domingo, 26 de enero de 2014

Los dos entierros de Polinices





Bonnie Honig, profesora de teoría política en la universidad de Brown ha escrito este maravilloso libro Antígona interrumpida. La tragedia griega y el futuro del humanismo. Lo voy deglutiendo a mordiscos, incapacitado para leerlo con tranquilidad, cegado por la luminosidad de sus referencias, comentarios y referencias. Es un libro que en realidad son dos. En el primero se desarrolla una perspectiva feminista sobre el humanismo y la política a partir de la figura de Antígona. En el segundo se discuten las lecturas más importantes de la tragedia de Sófocles para proponer una nueva perspectiva rica y llena de matices y recovecos.

Que la figura de Antígona ha sido una columna central del pensamiento político y ético occidental no es ninguna noticia. De Hegel a Lacan y Judith Butler, hay una inmensidad de lecturas de la obra. Recuerdo que en mi primera clase de Ética, en el primero de los tres cursos en los que se dividía la carrera de filosofía, después de dos años de "comunes", mi profesor, Saturnino Álvarez Turienzo, comenzó el curso haciéndonos leer Antígona. Fue un profesor a quien siempre tuve simpatía a pesar de mis lejanías políticas y filosóficas, y creo no haberle caído mal del todo aunque, como decano entonces, habría preferido no tener que haberme conocido. Eran tiempos revueltos. El caso es que su lectura conservadora de Antígona (la ley de los dioses frente a la ley de los hombres, la moral frente a la política) me distanció por muchos años de su relectura. Oía una y otra vez el mismo discurso a mis colegas, siempre introduciendo esa dosis de moralina de sacristía que tan mal llevo. Tardé muchos años en volver sobre ella. De hecho, no en serio hasta hace cuatro años cuando le dediqué una entrada de este blog: "El grito de Antígona".  Me había subido al carro de quienes veían en ella la figura de un nuevo humanismo, como relata tan bien Bonnie Honig.

Edipo, en esta lectura, es la figura del humanismo clásico, el hijo de la Ilustración que introduce la ley y la convención en la vida. Es un humanismo desgarrado, de suerte moral, de violencia implacable que niega la compasión y el amor. Edipo y Creonte son dos personajes paralelos: Edipo pierde el reino, pero conserva a sus  hijos e hijas, fruto del incesto. Creonte, el rey de Tebas, en Antígona, pierde a Hemón, su hijo, unido en la muerte con su amada Antígona. Pero conserva el reino. Son figuras patriarcales, nacidas en y para la violencia de la ley. Judith Butler, entre otras feministas, en Marcos de guerra. Las vidas lloradas, contrapuso un humanismo del duelo. De las Madres de la Plaza de Mayo y tantas otras madres a Ada Colau, la española que mejor representa la rebelión contra la insolencia de los poderosos en este momento, aquellas que levantaron la voz en la violencia para recordar la vulnerabilidad humana y la necesidad de llorar también por los otros, representarían este nuevo humanismo del duelo y la fragilidad, de la igualdad en la vida y en la soledad de la pérdida. Antígona representaría esta mirada maternal, sororal, que apela a lo que nos une: el lamento por los caídos. Bonnie Honig desarrolla con sutil precisión cómo aparece esta figura en los actos de habla de interrupción que llenan Antígona. Actos en los que se proclama la igualdad en la voz, la necesidad de irrumpir en el discurso ajeno para presentar las razones propias.  Hay muchas lecturas en la senda que resignifica la figura de esta rebelde. "Cuatro mujeres y un funeral" es uno de los capítulos más luminosos de esta revisión.

Pero Honig no está contenta. No le gustan las sacralizaciones de las figuras. Ni siquiera la de la heroína de la vida y del lamento de la muerte. Y se pregunta, en un memorable capítulo, por el doble entierro de Polinices. Un misterio que la tragedia de Sófocles deja sin resolver. ¿Quién enterró la primera vez a Polinices y esparció polvo sobre su cadáver? Nada se nos dice ni se nos niega en la obra. Pudo ser la misma Antígona. En el primer entierro habría cumplido con su deber maternal/sororal y en el segundo habría vuelto para politizar el entierro y convertirlo en conspiración contra el poder, en interrupción y levantamiento de la voz ante el pueblo contra el tirano. Pero hay otra posibilidad. Pudo ser Ismene, la hermana estigmatizada por todas las lecturas, la que estaría representando la inacción y pasividad política, la que habría sido dominada por el miedo al tirano y significaría la prudencia derrotista. O no.

