sábado, 26 de septiembre de 2020

Geofonías, audiotopías, subjetividades

 




Transporte de energía sin materia, el sonido es un efecto de las ondas en medios elásticos como la atmósfera y el agua que los seres vivos dotados de sensores y redes neuronales adecuadas sintonizan y convierten en información. Reconocen patrones, anticipan conductas, reaccionan con miedo o alegría.

Una vez que llegó la vida animal, la dinámica del universo se desveló como topografía de espacios sensoriales, lo que antes era pura energía se convirtió en luz, sonido, calor y frío, tactos, olores y fragancias, sabores de la vida. Los sensores y los tejidos neuronales llenaron el universo de cualidades y fenomenología. En los simios que somos, fue la membrana del tímpano, los osículos, la cóclea, los nervios auditivos, la corteza auditiva A1. En los húmedos bosques tropicales, la cóclea adaptó su forma para reflejar sobre todo los ruidos de baja frecuencia, los más informativos en una geofonía de estridencias; en las sabanas, se adaptó a frecuencias mayores hasta alcanzar la sensibilidad humana que se precisa para discriminar los sonidos consonantes, las sordas o sonoras, fricativas u oclusivas, labiales o glotales. El cerebro simio humano creó de un espacio de ruidos, de las geofonías en que vivía, un mundo de sonidos, tiempos de escucha, paisajes sonoros o audiotopías donde nació la comprensión del significado, el miedo a los depredadores y a las tormentas, la alegría y el placer del canto y del ritmo de los golpes sobre cualquier superficie resonante. La coevolución de los tractos vocales y de la fisiología auditiva permitió una progresiva transición del lenguaje gestual, mímico, a la conversión de las señales sonoras en lenguajes verbales compositivos, con su fonética, gramática y semántica, aunque en la prosodia quedó depositada la historia de las entonaciones y gestos no verbales.

La filosofía ha centrado su foco sobre la antropogénesis en algunas zonas parciales: para el logocentrismo que reinó en Alemania, desde el Romanticismo a Heidegger, la casa del ser es el lenguaje; para otras corrientes más abiertas a lo material fue el nacimiento del “homo faber”, el fabricante de utensilios, lo que mejor describe el amanecer de la historia. Para otra tercera línea de pensamiento fueron los agrupamientos en familias, propiedad privada y estados lo que define la historia propiamente humana. Raramente se ha pensado en la cocina, la perfumería y la música como descriptores de la historia. George Bataille discrepa de todas estas genealogías al llamar la atención sobre la historia humana como una historia del exceso, de la parte maldita, de lo que no entra en el cálculo. No es el sexo, es el erotismo, no es el alimento, es la cocina, no es el miedo, es la religión, no es la violencia, es el sacrificio, no son las feromonas, es el perfume, no es la mercancía, es el don, no es el ruido y la furia, es el ritmo y la música.

Son hermosas las historias de la música como El ruido eterno  de Alex Ross o Música de mierda, de Carl Wilson, pero son también ahora necesarias las historias culturales de la música como ventanas a la historia y a la sociedad, de la música culta y la popular, de las armonías, las composiciones, las melodías, los ritmos y las danzas como expresión de la historia. Tia de Nora, en Music in Everyday Life recorre todas las dimensiones del poder de la música en la historia.

La música como forma de pensar sin lenguaje, como artificio sonoro para crear audiotopías. No hay práctica humana sin su música: la música exaltada, el batir de tambores que oculta el miedo de los soldados a la batalla; la música que construye tiempos y espacios sagrados; el canto que acompaña al trabajo, acompasa el ritmo y alivia el cansancio; la danza y la exaltación de la fiesta comunitaria; la música de la nostalgia y el sufrimiento. Estudiar las formas de la música es penetrar profundamente en las estructuras de sentimiento en la historia de las sociedades. Músicas de la diáspora, el exilio y la pobreza, como el flamenco, los sonidos tristes del duduk armenio, la copla y el tango, el blues y el punk. Músicas de la suspensión del espíritu, salmodias para el trance como el canto gregoriano o los ritmos sufíes de los derviches.

