lunes, 21 de diciembre de 2020

La experiencia del trabajo

 



La experiencia más común de la humanidad es la experiencia del trabajo asalariado. Varía en muy diversas modalidades: desde el trabajo “no cualificado” a los cargos intermedios, desde el trabajo en el campo industrializado a las cadenas de montaje, desde el trabajo manual al trabajo de gestión o al intelectual. No hay pues una experiencia única en lo que respecta a la fenomenología, aunque en términos económicos sea siempre una experiencia genérica de ver convertido el trabajo en mercancía. “Trabajo” es un concepto difícil de definir, que ha sido objeto de múltiples escritos a lo largo de la historia de la economía y la filosofía. En el siglo XIX la emergencia de la noción de energía, como término que se aplica a la causalidad física, y en particular la formulación del Principio de Conservación (1ª ley de la termodinámica) y del concepto de entropía que aparece en la 2ª ley, permitieron un intento de definición materialista como gasto metabólico de energía desarrollando el concepto de “fuerza de trabajo”. Ciertamente, no todo gasto de energía es trabajo ni tampoco lo es cualquier gasto de energía que produzca algo. Si acaso, pudiéramos llamar trabajo a los gastos de energía que son necesarios para la reproducción a través del consumo que permite el intercambio de lo producido o el salario recibido. Así es como lo considera Hannah Arendt en La condición humana.

La diversidad de los trabajos fue estudiada intensamente desde el siglo XVIII, entre otros muchos por Adam Smith, quien dirigió su atención a la división del trabajo como un producto necesario del cambio económico. La división del trabajo adopta modalidades tan diferentes como lo que denominamos simplemente “división técnica”, o la división del trabajo manual e intelectual, que fue objeto de múltiples críticas en el marxismo del siglo XX, o, como se ha teorizado desde el feminismo, la división sexual del trabajo. Marx hizo una aportación central al desarrollar la idea de trabajo abstracto que no es sino el producto de la metamorfosis que causa el capitalismo al convertir el trabajo en mercancía a través del salario, de forma que se oculta su carácter de producción concreta, el “valor de uso” del trabajo concreto. La división del trabajo, por otra parte, genera que la “fuerza de trabajo” o conjunto de capacidades se escinda en múltiples especializaciones. En las formas de trabajo industrial organizado mediante el control de ritmos y movimientos la división del trabajo producía y produce en las cadenas de montaje una maquinización de los cuerpos y las mentes. Simone Weil sabía que todas las definiciones eran vacías sin la experiencia en primera persona del trabajo asalariado y por ello en 1934 decidió entrar en una fábrica no simplemente como un paseo intelectual por la clase obrera, sino como una necesidad vital para entender en qué consiste realmente la opresión. Sus escritos y cartas recogidos en La condición obrera dan cuenta de sus vivencias en la cadena de montaje y de las reflexiones que suscitan sus reacciones corporales y mentales:

Ayer hice el mismo trabajo durante todo el día (embutido en una prensa). Hasta las cuatro estuve trabajando a un ritmo de cuatrocientas piezas hora (fíjese que mi salario por hora eran tres francos) con la sensación de que trabajaba duro. A las cuatro el contramaestre (es decir el capataz) ha venido a decirme que si no hacía ochocientas piezas me despedirían: "Si a partir de este momento hace usted ochocientas, quizá permita que se quede". Compréndalo, nos hacen el favor de permitirnos que reventemos; y encima hay que dar las gracias. Poniendo todas mis fuerzas he conseguido llegar a seiscientas por hora. Por lo menos me han permitido volver esta mañana (les faltan obreras porque la nave es excesivamente mala para que haya personal estable y hay urgentes pedidos de armamento). He hecho este trabajo una hora más y con un nuevo esfuerzo he llegado a sacar algo más de seiscientas cincuenta. Me han encargado diversas cosas más, pero siempre con la misma consigna: ir a toda velocidad. Durante nueve horas diarias (ya que entramos a la una, no a la una y cuarto como le había dicho) las obreras trabajan así, literalmente sin un minuto de respiro. Cambiar de rutina, buscar una caja, etc., todo se hace de prisa y corriendo. Hay una cadena (es la primera vez que veo una, y esto me ha hecho daño) en la cual, me ha dicho una obrera, han doblado la velocidad en cuatro años; y todavía hoy un contramaestre ha reemplazado a una obrera de la cadena de su máquina y ha trabajado diez minutos a toda velocidad (lo cual es muy fácil si descansas después) para demostrarle que debía ir más aprisa. Ayer a la tarde, a la salida, me encontraba en un estado de ánimo que ya puede usted imaginar (por suerte, el dolor de cabeza me deja respirar de vez en cuando); en el vestuario me ha sorprendido ver que las obreras eran capaces de charlar y no parecía que tuviesen esta rabia concentrada en el corazón que a mí me ha invadido. Algunas, no obstante (dos o tres), me han expresado sentimientos parecidos. Son las que están enfermas y no pueden descansar. Usted sabe que el pedaleo que exige la prensa es muy malo para las mujeres; una obrera me contó que por haber tenido una salpingitis no había podido conseguir otro trabajo que el de las prensas. Ahora, por fin, ha conseguido dejar las máquinas, pero su salud está definitivamente arruinada. (Carta a Boris Souvarine, 12 abril 1935)

