domingo, 26 de mayo de 2019

"Doce hombres sin piedad" y las emociones en la democracia








Tenía que hacer mi propio comentario ahora que estoy leyendo y corrigiendo un trabajo parcial de clase sobre la argumentación en "Doce hombres sin piedad" (Twelve Angry Men, Sidney Lumet, 1957). Me he sentido obligado e interpelado por muchos de los inteligentes textos leídos que ofrecen un poliédrico comentario de la película y de su capacidad de parábola de la deliberación en una democracia. Es muy recomendable revistar esta compañía de hombres enfadados con la mirada contemporánea de quienes hemos visto ascender y declinar el prestigio de la democracia liberal y hemos visto el declive de mujeres razonables como Hillary Clinton y el ascenso de machos enfadados como Donald Trump.

La película va de eso, de la democracia liberal, del lugar de la deliberación en ella, de los prejuicios y emociones y de la razonabilidad sensata del ciudadano medio, educado y el que recuerda los orígenes oscuros que le hicieron emigrar a un país de libertad. Reginald Rose escribió una obra de teatro con el mismo título para la CBS en 1954, el mismo año de la muerte en la cárcel  de los  judíos Julius y Ethel  Rosenberg por haber vendido secretos a la Unión Soviética. El mismo año que el Senado votó por 65 votos contra 22 una condena al senador McCarthy por haber degradado el honor del Senado por sus conductas conspiranoicas y dictatoriales que arrasaron durante una década la libertad de palabra y creatividad en Estados Unidos. La obra de teatro televisiva se convirtió en una película dirigida por Sidney Lumet y producida por Henry Fonda en 1957. Se convirtió rápidamente en una película clásica y en un icono del cine político.

Por si no lo recuerdan, es una obra que discurre en la sala donde un jurado compuesto por doce varones debe decidir el veredicto de culpabilidad para un joven portorriqueño al que se le acusa de haber asesinado a su padre. La culpabilidad implica pena de muerte y por ello debe ser decidida por unanimidad. Al comienzo se realiza una votación con once votos favorables y uno en contra, el del jurado número ocho (Henry Fonda) que expresa una duda al respecto. Así comienza una creciente tensión que enfrenta a este arquitecto tranquilo y al jurado número tres Lee J. Cobb, un irritable, resentido padre que responde con exabruptos y descalificaciones. Poco a poco el jurado número 8, que al comienzo sufre todo tipo de reproches consigue una mayoría y comienza a presionar al resto hasta que al final, desfondado, el jurado número tres acepta cambiar su voto.

Como ejemplo de filosofía política, podrían haber escrito su guión John Rawls, por su canto a la razonabilidad, o Jürgen Habermas, por su canto a la democracia deliberativa. Allí aparecen varios ejemplos de argumentos y contraargumentos que permiten examinar los entresijos de una deliberación en la que los hechos se entrecruzan con los prejuicios y las reacciones emocionales mostrando cómo pueden desmontarse las falacias. Cada jurado representa un estereotipo de ciudadano: el emigrante judío, el entrenador al que no le importa otra cosa que el deporte, el barriobajero que ha realizado el sueño americano, el viejo defensor de las tradiciones, el vendedor charlatán o el liberal ilustrado de clase media alta. Cada uno interviene en el debate con expresiones de su carácter tal como lo ha decidido el guionista. Así, su educación, lenguaje, gestos y corporalidad contribuyen a la dinámica de la controversia que ha de decidir el veredicto. El mensaje final es que la deliberación bajo las condiciones que impone la ley conduce a que salga lo mejor de los ciudadanos y produzca un resultado justo o al menos el menos injusto de los posibles.

Mis alumnos (uso el masculino inclusivamente) han visto ocasionalmente la cara oscura de la dramaturgia tal como la plantearon Rose y Lumet. En cierta forma, cincuenta años después, los estereotipos de la película permiten explicar algunos fenómenos políticos que agitan a nuestro tiempo y que han conducido al ascenso de políticas como las que representan Trump, Corban, Salvini, Bolsonaro o Abascal. Como si cincuenta años después el jurado número tres hubiese vuelto las tornas al jurado número ocho. Como si los rednecks, hillbillies, chonis y canis estuviesen rebelándose contra los pijos hipsters con títulos e arquitecto, MBA o PPE.

