En él,  Platón desarrolla tres conceptos de conocimiento para responder a la pregunta de Sócrates: ¿qué es lo que distingue al conocimiento de la opinión verdadera? El diálogo no da respuesta y esto es lo que hace político el diálogo. Sócrates se declara simple maestro en preguntar (usa la metáfora de que su método es como el de una partera que hace llegar a la vida lo que está dentro) y se enfrenta a los que sí parece que saben. Lo que hace claramente político el tratado es la dramática frase final. Sócrates se despide diciendo "me voy, tengo que comparecer en el Pórtico del Rey para responder a unas acusaciones de Meleto".

El centro de la discusión es contra Protágoras, quien basaba su igualitarismo y apuesta por la democracia en que una democracia se sostiene sobre la opinión de los ciudadanos sin que haya opiniones que sean superiores a las otras. Platón se dio cuenta de que el concepto de democracia y el de conocimiento se sostienen o caen juntos. El ataque a la epistemología de Protágoras es un nada velado alegato contra la democracia ateniense y a favor de lo que hoy conocemos como epistocracia o gobierno de los expertos.

Jason Brennan, un filósofo moral conservador y libertariano escribió hace tres años el libro Contra la democracia para alinearse con Platón. Su tesis es que la mayoría de los votantes son unos ignorantes sobre las complejidades de la política y lo mejor que podría ocurrir es la abstención masiva. Considera que habría que poner en marcha medidas censitarias para conceder el voto (o el peso del voto) a quienes demostrasen competencia epistémica (sÍ: propone exámenes para conceder el derecho al voto). Si no fuera porque es un reputado académico de Georgetown donde se forma la clase política estadounidense, si no fuera por la publicidad del libro y porque es uno más de una inmensa literatura sobre la irracionalidad de los votantes, no merecería la pena considerarlo y refutarlo. Pero desgraciadamente es un arma importante en el patente desgaste de las democracias y su conversión en oligarquías.

Brennan sostiene que la defensa de la democracia por parte de los filósofos que la consideran un procedimiento legitimador (Habermas) o una forma de luchar contra la dominación (republicanismo), e incluso una forma mejor de llegar a soluciones correctas (hay al menos tres teoremas matemáticos que apoyarían esta idea) están radicalmente equivocadas y que solamente se puede defender por razones instrumentalistas. Y por estas razones, afirma, una democracia censitaria epistémica produciría mejores resultados para el pueblo que las actuales demagogias. Toda la inmensa literatura sobre posverdad que está circulando por el mundo actualmente, leída sin ojos críticos, conduce poco a poco a las tesis de Brennan. De ahí que debamos ponernos ya a defender la democracia contra las formas de oligarquía enmascarada que se esconden tras estas propuestas.

No voy a desarrollar aquí la respuesta y solamente apunto algún esquema de argumento:

1. No está claro qué sería un "experto" en política. Los llamados expertos no se equivocan menos que el ciudadano común, aunque este no sepa expresar bien sus intuiciones. Como demuestra la crisis económica, los mayores expertos del mundo habían desarrollado cegueras y metacegueras que, sin embargo, una parte sustancial de la población sufría con menos intensidad.

2. No está claro que los votantes sean ignorantes: el votante medio sabe muchas cosas que no logra expresar y lo hace mediante un voto que a veces es simplemente un "voto contra", pero que está basado en su experiencia, en sus anhelos, miedos y esperanzas.

3. No está claro por qué afirma que los resultados de una democracia son subóptimos: ¿comparados con qué? Por el contrario, tenemos la evidencia histórica de que no solo la democracia es superior moral y políticamente, también lo es técnicamente (los datos aquí son empíricos y hay que desarrollarlos). Atenas fue durante tres siglos superior técnica y militarmente a todas las otras potencias de su alrededor y lo fue porque era mucho más innovadora y porque su capacidad para movilizar a los expertos mediante la elección democrática era muy superior a la del resto, incluida la tan repetida eficiencia espartana, que no era más que una región pobre y militarizada, que pudo en algún momento con Atenas a causa de su alianza con otras polis que la imitaron.