Todo tiempo, lugar y comunidad crea su música, pero es la modernidad fónica las que revuelve los sonidos y nos entrega a través de sus medios de reproducción técnica una nueva configuración de topofonías. En los tiempos posteriores al gramófono, la radio, televisión, walkman, ipods, cedés, listas de distribución, es central analizar la música como el más poderoso instrumento de creación de la subjetividad.

Foucault dejó a un lado la música al hablar de las técnicas del yo. Estaba centrado en la confesión y el examen de conciencia, y no reparó en las elecciones musicales de los sujetos que creaban conciencia a través de los medios inconscientes de las tonadas que su cerebro convertía en ritmos de sus vaivenes emocionales. Los medios técnicos contemporáneos permiten la construcción de una audiotopía personal y de grupo. El joven que se aísla en su trayecto de metro al trabajo con auriculares, el grupo de adolescentes de la esquina que se traen su cacharro de sonido, el que sube el volumen en su automóvil para proclamar su orgullo de cultura, la madre que enciende el aparato para descansar un momento y crearse un espacio de intimidad.

Ya no están tan de moda los análisis de las músicas de barrio, al estilo de los estudios subculturales de la escuela de Birmingham, pero no por ello ha dejado de ser importante la educación de la escucha musical de los otros si se pretende entender las subjetividades y la respuesta emocional de los colectivos a las experiencias de daño, explotación, sufrimiento.

La educación de la escucha, como nos está enseñando nuestra compañera Cristina Cubells, que escribe una tesis doctoral sobre ello, es absolutamente esencial en la educación. En toda, pero especialmente en la humanística. Escuchas de ritmos y ruidos nuevos, de las artes sonoras de la nueva composición musical. Escucha de los lamentos de las culturas oprimidas. Escuchas de la música de esquina, la disco o el rave donde los adolescentes conjuran su rabia. Escuchas de las heterofonías de quienes han quedado al otro lado de los paisajes sonoros dominantes. 



sábado, 19 de septiembre de 2020

La atmósfera del existencialismo

 



 En algún momento —creo recordar haber leído—  Foucault rememora  sus comienzos en una respuesta sobre su formación: “todos hacíamos como que no leíamos a Sartre”.  Ya era de mal gusto entre los jóvenes intelectuales (Levi Strauss, Roland Barthes, Gilles Deleuze, Althusser…) hablar del viejo. Demasiadas batallas del abuelo, demasiado humanismo, demasiado historicismo, el pollo estaba hundido en el lodazal de Hegel.

No es que el personaje sea especialmente simpático: sucio, rijoso, alcohólico, machista, empeñado en sus últimos años en pasar a todos por la izquierda, justificando el estalinismo, los atentados indiscriminados de Septiembre Negro, … Simone de Bouvoir, quien mejor le conocía, también es su mejor retratista.  Quizás sus novelas no sean nada del otro mundo, comparadas con la nueva literatura francesa del momento. Pero El ser y la nada, Cahiers pour une morale  y Crítica de la razón dialéctica son tres libros sin los que es muy difícil entender algunos de los giros que ha ido dando la filosofía cuando el estructuralismo y la posmodernidad (una era de no saber qué hacer con el estructuralismo) han ido moderando su hegemonía cuando no mostrando sus entretelas.

Aunque las dudas sobre este autor impidan a alguien leer directamente a Sartre, no importa. Los años del existencialismo produjeron muchas otras obras y fueron vividos por mucha otra gente. Las estanterías de filosofía existencialista no están vacías. Por si se ha olvidado, habría que colocar al lado de Sartre a Simone Weil, por supuesto a Camus, su amigo/enemigo, a Merleau-Ponty, a Franz Fanon, y, pese a que ellas se hubieran sublevado con esa elección de lugar, a Hannah Arendt y a Iris Murdoch. Aun así, más que una buena biblioteca de filosofía, el existencialismo importa porque creó un clima cultural propicio para una cierta tonalidad en múltiples obras en cine, literatura, incluso en música y artes plásticas. Creó también un cierto vocabulario que se trasladó a la vida cotidiana como hermenéutica para las vidas de mucha gente en los tiempos sombríos de la reconstrucción del mundo tras la guerra mundial.

