sábado, 19 de junio de 2021

La vida social del trabajo


 

Fregar suelos, escribir códigos, cuidar ancianos, responder llamadas, redactar informes, vigilar empresas, investigar virus, traducir folletos de instrucciones, reparar cañerías, enseñar a leer, diseñar interiores, conducir autobuses urbanos, montar conciertos, vender viajes.

El trabajo cansa. El trabajo no va a desaparecer. El trabajo lo harán las máquinas. Las máquinas harán máquinas. El trabajo va a desaparecer. 

El viejo neoliberalismo que derrotó las aspiraciones de tantos movimientos industriales, campesinos, sociales de los años sesenta y setenta, ahora mismo es una ideología perpleja ante las transformaciones que induce la automatización, a la que responde con el mantra de "tendremos que adaptarnos" o, peor aún, extiende utopías transhumanistas como remedo de las utopías neoliberales del piso, los ahorros, los viajes y una familia. Como ideología, además, no encuentra sino impotencias de respuesta ante el cambio climático y el agotamiento de los recursos. No puede prometer pobreza generalizada, que arrumbaría su contenido utópico y no puede prometer una solución de mercado, que la pandemia ha mostrado ya incapaz de solventar los problemas de bienes y males comunes. 

La alternativa ecosocialista al neoliberalismo tiene otros problemas, no menores, para pensar un mundo en transición a una pobreza común, socializada, sostenible, que no desemboque en formas de fascismo nuevas y poderosas. Distopías como 1984 o Mad Max son compatibles con una sociedad empobrecida bajo condiciones de escasez. Las utopías locales de vuelta a economías campesinas basadas en la independencia "off-the-grid", de cabañas, gallinas y huerta familiar, bases para una suerte de neo-libertarianismo no libertario, de preppers en sociedades ecológicamente ricas, no son menos ominosas y amenazantes. 

Volver a pensar el carácter social del trabajo más allá de su carácter de mercancía.

“ Marx afirmó: cada vez que imaginamos un cambio que vamos a introducir en nuestro entorno, confirmamos en nuestra propia mente que nosotros, y todos los demás humanos, tenemos cierto margen de libertad para moldear nuestro ambiente. Cuando realizamos ese cambio, lo hacemos por medio de la actividad social. Da igual si trabajamos en un molino de viento, en una fábrica, en una base militar aérea o en nuestro dormitorio a través de una red: nuestras herramientas y lugares de trabajo son característicamente sociales. Así que, cuando trabajamos, lo hacemos en nombre de todos los demás seres humanos. «El hombre es un ser genérico —escribió Marx— [...], porque se relaciona consigo mismo como un ser universal y por eso libre». Tras combinar todas esas ideas, recalcó: «[L]a actividad libre, consciente, es el carácter genérico del hombre». Paul Mason (2019). Por un futuro brillante Barcelona: Planeta, pp. 194-195.

Saber que cada forma de trabajo está necesariamente relacionada con todas las demás: un mundo de máquinas no suprime el trabajo, lo redistribuye. Una economía en transición hacia una sociedad con menos consumo no es una economía con menos relacionalidad sino con mucha mayor interdependencia. El socialismo no es sino el reconocimiento del carácter social del trabajo como reproducción de la sociedad y de la vida, un reconocimiento que implica obligaciones morales de distribución del trabajo no menos que de los recursos. 

Las formas de solidaridad en la redistribución de recursos son variadas y están en la agenda de discusiones de los planes de sociedades poscapitalistas: renta básica universal, servicios públicos garantizados y otros muchos. Falta, sin embargo, una discusión sobre la distribución del trabajo en una sociedad a la vez en transición hacia una pobreza generalizada y con formas de automatización muy avanzadas. Debemos pensar de nuevo la trama de las dependencias de lo funcional y lo social. La automatización no solo elimina trabajos, también exige recursos y materias estratégicas y críticas. Se desplazan los trabajos que se automatizan hacia otros que se crean en la periferia. Se redistribuye el trabajo pero también el conocimiento. 