Ella se daba perfecta cuenta de que las experiencias necesitan ser elaboradas y de que hay que entender la diversidad, por lo que pide a las obreras y obreros que escriban su historia de relación con el trabajo:

Conocidas son las condiciones del trabajo industrial. No es culpa de nadie. Quizá incluso alguno de ustedes se acomode a esta situación sin esfuerzo. Es una cuestión de temperamento. Pero hay caracteres sensibles a este tipo de cosas. Para hombres de este carácter, tal estado de cosas es demasiado duro. Yo querría que Entre Nous sirviera para remediar un poco el problema, si ustedes desean ayudarme a ello. He aquí lo que les pido. Si una noche, o bien un domingo, de pronto les duele tener que encerrar siempre en ustedes mismos lo que tienen en el corazón, tomen papel y pluma. No busquen frases bien construidas. Empleen las primeras palabras que les pasen por la cabeza. Y digan lo que para ustedes es su trabajo. Comenten si el trabajo los hace sufrir. Cuenten estos sufrimientos, tanto los morales como los físicos; si hay momentos en que ya no pueden más; si a veces la monotonía del trabajo los agobia; si sufren con la preocupación y la necesidad de ir siempre deprisa; si sufren por estar siempre bajo las órdenes de los jefes. También añadan si alguna vez sienten la alegría del trabajo, el orgullo del esfuerzo hecho. Si consiguen interesarse por sus trabajos. Si algunos días les gusta sentir que avanzan y que, por consiguiente, ganarán más. Si alguna vez pueden pasar horas trabajando mecánicamente, sin casi darse cuenta de ello, pensando en otra cosa y perdiéndose en ensueños agradables. Si a veces están contentos de tener solamente que ejecutar órdenes sin tener necesidad de romperse la cabeza. Describan si, en general, encuentran largo o corto el tiempo pasado en la fábrica. Esto quizá dependa de los días. Intenten entonces explicar exactamente el porqué. Cuenten si están muy entusiasmados cuando van al trabajo, o bien si cada mañana piensan: ¡cuándo será la hora de salir! Y si por la noche salen contentos, o bien agotados, vacíos, abrumados por la jornada de trabajo. Intenten, en fin, expresar si en la fábrica se sienten contenidos por el sentimiento reconfortante que hallaron entre compañeros, o si por el contrario se sienten solos. Sobre todo, escriban cuanto les acuda a la mente, cuanto les pese en el corazón. Carta a Boris Souvarine, 12 abril 1935)

Los análisis sociológicos que desde el siglo XIX daban cuenta de la miserable condición obrera, los más militantes de Marx que explicaban los mecanismos por los que se produce la explotación de la fuerza de trabajo son vacíos sin los testimonios de la experiencia elaborada en la forma de relatos. Como en otras formas de daño, el estudio impersonal es necesario pero no suficiente sin la aportación de la experiencia a los recursos comunes cognitivos. De otro modo, la opresión queda en expresiones individuales de sufrimiento a las que ocasionalmente atienden los servicios sanitarios o en breves quejas en las conversaciones al fin del día de labor. La concepción moralista y religiosa del trabajo considera que este es la manifestación más primaria de la condición caída del ser humano. En los comienzos del pensamiento burgués se desarrollaron múltiples análisis más o menos positivos, pero los teóricos más clarividentes como Bernard Mandeville, en La fábula de las abejas, sabiendo que el trabajo es un castigo, recomienda que a las clases trabajadoras se les mantenga al borde mismo de la supervivencia porque de otro modo no trabajarían:

"Ahora, regocijados con este aumento de riqueza, miremos las condiciones en que se encontrarían las clases trabajadoras y, razonando según la experiencia y la conducta que diariamente podemos observar en ellas, juzguemos lo que podría ser su comportamiento en un caso semejante. Todo el mundo sabe que hay gran número de jornaleros, como oficiales tejedores, sastres, teñidores y otros veinte oficios diversos, los cuales, si pudieran sostenerse trabajando cuatro días a la semana, será difícil persuadirles de trabajar el quinto; y que hay miles de obreros de todas clases que, para disfrutar de más días de descanso, son capaces, aunque tengan apenas lo suficiente para subsistir, de inventar cincuenta inconvenientes, desobedecer a sus amos, apretarse el cinturón y endeudarse para hacer fiesta los días de trabajo. Cuando los hombres demuestran tan extraordinaria proclividad al ocio y al placer, ¿qué razón tenemos para pensar que trabajarían alguna vez si la necesidad inmediata no les obligara? Cuando vemos que un artesano no puede ser empujado a su trabajo hasta el martes, porque el lunes por la mañana le quedan todavía dos chelines de la paga de la última semana, ¿por qué podríamos imaginar que trabajaría alguna vez, si tuviera en el bolsillo quince o veinte libras? ¿A dónde irían a parar, a este paso, nuestras manufacturas? Si el mercader quisiera enviar telas al extranjero, tendría que hacerlo él mismo, porque el lencero apenas podría contar con ninguno de los doce hombres que trabajan para él. Si esto aconteciera solamente con los oficiales zapateros, en menos de doce meses la mitad de nosotros estaríamos descalzos. La principal y más apremiante utilidad del dinero, en una nación, es pagar el trabajo de los pobres y, cuando éste escasea realmente, los que lo sentirán primero serán los que tienen la obligación de pagar a muchos trabajadores; sin embargo, a pesar de esta gran necesidad de moneda donde la propiedad estuviera bien asegurada no sería tan difícil vivir sin dinero como sin pobres; porque, ¿quién haría entonces el trabajo? Por esta razón la cantidad de moneda circulante en un país debiera estar siempre en relación al número de manos empleadas, y los jornales de los trabajadores en proporción al precio de las provisiones. Por consiguiente, queda bien demostrado que todo lo que hace aumentar la abundancia de un país contribuye a abaratar la mano de obra, donde se maneje bien al pobre, pues lo mismo que se debe evitar que pase hambre, conviene impedir que reciba nunca lo bastante para poder ahorrar. Si aquí y allá, alguno de los de las clases más inferiores, gracias a una extraordinaria industria y economía, logra elevarse por su propio esfuerzo de la condición en que se crió, nadie debiera impedírselo. Es innegable que la frugalidad es el método más acertado, para todas las personas que forman la sociedad, y para las familias particulares; pero el interés de todas las naciones ricas consiste en que, la mayor parte de los pobres no puedan estar desocupados casi nunca y que, sin embargo, gasten continuamente lo que ganen.Bernard Mandeville La fábula de las abejas.