Es cierto: moral y políticamente, la película es dudosa en su planteamiento. Desborda de elitismo intelectualista, enfrentando la razonabilidad estoica del arquitecto educado contra la incontinencia moral y emocional, llena de prejuicios del ciudadano de abajo. Mirada desde el otro lado, el personaje de Henry Fonda, poco a poco se convierte en un acosador que emplea todos los recursos de su grupo para estrechar el cerco también emocionalmente sobre los defensores de la pena de muerte y sus débiles argumentos. De su lado está la superioridad moral, la justicia y la razonabilidad, del otro, vamos viendo, sólo hay prejuicios, desinterés por la política y palabrería. Mirada desde el otro lado, el drama de la película es una parábola de la hegemonía: la disputa por el sentido común. Al comienzo el sentido común está del lado de los que consideran culpable al acusado, al final, del lado del educado liberal. Que nos sintamos atraídos por la figura estilizada, elegante y tranquila de Henry Fonda contra el mal trajeado, gordo y sudoroso Lee J. Cobb es un instrumento eficiente de la puesta en escena. ¿Cómo no dudar de lo razonable de sus argumentos? La razón de la democracia triunfa incluso contra un torpe abogado de oficio como el que defendió malamente al acusado.

Si nos distanciamos de los dos posibles lecturas y, contrariamente al mensaje pretendido de la película, la entendemos como una expresión de una democracia agonista que enfrenta a posiciones que pretenden imponer el sentido común, podremos tal vez aprender algo sobre las dificultades que tiene la deliberación en una sociedad tensa, fracturada, enfrentada por sus prejuicios y ordenada por complejos dispositivos de poder cultural, semántico y simbólico. No funcionará la deliberación en esta sociedad si la consideramos un ejercicio bajo condiciones ideales en las que las pretensiones de validez son universalizadas y cada oponente en el discurso se pone en el lugar del otro y examina con tranquilidad las evidencias y la fuerza de las razones públicas. No. Para nada. Una deliberación bajo las constricciones de las desigualdades en el poder de la palabra y otras formas de poder solo puede conducir a que las deliberaciones así entendidas, como la película, escondan bajo la superficie de perfección lógica una despiadada lucha por el poder y diversas formas de acoso al contrario.

Una democracia radical debe ser deliberativa en un espacio agonístico donde se disputa el sentido común. Bajo estas condiciones, la lucha por la palabra, por la entrada en el espacio de la esfera pública y el reconocimiento de las propias razones, puede incluir oblicuas expresiones emocionales y torcidas expresiones que nacen de la incompetencia discursiva. Todos los fenómenos de polarización, cámaras eco, filtros burbuja, desórdenes verbales, pánicos morales y conspiranoias forman parte de la condición real sobre las que se construyen las democracias contemporáneas. Es algo más que una piadosa intención proponer diálogos tranquilos o educaciones en la ciudadanía como remedio. El aprendizaje de la experiencia colectiva, que es en lo que consiste en último extremo una democracia, implica una transformación de esta realidad de partida no por una imposición de una forma aparente de razonabilidad acosando a la otra, sino por una progresiva transformación mutua, que es en lo que consiste realmente el ponerse en el lugar del otro.

La deliberación bajo condiciones agonísticas no puede funcionar adecuadamente si no entiende las contradicciones mismas de la posibilidad de deliberar en un contexto tenso de desigualdades en el discurso.  Podríamos haber continuado la obra siendo ya nosotros jurados en la zona gris de esta realidad nebulosa. Imaginemos ahora al jurado tomándose unas cañas después del veredicto: "vale, ya hemos dejado al chico en libertad, y a lo mejor era culpable y se suma a los delincuentes del barrio. Y tú, tío listo de upper east side de Manhattan no vas a tener que sufrir la violencia en las calles, ahora incrementada por otro mas..." et cétera. La realidad brutal de nuestra sociedad continúa tras el acto bienintencionado que ha mostrado el triunfo de la razón.

Deliberar y transformar la sociedad son actos que caen o se sostienen juntos. La densidad de la esfera pública y la calidad de las deliberaciones no será nunca ajena a la densidad de los tejidos sociales y a la justicia de las posiciones de los miembros de esa sociedad. No habrá justicia sin la palabra común, sin eso que llamamos argumentar que no es sino invitar a extraer de forma común conclusiones. Pero tampoco habrá palabra común sin justicia ni resistencia al poder insolente, sin que las situaciones de opresión se desvelen en el proceso, aunque sea a través de expresiones heridas, de tormentas emocionales que la democracia ha de traducir en una disputa por el puesto común en la sociedad.




