Ismene es una interlocutora extraña de Antígona. Ésta la desprecia, aparentemente, y la ignora en sus alocuciones. Pero Ismene no es cobarde. Cuando Antígona ha sido condenada, se declara cómplice de aquélla ante el tirano Creontes y pide compartir la condena con su hermana. Ismene no quiere vivir sin su hermana. Ismene representa otro discurso frente al apocalipsis de Antígona. Representa la interrupción del duelo, para seguir viviendo, para seguir amando. Pero es solidaria con su hermana. Quizá también Antígona lo es con ella, sostiene Hanig, quizá todo es una conspiración para que alguien continúe, para salvar la voz de la vida ante la fuerza de la violencia. Quizá, Ismene es la otra cara de Antígona, la contrapartida de quien no elige el heroísmo sin renunciar a la resistencia.

Ismene y Antígona como voces polifónicas en un grito de resistencia. La tragedia, sabemos, es la acción bajo condiciones de imposibilidad. Y en estas condiciones los discursos se tensan hasta los límites de lo inefable, cuando parece que ya no hay rima ni razón en la asamblea y sólo queda el grito. Pero Ismene representa otra suerte de heroísmo, no la de la tarea del héroe, que acaba en su puro simbolismo, sino la tarea del seguir vivos y preservar la fuerza. Nunca sabemos lo que puede un cuerpo, pero tampoco cómo se ejerce esa fuerza. Un humanismo de voces matizadas.



domingo, 19 de enero de 2014

¿Quién sabe lo que podemos?


Nadie sabe lo que puede un cuerpo y nadie sabe lo que pueden muchos. El poder y el saber se relacionan de formas muy extrañas que nunca serán recogidas en la híbrida expresión foucaultiana de saber/poder. Hay preguntas que nunca se hacen y preguntas que aunque se hicieran no podrían ser respondidas. "¿Qué poder tienes?, ¿cuánto poder tienes?" Ni siquiera cabría devolver la pregunta intentando aclarar las cosas: "¿qué tipo de poder?, ¿poder sobre qué, sobre quién?, ¿poder para qué?". Suponiendo que  hubiese alguna aclaración para dar al interpelado, la pregunta original seguiría en pie: "¿sabes qué poder tienes?".

Desde la metafísica moderna sufrimos una terrible confusión con el poder que proviene de la fusión de dos metáforas: la metáfora de la fuerza física y la fuerza biológica (el esfuerzo). Hay metáforas que persisten por debajo de muchos cambios históricos de significado (marginalia: este hecho común es una de las grandes objeciones contra las pretensiones de las teorías históricas de los fenómenos culturales. Por debajo de los cambios persiste lo mismo). En el caso de la fuerza, parecería que la física habría resuelto los malentendidos, distinguiendo bien la fuerza, el trabajo, la potencia, la energía y conceptos relacionados. Pero resulta que el modelo físico se convirtió en el modelo de la sociedad. Desde la "física social" a la microeconomía, los economistas y sociólogos compartieron con los físicos no sólo las ecuaciones (algo comprensible, las matemáticas son de todos) sino también y sobre todo sus modelos de representar la interrelación de las fuerzas.

Pero el poder (de los cuerpos, de las personas, de las comunidades) es una relación biológica, social, política, económica, cultural y simbólica que manifiesta las más extrañas curvas y no linealidades. Nace de la complejidad, complexidad o complicidad de las cosas y de las extrañas dinámicas que generan las complejidades: emergencias, desapariciones, efectos lejanos, en general, extraordinarias sensibilidades a las condiciones iniciales. Quienes trabajan en las ciencias de fenómenos complejos (biología, clima, etc.) conocen bien estas apasionantes dificultades.

Isaac Asimov conjeturó en su saga de La Fundación, la utopía de una psicohistoria matemática que habría de predecir los fenómenos sociales. Una fundación de matemáticos se dedicaba a desarrollar modelos sociales a largo plazo. Como era listo y consistente en sus novelas, pronto tuvo que acudir a una segunda fundación ya no de matemáticos sino de activistas que intentaban que la realidad se acomodase a lo que había predicho el modelo, pues era claro que las mínimas perturbaciones producían que las sendas de la historia divergiesen rápidamente de la predicción.

