sábado, 25 de julio de 2020

El mundo no es suficiente





Non sufficit orbis fue uno de los lemas de Felipe II. Plutarco, en sus Moralia (Sobre la paz del alma, 4), adscribe el origen de la expresión a un lamento de Alejandro Magno en respuesta a su filósofo de cabecera, Anaxarco de Abdera, un seguidor del atomismo, quien le había comentado que Demócrito y Epicuro creían en la infinidad de mundos: “Alejandro lloraba al oír a Anaxarco hablar sobre la infinitud de mundos y, cuando sus amigos le preguntaban qué le sucedía, dijo: “«¿No es digno de llanto el que siendo infinitos los mundos aún no hayamos llegado a ser los amos de uno solo?»”. Paul Eluard, en su carta a Teofrasto Bombasto de Hohenheim recorta las infinitas ambiciones de Alejandro y Felipe II con su famosa frase: “hay otros mundos, pero están en este”.

El concepto de mundo está en el corazón de la metafísica. Se opone en la tradición occidental tardomedieval a Dios, el creador, y al alma, a la mente más tarde, como aquello que no puede estar en el mundo porque no es material. Esa misma tradición concede al ser humano el mundo como si fuese una finca para recrear o terminar la acción divina. El ser humano, algo intermedio entre el animal y el ángel, imagen del creador, ordena y domina el mundo. Mario Bunge, en su Tratado Básico de Filosofía (vol. 3, Ontología I) define el mundo como un monoide libre, es decir, una estructura algebraica formada por sus constituyentes, las cosas, y por ello equivalente a la realidad. Wittgenstein, con razón, saca una consecuencia inevitable de esta concepción: “El sujeto no pertenece al mundo, sino que es un límite del mundo.” (Tractatus 5.632).

Se ha observado numerosas veces que, en esta concepción, que separa sujeto y objeto, está implícita la forma de la historia que lleva al Antropoceno, a un mundo que pertenece al ser humano, no al que el ser humano pertenece. Hace un siglo, casi un siglo, comenzó una revolución metafísica en la que aún estamos. Un primer paso en el proceso fue la noción de “mundo” por la que aboga Ser y tiempo de Heidegger. El mundo no puede ser concebido como una entidad separada sino como lo que hace posibles y disponibles las cosas que dan sentido a la existencia. El dasein, ser cuya existencia se define por ser en el mundo, no puede distanciarse de él. El mundo está formado por todo lo que está a mano, por el equipamiento sin el que se hace imposible la existencia. La objetivación, la distancia que convierte las cosas a mano en objetos solo se da cuando algo funciona mal, como las gafas que se rompen.  La noción de mundo en Heidegger no se distancia mucho de las formas de vida y lo cotidiano que propuso Wittgenstein como el suelo desde el que pensar.

Un par de años después de publicar Ser y tiempo, en Los conceptos fundamentales de la metafísica. Mundo, soledad, finitud, Heidegger aclara un poco más su noción de mundo: “la piedra es sin mundo, el animal es pobre de mundo, el hombre configura mundo”. Es una teoría comparativa muy influida por la biología de su tiempo. Heidegger se embarca en un análisis conceptual que tiene sentido en el marco de la discusión entre el vitalismo y el mecanicismo sobre qué es un organismo y, sobre todo, sobre la relación entre organismo y medio ambiente, que había propuesto von Uexküll (Ummwelt), dando origen a la moderna ecología.  El ser humano está en el mundo, como están los animales pero no los minerales, en un entorno con el que interactúan: lo que les ocurre dentro se explica por su relación continua con el medio. El apotegma de Heidegger establece las diferencias entre los tres reinos. La diferencia de los humanos está en que ellos “comprenden” el mundo y lo configuran, producen posibilidades. Al final, Heidegger no está tan lejos metafísicamente de Marx: comprensión y producción son las formas bajo las que se da la vida humana.