Debido a lo poco sistemático de la obra conceptual, las obras existencialistas atienden más a los análisis que a los instrumentos metodológicos para hacerlos. A diferencia de la filosofía analítica y del estructuralismo, filosofías empeñadas en dedicar el tiempo a afilar el cuchillo sin acabar nunca de extender la mantequilla, el existencialismo es sobre todo un enorme archivo de relatos sin piedad sobre las oscuras alcantarillas del alma. Pese a ello, me atrevo a seleccionar tres rasgos que formaron parte de las herramientas con las que se realizaron aquellas asombrosas películas, novelas, obras de teatro u, obras plásticas de expresionismo abstracto. Herramientas que dieron lugar a aquel vocabulario que llenó tantas conversaciones como opciones de vida. Son palabras que no ocultan su aura religiosa. El existencialismo es sobre todo la atmósfera moral de un mundo abandonado por los dioses, por lo que no hay que extrañarse de que las palabras que otras veces se oían pronunciadas en los púlpitos ahora se llenasen de un nuevo contenido ateo o de rebelión creyente contra la religión realmente existente. Estas son las tres ideas que elegiría:

Mala fe: es el término sartriano para el autoengaño como condición de existencia. Aunque el estructuralismo haya pasado a la historia de la filosofía como el autor de la muerte del sujeto, fue el existencialismo el que  se atrevió a mirar en la oscuridad de los espíritus. A diferencia del sujeto que matan los estructuralistas, una pobre construcción intelectual que llaman sujeto cartesiano, una construcción intelectual que les sirve la mayoría de las veces para evitar cualquier autoexamen, el sujeto de los existencialista tiene un cuerpo y un alma llenos de vida y con ella, de culpa y redención. Hannah Arendt no emplea el término “mala fe”, pero usa el concepto para describir a Heidegger: “un zorro que siempre cae en las trampas que él mismo ha puesto”.  La mala fe es la doble conciencia del sujeto colonizado que describe Fanon, la culpa de los personajes de Bergman o la soledad infinita de los de Antonioni; la enfermedad que corrompe el lenguaje de las criaturas de Beckett; la peste que infecta el alma en la novela de Camus. Es la condición de quien se sabe culpable y se refugia en una descripción piadosa de sí mismo. Como su nombre indica, la mala fe es el mejor término para entender por qué la actitud religiosa está ya condenada.

Encarnación: otra palabra de origen religioso, la que describe en la mitología paulina la condena del Hijo de Dios a un cuerpo humano. El existencialismo la rescata para darle una nueva vida en el cuerpo biológico y el social. Sin Merleau-Ponty, sin su fenomenología de la encarnación, no se entendería la revolución anticognitivista de la psicología y filosofía de la mente contemporánea. Se piensa con el cuerpo, no con un procesador húmedo de neuronas, sino con una totalidad que necesita estar actuando continuamente para percibir, sentir o simplemente deliberar. También Deleuze hacía como que no leía al existencialismo cuando promocionaba a Spinoza. En lo que respecta al cuerpo social, “encarnación” describe los procesos de desclasamiento de curas, monjas y militantes políticos que tiraron los hábitos (materiales e ideológicos) para vestirse los monos de las fábricas y aprender las experiencias sobre las que hablaban los libros que habían leído. “Encarnación” fue también lo que llevó a una generación de artistas y escritores a echarse a la carretera o a las sustancias prohibidas para intentar sentir algo más que la vida burguesa en la que se habían educado. La generación existencialista americana, la generación Beat, encarnó en sus destrozados cuerpos toda la ansiedad por otras formas de vida distintas al “american way of life”.