Muchos discursos actuales de geoestrategia, a veces neoconservadores, a veces neoleninistas, denotan una clara admiración por China, que consideran como una potencia que ha realizado logros espectaculares con un régimen oligárquico. Denotan también una cierta admiración por oligarcas como Trump y Johnson. Están equivocados radicalmente. En los datos. En la ideología. No hay alternativa más eficiente a la democracia. Habrá más alcibíades a lo largo de la historia de la democracia, pero están equivocados.

domingo, 8 de diciembre de 2019

Dos sentidos de alienación





El concepto de alienación reinó durante dos siglos en la filosofía y tuvo un declive en tiempos recientes, refugiado en los márgenes de los estudiosos del marxismo. El creciente malestar con el capitalismo extendido a todos los espacios y órdenes de la vida social y personal hace necesario volver a repasar la historia de este concepto para extraer de ella el inmenso poder de análisis que contiene.

Hay que buscar sus orígenes en los teóricos del contrato social, basado en una enajenación de la autoridad personal para concedérsela al príncipe o a la sociedad, pero fue en el Romanticismo alemán donde comenzó a escalar puestos explicativos en la teoría social. Allí se eleva a una condición que sufre el ser humano y que nace del desgarramiento de la autoconciencia entre la subjetividad y la realidad, entre el yo y la sociedad y se manifiesta en una suerte de extrañamiento (Entfremdung) y alienación (Entäusserung). Esta condición atraviesa la Fenomenología del Espíritu de Hegel, aunque es sobre todo Marx quien la convierte en un núcleo central de su concepción de la existencia humana bajo el régimen de trabajo asalariado en el capitalismo.  Hegel consideraba la alienación como un resultado del extrañamiento del Espíritu entre el individuo y la cultura que él mismo ha creado a través de su trabajo, como un subproducto de la objetivación que genera el salir de sí. Hegel deriva su noción en parte de Fichte y, sobre todo, de las Cartas sobre la educación estética de la humanidad de Schiller, donde el extrañamiento de la naturaleza, la distancia entre razón y naturaleza, por un lado, y la división de la cultura en especialidades por otro son los dos orígenes de la alienación. El proceso de objetivación que sigue el Espíritu en Hegel, sin embargo, se traduce en parte en una escisión interna en la formación de la autoconciencia y en parte en una separación de la sustancia social que constituye al individuo. La reificación y extrañamiento producida por la emergencia de la autoconciencia inaugura dos formas de escisión que dan lugar a las dos formas de alienación como extrañamiento y como enajenación.

De Hegel parten todas las concepciones de la alienación que se orientan hacia una fenomenología o experiencia de extrañamiento o exilio de sí basadas en la objetivación que se enfrenta a la subjetividad productora. En un primer sentido, la alienación enfrenta al individuo con la otredad tanto de la realidad como de la sustancia social. El agente deviene así auto-alienado . Es una condición del Espíritu a la que Hegel dedica una sección entera de la Fenomenología: «El Espíritu extrañado de sí mismo. La cultura». En un segundo sentido, tiene algo de renuncia en pro de lograr una unidad: es una renuncia o rendición que recoge la idea de contrato social de Rousseau, por cuanto el individuo deja de ser independiente. En este sentido es una noción positiva. Marx, sin embargo, hace una crítica radical de la concepción hegeliana a través de la crítica radical en los Manuscritos económicos y filosóficos de 1844. Una resignificación que madura en sus obras posteriores sobre el capital. Marx toma la noción de alienación de Hegel como extrañamiento y como enajenación y las sitúa en el marco del trabajo asalariado en tanto que forma particular de producción bajo el capitalismo. Para Marx, no puede hacerse abstracción de la condición histórica en la que el ser humano transforma la naturaleza mediante su agencia y también se autotransforma con ello:

¿En qué consiste, entonces, la enajenación del trabajo? Primeramente, en que el trabajo es externo al trabajador, es decir, no pertenece a su ser; en que en su trabajo, el trabajador no se afirma, sino que se niega; no se siente feliz, sino desgraciado; no desarrolla una libre energía física y espiritual, sino que mortifica su cuerpo y arruina su espíritu. Por eso el trabajador sólo se siente en sí fuera del trabajo, y en el trabajo fuera de sí. Está en lo suyo cuando no trabaja y cuando trabaja no está en lo suyo. Su trabajo no es, así, voluntario, sino forzado, trabajo forzado. Por eso no es la satisfacción de una necesidad, sino solamente un medio para satisfacer las necesidades fuera del trabajo. Su carácter extraño se evidencia claramente en el hecho de que tan pronto como no existe una coacción física o de cualquier otro tipo se huye del trabajo como de la peste. El trabajo externo, el trabajo en que el hombre se enajena, es un trabajo de autosacrificio, de ascetismo. En último término, para el trabajador se muestra la exterioridad del trabajo en que éste no es suyo, sino de otro, que no le pertenece; en que cuando está en él no se pertenece a si mismo, sino a otro. Así como en la religión la actividad propia de la fantasía humana, de la mente y del corazón humanos, actúa sobre el individuo independientemente de él, es decir, como una actividad extraña, divina o diabólica, así también la actividad del trabajador no es su propia actividad. Pertenece a otro, es la pérdida de sí mismo.

La alienación del trabajador, según Marx, se produce en cuatro dimensiones. En primer lugar, el trabajador está alienado respecto al producto de su trabajo, que deviene en un objeto ajeno que tiene poder sobre él. En segundo lugar, no ya respecto al producto sino a la producción misma, al trabajo en sí que percibe como algo que le daña: «el trabajador solo se siente en sí fuera del trabajo, y en el trabajo fuera de sí».  En tercer lugar, el trabajador se encuentra alienado en relación con lo que Marx denomina su ser como especie o ser genérico (Gattungswesen) por cuanto no se realiza el modo humano de relacionarse con la naturaleza a través de la percepción, la orientación y la apropiación del objeto de su acción y conocimiento. En cuarto lugar, el trabajador se encuentra alienado con respecto a otros seres humanos, pues la mediación del trabajo asalariado no como seres sociales sino como partes de la división social del trabajo o como partes de la máquina de producción.

Es preciso notar que el análisis que Marx realiza de la alienación del trabajo asalariado se contrasta con lo que él considera la esencia del ser humano como ser-especie capaz de agencia, de la que el trabajo manual es solamente una modalidad de algo más amplio que define la identidad humana. Sostiene Marx que «De esto resulta que el hombre (el trabajador) sólo se siente libre en sus funciones animales, en el comer, beber, engendrar, y todo lo más en aquello que toca a la habitación y al atavío, y en cambio en sus funciones humanas se siente como animal. Lo animal se convierte en lo humano y lo humano en lo animal.»  Lo humano, sostiene Marx, lo que eleva a los seres humanos sobre los animales, es que están dotados de necesidades y capacidades. Las necesidades van más allá de las meras funciones biológicas, constituyen un mundo de deseos. Las capacidades son, en primer lugar, capacidades de relación con la naturaleza: percepción, bajo cuyo rótulo estaría la forma de pertenecer a la naturaleza que es la sensibilidad; la orientación, que es la capacidad de situarse encontrando patrones, lugares y valores; y la apropiación que corresponde a la capacidad de realizar los deseos, lo que llamamos agencia. En este sentido, la apropiación abarca tanto lo práctico como lo epistémico y teórico. En las tres dimensiones del ser-especie existe un extrañamiento entre la subjetividad y el objeto. La cuestión es cuándo estas relaciones que definen la agencia humana sufren alienación y por ello determinan un marco injusto en el reparto de la sensibilidad y de la agencia, para usar la extendida expresión de Jacques Rancière.