domingo, 19 de mayo de 2019

Matar al ángel de la casa



Matar al ángel de la casa: todo ángel es terrible, pero no en el sentido que quizás le quiso dar el verso de Rilke. Los seres humanos somos y estamos en algún territorio intermedio entre la bestia y el ángel, en la zona gris que nombró Primo Levi en su experiencia en el campo de concentración, donde la víctima y el victimario confunden sus papeles cuando los que están abajo mutan en transmisores de la presión de la opresión en un cielo oscurecido por el miedo. Así somos: en un horizonte de ansiedad, tratamos de sobrevivir bajo la opacidad que nos impide ver cuántas opresiones que sufrimos son estructurales y cuántos de nuestros actos ocasionales, sumados, contribuyen a la reproducción de las estructuras de opresión. Zona gris en el campo, en la selva o desierto de la cultura, donde las jerarquías se funden y confunden. Zona gris entre la creación y la reproducción entre el capital y la miseria cultural.

Matar al ángel de la casa: es una expresión que han usado reiteradamente Rosi Braidotti y Remedios Zafra como ilustración de la necesidad de que las mujeres dejen de considerar que sus trabajos de cuidado están bien pagados con cariño. Remedios Zafra lo extiende, en El entusiasmo, a todos los trabajos que hacemos más allá de la lógica del mercado y que entran en la lógica excedente del don, ya colonizados por el nuevo capitalismo y su progresivo control de nuestra creatividad y entusiasmo. Trabajos del amor en la zona gris donde producción, reproducción y consumo se entremezclan. En el mismo sentido cabría extender la recomendación a todos los que recorremos la cultura bajo esta nueva extraña forma de prosumidores, que ya todos somos: producimos cultura al consumir (redes sociales) consumimos al producir. La división social del trabajo entre expertos y legos, entre la alta y baja cultura cada vez se difumina más al tiempo que el espacio de la cultura está cada vez más desacompasado con el ritmo de los aparatos ideológicos del estado, inventados en una era donde todavía había estados autónomos y donde las instituciones prevalecían sobre los medios y los nuevos entornos informacionales.

Matar al ángel de la casa: dejar en un desván el viejo sueño romántico del arte por el arte, la vida donada a la cultura que recibe su premio en forma de prestigio, reconocimiento, citas, ..., ojos, dice Remedios Zafra. Escribiendo o produciendo como un ángel para la comunidad de los santos. Dejando lo amateur para las tareas bajas de la vida. Matar al ángel es dar un paso más allá, en el territorio donde los ángeles no se atreven a mirar,  a donde el programa romántico de la formación del ciudadano (la Bildung que habría de educar la sensibilidad donde se reconciliarían las contradicciones) no llega porque es el reino de un capitalismo cultural que solamente se reproduce convirtiéndonos a todos en consumidores y productores de cultura. No importa la división del trabajo: la adolescente del barrio que se diseña las camisetas, el chaval que ensaya ritmos en el garaje prestado, el/a que escribe poemas o anota en su diario, becarias redactando tesis y haciendo currículo, precarios apuntode conseguir un bolo, un trabajillo para el próximo mes, jubiladxs que se apuntan a y apuntan una segunda oportunidad cultural, poseedores de capital cultural, índice-H y enorme impacto en las citas, periodistas que sueñan con determinar la historia desde su columna. Escribo estas líneas habitando también en la zona gris, entre quien escribe y quien lee, entre quien enseña y aprende, entre quien tiene un cierto, aunque mínimo, grado de poder sobre las vidas y aprendizajes ajenos y quien sufre como mucha gente las derivas de la sociedad contemporánea. Pienso en un lector, un enunciatario, para expresarlo en jerga, muy diverso: ¿quién escribe? ¿quién lee? ¿quién debería escribir? ¿cómo debería escribir? ¿quién soy yo para decirle a nadie qué leer, escribir o cómo hacerlo? Y sin embargo es también mi responsabilidad, la de transmitir y cooperar en las artes que no son solo del consumo sino que también son las de la producción.

Matar al ángel de la casa: escribir para sí/ escribir para/en otros. Usar el teclado, el boli, el rotulador o la pluma como un exceso, como algo que queda más allá del mercado de las ideas, los factores de impacto, los likes y retuits, las ventas y firmas en la feria. Escribir simplemente para saber quién es uno, para saber qué piensa uno, porque si no se escriben las palabras el cerebro mezcla las ideas y confunde las impresiones y las certezas, deja lo importante en el olvido desbordado por lo urgente. Escribir no para la posteridad ni para la humanidad. Matar al ángel de la casa. Escribir, como escribía Celaya, como respiramos trece veces por minuto, porque la palabra escrita es igual de necesaria.