Pero aún es mucho más difícil responder a la pregunta en primera persona (del singular, del plural). Si el autoconocimiento es una utopía de la filosofía de la mente, aún más lo es el autoconocimiento del lugar propio en el mundo. Es muy interesante y a la vez muy confundente el modelo de Pierrre Bourdieu en el que cada persona o grupo se caracteriza en un lugar en un espacio multidimensional: capital económico, capital social, capital cultural y capital simbólico. Parecería que si uno pudiese saber su lugar en la sociedad sabría así su poder: mirando la cartilla de ahorros, listando las amistades, coleccionando los títulos, ... Pero este modelo que ilumina muchas cosas también oscurece otras, porque no tiene en cuenta cómo interactúan las dimensiones de ese espacio y cómo cada cambio en una de ellas produce reconfiguraciones en la topografía del poder.

De todas las linealidades, la más misteriosa de todas es el poder simbólico. El cómo un gesto puede desencadenar perturbaciones en todas las demás relaciones de poder, el cómo lo mínimo puede con lo máximo. No es por casualidad que todas las fuerzas converjan en el control rápido de los actos simbólicos. Porque nunca se sabe, se dicen los poderosos.

No. No sabemos lo que podemos porque, entre otras cosas que acabo de esbozar, la pregunta no se responde en el conocimiento sino en la voluntad. No sabemos lo que podemos porque en la acción el conocimiento es sólo una parte, la otra depende de la voluntad.

Todo esto viene a cuento de  hechos simbólicos de estos días. En Burgos, la ciudad más conservadora de la región más conservadora de mi país, en un barrio de bello nombre (Gamonal es el campo donde crecen las gamonitas, una planta que en primavera desarrolla hermosas varas de flores blancas), los vecinos deciden oponerse a una de tantas arbitrariedades, corruptelas, e imposiciones de la poderosísima mafia local. Su, tan castellana, tozudez termina complicándolo todo y convirtiendo a una pequeña asamblea de barrio en un ejemplo simbólico de lo que se puede. La increíble violencia con que han reaccionado las fuerzas de orden público (no sé por qué estaba a punto de volver a escribir "las fuerzas represivas") indica la sensibilidad que tienen los poderosos a los hechos simbólicos. Pero también cómo la impresionante potencia a veces se descubre impotente ante la fuerza tranquila de unos viejos acompañados de sus nietos. No sabemos lo que podemos. Porque decir podemos no es un acto de conocimiento sino de voluntad.
El otro hecho simbólico es que mucha gente acaba de decir "podemos"

sábado, 11 de enero de 2014

La regla de la ignorancia






Mi alegato de la entrada anterior en pro de hacerle sitio a la epistemología en la democracia me ha llevado a algún intercambio de opiniones con mis compañeros Andrea Greppi y Carlos Thiebaut, mucho más expertos que yo en filosofía política y en teoría de la democracia.  Mi posición está muy influida por  el pragmatista John Dewey, quien consideraba que la democracia debería entenderse como un experimento continuo del que todos extraemos experiencia. Esta concepción no significa aplicar el método científico a la democracia, sino considerar que las virtudes epistémicas sociales (la colaboración colectiva, la capacidad de trascender la posición propia y los intereses inmediatos, el escepticismo organizado) pueden darse en muchos ámbitos, uno de ellos la ciencia, pero también la organización de la vida pública. Muchos (entre ellos mis dos contertulios) desconfían profundamente de esta concepción y sostienen que hay que preservar a la discusión democrática de la amenaza autoritaria que a veces va asociada a los usos del término 'verdad'. El argumento es que el peso de las razones debe subordinarse al peso de la opinión (se supone que expresada en votos). De otra forma estaríamos en peligro de ser colonizados por los sabios.

No voy a discutir aquí con el cuidado necesario este argumento. Es complejo y cuando me he ocupado de esta cuestión con más parsimonia de la que permite un blog he avanzado una posición deweyana radical que se resume en el eslogan de que "en la democracia todos somos expertos", y que lo que tenemos que organizar es la distribución de las voces y la capacidad de expresar el propio conocimiento (no sólo la opinión). Esta posición supone un compromiso abierto con una concepción deliberativa de la democracia que, por otra parte, comparte mucha otra otra gente y algunos teóricos influidos de alguna forma por Habermas.