Compromiso. Sartre, Camus y Weyl coinciden en el mismo diagnóstico: no es posible esconderse de la responsabilidad de elegir. La elección es la condena de la voluntad a la conciencia. Es saberse atado por el camino que se ha tomado en aquella encrucijada. Margaret Gilbert, la teórica de la acción conjunta, lo explicará décadas más tarde al desentrañar el misterio de por qué las mínimas acciones que realizamos en común crean derechos y deberes. Si has decidido pasear con una persona, no puedes dedicar tu tiempo a mirar el móvil o atender al teléfono. Estaba en tu compromiso todo un complejo de formas de estar con otro. “Compromiso” es lo que narra los comportamientos reales de nuestras vidas más que las palabras que decimos. Es lo que expresan nuestras acciones, el juez implacable que no espera a las postrimerías del Juicio Final para determinar lo que somos. Es una palabra que formó parte del vocabulario político de otros tiempos. No se entiende la crítica al laborismo del grupo de educadores de Birmingham o de historiadores como E.P. Thompson sin esa forma de mirar a la acción política. Pero es hoy día un término central rescatado en muchas filosofías, por ejemplo en la filosofía del lenguaje neohegeliana de Brandom o en la mentada teoría de la acción conjunta de Gilbert.

Por muchas razones que tendría que desarrollar, pero que creo que están en la mente de muchos, la peste que nos habita nos ha devuelto también, aunque no lo sepamos, a la atmósfera existencialista.


sábado, 12 de septiembre de 2020

Humanismo, utopía, posthumanismo

 



¿Cómo se relacionan el humanismo y el pensamiento utópico? ¿Cómo pensar la utopía en un tiempo de posthumanismo? El posthumanismo, una forma contemporánea de humanismo, nos obliga a repensar el humanismo, a rehacerlo, hilvanarlo, recoserlo. El posthumanismo nos obliga igualmente a revisar los impulsos utópicos que aún quedan, aunque sea en el inconsciente, y a forzarnos a imaginar el futuro. Fredric Jameson, en Arqueologías del futuro (2005), un ensayo dedicado a las utopías y a la ciencia ficción (dos géneros que se entrecruzan, si es que no son el mismo) recuerda la fuerza del pasado y la resistencia a la imaginación del futuro. Las propias utopías, entre ellas Utopía de Tomas Moro, nos remiten a imaginarios del pasado (ideales de vida comunitaria conventual, en el caso de Moro, al ideal humanista de la cultura clásica greco-romana, a un cierto comunismo primitivo que venía con los relatos de los misioneros del continente recién descubierto)

Cada humanismo proyecta una sombra antihumanista, cada utopía no es sino una ventana a una distopía. China Melville, el escritor de ciencia ficción e izquierdista inglés, escribe estas luminosas palabras en su introducción a Utopía de Tomás Moro, el texto señalado como inicial del género utópico en el Renacimiento:

El impulso peligroso, la distopía en la utopía, por tanto, no se encuentra sólo en el impulso en sí, aunque ciertamente puede darse ahí, sino en la realidad: esa proximidad de la isla a la costa. Trágicos que han hecho las paces con el poder, los progresistas advierten ruidosamente contra el utopismo desde abajo (a menudo cargados de sentimentalismo hacia su propio y difunto radicalismo, y llorosos ante su nuevo realismo); a su lado, los derechistas duros y radicales del poder y la opresión sueñan sus propios sueños de la vida buena, las arcadias supremacistas. Y los que gobiernan, más poderosos y tradicionalmente menos locuaces que sus apólogos, configuran y ponen en práctica con calma sus propias utopías, en las que aquellos a los que gobiernan no tienen más opción que vivir, servir y morir. Éstos son algunos de los límites de la utopía, explorados en el ensayo complementario de ese título. Pero el hecho de que el impulso utópico siempre esté manchado no significa que pueda o deba rechazarse ni que tengamos que predisponernos contra él. Es tan inevitable como el odio, la rabia y la alegría, e igual de necesario. El utopismo no es esperanza, ni, menos aún, optimismo. Es necesidad, y es deseo. De reconocimiento, como todo deseo, y/pese de/a los detalles concretos de sus fantasías y programas, también; y, sobre todo, deseo de mejora social sin más. De alteridad, que es algo distinto de la agotadora mentira social. De descanso. Y cuando las grietas en la historia se abren lo bastante, ese impulso puede incluso abrirlas un poco más. Melville, Ch. “Introducción” Tomás Moro, Utopía, Ariel, 2016