La lógica del salario de subsistencia fue discutida en tiempos en que la lucha de clases en los países más avanzados había generado pactos de salarios que permitían una cierta capacidad de ahorro y consumo por parte de las clases trabajadoras, pero sigue siendo una práctica nunca desaparecida que vuelve como la marea con las nuevas modalidades de capitalismo en que el paro se ha convertido en una amenaza permanente para cualquier reivindicación. Pues cabría pensar que los relatos de cansancio en la era del capitalismo avanzado ya no corresponden a las vivencias de la gran mayoría de la clase obrera, pero no es cierto. El capitalismo de la deslocalización y la flexibilidad, de la externalización del trabajo hacia pequeñas empresas y falsos autónomos, de la precariedad y sobrecualificación reproduce formas de sufrimiento nuevas. En el primer tercio del siglo pasado la fatiga comenzó a ser un tema del que se ocupó la nueva disciplina de la organización científica del trabajo y la psicología social aplicada a la empresa. Se comenzó a correlacionar la fatiga con la alta tasa de accidentes de trabajo y se teorizó como un subproducto del tiempo de trabajo, aplicando la segunda ley de la termodinámica. En tiempos anteriores, el cansancio había sido entendido simplemente como un defecto de carácter cuando no un vicio moral cercano a la indolencia. Médicos y psicólogos comenzaron a experimentar con la fatiga y a reparar en que los trabajadores tenían un cuerpo diferente a las máquinas cuyo modelo había sido una fuente de inspiración para la metafísica del dualismo que componía lo humano. Las máquinas no se cansaban, los cuerpos sí y terminaban perjudicando no solo a los trabajadores sino también a su productividad.

Pero en el capitalismo flexible al siempre presente cansancio físico se comenzaron a unir nuevos síntomas inespecíficos. “Neurastenia de la modernidad” teorizaron los primeros psicólogos que atendían a estos casos. Fibromialgias, depresiones, estrés y ansiedad, nuevos síntomas que los médicos diagnostican sin diagnosticar sus causas sociales. Poco a poco, la literatura del nuevo siglo ha comenzado a elaborar relatos de las nuevas vivencias, espejos de nuevas experiencias en el trabajo flexibilizado:

Mateo no entiende a quienes afirman que el padecimiento cobra sentido cuando se supera con las propias fuerzas, con la voluntad y con la mente. Que se lo digan a la chica de la pizzería. ¿Cuál es el sentido de padecer sus doce horas vendiendo trozos de pizza en vez de estar haciendo algo que le importe? Puedes sobrellevarlo con la voluntad, la mente y los movimientos lentos, pero al final el supuesto sentido se resuelve en que, a cambio de sus doce horas diarias de reducirse a la nada le paguen cada mes lo mismo que cobra por quince minutos de trabajo semanal algún privilegiado. Si no hay justificación alguna cuando se trata del dolor de la injusticia, tampoco tendría que haberla con el dolor del azar. No es el dolor ni el padecimiento lo que debe cobrar sentido. Es, en todo caso, la vida que hay detrás cuando ese padecimiento no puede ser evitado, cuando se presenta como un fruto del error inevitable o del desgaste. Se atribuye al dolor la función de evitar el peligro: si esto quema no lo toco; si me he roto una pierna, no sigo corriendo. Tiene sentido cuando puedes sortear ese peligro, cuando puedes mitigarlo o escapar. Pero la chica dependienta de ojos de pez no parece que pueda sortear, al menos de momento, estar ahí, ni que pueda escaparse. Cuando Mateo mira a la chica haciendo como que mira su móvil, piensa en toda esa monotonía, ese cansancio, ese no estar en otra parte y no tener ni un sombrero ni un caballo ni una nube, ese abrir el puesto antes de que sus horas de trabajo empiecen a estar remuneradas, cerrarlo, limpiar y echar las cuentas y colocar las cosas cuando ya su jornada supuestamente ha terminado, el insecticida, el servicio sin espacio para cerrar la puerta, el desinfectante, soportar las bromas pesadas del jefe, su presión los días en que se ha vendido poco; esas mañanas cuando, pese a no haber dormido apenas pues algo le ha sentado mal y aún tiene el estómago revuelto, debe sin embargo volver al mismo olor, reprimir la náusea si no quiere perder el trabajo; y el miedo, y el desconsuelo de saber que siente miedo de que puedan echarla de un sitio así. Mateo se pregunta si eso que es padecimiento o dolor podría ser también una especie de entrenamiento. Entrenarse para evitar que vuelva a suceder. Entrenarse como si cada día al salir de casa la chica o él se toparan de frente con la pintada que conocen aun sin haberla visto nunca: «No tienes la menor oportunidad, pero aprovéchala»., Belén Gopegui, Quédate este día y esta noche conmigo.

