martes, 25 de diciembre de 2012

Kultur, Culture, culturismo





Hace unos días (21/12/2012) publicaba El Roto esta reflexión que explica muchas cosas de lo que ocurre, pero que traigo aquí sólo para pensar sobre su aplicación al campo de la cultura en general y de las humanidades en particular. Me refiero a que, tal vez, los llamados "recortes" que se aplican en todos los ámbitos culturales deberían ser pensados a través de esta lógica que tan claramente desvela El Roto.
En primer lugar, si miramos hacia atrás, con largo alcance, observaremos que muchas de las grandes transformaciones económicas desde el XVI se han articulado sobre la expropiación de lo común: continentes enteros, derechos de navegación, tierras comunes o de comunes (como ocurre en la Revolución Inglesa, que dio origen a la Revolución Industrial, como ocurre en la Desamortización española, que da origen a la burguesía española --porque, sí, las tierras de conventos abandonados de la Iglesia, que son expropiados tenían esta condición de comunes, aunque apenas productivos), el imperialismo del XIX y sus interminables guerras mundiales derivadas en el XX, la urbanización progresiva, fractal y completa del planeta, ...
La increíble rentabilidad de la explotación de lo aparentemente ruinoso es algo que han demostrado tanto el post-comunismo soviético y chino como las políticas neoliberales del mundo occidental.
¿Por qué no también en el terreno de la cultura? Pues sí, también. Es lo que Rifkin llamó capitalismo cultural. Una vía de dos direcciones: en un lado, la economía configura la cultura, en el otro, la cultura configura la economía.
La expropiación de la televisión y su conversión en espectáculo está en los orígenes de las transformaciones político-económicas del último tercio del siglo XX. No podríamos entender las políticas europeas (me refiero a ellas por ser más cercanas a quien esto escribe) sin las guerras por el espectro electromagnético y el reparto de las ondas. Inglaterra, Italia, España, son ejemplos tan evidentes que sobran comentarios. En España, por ejemplo, el bipartidismo de turnos y la configuración de grandes grupos mediáticos son fenómenos entrelazados causalmente.
Muchos diagnósticos intelectuales han pensado en este fenómeno solamente desde un aspecto del proceso. Me refiero en particular a una lista que incluye a Bill Readings (1996) The University in ruins, y que en España está representada por Jordi Llovet (2011) Adiós a la universidad. El eclipse de las humanidades, por la política cultural de El País y en general por una forma bienpensante de izquierda cultural que ha sido retratada con tanta perspicacia por Jordi Gracia en El intelectual melancólico. Se centra en el lamento por la universidad perdida y en su alegada conversión en un negocio.
Hay mucho de razón en esta queja. Estamos en un proceso de expropiación de todo el sistema educativo no porque no sea rentable, sino por lo rentable que es y será. Es cierto que, para ello, como ocurre con las empresas, con los bancos, con los hospitales y con muchas cosas, primero hay que arruinar para que la reconversión sea abordable. Pero este proceso no es el mismo y no debe confundirse con otros que comenzaron a producirse en los años 70 y que son ortogonales a lo que estamos describiendo, y que, en el caso del sistema educativo y científico se manifiesta en una mundialización de formas, estructuras, lenguas y métodos (lo llamo mundialización para resumir, pero es un sistema complejo de procesos*).
Muchas de las quejas contra los sistemas de peer-review, de "publish or die", y otros que son causa y consecuencia de la mundialización, son a veces la expresión del malestar de una universidad que había sido diseñada para crear élites burocráticas del estado nación y que ahora no encuentra lugar en un mundo en el que ha desaparecido el estado nación.
Hay una cierta relación entre los procesos del capitalismo cultural (afectivo, etc.) y la mundialización del sistema del conocimiento. La cultura, la educación, las humanidades se han hecho increíblemente rentables porque ya están mundializadas. Pero también se ha creado un nudo de tensiones y contradicciones que hacen apasionante el vivir en este mundo en estos momentos. La doble dirección de las relaciones entre economía y cultura lleva también las contradicciones en las dos direcciones. La lógica de El Capital acerca de las tensiones que crea el capitalismo se aplica también aquí. Es posible que los articulistas de El Pais no lo entiendan, pero cualquier estudiante de humanidades, con varios idiomas y buen conocimiento de los medios tecnológicos lo entiende perfectamente. Walter Benjamin lo habría entendido también, de hecho mucho mejor que algunos que lo repiten sin repensarlo.  Es la mundialización lo que hace apetecible económicamente la cultura. Pero es también la mundialización la que está permitiendo una nueva distribución de las formas de resistencia y de creación.