Tiene razón Melville en que la utopía no está reñida, al contrario, con la crítica ácida del momento contemporáneo. Las representaciones de una ciudad o un planeta diferentes no son tan importantes como develadoras de una negación del presente, de un deseo de viaje, quizás a ninguna parte, como titula William Morris su utopía. Del mismo modo, el humanismo no es, como parece haberse instalado en los estereotipos, una forma blanda de pensar, el refugio del “alma bella” romántica, que ironizaba Hegel o, peor aún, la casposa y polvorienta sala de reuniones de viejos académicos gruñones.

Desde el siglo XIV al XVII, los humanistas y las humanistas (pocas, menos, pero entre ellas Beatriz Galindo, Teresa de Ávila, Inés de la Cruz) vivieron el peligro de la crítica al poder ideológico hegemónico y sus largos brazos de terror y pelearon una de tantas batallas culturales que se han dado en la historia. La perdieron. Los dos siglos siguientes fueron siglos de intolerancia y violencia, aunque ahora identifiquemos en ellos a la Ilustración. El humanismo ilustrado es hijo de la derrota del humanismo del primer Barroco. Es, también, padre del humanismo de la revolución, el que conocemos con el término de Romanticismo, otro humanismo derrotado por la cultura del capitalismo industrial, al que reaccionó el humanismo presentándose como antihumanismo, desde Nietzsche y Heidegger al estructuralismo francés. Pero el humanismo siempre estuvo entre la imaginación resistente y la crítica negativa.

Incluso algunos de quienes han pasado como críticos de la utopía y el humanismo no han podido resistir algo más profundo que la mera representación formal de una ciudad alternativa, a saber, el impulso utópico. Marx lo desarrolla con pasión en los Manuscritos de 1844 pero más claramente aún en La Guerra Civil en Francia, escrita bajo la conmoción de la derrota de la Comuna en 1871, que el viejo socialista consideraba como el mejor ejemplo de realización utópica. Incluso Lenin, en su texto de agosto de 1917 El estado y la revolución, se deja llevar de la intuición utópica sin ninguna represión “realista:

“Nosotros nos proponemos como meta final la destrucción del Estado, es decir, de toda violencia organizada y sistemática, de toda violencia contra los hombres en general. No esperamos el advenimiento de un orden social en el que no se acate el principio de subordinación de la minoría a la mayoría. Pero, aspirando al socialismo, estamos persuadidos de que este se convertirá gradualmente en comunismo, y en relación con esto desparecerá toda necesidad de violencia sobre los hombres en general, toda necesidad de subordinación de unos hombres a otros, de una parte de la población a otra, pues los hombres se habituarán a observar las reglas elementales de la convivencia social sin violencia y sin subordinación”