En paralelo, un par de décadas más tarde, Merleau-Ponty llevó a cabo un nuevo paso en el abandono de la idea de lo mental como algo separado del mundo. A diferencia de Heidegger, piensa con más profundidad y radicalidad en los componentes corporales de la interacción entre la mente y su mundo. Los restos de idealismo que aún quedaban en Heidegger se disuelven: percibir y actuar no se diferencian, se co-elaboran. Las ideas de Merleau-Ponty fueron recogidas por James J. Gibson y Eleanor Gibson quienes propusieron en los años sesenta y setenta una concepción de la psicología revolucionaria que sólo en los últimos años ha ido produciendo sus frutos. En su tiempo era dominante la idea de la mente como información y el cerebro como la máquina húmeda que procesaba dicha información. Los Gibson consideraban que la mente es el modo en que describimos cómo los organismos se adaptan a un medio en el que encuentran posibilidades de supervivencia en sus propiedades físicas. El realismo ecológico de los Gibson dio un paso más en la idea de mundo: está formado por el conjunto de lo que llamaron affordances, una palabra intraducible que denota las propiedades físicas del medio que pueden convertirse en modos de acción.

Manuel Heras-Escribano, en su magnífico estudio The Philosophy of Affordances (Palgrave, 2019), ofrece un ejemplo luminoso que explica todo lo que los Gibson querían decir con la co-evolución y conformación de la percepción y la acción, del organismo y las affordances del medio. Pensemos en una copa: solamente los animales con un pulgar opuesto y prensil pueden percibir una copa como algo que puede agarrarse. Los humanos estamos en el mundo percibiendo posibilidades de acción y producción. Percibimos aquello que podemos agarrar, manipular,…

La noción de mundo como lo opuesto a la mente (y a Dios), que había comenzado a desmoronarse con Spinoza y que Heidegger había convertido en una ruina, pero aún llena de muros sin caer, que había comenzado a rehacer con su proyecto de “construir, habitar, pensar” estaba siendo completada por el realismo ecológico y la contemporánea psicología enactivista radical. Pero aún seguía en pie la distinción mente-mundo basada en una concepción romántica de los organismos como conjuntos bien ordenados de órganos.

El último de los pasos en esta transformación del “mundo” lo está dando una visión aún más radical de la concepción ecológica, ya no en la psicología sino en la fisiología de lo vivo. Los organismos son más que artefactos de un demiurgo o de la evolución. Son Holobiontes, ensamblamientos contingentes y en diversos grados de cohesión de tejidos y de bacterias y virus. No puede distinguirse ya el mundo externo del interno sino por la escala en la que hagamos la distinción. La última de las pandemias, la del covid19 que estamos sufriendo, nos muestra a los humanos (como antes a otros organismos huéspedes) como un entorno de affordances para esos nano-robots de ARN y proteínas que son los coronavirus. Explotan con eficiencia las células humanas, aunque a veces, como ocurre con algunos organismos, su acción sea excesiva y produzca la muerte del huésped. Los coronavirus, por su parte, son affordances para la acción tecnológica de producción de variantes que llamamos vacunas, que transformarán una parte del mundo económico y político y permitirán reconfiguraciones de las geoestrategias.

El mundo no es suficiente: necesitamos mapas y escalas. En una escala pequeña somos ensamblamientos de seres vivos que mantienen su identidad por un tiempo. En una escala mediana, somos historias, recuerdos, planes y afectos que crean entornos intermedios. En una escala aún mayor, somos una especie que, como el covid19, está produciendo sobrerreacciones en nuestro entorno huésped, el planeta Tierra, poniendo en peligro la supervivencia de un ilimitado número de especies incluida la propia especie humana.

Heidegger era aún un romántico con ciertos restos de idealismo. Era también un filósofo y, a pesar suyo, un humanista que creía en el programa de Protágoras: “el hombre es la medida de todas las cosas”. La escala humana, ciertamente, es la escala de los sentidos y significados, de los planes, de la vida y la muerte. Pero el mundo de los humanos es solo un mundo.

Tenía razón Paul Eluard. Tenía razón Shakespeare: “Hay más cosas en el cielo y la tierra, Horacio, que las que sospecha tu filosofía.” Hamlet, Acto 1 Escena 5