* Para quienes estén interesados, todavía es recomendable el informe de Gibbons, M. (et alii) The new production of knowledge. The dynamics of science and research in contemporary societies. Estocolmo, 1994

sábado, 22 de diciembre de 2012

Las ruinas de La Cartuja



Son estos los restos de un macrobotellón en La Cartuja de Sevilla, simbólico lugar de lo que fue un día la proclamación de la hiper-modernidad de España.
Estoy leyendo estos días mucha antropología para preparar mi curso en el próximo cuatrimestre "Teoría de la Cultura Contemporánea" en el Grado de Humanidades y me ha encantado y sorprendido un libro de 1996 de Penelope Harvey, Hybrids of Modernity. Anthropology, the nation state and the universal exhibition. Fue un trabajo desarrollado por esta antropóloga norteamericana en la Feria Universal de Sevilla en 1992. Es fascinante el trabajo etnográfico que desenvuelve en medio de las interminables mareas y colas de visitantes de aquella exposición, su mirada sorprendida y su distancia de sí, intentando descubrir su propio lugar como observadora en aquel contexto tan neobarroco.
 Me atrajo inmediatamente porque recuerdo bien mis sentimientos encontrados en aquellos días. No visité la Expo, me negué, aproveché aquel año para un medio sabático y para mirar desde el otro lado del Atlántico los ejercicios de exaltación de la modernidad que celebraban una especie de segundo descubrimiento histórico. Desde el otro lado, era mucho más crítica la mirada hacia la ceguera con la que se celebraba el Quinto Centenario en una oleada de orgullo neocolonialista.
Sucedió a aquel evento una década de autocomplacencia y de superficial "modernización" que, siguiendo el programa político de la Expo, llenó el país de edificios espectaculares que por contra encerraban una miseria en el interior. Museos de una ciencia que distraía sin interesar, lujosas facultades sin bibliotecas ni investigación, palacios de congresos dedicados a convenciones de comerciales de electrodomésticos, autopistas y aeropuertos a ninguna parte,...
Nunca una época representó con tanta fidelidad el papel de sociedad del espectáculo.
He visitado últimamente con alguna frecuencia la isla de La Cartuja para seminarios y conferencias en la Escuela Superior de Ingeniería Industrial y me ha hecho pensar mucho el paisaje híbrido donde aún permanece el esfuerzo de modernidad que representa esta Escuela entre los desechos y ruinas que adornan lo que fue otrora el escaparate del segundo imperio.
Tenía razón Harvey, los diseñadores de la Expo no eran conscientes de la cultura híbrida de lo moderno y no moderno que representaba todo aquello, del profundo ejercicio de barroquismo que significaba aquel esfuerzo, el mismo que en otro tiempo hizo el imperio arruinado, llenando los eriales de la península de inmensos edificios religiosos que albergaban una "modernidad" ensimismada
La imagen de los restos del macrobotellón en las calles vacías de La Cartuja me llevan a esa melancolía tan hispana de todos aquellos que se dolieron (ya entonces, los novatores) de la inutilidad de tanto esfuerzo empleado en escaparates que denuncia el melancólico soneto de Cervantes dedicado a lo que fue una versión primera de la Expo(*):

AL TÚMULO DEL REY FELIPE II EN SEVILLA (Miguel de CERVANTES)
Voto a Dios que me espanta esta grandeza
y que diera un doblón por describilla,
porque ¿a quién no sorprende y maravilla
esta máquina insigne, esta riqueza?
Por Jesucristo vivo, cada pieza
vale más de un millón, y que es mancilla
que esto no dure un siglo, ¡oh gran Sevilla,
Roma triunfante en ánimo y nobleza!
Apostaré que el ánima del muerto
por gozar este sitio hoy ha dejado
la gloria donde vive eternamente.
Esto oyó un valentón y dijo: "Es cierto
cuanto dice voacé, señor soldado,
Y el que dijere lo contrario, miente."
Y luego, incontinente,
caló el chapeo, requirió la espada
miró al soslayo, fuese y no hubo nada.

Fuese y no hubo nada.
Y no hubo nada.