Matar al ángel de la casa. Me ha tocado estos días escribir un obituario de un intelectual famoso y determinante de un momento de nuestra cultura. No lo voy a repetir aquí. Me ha tocado sumergirme en la historia intelectual y sociológica de la generación que vivió antes que yo y en los comienzos de la mía, en sus escritos, en las hagiografías y críticas, en los textos de quienes estaban a su lado o en otras orillas. Sentía mientras escribía la agonía del ángel de la historia, recordaba los hermosos versos de Paco Ibáñez: Manifiestos, escritos, comentarios, discursos/ humaredas perdidas, neblinas espantadas/ qué dolor de papeles que ha de llevar el viento/ qué tristeza de tinta que ha de borrar el agua/ Las palabras entonces no sirven, son palabras.../ Ahora sufro lo pobre, lo mezquino lo triste/ lo desgraciado y muerto que tiene una garganta/ cuando desde el abismo de su idioma quisiera/ gritar lo que no puede por imposible y calla. Así la triste venganza de la historia que desdibuja las palabras como el agua de la lluvia en el cuaderno. Solo quedan aquellos breves retazos donde la escritura se hizo sincera y trabajó las vivencias para convertirlas en experiencias.

Matar al ángel de la casa. Gloria Anzaldúa llamaba a toda mujer para que se comprara un bolígrafo y un cuaderno y comenzase a escribir todos los días. Escribir, dibujar, lo que sea. Matar el ángel romántico y apropiarse de lo que fueron las técnicas que nos hicieron humanos: escribir, dibujar, construir palabras donde sólo había quejas e imágenes donde solo había miedo. “Todo hombre es filósofo” escribía Antonio Gramsci. También toda mujer. No lo saben, pero lo son. Solamente necesitan esas leves mercancías que son un boli y un cuaderno.

Matar al ángel de la casa: el intelectual orgánico


domingo, 12 de mayo de 2019

Obituarios




Soy un lector y ocasional escritor de obituarios. Por voluntad propia o encargo ajeno he escrito alguna vez sobre personajes significativos de la filosofía que han fallecido recientemente. De hecho ahora reexamino la obra de Javier Muguerza para enviar a la revista Teorema un texto sobre ella. En estos momentos de escritura uno se sitúa en el extraño lugar del vivo que escribe sobre la persona muerta y debe revisar no solamente su biografía sino también y sobre todo la propia posición de quien escribe acerca de la persona objeto de su texto. 

Además de los obituarios formales, están también los informales: los comentarios de salón o barra sobre el personaje ido y, en la era de las redes sociales, los posts, tuits y comentarios subsiguientes ante la noticia del suceso. La razón de estas breves líneas, más etnográficas y antropológicas que filosóficas es la sorpresa que me ha causado tanto la abundancia de comentarios en las redes acerca del fallecimiento de Alfredo Pérez Rubalcaba como la intensidad del rencor que destilaban muchos de estos obituarios informales. Me sorprendieron porque todos los que leí venían del lado de la izquierda en la que el político se había situado, aunque fuese en su formato más socialdemócrata.

No voy a tratar de si estos denuestos post-mortem estaban o no justificados, ni siquiera de mi valoración de su persona, aunque había escrito un comentario elogioso en las breves horas que precedieron a su muerte. Trato más bien de hacer una reflexión sobre el acto ritual del comentario sobre el fallecido. Estos comentarios son parte de un rito ancestral en el que los vivos ordenan su memoria personal y colectiva sobre los muertos. La remembranza de la muerte es una acción reactiva básica en el mantenimiento de los lazos de la sociedad que sobrevive. Tucícides relata el famoso el famoso discurso funerario que Pericles ante el pueblo ateniense conmemorando a los caídos en las batallas contra Esparta y tratando de curar la desmoralización del pueblo. Allí, explica Pericles dos cosas: la primera, por qué alguna gente es capaz de dar su vida por la democracia ateniense, la segunda, cuál es la reacción que la democracia tiene ante sus muertos. Quienes mueren, afirma, lo hacen porque saben que es preferible este sacrificio a vivir en un estado sin democracia. A cambio la polis enuncia y guarda sus nombres y su memoria.