Cierto que en toda utopía hay la distopía que lleva la sociedad que la sueña. Cierto que todo humanismo es un reflejo lleno de puntos ciegos de los ideales antropológicos de cada momento. De ahí el posthumanismo crítico contemporáneo, una gran llamada al abandono del antropocentrismo, que en realidad ha sido androcentrismo, econocentrismo y depredación de la naturaleza. “Humano”, como su raíz “homo” no tiene género, por el contrario hace referencia al “humus”, al barro en el que prolifera toda forma de vida. El humanismo ha girado en los últimos tiempos hacia una forma tensa de disputar las raíces de los humanos en el barro de la vida.  Las posthumanistas contemporáneas, a quienes Rosi Braidotti ha dado nombre y agrupado, representan la forma más sugestiva del humanismo contemporáneo por más que pueda sonar a contradicción: Gloria Anzaldúa, Donna Haraway, Katherine Hayles, Kim Toffoletti, Gayatry Spivak, Judith Butler y tantas otras autoras que han decidido habitar una cultura desterritorializada, nómada, en una diáspora lejos del antropocentrismo y se mueven en un campo que vagamente ha sido denominado como posthumanismo crítico.  Esta forma crítica de humanismo significa un descenso al humus, no reivindica la dignidad del "hombre" sino su indigna incapacidad de convivir con el resto de la vida e incluso con sus propias realizaciones, convertidas en mercancías o armas más que en extensiones del cuerpo y de la vida. Representan un movimiento intelectual que recuerda no casualmente al tiempo de los humanistas, quienes entre los albores del Renacimiento y el Barroco más cruel suscitaron breves esperanzas de una forma de vida tolerante, abierta, igualitaria e incluso comunista. Los vientos de la guerra, el nuevo poder de los estados y del emergente capitalismo se llevaron las esperanzas, pero no la memoria de aquel tiempo.

 

sábado, 5 de septiembre de 2020

Tras el humanismo

 



Se cumplen poco menos de setenta y cinco años de la Carta sobre el humanismo de Heidegger, en respuesta al El existencialismo es un humanismo de Sartre y poco más de veinte de Normas para el parque humano. Crítica de la Carta sobre el humanismo de Heidegger de Sloterdijk, que suscitaría una triste y olvidable polémica en los periódicos con Habermas, quien escribiría, como respuesta a Slotedijk en 2001, El futuro de la naturaleza humana. ¿Hacia una eugenesia liberal?. Las dos discusiones forman parte de una muchísimo más larga controversia sobre la dignidad de los humanos y cuál pudiera ser su fundamento y responsabilidad. Tan larga como los documentos que conservamos escritos de la humanidad, como el Mahabhárata, el Génesis o las tragedias de Sófocles.

La Carta de Heidegger es un pequeño resumen de su filosofía. Responde a la tesis de Sartre de la prioridad de la existencia y de la acción, y de paso al pragmatismo, al marxismo, al materialismo y a todo intento de relacionar lo humano con lo animal. Su respuesta es que el horizonte de lo humano es el pensar interpelado por el Ser. Sin átomo de modestia, Heidegger se declara más allá de la filosofía. La Carta termina con un párrafo de post-apocalipsis cultural:

Ya es hora de desacostumbrarse a sobreestimar la filosofía y por ende pedirle más de lo que puede dar. En la actual precariedad del mundo es necesaria menos filosofía, pero una atención mucho mayor al pensar, menos literatura, pero mucho mayor cuidado de la letra. El pensar futuro ya no es filosofía, porque piensa de modo más originario que la metafísica, cuyo nombre dice la misma cosa. Pero el pensar futuro tampoco puede olvidar ya, como exigía Hegel, el nombre de amor a la sabiduría para convertirse en la sabiduría misma bajo la figura del saber absoluto. El pensar se encuentra en vías de descenso hacia la pobreza de su esencia provisional. El pensar recoge el lenguaje en un decir simple. Así, el lenguaje es el lenguaje del ser, como las nubes son las nubes del cielo. Con su decir, el pensar traza en el lenguaje surcos apenas visibles. Son aún más tenues que los surcos que el campesino, con paso lento, abre en el campo.

Lo que Heidegger dice que hace ya no es filosofía sino una forma de lenguaje que es el lenguaje del ser: “el pensar traza en el lenguaje surcos apenas visibles. Son aún más tenues que los surcos que el campesino, con paso lento, abre en el campo”.  No hay que ser muy sutil como para reparar en que Heidegger quiere responder aquí a la tesis XI sobre Feuerbach de Marx, y con él a todos los que anteponen la acción al pensamiento. No puedo decir que me guste mucho lo que piensa Sloterdijk, pero su sarcasmo sobre Heidegger en Normas debería entrar en una antología de la ironía. El texto del entonces joven y mediático filósofo sostiene que todo esto que hace Heidegger es lo que han hecho siempre los escritores del humanismo. No otra cosa que cartas que se escriben entre sí gente que sabe leer y que cree que lo escrito salvará a los humanos de su condición caída. Filósofos que no son más que filólogos queriendo salvar el mundo como super héroes con sus redefiniciones de palabras, algo así como Agamben con máscara de Spiderman.