(*) Fernando Rodríguez de la Flor, La península Metafísica, Era Melancólica (y otros varios libros) es el historiador del Barroco que mejor ha captado la ambigua ontología de nuestra modernidad híbrida. A él debo también el recuerdo de este soneto con estrambote.

viernes, 14 de diciembre de 2012

"Tengo un ipad" y otras declaraciones de modernidad



Continúo con las ruminaciones metafilosóficas acerca de cómo ser y estar en la filosofía de los días que corren, entre territorios que me son a la vez cercanos y distantes por razones de índole varia.
A lo largo del tiempo he pensado y escrito sobre temas que en sus días eran marginales y que luego han ido floreciendo en oleadas de más o menos moda. Escribí sobre emociones cuando era  "cosa de chicas", ahora ya es una tierra de paso obligado, luego sobre técnica, conocimiento práctico y cultura material de los artefactos, en tiempos de un milenarismo y desastrología militante que ha ido matizándose al tiempo que los verdes han pensado mejor las estrategias políticas.
Pero siempre he dudado mucho (y sigo haciéndolo) sobre el tono adecuado para temas que tienen demasiada luz artificial.¿Cómo escribir razonablemente sobre la cultura material y sobre lo que la técnica hace con nosotros, especialmente las técnicas de la comunicación y la información?
Querría apuntar un esbozo de crítica y distancia de una cierta atmósfera intelectual cuyos efluvios no siempre están localizados, pero que son reconocibles rápidamente por su aroma. Me refiero ahora a un debate o controversia entre los negacionistas (nada ha cambiado, esto ya estaba antes) y los celebratorios (esos han quedado ya obsoletos, otra vez no por favor, qué escándalo y aburrimiento...).
Sobre los negacionistas tengo que pensar con cuidado, sobre todo a propósito de un título que le he prometido a Fernando Rodríguez de la Flor para un seminario en primavera, "El tiempo perdido en/de los archivos" y que ahora me ata sin saber muy bien qué decir. Dejaré esta partida para alguna entrada posterior. Por el momento me limitaré a dar brochazos sobre lo celebratorio de las TIC en la cultura.
a) Mi mayor respeto, envidia y reconocimiento (y ocasional emulación) a tod@s l@s que han investigado en las transformaciones culturales que crean los nuevos nichos materiales. Acabo de leer una magnífica tesis de Daniel Escandell sobre blogonovela y tuiteratura que me ha enganchado. Es una de las más creativas fronteras en las que se está trabajando, y necesitamos más y más profundidad, más antropología, más filosofía, más... Nada de lo que diga va con esta corriente en la que me gustaría nadar a pesar de mis pobres dones para ello.
b) Entiendo la dificultad de pensar sobre el huracán cuando se está en su ojo. Todo lo que se diga es necesario y todo lo que digamos será efímero.
Ahora bien, ahora bien, se ha producido una especie de efecto retroactivo en ciertas provincias del comentario cultural que quizá debiéramos moderar. Me refiero a la extensión de un virus que afecta a cierta crítica y que resulta en expresiones continuas de "esto ya está obsoleto", cada vez que tratan con algún objeto cultural, lingüístico o imaginístico, de la producción contemporánea. Los más sensibles a sufrirlo son gente que no distinguiría una máquina de Türing de una lavadora o un algoritmo de la lista de best-sellers, lo que no les impide dogmatizar sobre lo in y lo out en las TIC.
El virus afecta con particular virulencia a ciertas eras (iba a llamarlas áreas, pero en mi pueblo a esos prados pequeños y usables se les llamaba eras) como la comunicación, la estética profesional o la teoría de la literatura. Son áreas/eras que por muchas razones quedaron muy atrás en las transformaciones de la modernidad y se hundieron en la cultura del archivo, pero que, por reacción, generaron una minoría de conversos zelotes de lo nuevo y enemigos de lo obsolescente.
Creo entender bien lo que pasa. Son gente que atiende mucho a lo nuevo en el territorio de la creación artística y literaria y que, por algún dispositivo que hay que examinar con cuidado, trasladan esta angustia de novedad a la crítica y el pensamiento. Los creadores sufren mucho porque en su trabajo no pueden repetir ni repetirse. Su tarea es enseñarnos a mirar de otra forma y en ese trabajo se les va la vida.
Pero los pensadores, por suerte, tenemos otros horizontes. Para nosotros, la obligación es dar sentido, interpretar, encarnar, apropiarnos. Y eso implica un continuo ejercicio de revisión, de quedarse un par de pasos atrás, de respeto al creador pero de compromiso con la senda que ya hemos recorrido.
Elijo siempre un estilo camp de apariencia (este blog) y escritura (este blog) para subrayar este territorio demodé en el que vive el filósofo. Es una traición a nuestra obligación de intérpretes el hacer de modernos.
Incluso o sobre todo si lo somos.