La debacle en que está sumido el neoliberalismo abre escenarios de ansiedad, de violencia verbal y de amenazas geoestratégicas a la paz. Pero también abre posibilidades muy reales de utopía que hacen visibles la interdependencia de la humanidad y de los modos en que esta puede reproducirse y sobrevivir como sociedad en un tiempo futuro. Siempre estuvo presente la misma alternativa, pero ahora es un tiempo en que se hace presente y urgente la decisión entre dos sendas: socialismo o barbarie. 

 

 

sábado, 12 de junio de 2021

Márgenes de precisión




Estos días se publicará en las ediciones de la Universidad de Zaragoza un libro homenaje a Ernesto Sosa, el filósofo de la epistemología de virtudes, al que contribuimos sus discípulos y que compilan y editan Modesto Gómez y David Pérez Chico. Sosa ha llevado el estudio del conocimiento al campo de la agencia humana. Su definición de conocimiento es la de creencia apta, a saber, una creencia que es correcta, precisa, verdadera, acertada que manifiesta la destreza del agente (precisa debido a la habilidad) tanto en sus capacidades sobre un dominio como en valorar las circunstancias en las que forma un juicio o creencia. Para explicar este aparente lío usa el ejemplo de Diana la cazadora, la figura mitológica que acierta con sus flechas no por suerte sino debido a su habilidad. En esta breve reflexión querría usar este ejemplo ampliado para tomarme en serio este ejemplo y ampliar un poco la analogía de este instrumento de caza o guerra hacia otros más contemporáneos que pueden ayudarnos a pensar cómo el conocimiento se produce en un entorno de convergencia de habilidades personales y sociales con artefactos que deben tener tantas funcionalidades como competencias le suponemos al agente. Si se me permite un ejercicio (no sé si muy correcto) de traducción entre filosofía analítica y continental, diría usando a Deleuze y Guattari que el conocimiento es una máquina de guerra e, inversamente, que las “máquinas de guerra” siguen siendo buenas analogías en su frialdad y amenaza de lo que son las prácticas epistémicas. Quine definía la ciencia como la ingeniería de la verdad, y del mismo modo podemos definir el conocimiento diario, cotidiano, común, como la artesanía de la verdad, de forma análoga a cómo las máquinas de guerra (no deleuzianas, aunque también) pueden definirse como la ingeniería de la violencia (o como Sosa emplea el arco como ejemplo de artesanía de la violencia.

Esta introducción viene a cuento porque llevo dándole vueltas a la escala y proyección de los mapas como artefactos representacionales con los que nos hibridamos o “ciborizamos” para orientarnos en los espacios geográficos, y de forma más extensa en otros espacios de lo real (pues las teorías y otros instrumentos intelectuales o prácticos funcionan como mapas de nuestras acciones y decisiones). Acertar, tanto en el dominio del conocimiento como de la acción, supone articular creencias, evaluaciones, actos mentales, con un entorno complejo de instrumentos y aparatos, algunos orientados a producir conocimiento y otros orientados a producir efectos causales. Así, quizás no sea ocioso pasar del ejemplo artesanal del arte del tiro con arco al mucho más peligroso y aparatoso de la ingeniería artillera de la guerra moderna. En el primero no necesitamos más que el arco, el arquero y sus habilidades de tiro y de observación del viento y la situación del objetivo, mientras que en el segundo ejemplo necesitamos toda una ecología de artefactos que incluyen la máquina en sí, la munición y su logística y la inteligencia que proviene de la observación, los mapas y el cálculo.