Tampoco puedo decir que me guste mucho la críptica respuesta de Habermas a Sloterdijk, a quien acusa de que su propuesta de “domesticación” del ser humano implicaría una suerte de eugenesia disfrazada de intervención en las líneas germinales y la reproducción de generaciones futuras.  Pero sí es cierto que el argumento de Sloterdijk, después de sus denuestos a Heidegger, es más o menos el argumento que tomarán los transhumanistas épicos como base ideológica: hasta ahora el humanismo ha sido una cultura que pretendía mejorar al ser humano a través de la educación. Ha fracasado estrepitosamente, así pues, dejemos que ahora se encargue la ciencia, que podría planificar un ser humano futuro libre de todas las lacras de comportamiento violento y del destino al sufrimiento constante.

El argumento del transhumanismo radical, épico, el de la transformación sin restricciones de las líneas germinales o de la investigación sobre prótesis informacionales en el cerebro, e incluso la “descarga” de la memoria en una nube digital, me parece uno de los más lamentables argumentos de la historia. Resulta que el humanismo, que desde el Renacimiento e incluso desde Grecia constituía la base de la educación, uno de cuyos productos es la ciencia, ha fracasado, pero la ciencia, ahora sin humanismo, podrá triunfar imponiendo a las futuras generaciones temperamentos genéticamente inscritos. No se tarda mucho en encontrar unos cuantos auto-socavamientos en este modo de argumentar. Lo dejo como tarea práctica para el lector.

Pero aún queda la cuestión del humanismo. Lo hemos tomado como una tradición unitaria, como si supiésemos a qué nos referimos, cuando de hecho a poco que escarbemos es una tradición siempre en controversia, siempre en sospecha de sí. Nietzsche y Foucault, por ejemplo, se declaran abiertamente antihumanistas, pero su concepción histórica de lo humano es quizás una de las formas más sutiles de humanismo. Lo mismo ocurre con la línea del posthumanismo crítico que representa, por ejemplo, Rosi Braidotti, que, siguiendo las críticas desde el feminismo y el pensamiento ecológico, acusa a muchos humanismos de antropocentrismo, de olvido de la vida en favor de una supuesta superioridad del ser humano y, sobre todo, de estar contaminado de androcentrismo y etnocentrismo. Pero Braidotti, como Geneviève Lloyd, como Moira Gatens, como antes Deleuze y Guatari, se declaran posthumanistas herederas de Spinoza y su reivindicación de la fuerza de la vida. El posthumanismo crítico, afirma Braidotti, no es un “post” en un sentido de “después” sino una crítica a la contaminación supremacista de toda la autorreferencia a lo que somos, incluyendo en este “nosotros” un espectro mucho más inclusivo que el de las figuras que generalmente ha supuesto el humanismo, y que podríamos resumirlas gráficamente en el famoso canon de Da Vinci.

Habermas, en su discusión con Sloterdijk, habla de la "dignidad de los seres humanos", que se basaría según sus palabras en la capacidad de auto-comprensión de la especie humana, que sería puesta en cuestión dejando libre a la ingeniería genética. Pero esta dignidad, que según nos enseña la etimología consiste en considerar que los seres humanos como tales son merecedores de algo, no puede ya ser insolidaria con la dignidad de los seres vivos. Parte de nuestra auto-comprensión es quizás el sabernos indignos de pertenecer al árbol de la vida, y proponernos recuperar el ser dignos de aquel. En esto, creo, consistiría el posthumanismo, en un ganarse la dignidad luchando por la de todos aquellos seres que no habrían cabido en el círculo que dibuja el canon de Da Vinci.