Atenas se tomaba muy en serio los funerales. Parte de los antagonismos entre aristócratas y plebeyos que recorren la historia de la legislación de la polis estuvo centrada en la naturaleza de los funerales. En Antígona, Sofocles  se hace eco de estos antagonismos que los atenienses entendían muy bien. Sófocles somete a la consideración del pueblo el dilema de quién merece ser llorado y las características de este acto ritual. El coro, que aquí actúa como reflejo de la  voz del pueblo, reflexiona sobre la vulnerabilidad de la vida. Antígona, por su parte exige su derecho a un discurso funerario, aunque para ello tenga que ser su propio discurso funerario enunciado en el camino a su horrible condena.

El obituario, como parte del duelo y del funeral en sentido lato, tiene un estatus entre un rito de lo íntimo y un acto político, en el sentido aristotélico de los lazos sociales que nos articulan como ciudadanos. Más allá, en el estado preciudadano que es la violencia, en lo que se refiere al enemigo que ha muerto en la batalla, incluso por la propia mano, también el acto de recuerdo al enemigo se convierte en un acto ritual del soldado, aunque la sociedad victoriosa olvide a sus enemigos muertos. En el canto XXIV de La Ilíada, Príamo, padre de Héctor y Aquiles, su matador, se unen en un llanto por el héroe caído. Los aqueos sabían que no había debilidad en llorar por la muerte del enemigo, al contrario, honraba la fuerza del adversario el reconocer la pérdida.

La forma ancestral del obituario son las palabras que el vivo pronuncia ante el cuerpo de quien ha muerto. Se le nombra y se recuerda algún detalle de la relación propia con él y se elabora un juicio en el que se justifica la necesidad de que la persona sea recordada. Esta estructura ritual del obituario se repite por debajo de los múltiples estilos de la palabra. Por eso es ritual. Reafirma la vida de quien queda y la legitima en el recuerdo de quien se ha ido. Digo que me ha sorprendido tanto la cantidad como intensidad de las opiniones contra Rubalcaba por lo curioso de las reacciones. Todas ellas siguen, aunque sea en la breve frase de un comentario, la estructura ritual de elaboración de la anécdota del vivo, el recuerdo del muerto y la calificación de su vida. Todas ellas, sin embargo, sustituyen la alabanza ritual por la imprecación.

Esta transgresión de una norma ritual no escrita pero tan poderosa como la vida es muy significativa de los tiempos en los que discurre la política contemporánea. El debilitamiento de los rituales es parte del debilitamiento de los lazos sociales, incluso o sobre todo de los antagonistas. El respeto y enaltecimiento de las virtudes del muerto, incluso o sobre todo cuando fue un adversario, ha sido un componente esencial tradicional en el rito mortuorio y el duelo, que siempre se refiere a los vivos y no a los muertos, como muy bien explicó Freud en su texto sobre el trauma y duelo. El obituario es un ritual que trata de mitificar al fallecido, en el sentido de elevar su biografía a relato propio. Al convertir la alabanza en denuesto, el autor no repara en lo contradictorio de su actitud. La grandeza del adversario e incluso el enemigo es parte de la legitimación de su antagonista.  Por el contrario, su desvaloración lo es también de quien sobrevive.

A veces el análisis etnográfico del discurso en la era de las redes habla más sobre el destejido de los andamios que sostienen la obra común que es la sociedad que los contenidos y significados de las palabras. En situaciones de antagonismo, el tamaño de los protagonistas se mide por el del alma de los antagonistas.  La sabiduría ancestral del refranero reservó su más hiriente sarcasmo para este tipo de transgresiones: "gran lanzada a moro muerto", afirma para descalificar definitivamente a estos héroes disminuidos.

domingo, 5 de mayo de 2019

Filosofía y diversidad de estilo


La escritura permitió la expresión del pensamiento humano en dos líneas fundamentales: el pensamiento narrativo y figurativo, por un lado, y el pensamiento conceptual. Las dos formas de expresión son hijas de la escritura y de la sociedad ilustrada, aunque los relatos hayan sido el modo de comunicación cultural básico de las sociedades sin escritura. Relatos, mitos, parábolas, proverbios y aforismos forman parte de un estilo de comunicar ideas, y muchas veces de crearlas. Del mismo modo, el desenvolvimiento de conceptos que agrupan mucha información en categorías que tienen los límites más o menos definidos es el otro modo de pensar que nació con las ciencias y el derecho. La filosofía, por su parte, se ha desenvuelto en sinuosas líneas que atraviesan los dos territorios. En tanto que fenomenología, es decir, en tanto que actividad que se fija en comportamientos o características que muestran algo sobre los humanos y sus sociedades, ha usado a lo largo de la historia el pensamiento narrativo, imaginístico, figurativo o aforístico. En tanto que hermenéutica o análisis del mundo, la sociedad y el alma, ha tendido al pensamiento conceptual característico de las ciencias y el derecho.