Los primeros mapas efectivos, desde el siglo XV al XVIII fueron instrumentos de navegación, viajes y, sobre todo, de planificación de imperios y conquistas. Jefferson dibujó en París, en 1783 un esbozo de lo que serían más tarde los Estados de la Unión extendiéndose más allá de los Apalaches, que habrían de convertir en extranjeros a todos los habitantes de las praderas y montañas hasta el Pacífico. Del mismo modo, el Tratado de Tordesillas había sido siglos antes, el primer documento que convertía el planeta en territorio imperial apropiable y conquistable. En el siglo XIX, los mapas bajaron de escala y se convirtieron en máquinas: máquinas de convertir territorios en mercancías o en objetivos militares. La conquista de la escala se convirtió en algo tan importante como la conquista del territorio.

Permítaseme traer aquí mis historias de mili a las que acudo por ser experiencias personales a las que di vueltas en su día y me siguen siendo de alguna utilidad en este ascenso, también de escala, de la arquería a la artillería, del conocimiento artesano al conocimiento industrial que es la ciencia. En mi tiempo de servicio militar estuve asignado a una compañía de armas de apoyo en un batallón de cazadores de montaña. Las compañías del batallón eran básicamente fusileros que empleaban el CETME, un fusil automático que disparaba munición de 7,62 mm., potente, preciso, pesado y algo aparatoso para las armas personales de hoy día, y las ametralladoras MG-38, también de 7,62, que llevaban en servicio desde su invención en Alemania en la II Guerra mundial. Armas de apoyo, por el contrario, era una compañía variada que servía, como su nombre indica, de soporte cercano, sin acudir a la artillería de campaña o a la aviación. Tenía varias secciones entre las que estaba la de morteros ligeros de 60 mm, medios de 81 mm y pesados de 120 mm. A diferencia de los fusiles y ametralladoras, que no necesitan mapas, si acaso instrumentos ópticos de apoyo, un mortero medio o pesado depende de los mapas, pues se dispara contra un objetivo que suele estar al otro lado de la parábola que traza el proyectil. Depende de los mapas y de un observador que se arriesga a acercarse al objetivo y va señalando los fallos para corregir el tiro. A diferencia de los nuevos instrumentos de precisión basados en proyectiles inteligentes y orientación por GPS y láser, el mortero es un arma primitiva, muy salvaje, que está en el origen de la artillería y que, curiosamente, no ha quedado obsoleta desde sus orígenes en el siglo XVIII.

Generalmente usábamos mapas topográficos de escala 1:50.000 del Instituto Geográfico Nacional o más precisos, cuando podíamos, de 1:25.000 de la OTAN (o los americanos, como los llamábamos). Cuando se asignaba un objetivo por los mandos, se trataba de orientarse y detectarlo en el mapa (sin quejarte por qué mapa tenías a mano), para lo que primero había que ubicar la posición propia y determinar la dirección y distancia. Hecho esto, se orientaba el tubo y se daban las órdenes oportunas, que luego se corregían según las informaciones del observador de turno. Digo que es una máquina bárbara porque el mortero no necesita mucha precisión. Se calculan los metros a los que afecta la explosión, que son unas decenas, dependiendo del calibre, y se bate el terreno, lo que quiere decir que el acierto se produce por estadística del número de disparos, a diferencia de las nuevas armas inteligentes y carísimas que seleccionan un objetivo con márgenes de precisión de centímetros. El acierto en los morteros, pues, acepta dosis muy amplias de suerte epistémica porque se confía en la cantidad y en la expansión del efecto de la metralla. De ahí lo bárbaro, pero también lo efectivo de su uso.

El epistemólogo exquisito, o su correlato de estado mayor, probablemente preferirá el proyectil inteligente y dependiente de artefactos de precisión casi ilimitada como los GPS militares y los cálculos que hace el pequeño robot en la cabeza del proyectil y sus sensores externos sensibles a temperaturas o a rayos láser. Un derroche de técnica, conocimiento, industria y logística. Gran ciencia frente a conocimiento callejero. Pero tanto el epistemólogo avisado como su análogo de estado mayor, saben que las cosas no funcionan así, que los márgenes de precisión son muy caros y que solo pueden ser traídos a cuento para objetivos especiales porque ni la disponibilidad ni los presupuestos son ilimitados. El conocimiento, como la guerra, depende de las disponibilidades económicas de una base material adecuada.