La novela de Belén Gopegui habla de dos seres que se encuentran y hacen en común un curriculum vitae heterodoxo para informar a Google, que todo lo sabe, de lo que no sabe: la experiencia del trabajador en paro que solicita un puesto en esa superempresa del nuevo capitalismo.

Remedios Zafra ofrece en El entusiasmo un relato de la experiencia de explotación nueva de las emociones más consustanciales con la agencia, como es el entusiasmo por la obra propia. Es una característica nueva de organización del trabajo basada no en la disciplina del capataz sino en la adhesión y lealtad a la empresa incluso si a cambio no se ofrecen más que vagas expectativas de un futuro empleo. Su personaje, Sibila, parece vivir en un ciclo inacabable de esperanzas y decepciones:

No sin contradicción, muchas personas preferiríamos el camino de la creación modesta pero libre a la acumulación y riqueza subordinadas a un trabajo sin pasión. Eso pensamos y eso decimos antes de descubrir que la libertad mengua cuando no hay dinero y sí expectativa, cuando el vivir se sostiene difícilmente sobre una superficie demasiado inestable que precisa unos mínimos de energía y sustento. Entonces se sucumbe a «lo que salga», aplazando la vida y esa pasión (que identificamos como lo que nos mueve de la vida) a un futuro donde las condiciones sean mejores. Como una minúscula herida tapada por la ropa, primero invisible, va lentamente creciendo la frustración. Comienza así una vida permanentemente pospuesta, una cesión del tiempo de creación al futuro, una encadenada y constante inversión para lograr recursos mínimos pero suficientes, proporcionando algo de dinero y restando a esa pulsión sentida gran parte del tiempo, cedido ahora al sustento y a la apariencia. En el carácter precario de los trabajos disponibles radica la situación ventajosa de quien contrata hoy movido por la maximización racionalista de «menor inversión y mayor beneficio». Pero también ahí se acomoda la excusa de temporalidad de quien trabaja soñando con algo mejor. Si este sujeto apostara por iniciar el largo camino hacia un trabajo intelectual en el ámbito académico, creativo o cultural, pronto descubriría que su entusiasmo puede ser usado como argumento para legitimar su explotación, su pago con experiencia o su apagamiento crítico, conformándose con dedicarse gratis a algo que orbita alrededor de la vocación, invirtiendo en un futuro que se aleja con el tiempo, o cobrando de otra manera (inmaterial), pongamos con experiencia, visibilidad, afecto, reconocimiento, seguidores y likes que alimenten mínimamente su vanidad o su malherida expectativa vital.  Remedios Zafra, El entusiasmo.

Nuevos trabajos que David Groeber ha llamado con toda precisión trabajos de mierda, que Elvira Navarro muestra en La trabajadora, un relato sobre cómo la precariedad afecta a la misma fábrica de la identidad en todas las dimensiones de la vida. Nuevos trabajos en los que desaparece el salario para convertirse en pagos, cuando llegan, por obra terminada. Trabajo a destajo se llamó siempre esta práctica que ahora cubrimos con el más pudoroso sustantivo de “precariedad”:

Cuando Susana llegó al piso yo llevaba unos meses sin cobrar. Había tratado en vano de buscar acomodo en otras editoriales. Con su trabajo de teleoperadora, a mi inquilina le ingresaban la paga puntualmente, y a partir de las cinco de la tarde ya no tenía que ocuparse de nada, mientras que yo guerreaba con las galeradas de los libros hasta las ocho, y vivía pendiente de que me pagaran. Algunos días trajinaba hasta las diez o las once con las maquetas, y no porque dedicara todo ese tiempo a cazar erratas. A lo que me dedicaba, cada vez más y sin provecho alguno, era a vagar por Internet. Visitaba veinte veces la portada de El País, las entradas de los blogs que seguía, Facebook. No podía romper el círculo porque en la siguiente página me esperaba una búsqueda ineludible e infinitamente más insulsa que leer la misma cabecera del diario: comprobar, por ejemplo, si el acento de «chérie» era abierto o cerrado. Los profesores de universidad y los ensayistas, y también algunos escritores de ficción, estaban acostumbrados a que les hicieran el trabajo sucio, y la editorial decidía que ese trabajo le correspondía al corrector externo, cuyas horas nadie contabilizaba, ni siquiera el propio corrector. Elvira Navarro, La trabajadora.

