domingo, 25 de septiembre de 2016

La vida suspendida





Ganar tiempo y espacio, pedía ayer Sara Gancedo, una estudiante de filosofía y de literatura en una mesa redonda en la que participábamos sobre el futuro de la universidad. Reclamaba el espacio y el tiempo como problemas centrales de la educación, de la universitaria, de la educación en general. Pedía disputar el espacio y el tiempo de educación contra el espacio y el tiempo fosilizados del mercado de títulos.

Llevo desde ayer pensando sobre lo extraños que son los espacios y tiempos de formación dentro de las instituciones educativas. Espacios y tiempos de estudiantes y docentes, zonas simbólicas acotadas por estados de excepción fenomenológica, física y vital.

Comienzo mis cursos señalando lo poco natural que es el espacio del aula: las asimetrías de las miradas, de la colocación de los cuerpos, de las formas de estar. Cuando puedo sugiero cambios, aunque sé que es bastante inútil cambiar las mesas cuando no logramos transformar los espacios internos. Pues los espacios en los que habitamos en la educación son también espacios mentales que difícilmente se coordinan. Qué piensa uno cuando habla desde el rol de profesor, desgranando nombres, ideas, argumentos, habitando en zonas claroscuras de duda e incertidumbre sobre lo que se está haciendo allí. Qué piensan los ojos que te están mirando, o que están mirando a su móvil, o al cuaderno de apuntes. Qué piensa un discurso apenas roto por preguntas de ocasión, que no logra transformarse en conversación o colaboración para un aprendizaje mutuo. Esperando encontrar un tiempo y un espacio en el que nos eduquemos mutuamente. En esos espacios aularios es difícil lograr responder a esas preguntas.

Tiempos en suspenso. Cuando era estudiante me encargaron que escribiera una historia del movimiento estudiantil (eran los prolegómenos a la Transición). Nunca logré terminarlo (de hecho ni siquiera logré comenzar la historia), me enredé en un examen fenomenológico de la excepción del tiempo del estudiante. Separado de la vida familiar, de la producción y demás estatus sociológicos y económicos que definen las categorías de quienes componen las estructuras básicas de los ciudadanos estereotípicos. Hablaba entonces como estudiante y desde las reivindicaciones que hacían en aquellos momentos los movimientos europeos de acceso a espacios de habitación y modos de vida no infantilizados, donde los afectos, los cuerpos y las vidas no habitasen en las zonas de indeterminación de quienes no son considerados aún adultos y han dejado de ser definidas por su dependencia de los padres.

Tiempos suspendidos de los docentes. Cumpliendo funciones imposibles o contradictorias: enseñar, educar, formar, no solo transmitir. Asfixiados por las nuevas olas neoliberales que nos convierten en "proveedores de servicios educativos", mercantilizados como lo son los estudiantes, ya mutados junto a sus familias en "clientes" de las instituciones educativas, a las que acuden a comprar sus títulos y formación. Nombres y fuerzas que, sin embargo, no han logrado aún diluir los tiempos y espacios de una vida en suspenso. Conformada por una relacionalidad incierta, renovada en los tiempos cortos de la enseñanza, condenada a lo efímero del tiempo de la educación, ordenada por dinámicas que comienzan por la torpe incertidumbre de los primeros días cuando aún no conoces y de los últimos, cuando te preguntas por qué será de esas personas con quienes has convivido los últimos tiempos. Una vida en transición continua, lejos de las certezas de quienes conocen el paño.

Los mercados diseñan las instituciones educativas como lugares especiales que limitan los tiempos y espacios de las vidas de los estudiantes. Los llaman "campus", y a veces fueron internados, porque, aunque habiten la ciudad, los estudiantes han sido internados en espacios suspendidos que no son ni ciudad ni campo, ni tal vez definidamente dentros o afueras. Espacios de inestabilidad que permiten mientras adquieren lo que cada vez más es mercancía y capital simbólico y cultural. Tiempos de vida que compran al mercado, con la esperanza de una acumulación de estatus que amplíe las posibilidades de planes de vida futuro. Tiempos futuribles que se sitúan en la incertidumbre. Te dicen, que habría que conectar la enseñanza con la vida "real", de la empresa y del mercado, que la enseñanza es muy "teórica" y poco "práctica". Te señalan lo que es obvio: que estás en un espacio y tiempo separado, que tienes que hablar de un afuera que no llevas dentro. El mercado pide cada vez más que los seres reales, los empresarios, abogados, managers, entren en las aulas a mostrar cómo es la vida real. Y te dices: tal vez mejor, quizá ha llegado el momento de que nos echen de estos espacios a quienes vivimos en una vida suspendida.