La escala de los mapas, sean los topográficos de 1: 50.000, los más precisos de 1:25.000 o la orientación por GPS no son simples instrumentos. Tienen detrás una historia de traslación, de cartografía y una base material de prácticas, triangulaciones, movimientos en el territorio, o de satélites, cohetes para ponerlos en órbita y artefactos receptores de señales. Cuando se olvida este trasfondo material, el usuario, sea persona de a pie, soldado sin galones o epistemólogo sofisticado y oficial de estado mayor, el agente se convierte en alguien que camina medio a ciegas y depende de que todo, aparatos, mapas, gente, conocimientos, funcionen adecuadamente. Se pierde agencia y autonomía. Decidir usar morteros o proyectiles inteligentes, o hermenéutica cotidiana frente a teorías sofisticadas de bioquímica o mecánica cuántica, es algo que depende de todo un entorno de disponibilidades y la decisión es en sí misma inteligente y no mecánica. La epistemología, como la guerra; la guerra, como la epistemología, solo funcionan en entornos complejos y situados. La elección de escala de los mapas no es siempre una elección libre sino que depende de las disponibilidades, pero también de la comprensión de la situación.

Dejo al lector o lectora aterrorizados por la brutalidad de mi analogía la tarea pendiente de sobreponerse y sacar consecuencias filosóficas y vitales.


domingo, 6 de junio de 2021

El tiempo de las editoriales


Cuando Virginia Woolf y su compañero Leonard Woolf decidieron cambiar el rumbo de la literatura contemporánea fundaron Hogarth Press. La industria editorial ha sido en la edad contemporánea la base material de todos las estrategias de cambio en la cultura. Las editoriales han sido a la prensa lo que la estrategia a la táctica: de nuevo, la base material de la influencia en la percepción y el conocimiento del mundo. 

El libro de Jordi Gracia Javier Pradera o el poder de la izquierda es muchas cosas: una biografía hagiográfica de este poderoso personaje, una (nueva, reiterativa) legitimación de la transición y, lo más interesante, una historia del paso del poder de las editoriales FCE, Siglo XXI y, sobre todo Alianza Editorial, al poder de El País en la modelación del pensamiento de la izquierda que participó en esta época histórica. Alianza Editorial fue, a diferencia de las múltiples editoriales a su izquierda el más poderoso agente educador de una nueva élite universitaria que habría de regir la España de los años ochenta. Fue también la toma del poder editorial de Madrid sobre el poder catalán en la industria editorial. Uno de los momentos más significativos del cierre de la hegemonía creadora de pensamiento de esta época fue la decisión de enviar a la hoguera (o lo que sea su mecánica en la industria) el fondo de Alianza, que suscitó algunas repercusiones en la prensa, ahora no recuerdo el año de este siglo. Jordi Gracia ha explicado una parte del trasfondo de la creación de esta editorial y de la confabulación de intelectuales y empresarios que llevó a la conversión de una editorial en el proyecto de transformación política más profunda contemporánea, aún más que la emergencia del Psoe con el apoyo socialdemócrata alemán y la crisis del PCE.

Está por escribir (desde mi corto conocimiento de la historiografía española) la historia e importancia de las editoriales en la resistencia al franquismo. Hay, por supuesto, muchas biografías o memorias de editores y periodistas, pero no sé cuánto trabajo de historiografía sobre las relaciones entre movimientos, partidos, grupos de influencia cultural e historia editorial. Los alrededores del Partido Comunista y del PSUC fueron bastante activos en la creación de editoriales, alguna de las cuales sigue aún activa, pero no fue la única iniciativa. Muchos otros movimientos de resistencia al franquismo entendieron que no hay cambio histórico sin cambio editorial. 