Vagas enfermedades que, como ocurrió con la fatiga, muchos teóricos se apresuran a deslegitimar como tales, a considerar debilidades de carácter de las que no pueden ocuparse los servicios sanitarios y la seguridad social. Marta Sanz también las narra en Clavícula:

El dolor muta con el paso de los días. Es un ratoncito que cambia de tamaño y de forma dentro de su jaula. Mis costillas son una jaula de hueso y el dolor es un huevo de jilguero, un despeluchado jilguerito, un jilguero verde, un jilguero que se va quedando sin colorines pero no se acaba de morir. Puto jilguero. El dolor recorre mi cuerpo como un pez nadador. Nada o, más concretamente, repta, se arrastra, raspa, oprime. Se hace crónico y huele al agua sucia de un galápago-mascota. Forma una película en las fosas nasales. Un musgo. Es un olor que baja hasta la boca del estómago, lo penetra, lo hace girar sobre sí mismo, lo recubre con un fieltro que ha cogido mucho polvo. Un olor que no se va. Marta Sanz, Clavícula.

En los albores del siglo, Richard Sennett ha teorizado estos cambios con la sensibilidad que le caracteriza en La corrosión del carácter las nuevas formas de trabajo. Fue redactado cuando aún no eran tan evidentes los cambios que estas dos décadas han ido extendiendo por todo el tejido económico de las sociedades del capitalismo tardío.

“La moderna ética del trabajo se centra en el trabajo de equipo. Celebra la sensibilidad de los demás; requiere “capacidades  blándas”, como ser buen oyente y estar dispuesto a cooperar; sobre todo, el trabajo en equipo hace hincapié en la capacidad de adaptación del equipo a las circunstancias. Trabajo en equipo es la ética del trabajo que conviene a una economía política flexible. Pese a todo el aspaviento psicológico que hace la moderna gestión de empresas acerca del trabajo en equipo en fábricas y oficinas, es un ethos del trabajo que permanece en la superficie de la experiencia. El trabajo en equipo es la práctica en grupo de la superficialidad degradante Richard Sennett, La corrosión del carácter.

Superficie de la experiencia.

Referencias

Sennett, Richard (1998) La corrosión del carácter. Las consecuencias personales del trabajo en el nuevo capitalismo, Barcelona, Anagrama 2006

Berardi, Franco (Bifo) (2003) La fábrica de la infelicidad. Nuevas formas de trabajo y movimiento global, Madrid: Traficantes de sueños

Zafra, Remedios (2017) El entusiasmo. Precariedad y trabajo en la era digital, Barcelona: Anagrama.

Rabinbach, Anson (1992) Human motor. Energy, fatigue, and the origins of modernity, Cambridge: Cambridge University Press

Rabinbach, Anson (2018) The eclipse of the utopias of labor, Nueva York: Fordham University Press

Díez Rodríguez, Fernando (2014) Homo faber. Historia intelectual del trabajo 1675-1945, Madrid: Siglo XXI

Pontón, Gonzalo (2016) La lucha por la desigualdad. Una historia del mundo occidental en el siglo XVIII, Barcelona: Ediciones de Pasado y Presente

domingo, 13 de diciembre de 2020

La densidad de la experiencia

 



Los conceptos de experiencia y agencia se han convertido en dos temas centrales de la filosofía del siglo XXI tras las sospechas e incluso desprecio que tuvieron décadas atrás por parte del estructuralismo, el constructivismo y el posmodernismo. Ambos comparten una complejidad que no hubiera sido notada sin los ataques de estas corrientes, algo que ha contribuido a que den lugar a teorías del sujeto y la identidad (otros dos conceptos en crisis) mucho más prudentes, contextuales y situadas corporal y socialmente que las versiones de hace un siglo, básicamente desposeídas de emociones, de integración de lo corporal y lo subjetivo y de relacionalidad social y cultural. En este breve apunte me voy a referir solamente al concepto de experiencia y sus complejidades motivado en gran medida por el libro de Linda Martín Alcoff Violación y resistencia- Como comprender las complejidades de la violación sexual. No hablaré del tema de Alcoff, la violación, algo para lo que carezco de autoridad, sino de cómo ella trata esta experiencia de daño y cómo usar sus análisis, junto a otros como los que ha realizado Carlos Thibaut para entender lo que he titulado como densidad de la experiencia.