sábado, 18 de julio de 2020

Biografía social de las cosas




La lana circulaba por ni niñez por sendas ajenas a los caminos del mercado. Digo la lana porque ese era el material comprado en la mercería para emprender a continuación largos relatos de transformación en prendas de abrigo que acompañaban las vidas mía y de mis hermanos. La economía de mi familia era solo parcialmente monetaria. Mis padres, maestros rurales en una aldea en la montaña de Gredos en los años cincuenta, intentaban criar a sus cinco hijos y pagar los costosos gastos médicos con imaginación y agotadores jornadas. Tras las horas de escuela, por las que recibían un escaso salario ("pasar más hambre que un maestro de escuela" se decía), comenzaba su segundo trabajo, impartir clases de permanencias pagadas con dificultad por las familias del pueblo, para complementar la formación a la que la escuela no llegaba y preparar a los niños que habrían de estudiar para la secundaria, o llevar sus estudios a distancia ("por libre", era el término). El trabajo comenzaba a las nueve de la mañana y acababa a las nueve de la noche, cuando los mayores (hablo de mis cuatro y cinco años) nos sentábamos después de cenar a devanar las madejas de lana que se convertirían en ovillos que, a su vez, mi madre convertiría en sus ratos libres en jerséis. Los jerséis eran objetos, artefactos, cuya vida se extendía por años y circulaba por nuestras vidas por complejos caminos. Cuando se quedaban pequeños, algo que podría suceder en meses, el jersey se rehacía deshaciendo el tejido, rehaciendo ovillos y tejiendo nuevas prendas. En el internado religioso en que pasé mi adolescencia, solía "estrenar" cada curso uno o dos jerséis de llamativos colores que había retejido mi madre con los restos de los que habían cubierto a mis hermanos más pequeños. En un mundo tan gris como el de aquellos oscuros y fríos pasillos, llevaba con orgullo (ahora recuerdo) un jersey con los colores de la bandera republicana francesa (mi madre no había caído en esa cuenta, pero los curas sí me lo hacían notar).

Pese a lo que creen los economistas de nuestros días, que sólo aprenden modelos matemáticos, es difícil saber cómo y cuándo una cosa se convierte en mercancía y cuál es la secreta historia subjetiva que lo impulsa. Esta es la lección de humildad que aprendemos en un libro que debería haber tenido un mejor destino que el que ha disfrutado. Me refiero al trabajo colectivo de varios antropólogos estadounidenses e ingleses, que se reunieron en la Universidad de Pensilvania en 1983 para descifrar el origen antropológico de la mercancía y cuyas discusiones fueron recogidas y editadas por Arjun Appadurai en 1986 con el título de La vida social de las cosas. Ha sido un libro muy citado en antropología y algo en estudios culturales, pero raramente leído por economistas, sociólogos y humanistas. Caiga la vergüenza sobre ellos. El segundo capítulo, escrito por el antropólogo de origen ruso Igor Kapytoff, "La biografía de las cosas", es sin la menor duda, el más sustancioso e iluminador.

El tema del trabajo de Kapytoff es el secreto de la mercancía: cuándo y qué se convierte en mercancía y cuándo y cómo deja de serlo. Kapytoff bebe en las fuentes de Simmel, de su Filosofía del dinero y sólo secundariamente de El Capital de Marx, quien, a pesar de su inmensa obra, tuvo problemas para entender el origen y la circulación de mercancías en las sociedades no capitalistas. ¿Qué es una mercancía desde el punto de vista antropológíco? Es algo que se intercambia por otro objeto o servicio con o sin la mediación de un equivalente como el dinero. Una mercancía es un acuerdo entre un deseo (o necesidad) y un sacrificio. Lo que se desea se obtiene a cambio del sacrificio de otra cosa que se posee. La medida del intercambio indica el valor relativo de lo intercambiado. Ese valor, el fruto del intercambio de deseo y sacrificio, es siempre un valor social y político. Es un indicador de un sistema de valores que estructura una sociedad y una cultural

Hay siempre un conflicto sistémico, explica nuestro autor, entre la cultura y el sistema de intercambio o mercantilización para definir qué es lo que en cada sociedad puede convertirse en mercancía. Por un lado, hay limitaciones tecnológicas al intercambio y a la mercantilización. Las sociedades no monetarias tienen dificultades obvias para intercambiar cosas, pero toda sociedad depende en cierta forma de su tecnología para la producción, intercambio y distribución de mercancías. Obtener cerezas en invierno, como ocurre cuando llegamos ahora a los supermercados, es fruto de la globalización, la tecnología de calor y frío y los transportes baratos, junto a toda la ingeniería financiera de nuestros días. El capitalismo es una forma económica que tiende a mercantilizar todo con un impulso irresistible. Pero la lógica de la mercantilización está presente de un modo u otro y con diversos niveles de energía en muchas sociedades aún no capitalistas. La mercantilización establece un orden de homogeneidad en el mundo: las cosas se ordenan de acuerdo a sistemas de equivalencia. Si toda cosa fuese original y no intercambiable la vida social sería imposible. Pero si todo fuese equivalente a otras cosas (la lógica de la fetichización de la mercancía que estudió Marx) la vida social también sería imposible.