 En tiempos posteriores del marxismo, la alienación fue un concepto que desapareció hasta que fue reivindicado por Lukàcs en Historia y conciencia de clase, aunque lo hace como «reificación» y toma como punto de partida más a Hegel que a Marx. El descubrimiento de los Manuscritos significó un renacimiento del término que influyó poderosamente en el marxismo posterior y en otras filosofías de inspiración hegeliana. En la transición del XIX al XX, los padres fundadores de la sociología habían considerado conceptos muy cercanos como marcas de los procesos de modernización que afectaban a las sociedades bajo la égida del industrialismo y la urbanización. Durkheim habló de «anomia» en La división del trabajo; Simmel, en Filosofía del dinero habló de «despersonalización» de las relaciones sociales; Weber, en Economía y sociedad, de «burocratización». En la postguerra a la II Guerra Mundial se extendió, por influjo de Heidegger y su idea de la «inautenticidad», una concepción básicamente existencial de alienación. Marcuse, en Eros y civilización la considera una condición ligada a la propia noción de trabajo, que solamente desaparecerá con la abolición del trabajo; Erich Fromm, en Marx y su concepto de hombre lo psicologiza como una experiencia de la enajenación de sí mismo; Sartre, en la misma ola neohegeliana y heideggeriana, lo considera una suerte de condición humana irredenta. La sociología americana de los años sesenta despolitiza el concepto y lo lleva al terreno de la inadaptación individual a las condiciones de la sociedad moderna. El estructuralismo francés rehusó utilizarlo y lo consideró como un resto hegeliano de Marx que habría que olvidar en favor del Marx más maduro. Sin embargo, los agitados años sesenta lo trajeron de vuelta. Guy Debord, en La sociedad espectáculo lo extiende desde el ámbito del trabajo al ámbito del consumo en tanto que éste sería el modo básico de reproducción capitalista en la sociedad del capitalismo avanzado; en la misma línea, Baudrillard, en La sociedad de consumo, lo entiende como una extensión de la lógica de la mercancía a todos los ámbitos de la vida.

En este sentido, la filosofía marxiana contemporánea ha vuelto a unir la idea de alienación con la de fetichismo de la mercancía, fundamentalmente a través de una revalorización de los Grundisse y del publicado tardíamente «Capítulo VI» del tomo I de El capital, donde se unen ambos conceptos. Partiendo de estos textos, fue un concepto que sobrevoló el operaísmo italiano de los años setenta (Franco “Bifo” Birardi, The Soul at Work. From Alienation to Autonomy, 2009) y está volviendo en las lecturas más amplias del marxismo basadas en la teoría del valor como las que realizó el grupo alrededor de la revista alemana Krisis,  y la del seguidor de Guy Debord Anselm Jappe.  Clara Ramas (Fetiche y mistificación capitalistas. La crítica de la economía política de Marx, 2018) ha desarrollado recientemente una lectura de los conceptos básicos marxianos en donde la mistificación y el fetichismo de la mercancía definen la categoría de trabajo asalariado en una visión que permite una reinstauración de la centralidad del concepto de alienación.

En la otra línea fenomenológica, La socióloga alemana Jaeggi, (Alienation 2014) desarrolla el concepto considerándolo como un marco explicativo aún necesario de una forma de vida incapaz de hacerse con la propia biografía. En esta reivindicación de la lectura existencialista, están los infinitos textos del germano-coreano Byung Chul Han, quien ofrece análisis fenomenológicos interesantes mezclados con superficiales apelaciones al neoliberalismo, y que merece leerse con todas las precauciones con que se leen los best-sellers. Mucho más interesante es el largo y profundo trabajo del post-foucaultiano Richard Sennett, quien en varios libros, sobre todo en La corrosión del carácter, realiza un análisis entre sociológico y fenomenológico de la vida contemporánea imprescindible. En esta misma línea, varios textos recientes de autores españoles son reivindicaciones del concepto aún si no lo usan explícitamente: Jorge Moruno (No tengo tiempo), Alberto Santamaría (En los límites de lo posible); Luis Enrique Alonso y Carlos Fernández (Poder y sacrificio); en cierto modo Marina Garcés (En las prisiones de lo posible), y Santiago López Petit, uno de los pocos herederos en España del operaísmo en su texto Hijos de la noche.

La virtualidad de la vuelta al concepto de alienación es que permite reunir las dos tradiciones marxista y fenomenológico-existencialista en el diagnóstico de la condición humana del presente. Y permite explicar también por qué se separaron innecesariamente.