La experiencia era un concepto central en la filosofía empirista y en las kantiana y hegeliana en tanto que base fundamental y fundamentante de la relación con el mundo y por ello de la constitución de la subjetividad. Las sospechas vinieron de múltiples frentes en el siglo pasado. Así, en la filosofía de la ciencia se argumentó sobre la “carga teórica” de la observación, para indicar que no hay observación o experiencia puras sin marcos teóricos en los que se interpreten los datos sensoriales; el giro lingüístico, que formó el núcleo básico de la forma anglosajona del posmodernismo, abogó también por la inutilidad de lo experiencial que no es expresado en un lenguaje público (como son todos los lenguajes); por último, el posestructuralismo, Foucault particularmente, y otras formas de constructivismo argumentaron sobre la construcción social del discurso, y por ello de la forma en que se expresa la experiencia. Todas estas críticas son básicamente correctas, pero llevaban a callejones sin salida cuando se trataban cuestiones de agencia, responsabilidad y normatividad. Fue sobre todo el feminismo filosófico el que notó lo peligroso de estas derivas que llevaban a dejar sin recursos argumentativos a quienes querían llevar al debate público y jurídico cuestiones como la violencia contra la mujer. Los estudios de raza llegaron a conclusiones muy parecidas al tratar de elaborar las contramemorias de quienes sufrieron esclavitud y marginación sistemáticas o padecen discriminación y violencia policial por razones de raza. Todas las críticas posmodernistas y posestructuralistas parecían llevar a un socavamiento de cualquier pretensión de estar hablando realmente de experiencia de algo cuando se hablaba de esas experiencias, regalando a los grupos dominantes y responsables el concluir que solo eran construcciones sociales, por más que fuesen producto de las conciencias colectivas producidas por los movimientos sociales respectivos.

Carlos Thiebaut ha tratado con una gran finura teórica la experiencia del daño refiriéndose a todas estas experiencias a las que hay que añadir la violencia política, el abuso infantil, la explotación económica y tantas otras formas de opresión que encontramos en la historia y en el presente. Tanto Thiebaut como Alcoff tratan el complicado problema de cómo dar cuenta de la experiencia, como constituirse en un testigo de lo ocurrido y no simplemente en una víctima pasiva y cómo pensar la subjetividad y la recomposición de quienes han sufrido estos daños. Ambos aceptan la necesidad de los nombres y las palabras para que las vivencias de puro sufrimiento se transformen en experiencia. Ambos también dan cuenta de la necesidad de incorporar a la sociedad y a la comunidad en estos relatos. Siguiendo un análisis que Josep Corbi realizó de la tortura y que bien puede aplicarse también a la violación, no pueden ser entendidos estos daños reduciéndolos a la relación víctima verdugo o víctima violador. Todas los relatos hablan también de la indefensión de la víctima al sentir que nadie la protege, que la sociedad que tendría que hacerlo no está y esta ausencia la convierte también en parte implicada en el daño. Esta presencia es mucho más notoria cuando las víctimas no son escuchadas o se siembra la duda y la sospecha sobre su testimonio, produciéndose lo que se ha llamado una “segunda violación” o segunda tortura cuando estos casos son tratados por los medios de comunicación o malatendidos por las autoridades que tienen que investigarlos. Así, la sospecha de “terrorista” que se aplica sistemáticamente a tantas víctimas de tortura o la de “provocación” a las de violación, o la banalización de los actos cometidos, como hizo la ley de Estados Unidos después del 11S o como tantas veces escuchamos en los discursos  de la prensa. La sociedad está allí, antes, durante y después de la violencia.

El análisis de Alcoff aporta una muy productiva cantidad de conceptos que iluminan la idea de que la conversión de la vivencia en experiencia necesita relato en el que aparecen voces diversas. De entre estos análisis, me parece muy relevante el que ella realiza de la profunda relación entre la experiencia de la violencia sexual y la subjetividad sexual. Por subjetividad sexual entiende el modo en que las personas constituyen su forma de vivir la sexualidad. Es una subjetividad cambiante que se desarrolla a lo largo de la vida en parte impulsada por las experiencias y en parte por la reflexión que la persona hace de ellas. El principal daño que produce la violación sexual, afirma Alcoff, es a la subjetividad sexual, una parte tan esencial de la subjetividad y de la persona. Las supervivientes sufrirán trastornos, falta de autoestima, desconfianza sistemática, y, en general formas de vida dañada a causa de estas experiencias. No se trata sin embargo, afirma Alcoff, de que el tratamiento que se haga de estas víctimas deba ser la restauración de alguna forma “natural” o normativamente sana de sexualidad. No hay tal cosa independientemente del contexto cultural y social. Se trata, por el contrario de qué modos las supervivientes, como las llama Alcoff, entre las que se incluye, desarrollan una subjetividad propia, definida, que cuide de sí y que les ayude a sortear nuevos peligros y a discriminarlos con antelación. Se trata, en definitiva, de convertir la experiencia en un nuevo modo de fortalecimiento de la subjetividad.

En estos procesos son esenciales los relatos de otras víctimas, los grupos de apoyo en que se tratan y elaboran estos relatos, lo que he llamado en otros textos “fraternidades epistémicas”, que no pueden ser sustituidas por la simple solidaridad social de terapeutas o de personas allegadas que tratan de ayudar. Hay un elemento de cooperación interna sin el que la experiencia estará muchas veces, o todas las veces, dirigida por la mirada y los discursos dominantes. Sobre todo, cuenta Alcoff, son necesarios para tratar los casos complejos, grises, que no son entendidos ni contemplados por los estereotipos que tenemos de la violencia sexual. Esta falta de comprensión la notamos muy bien en la legislación española, por ejemplo, en la justificación jurídica de casos como el infame de la Manada. Así, Alfcoff critica cómo muchas legislaciones bienintencionadas se centran en el consentimiento como frontera aparentemente clara de legitimidad de las relaciones. Pero el consentimiento no es suficiente, argumenta, pues hay muchos casos en donde el consentimiento se da precisamente para evitar la violencia o la violación física, o simplemente, como ocurre en el abuso infantil, generalmente por parte de personas cercanas, porque no se sabe cómo decir que no. Ni siquiera la presencia o ausencia de placer es indicativo suficiente, continúa Alcoff. Se necesitan exámenes complejos y experiencias compartidas para elaborar todos los daños que se producen a la subjetividad en casos que la mirada social no alcanza a discriminar.