 Las dos formas coexisten, aunque no siempre lo hacen pacíficamente. En el contexto de la filosofía académica, por ejemplo, domina el pensamiento conceptual. Es casi imposible publicar en una revista con revisión ciega en un estilo aforístico o figurativo. Quienes desean realizar una carrera en el mundo de la investigación filosófica deben aprender a afinar los instrumentos del pensamiento conceptual y a desarrollar un estilo particular de escritura que evite lo más posible las afirmaciones paradójicas y esotéricas, el uso no aclarado de ejemplos y figuras y las sentencias proverbiales.
Por el contrario, en los contextos de pensamiento histórico o cultural raramente se encontrarán análisis conceptuales pormenorizados. El estilo bascula hacia la acumulación de relatos, anécdotas, imágenes, mitos e intrigantes aseveraciones. Las ideas no se desvelan abierta y analíticamente sino a través del desarrollo del discurso y al amparo de las intuiciones que despiertan.

En un estilo intermedio está el estilo filosófico que desarrolla el discurso en la forma de encadenamientos de citas, alusiones y comentarios a los escritos de múltiples autores de la historia de la filosofía. No es un estilo analítico y conceptual, pues no son los conceptos sino las palabras y contextos de los autores lo que conforma el armazón de la escritura. Se citan conceptos pero raramente se usan, son más bien relatos sobre cómo las palabras han tenido una historia a través de los textos. Es el estilo que predomina en lo que asociamos al pensamiento posmoderno, en donde la intertextualidad, la metaescritura y la cita intelectual constituyen los recursos más empleados y efectivos.

Poco a poco, la especialización ligada a las formas contemporáneas de los campos académicos ha ido produciendo una progresiva incapacidad para leer filosofía en formatos que no sean el del estilo propio. La pulsión por el reconocimiento ha infligido profundos cortes en la corteza cerebral de quienes se dedican a pensar y escribir de modo que reducen sus lecturas y citas a quienes, a su vez van a leerles y citarles. Es tan raro encontrar una leve discusión de un texto del otro equipo, que no sea como parodia o denostación que cuando uno se encuentra un hallazgo de este tipo inmediatamente nace un interés por seguir leyendo. Pero son muy extrañas estas serendipias.

La sociología de los campos intelectuales y las derivas del sistema académico hacia el “publish or die” explican en parte esta progresiva pérdida de oído al lenguaje ajeno. Si lo observamos con perspectiva histórica es una nueva forma de barbarie y no de avance. De vez en cuando leo las revistas que hoy consideramos grandes revistas analíticas en sus primeros tiempos, en los años treinta del siglo pasado e incluso del XIX. Uno recibe la agradable sorpresa de encontrar publicados textos de todas las líneas y procedencias y de vez en cuando debates entre autores que se olvidan de su campo y juegan en el ajeno. Irish Murdoch escribía sobre Sartre y Simone Weil para el público de Cambridge en los años cincuenta. Henry Lefebvre tiene discusiones sobre filosofía analítica. Hoy es casi imposible encontrar casos similares.

Esta barbarie creciente ha sido particularmente dañina en los países periféricos. En nuestro caso España, Portugal, Latinoamérica. Pero podríamos decir cosas parecidas de la periferia de los imperios anglosajones. Hace cien años, por decir una fecha, la lejanía poscolonial permitía actitudes abiertas que lograron maravillas de pensamiento libre de escuelas. Para no pillarme los dedos con citas que pudieran volverse en contra mía, citaría el pensamiento español de comienzos del siglo XX: Juan de Mairena, por ejemplo, como pensamiento abierto; o La agonía del cristianismo; o La rebelión de las masas. Escritores como Javier Muguerza (más en su primera fase) pertenecen a esta tradición. Hoy día la uniformidad se ha extendido como se ha extendido una peste. La pérdida de oído para entender el lenguaje del otro paradójicamente convive con el hecho de que casi todas las corrientes tratan ahora del problema de la UN otredad y el pluralismo como problemas centrales del pensamiento.


No es fácil deliberar sobre la cuestión de si ha habido algún progreso en filosofía. En sociología de la filosofía, sin embargo, se puede concluir que lo que se está produciendo es una pérdida progresiva de diversidad de escritura y, sobre todo de capacidad hermenéutica.  

La obra es de Lidó Rico.