domingo, 9 de diciembre de 2012

Pensar con claridad


Me preguntaba en la entrada anterior por la condición de "analítico" o "continental" en filosofía. Esta cuestión  suscita generalmente una inmediata elevación de la adrenalina y la activación de ciertas pasiones que recorren casi todo el espectro de las emociones negativas. Cada parte ha elaborado un relato de la otra donde ocurren ciertos textos, se citan ciertas actitudes y acontecimientos y se desarrolla, en definitiva, un retrato de lo que no se es o no se quiere ser.
En el lado del analítico, al final, está el famoso texto del Tractatus (que un amable lector me recordaba) sobre la siempre presente posibilidad de pensar y escribir con claridad. En el lado continental se aludirá a la importancia de lo no dicho en el lenguaje, en la presencia de las múltiples voces del pasado y los orígenes de  la palabra, en sus consecuencias performativas, y, también al final, en los compromisos ontológicos nunca confesados por el otro.
Ahora bien, ¿qué es pensar con claridad? ¿qué es decir y escribir con claridad?
En el discurso analítico es fácil encontrar una respuesta en los textos académicos que encontramos en las revistas más prestigiosas: definir los términos, hacer explícitos los principios, elaborar distinciones conceptuales que especifiquen diferentes condiciones necesarias y/o suficientes, exponer ejemplos sencillos de entender y discutir, construir la posición ajena y argumentar con precisión contra sus supuestos, establecer las condiciones de validez de lo que se está defendiendo, dejar abiertas preguntas para posibles críticas ulteriores. Este esquema articulador del objeto literatio "artículo filosófico" conduce a una escritura canónica tan difícil de lograr como de leer para el público inexperto. La claridad no siempre implica facilidad de escritura y lectura.
Este estilo puede llegar a formas caricaturescas, como las que proliferan en las revistas debido al sobre-esfuerzo e impostación del lenguaje para lograr ser publicado, pero también un ejercicio de maestría literaria, como el que encontramos en algunos autores como Quine o Bernard Williams. Pero la cuestión central no es una cuestión de estilo.
Donde aparecen los problemas es principalmente en la ética de los ejemplos. Los ejemplos analíticos suelen ser ejercicios de imaginación de condiciones abstractas, a veces micro-relatos de ciencia ficción, siempre esquemas abstractos que huyen de cualquier concreción de circunstancias y personajes.
Josep Corbí, uno de nuestros mejores autores analíticos ha convertido esta cuestión en una cuestión central filosófica en su magistral libro: Morality, Self-Knowledge and Human Suffering. An Essay on The Loss of Confidence in the World (Routledge, 2012). Sostiene Corbí con toda razón que la distancia en los ejemplos, que presupone una cierta actitud de imparcialidad y alejamiento de lo personal e idiosincrásico, puede ser también ceguera moral e incapacidad para pensar la circunstancia humana. Y aboga por tomar como ejemplos materiales más densos narrativamente como los que encontramos en los grandes autores (los suyos en su libro son Primo Levi, Amèry, Celan, Dostoievsky, Musil, Alexievich, ...) o en la materia de la experiencia histórica.
La pregunta de Corbí es cuánta distancia exige la claridad; cuánto alejamiento de la circunstancia, cuánto poner entre comillas el propio carácter, cuánta indiferencia son condiciones para pensar y decir con claridad.
Y ocurre que, cuando se formula en estos términos la pregunta, uno descubre cuán cercanos están muchos analíticos y continentales en la misma actitud de alejamiento, y se observa también que muchas veces la claridad de los analíticos y la profundidad de los continentales no es sino un refugio para resguardarse de las demandas de la circunstancia.
Estamos en un tiempo en el que muchos se han convertido en predicadores de la inutilidad e irrelevancia de las humanidades. En realidad constituyen dos grupos de diferentes talantes, intereses y poderes. No es inusual que cada grupo piense en las caricaturas de analíticos o continentales para elevar la voz con insolencia y desprecio. Es nuestro deber hacer que estas voces no encuentren razones en las que apoyarse.