Me referiré a otra forma de daño para no entrar en estas complejidades que Alcoff trata tan admirablemente y en las que yo me perdería. Pensemos en un contexto distinto,  en los daños en la subjetividad que se producen en la experiencia del trabajo asalariado bajo condiciones de explotación claras, y que Marx resumía con la idea de alienación como forma dañada de la subjetividad del trabajador. También aquí hay muchísimas complejidades que se ocultan por la burocratización del trabajo sindical y por la falta de comunicación en lo que se echa tan en falta desde el neoliberalismo: las asambleas y los círculos de discusión en donde se elabore la experiencia diaria del trabajo. Así, por ejemplo, las diferentes formas de acoso, vigilancia, en ocasiones mezcladas con violencia sexual, con desprecios e insultos, de desvaloración personal que produce síndromes como el burnout. Estas experiencias no llegan a elaborarse por déficits sociales de discurso, pero también por haber entrado en modelos de legislación y vida laboral que impiden o persiguen la comunicación de experiencias. En el entorno laboral que me es cercano, el de la enseñanza universitaria, todas las experiencias de trabajo precario que comienzan en el mismo momento en que se decide desarrollar una labor investigadora, se pierden por falta de relato y se transforman en simples formas de sufrimiento personal, de faltas de autoestima, de bárbaras competencias con los compañeros por un futuro y casi imposible puesto estable. También aquí se producen diversas formas de acoso e incluso de violencia sexual, a veces disfrazadas de consentimiento. La alienación es un término vacío si no lo situamos históricamente en las múltiples formas de daño que permite la legislación y el modo de organizar el trabajo, que en no pocas ocasiones, son mucho más invisibles en las nuevas formas de trabajo “inmaterial” que, equivocadamente creo, Antonio Negri y otros consideran como zonas de fractura del capitalismo cuando son a veces estructuralmente tan dañinos como el trabajo material y físico.

La experiencia es densa porque depende del lenguaje y, a su vez, el lenguaje constituido por discursos, se relaciona con las prácticas donde nacen estos discursos y, desgraciadamente, tantas veces, por la falta de espacios de elaboración de estos discursos en fraternidades epistémicas que cooperen en la formación y reconstitución de subjetividades dañadas. Lo es también porque involucra el cuerpo, las emociones, la capacidad reflexiva y de auto-poiesis y autoformación. Y lo es, sobre todo, porque las experiencias no son meros constructos lingüísticos sino formas de estar en la realidad y de sufrirla o disfrutarla, porque son experiencias de algo.


sábado, 5 de diciembre de 2020

Experiencia

 




¿Qué relación existe entre los sentidos y la cultura material? ¿Qué relación entre estos dos polos y la forma social en la que habitan? Benjamin explica muy bien cómo la conversión de las cosas en mercancías, su entrada en la lógica del capital, que Marx expresa con la fórmula C-M-C (capital-mercancía-capital) produce una distorsión en la sensibilidad, una incapacidad para ver, para la objetividad, y una falta de distancia que introduce una sentimentalidad en la perspectiva de las cosas al tiempo que, como en el cine, dejamos de ver las cosas en su conjunto para tener presente solamente lo que el director necesita para su plano, como si hubiese robado trozos de experiencia para dejarnos ver solo lo que considera necesario:

Insensatos quienes lamentan la decadencia de la crítica. Porque su hora sonó hace ya tiempo. La crítica es una cuestión de justa distancia. Se halla en casa en un mundo donde lo importante son las perspectivas y visiones de conjunto y en el que antes aún era posible adoptar un punto de vista. Entretanto, las cosas han arremetido con excesiva virulencia contra la sociedad humana. La «imparcialidad», la «mirada objetiva» se han convertido en mentiras, cuando no en la expresión, totalmente ingenua, de la pura y simple incompetencia. [] La mirada hoy por hoy más esencial, la mirada mercantil, que llega al corazón de las cosas, se llama publicidad. Aniquila el margen de libertad reservado a la contemplación y acerca tan peligrosamente las cosas a nuestros ojos como el coche que, desde la pantalla del cine, se agiganta al avanzar, trepidante, hacia nosotros. Y así como el cine no ofrece a la observación crítica los muebles y fachadas en su integridad, sino que sólo su firme y caprichosa inmediatez es fuente de sensaciones, también la verdadera publicidad acerca vertiginosamente las cosas y tiene un ritmo que se corresponde con el del buen cine. De este modo la «objetividad» ha sido dada definitivamente de baja, y frente a las descomunales imágenes visibles en las paredes de las casas, donde el «Chlorodont» y el «Sleipnir» para gigantes se hallan al alcance de la mano, la sentimentalidad recuperada se libera a la americana, como esas personas a las que nada mueve ni conmueve aprenden a llorar nuevamente en el cine. Al hombre de la calle, sin embargo, es el dinero lo que le aproxima de este modo las cosas y establece el contacto decisivo con ellas. Y el crítico remunerado que trafica con cuadros en la galería de arte del marchante sabe sobre ellos cosas, si no mejores, al menos más importantes que el aficionado que los ve en el escaparate. La calidez del tema se le revela y lo pone sentimental. ¿Qué es, en definitiva, lo que sitúa a la publicidad tan por encima de la crítica? No lo que dicen los huidizos caracteres rojos del letrero luminoso, sino el charco de fuego que los refleja en el asfalto.” Dirección única