La cultura es la encargada de definir históricamente qué es lo intercambiable y qué no. La cultura saca del mercado objetos y prácticas que se convierten en sagrados, o de un valor incalculable y no pueden ser intercambiados. Así, por ejemplo, la modernidad política y filosófica puede ser estudiada como un largo proceso por separar cosas y personas desde el punto de vista de su conversión en mercancía. La Guerra civil americana, por ejemplo, una guerra que posiblemente esté aún por terminar, es un acontecimiento en esta historia de la división de cosas y personas. Estaba en juego, en parte, qué era lo admisible en la mercantilización. Desde el lado de la Confederación, se aprobaba la mercantilización de personas, que dejaban de serlo para convertirse en cosas intercambiables por dinero, es decir, el sistema de esclavitud. Desde el lado federal esto no era admisible, aunque sí lo era la venta del tiempo de trabajo que habría de constituir pronto el sistema industrial del capitalismo americano. Hoy todavía seguimos discutiendo estos límites: la sangre humana es algo admisible como mercancía en Norteamérica, pero no en Europa. Tampoco los órganos para transplantes, un negocio que nos parece horrible. Pero seguimos discutiendo si es aceptable pagar por el embarazo de una mujer para obtener un hijo por otra pareja. El embarazo subrogado es motivo de arduas discusiones políticas. Lo mismo ocurre con el sexo: ¿pueden intercambiarse servicios sexuales por dinero? ¿Es aceptable vender nuestro tiempo de trabajo bajo la forma de contrato a una persona? ¿Debería, por el contrario, desaparecer del mundo la forma de trabajo asalariado?

La antropología de las cosas, su historia social es mucho más intrincada de lo que nos parece a la gente común, e infinitamente más compleja de lo que cabe en la cabeza de un economista. El inacabable conflicto entre cultura y mercado marca la historia de un modo muchas veces oculto para historiadores y sociólogos. ¿Pueden venderse los cargos o los servicios políticos? En una sociedad democrática esto nos repugna y lo calificamos como corrupción, pero una sociedad autoritaria se ordena sobre sistemas ocultos de intercambio de favores.

Las cosas, como los jerséis de mi niñez, a veces comienzan su vida en el mercado para después salir de él. Muchas mercancías están destinadas a desaparecer en el acto de consumo, como la comida o la ropa, pero pueden tener después otra larga vida. De los seis a los nueve años, tuve un abrigo, una sola prenda de invierno, que había sido en su origen el abrigo de mi padre y que cuando ya estuvo completamente desgastado en las mangas, se deshizo y rehízo para cubrir mi cuerpo. Lo llevaba con resignación y molestia, pues era un tejido demasiado pesado e incómodo para mi cuerpo, pero no había otra alternativa. Aquél abrigo, como el capote de Gogol, tuvo una larga biografía que entrelazaba la mía y la de mi padre. El otro día, en casa de mi hermana, reparé en la máquina Singer que siempre había sido el centro del cuarto de estar de mi niñez. La máquina Singer de coser merece mucho más estudio del que ha recibido (aunque no son pocos los trabajos que se le han dedicado). Fue, en el siglo XIX, uno de los primeros espacios de liberación femenina, cuando muchas mujeres pudieron acceder a compensaciones económicas distintas al salario del marido e incluso independizarse. En el caso de mi familia, como el de tantas otras de la España pobre, era el medio de producción y reproducción de ropa fuera del sistema del mercado. La máquina misma, un día fue mercancía pero ahora ya es otra cosa, un bien preciado e invaluable de la historia de mi familia.

La cultura tiene entre sus funciones otra forma de orden que el de la homogeneización que establece el mercado. Define el orden de lo sacro, de los derechos y de lo que no puede ser intercambiado bajo la forma mercancía sino bajo otras formas rituales como  el amor y el cuidado, el prestigio o la fraternidad. Un eterno y oculto conflicto.

El libro La vida social de las cosas está traducido y es fácil encontrarlo en pdf en la red.