domingo, 2 de diciembre de 2012

Tomar la palabra y devolverla



Durante muchos años me ha preocupado un problema en filosofía: la tensión entre la estabilidad y la inestabilidad de los significados. A medida que ha pasado el tiempo y me he convertido en un lector sinvergüenza, me ha comenzado a preocupar otra constelación de problemas ligada a la división entre la filosofía analítica y continental. En el cruce de las dos preocupaciones descubro muchísimas más convergencias y temas comunes que lo que estarían dispuestos a admitir los señores de las jergas académicas. Comienzo a pensar en la intersección de estos dos problemas y en cómo muchas discusiones se pueden aclarar si nos remontamos a las cuestiones que están en el fondo. Si no hay un cierto grado de estabilidad en los significados no hay posibilidad de comunicación, no hay posibilidad de reconocimiento de unos a otros en términos de partícipes en prácticas comunes. Si no hay inestabilidad no hay creación ni transformación de la realidad (que se expresa en la transformación de los discursos y prácticas). Imre Lakatos, sobre cuya obra trabajé en mi tesis doctoral hace una infinidad de años, escribió una de las obras más profundas, antiacadémicas y divertidas de toda la filosofía contemporánea: Pruebas y refutaciones.En ella dramatiza a un conjunto de matemáticos discutiendo sobre los conceptos en matemáticas desde diversas posiciones típicas y tópicas. La tesis central de la obra es que podemos leer la historia de la cultura como la lucha entre dos actitudes: los escépticos, que tratan de estirar siempre el significado y los conceptos, y los dogmáticos, que tratan de acotar, definir y defender los significados. Es una obra más profunda y trascendente que otra contemporánea que habría de convertirse en el best-seller de la posmodernidad, La estructura de las revoluciones científicas de Kuhn. Pero así son las cosas en la academia. No se admite una obra de teatro como "obra de filosofía" (los académicos no suelen ser consistentes, pues habrían expulsado a Platón de la misma Academia por su afición a la dramaturgia filosófica).
Quine y Davidson  desarrollaron con mucha inteligencia la tensión entre estabilidad e inestabilidad: ambos llevaron la discusión a cómo las prácticas lingüísticas, en su interacción con el mundo, sufren complicadas derivas pues van cambiando de forma reticular, holística, en la medida en que hablantes y mundo van reconfigurando sus relaciones. No hay esperanza de delimitar qué está sucediendo en nuestros conceptos sin buscar los soportes sociales del significado. La estabilidad está en el centro, sostenía Quine, y la inestabilidad en la periferia. Derrida, por su parte, hizo una aportación fundamental que los analíticos no suelen tener en cuenta y que debería ser incorporada a un diálogo por ahora inexistente: que los lenguajes no comunican, sino que son sistemas inestables que están soportados por ciertas prácticas de repetición, que en la cultura humana se han materializado en la práctica de la escritura. Las palabras dependen de esta práctica más de lo que los teóricos del lenguaje estarían dispuestos a admitir. Las palabras fijan y cambian su significado porque son "repetidas" en textos que son escritos leídos y releídos a través de múltiples y diferentes contextos. Cada repetición, sostiene Derrida, recrea y cambia sutilmente el significado, creándose así una permanente inestabilidad que debe ser resuelta de algún modo.
Los analíticos desprecian la importancia de los medios materiales que fijan el significado y permiten cambiarlo. Los continentales se han vuelto adictos a la inestabilidad y no entienden bien la cuestión de cómo se estabilizan nuestras prácticas. Hay una tensión aquí entre dogmáticos y escépticos que debemos examinar con más cuidado.
Un ejemplo: últimamente, millones de personas han recorrido las calles de las ciudades españolas tomando la palabra para decir: "lo llaman democracia y no lo es". La frase es muy profunda  y plantea un problema ante el que los dogmáticos y escépticos desarrollan de nuevo su infinito juego inacabable. Hay dogmáticos de toda laya: los institucionalistas que nos han intentado educar en los últimos treinta años sobre "lo que significa democracia", que incluso ha tenido su expresión en esa asignatura de intención autoritaria que se llamó "educación para la ciudadanía" (que la derecha odia por razones contrapuestas a las que esgrimiría con más tiempo). Hay también presuntos revolucionarios del lenguaje que creen que se puede fijar el significado acudiendo a un hipotético origen filológico (Agamben es mi autor favorito de conservador dogmático que pasa por revolucionario). Enfrente de los señores del significado están los ácratas del significado para quienes poco importa lo que signifiquen las palabras pues todo lo que importa es quiénes mandan. También se equivocan al no pensar en la importancia de la estabilidad, incluso para entender la inestabilidad. Pero tienen razón en que es tiempo de extender algunos significados que habían perdido ya su función comunicativa y organizadora de la realidad. Cuando millones de personas toman la palabra es una locura pensar que los señores del significado pueden aún creer en que se pueden fijar las condiciones necesarias y suficientes que aíslen a los conceptos de la deriva de la historia. Devolvamos la palabra para que el juego de la historia siga.