La experiencia de los empiristas tal vez se asemeja a esta experiencia que induce en nosotros la publicidad: cercana, disociada, sentimental, incapaz de unificarse para constituir objetividad. «Todas las cosas flotan y relucen. Nuestra vida no está tan amenazada como nuestra percepción. Como espectros nos deslizamos por la naturaleza y no deberíamos conocer nuestro lugar de nuevo.» escribe Ralph Waldo Emerson en su ensayo Experiencia. En él, Emerson observa la distancia creciente entre los análisis, los textos, las discusiones teóricas y el discurrir de la vida misma «Mañana, de nuevo, todo parece real y angular, se reafirman los modelos habituales, pues el sentido común es tan raro como el genio —es la base del genio, y la experiencia es las manos y pies de toda empresa—, y, sin embargo, quien hiciera negocios sobre esas premisas quebraría rápidamente. El poder sigue otra carretera diversa a las autopistas de la elección y la voluntad, es decir, los subterráneos e invisibles túneles y canales de la vida. Es ridículo que seamos diplomáticos y doctores y personas consideradas: no hay cándidos como estos.» Como si todo pensamiento, toda experiencia fuera inútil ante el discurrir de la vida, como si nada aprendiésemos. La vida, afirma, es una continua promesa que no se deja atrapar por la experiencia. En cierto modo, en la experiencia hemos perdido la experiencia:

Es muy infeliz, pero demasiado tarde para evitarlo, el descubrimiento que hemos hecho de que existimos. Ese descubrimiento se llama la Caída del hombre. En adelante sospechamos de nuestros instrumentos. Hemos aprendido que no vemos directamente, sino de manera mediata, y que no tenemos manera de corregir estas lentes coloreadas y deformadoras que somos o de calcular la cantidad de sus errores. Tal vez estas lentes subjetivas tengan un poder creativo; tal vez no sean objetos. Una vez vivimos en lo que veíamos; ahora la rapacidad de este nuevo poder, que amenaza con absorber todas las cosas, nos atrapa. La naturaleza, el arte, las personas, las letras, las religiones, los objetos se tambalean sucesivamente, y Dios no es sino una de sus ideas. La naturaleza y la literatura son fenómenos subjetivos; todo mal y todo bien es una sombra que lanzamos.

La subjetivización y la parcialización, la conversión de la experiencia en un velo que nos distancia de la naturaleza, observa Dewey en Experiencia y naturaleza, producen una “desnaturalización” de la experiencia:

Estos lugares comunes prueban que la experiencia es de la naturaleza y figura en la naturaleza. No es la experiencia lo que es objeto de la experiencia, sino la naturaleza: las piedras, las plantas, los animales, las enfermedades, la salud, la temperatura, la electricidad, etc. Cosas en ciertas formas de acción mutua son la experiencia, ellas son aquello de que se tiene experiencia. Vinculadas en otras determinadas formas a otro objeto natural – el organismo humano – son igualmente la forma como se tiene experiencia de las cosas. La experiencia llega así a descender al fondo de la naturaleza; tiene profundidad. Tiene también anchura y la tiene con una amplitud indefinidamente elástica. Se extiende. Este extenderse constituye la inferencia Experiencia y naturaleza

Si la experiencia forma parte de la naturaleza y es naturaleza, y tiene la virtud de penetrar en ella, de extenderse y producir inferencias es porque está constituida por la relación del organismo y su entorno. No un entorno abstracto, sino la forma particular en que se realiza la cultura material del organismo humano. Para un animal, la experiencia la constituyen sus sensores, la estructura del medio y la de su cerebro, pero el animal humano vive en un entorno en que las cosas son productos sociales que entrañan significados y valores. Pueden ser cosas de utilidad, pero también simples mercancías que existen en un inacabable flujo de intercambios, que solo existen como momentos en el discurrir del capital. Que las cosas sean objetos o mercancías no es indiferente para la forma de la experiencia. Los sentidos tienen una base biológica de cambio tan lento como cualquier otra parte del organismo animal, pero su ejercicio está sometido a la plasticidad cultural. En algún caso, como el olfato, de una inmensa disposicionalidad, la enculturación es una condición necesaria para que llegue a discriminar olores y valorarlos. Pecunia non olet se cuenta que dijo el emperador Vespasiano a su hijo Tito que le reprochaba haber legislado un impuesto sobre la orina (empleada por los curtidores como agente químico), a lo que respondió el padre entregándole una moneda de oro proveniente del impuesto para que la oliese. Que la orina pierda sus fragancias al entrar en la cadena de la mercancía es justamente un ejemplo de la modelación de la experiencia por las formas sociales de la cultura material en las que discurre como parte singular (humana) de la dinámica de la naturaleza.