Querría dejar en esta breve nota mi recuerdo agradecido, no melancólico, de una de esas empresas editoriales: la editorial ZYX, perseguida con saña por el gobierno de Fraga hasta el punto que tuvo que reinventarse en la editorial Zero. No puedo aportar los datos que me gustaría en parte por desconocimiento y en parte por mi mala memoria de nombres y caras. Tal vez alguien lea estas líneas y me ayude, nos ayude, con datos, fechas, nombres y episodios.

ZYX fue una creación de los militantes de la HOAC (Hermandad Obrera de Acción Católica) que tenían una sensibilidad mayor hacia el pensamiento libertario. Con el triunfo franquista y la represión, la resistencia se reconstruyó de muchas formas, una de ellas fue la integración en las organizaciones sociales de la Iglesia, que sobre todo después del Concilio Vaticano II se abrió a una acción política notable: la Acción Católica tuvo ramas conservadoras que formaron a una parte de las élites del franquismo no falangistas o del Opus, pero otras ramas como la JOC, la JEC y, sobre todo la HOAC sirvieron de refugio y lugar de resistencia. En particular, en la HOAC encontraron acomodo en la posguerra personas de sensibilidad o militancia directa anarquista, provenientes de la CNT. La editorial ZYX fue una creación de estos militantes.

ZYX fue siempre más que una editorial. Una parte suya era el trabajo editorial tradicional de distribución en librerías, otra parte, la más importante era la cobertura frágil de una militancia que fue tomando una conciencia política creciente desde la segunda mitad de los sesenta hasta la transición avanzada. La venta de libros en puestos de la calle era uno de los medios para contactar con la literalmente "gente de la calle" que se animaba temerosa a acercarse al puesto y entablar conversación. La base militante de la editorial tenia entre una de sus varias obligaciones esta tarea en parte comercial y sobre todo conversatoria. No era una tarea sencilla, siempre bajo la vigilancia de la temida Social, pero recordaba (y así se recordaba) las tareas de la prensa proletaria del siglo XIX y XX. 

Entre la cobertura de la HOAC y los puestos de la calle, la editorial ZYX-Zero fue creando una línea de pensamiento que primero tuvo un carácter entre obrerista y cristiano-libertario, muy cercano al sindicalismo revolucionario francés y muy unido al movimiento de los curas obreros de los años sesenta (prácticamente todos en el marco de la HOAC y de ZYX, excluyendo algunos más próximos al comunismo). En los años setenta, la militancia fue creando una sensibilidad política creciente y creó una red de contactos estrecha con los grupos autonomistas italianos y algunos movimientos revolucionarios latinoamericanos como el MIR y otros grupos. El libro que aparece en la ilustración de arriba fue la forma editorial del documento declaratorio de la constitución de esa militancia en un movimiento que se llamó Liberación, y que no aparece en las historias porque uno de sus principios era no firmar ningún panfleto ni declaración propios sino participar únicamente en movimientos unitarios de barrio, empresa o universidad. Solo tardíamente se editó un boletín con ese nombre. Constituyó una corriente o sector dentro de la HOAC que terminó creando tensiones internas y rupturas dolorosas. 

Es una historia por contar, como muchas otras, que hoy quería recordar aquí porque por estas fechas,  1971, además de mis exámenes de Preuniversitario e ingreso en la universidad fueron también las de mi acercamiento e integración en esta editorial y en el movimiento asociado. Pero sobre todo quería recordar el aspecto material de las tradiciones de resistencia. La militancia de aquellos años tenía un componente organizativo y verbal, de montaje e intervención en conversaciones, asambleas y movimientos y un componente material, más tedioso pero más importante: buscar locales, crear materiales, editarlos abiertamente desafiando a la censura o clandestinos (pasarte tardes en la multicopiadora o la vietnamita) desafiando a la policía, trasladando los papeles, haciendo buzonadas. 

Ojalá haya historiadores por ahí que se animen. En unos años habrá que hacer la historia de las iniciativas menos materiales: páginas, blogs, etc., pero la historia editorial debería ser ahora una de las obligatorias tareas de alguna editorial aunque solo sea por autoconciencia de su importancia histórica.