En lo que me parece que  no han reparado quienes emplean el argumento de la defensa de la opinión contra el conocimiento es que tal argumento se aplica igualmente a toda concepción deliberativa de la democracia, sobre todo contra todas aquellas concepciones que creen que la vida democrática debe implicar el desarrollo de la esfera pública, de la participación activa  de los ciudadanos, que las decisiones gubernamentales no solo deben ser legítimas legalmente sino que deben intentar dar razones y convencer, y, que, en general, queremos democracia porque una vida democrática nos hace mejores, como ya expresaron los teóricos griegos.

Frente a esta concepción está la concepción de que la democracia es básicamente un conjunto de leyes y de instituciones que sólo tienen como función organizar la competencia de intereses. Esta derivación la presenta con mucha claridad el conocido jurista americano Richard Posner, un moderado conservador que mezcla una orientación pragmatista y relativista con una profunda desconfianza de toda concepción epistémica de la democracia. El argumento de Posner es que  la complejidad del gobierno de un estado y de las cuestiones globales del tiempo actual no pueden ser comprendidas por la gente no experta en lo intrincado de la política y que toda intención de discusión pública como eje de la democracia está condenado al fracaso.

Que el pueblo es ignorante y que necesita representantes que sean expertos en política es una opción muy ligada al nacimiento de las democracias contemporáneas, muy teorizada por los filósofos clásicos de la política, pero sobre todo muy puesta en práctica por las formas políticas contemporáneas. Me he quejado múltiples veces de cómo la Transición española fue sobre todo un pacto de club para desarmar toda deriva deliberativa de la democracia (siempre se dice "evitar el populismo") que impuso de todas las formas posibles, desde por el uso de los monopolios informativos (la televisión, las enormes empresas mediáticas, sobre todo las que tenían una mayor audiencia entre la gente más sensible políticamente), pasando por medidas sistemáticas de vaciar todas las instituciones de posibilidades deliberativas,  un institucionalismo en el que finalmente casi todos se sintieron cómodos, pese a su trasfondo autoritario. Incluso algunas aparentemente bienintencionadas iniciativas como la famosa asignatura de Educación para la ciudadanía no podía esconder esta voluntad de educación de la ciudadanía para desarmar su capacidad participativa (que la derecha española, siempre tan fina en sus apreciaciones, la haya eliminado solo demuestra otra vez la miseria intelectual de los conservadores españoles, que ni siquiera son capaces de entender qué iniciativas favorecen a sus intereses).

Se ha ido extendiendo tanto una reiterada secuencia de estereotipos para estigmatizar las iniciativas participativas y las concepciones deliberativas que se hace cada vez más difícil el trabajo argumental contra esta falacia del "hombre de paja": 'asamblearismo', 'populismo', etc. son acusaciones sistemáticas a todo intento de configurar una espera pública real.  Aparentemente es mucho más seria la posición de defensa de las instituciones y la ley (cierto, se  concede y permite alguna crítica a los representantes elegidos de los partidos: se insinúa que los defectos de la democracia son sólo de la 'poca preparación' de los políticos, frente a la experiencia de los juristas, economistas y científicos sociales). Pero no es cierto. Se ha formado ya una trama sin costuras en la que los intereses de los partidos, las alineaciones, muchas veces rastreras, de juristas, intelectuales, periodistas, sociólogos y economistas han creado una costra muy real que tiende a confundirse con la democracia. Solamente porque ocupan las instituciones.

No seré yo quien oponga instituciones a deliberación pública. Al contrario. No creo que haya democracia sin instituciones. Lo que hay que hacer es ocuparlas para abrir el debate, para que se conviertan en sistemas de aprendizaje y experiencia colectiva en la gestión diaria pero sobre todo en la transformación histórica. Que sea noticia alguna intervención desafortunada por lo simbólico (una zapatilla en un debate parlamentario) para ejemplificar así el peligro del radicalismo y "educar" las formas democráticas, pero que no lo sea la trama de puestos en empresas, de débitos financieros de los medios de comunicación, de lealtades pagadas en puestos a expertos legales; que no sea posible una topografía de las relaciones reales de poder que configuran los marcos institucionales, es lo que hace que se arrincone el debate a un intercambio de "opiniones" configuradas mediáticamente a ejemplo de los reality-show. Y nos muestra bien claramente a qué se ha reducido la esfera pública. Por eso resulta tan sencillo  después estigmatizar la democracia deliberativa que exige conocimiento, participación, conflicto. Quizá el honorable Posner tenga razón.

sábado, 4 de enero de 2014

espacio para el conocimiento, tiempo para el desacuerdo


Influyentes teóricos en filosofía sobre la democracia sostienen que en esta forma de organización social lo que cuenta es la opinión, no la verdad. La única teoría que admiten es la doxología (estudio de los puntos de vista, de los rituales y mitos, de las ideologías). Hanna Arendt y algunos de sus discípulos (Claude Lefort, Cornelius Castoriadis), Rorty y sus múltiples variantes, todo el post-esructuralismo basado en el tejido conocimiento/poder se encuentran anclados en la irrelevancia de la epistemología (estudio de las creencias que no son verdaderas por suerte, sino por la robustez de las capacidades cognitivas). Los argumentos que se repiten una y otra vez (al menos desde que yo empecé a leer filosofía) se reducen a menos de una media docena que, nombrados muy rápidamente serían: 1) no hay ningún punto de vista privilegiado en el conocimiento sobre el que apoyarse, 2) el lenguaje constituye el mundo, 3) el conocimiento es una construcción social, independiente de la verdad, 4) el llamado conocimiento no es independiente de la dominación y el poder,  5) todo pretendido conocimiento está sesgado por intereses de clase, género, etnia. Solo la libre confrontación de las opiniones en la esfera pública (Arendt) y la ironía y solidaridad (Rorty) pueden defendernos contra el autoritarismo de la "epistemocracia".

No seré yo quien niegue la verdad que hay en estos argumentos (por eso son potentes), ni mucho menos la necesidad del desacuerdo (al contrario, creo en una democracia como conflicto permanente, no como consensos forzados por los medios de comunicación), ni tampoco de la importancia de la distancia irónica y la solidaridad. Tampoco seré yo quien se oponga a la doxología. Estoy en una universidad dominada por la idea de eficiencia y allí explico doxología e intento argumentar sobre el poder de la cultura, sobre el poder de las narrativas, rituales y mitos, de la cultura que no es simple florero para mesas de economistas sino potencia conformadora de identidades. Pero no es menos cierto que los argumentos contra la "verdad" se aplican con mucha más contundencia a las opiniones: que la opinión puede ser manipulada; que la esfera pública es el lugar donde se han centrado las estrategias de monopolio informativo y de formación de opinión;  que la ironía y solidaridad esconden profundos imperialismos culturales; que bajo la superficial tolerancia de los otros el desacuerdo se desactiva mediante monopolios del consenso.

Preparo mi curso anual de epistemología política en Donosti y me tengo que recordar como cada año la importancia de la veracidad, de la sinceridad, de la capacidad de acierto en la conformación de la democracia (nacional, estatal, cosmopolita); que las capacidades para obtener información correcta (no por suerte, sino por habilidad investigadora) son parte constitutiva de las capacidades sociales,; que la distribución de estas capacidades es uno de los componentes centrales de la justicia (junto a otros bienes). Los espacios de producción del conocimiento se encuentran en peligro de vaciamiento. Comenzando por la ciencia, en peligro de irrelevancia y academicismo o de sumisión al secreto de los intereses de las multinacionales, siguiendo por la justicia y los órganos de seguridad pública, en grave riesgo de incapacidad para investigar la verdad, dominados cada vez más por monopolios del secreto en pro de una presunta "seguridad" que no es sino insolencia imperial, continuando por la llamada esfera pública, sometida a los monopolios estratégicos de formación de opinión pública a los que aludía arriba, terminando por ese presunto territorio de libertad llamado "internet", vigilado, controlado, lugar también estratégico de dependencia de los dueños de los algoritmos y códigos de programa.

Me tengo que recordar las verdades del barquero: que el olvido de la epistemología ha sido uno de los grandes triunfos del capitalismo de ludópatas que nos domina; que el control de la atención está logrando que no nos distraigamos argumentando, investigando, perdiendo el tiempo en lograr capacidades de conocimiento; que el conocimiento protege a los débiles tanto como la mentira a los fuertes; que cada vez son más imperiosas las reivindicaciones de espacio para el conocimiento y tiempo para el desacuerdo y la confrontación. Que ambas cosas son interdependientes: el conocimiento exige confrontación y la confrontación conocimiento.  Y que hay lugar para la esperanza: que héroes epistémicos como Julian Assange, Bradley Manning o Edward Snowden están ayudando a cambiar la opinión sobre el valor de la verdad.