En otros momentos te niegas y defiendes la extrañeza de los espacios y tiempos de la educación. Confías en que se acumulen no sólo competencias sino también y sobre todo resistencias, habilidades de negación, hábitos de negociar significados para no caer en la banalidad, sabiduría para negociar las esclavitudes de los mercados de trabajo, e indignación con los paisajes de injusticia. Te dices que aún hay esperanza de que en esos tiempos y espacios suspendidos, quizás por la fuerza de la vida, los estudiantes, muchos, muchas, aprendan por sí mismos lo que tú no eres capaz de enseñar: a no tener paciencia con la estupidez y corrupción, a soñar vidas que no sean las vidas inducidas por las propagandas comerciales,

La reclamación de Sara, de tiempos y espacios de saber, de querer, de aprender a saber que se quiere, de querer saber, de saber querer, es la reivindicación más importante que podemos hacer quienes tenemos nuestras vidas suspendidas en la zona extraña que forma la educación. Tiempos y espacios de esperanza contra tiempos y espacios de capital.

domingo, 18 de septiembre de 2016

Las ínfimas menudencias




Todo es personal. Al principio y al final.

Dispositivos, mecanismos, normas, leyes, instituciones, partidos, movimientos, ..., la misma fábrica de la historia. Al final, el viejo Althusser, después de haber asesinado a su mujer en un rapto de su desorden mental, clama por ser reconocido como persona (El porvenir es largo). No acepta que le sea diagnosticada la locura porque no podrá defenderse ante la ley, mostrar al mundo su verdad, su yo. Al final de una dilatada obra dedicada a socavar el poder de la voluntad individual en la historia. Al final de una meditación sobre el yo como producción de las interpelaciones del poder, tras un ejercicio sistemático de meditación sobre el inmenso poder de la estructura, de la ideología y de la vacuidad de lo contingente y psicológico. Cuando los tiempos vienen difíciles, todo es personal. 


"Manifiestos, escritos, comentarios, discursos/ humaredas perdidas, neblinas espantadas/ qué dolor de papeles que ha de llevar el viento/ qué tristeza de tinta que ha de borrar el agua/ Las palabras entonces no sirven, son palabras... " escribe Paco Ibáñez en Nocturno, su canción más desgarrada. Cuando palpita la rabia, tiembla despabilado el odio y arde la venganza, nos dice, las palabras no sirven. Al principio estaba la indignación, antes de los significados y los conceptos, antes de la palabra, cuando la historia era solamente grito. 

Antes y después, todo se vuelve personal. 

Cuando escucho, leo y estoy al borde de creer en las leyes de hierro de la historia, me aferro a la convicción de que todo es personal. "...Hasta las ínfimas/menudencias en que con fondo animal/ se difuminan Autoridad y Anarquía", aprendo en Las cenizas de Gramsci de Pasolini, en un poema donde contrasta un yo que vive en lucha entre la virtud y el pecado, hijo de los catolicismos y jesuitismos que nos habitan, y un yo que no quiere abandonar una "desesperada pasión por hallarme en el mundo".  Un yo despierto y vivo que sobrevive a las muchas muertes de su historia presente, entre ellas a las normas y reglas de las ideologías y el pecado. 

Se juzga la política según dicta la voz del sociólogo que enuncia su ley de hierro: el poder de la burocracia. Al final, las élites dominan los partidos e imponen su ciega voluntad de poder que ocurre como un río oculto por debajo de las palabras y propósitos personales, por debajo de aquella primera emoción que hizo del éste o aquél una persona que decidió adoptar un compromiso político.  Pero este juicio cientificista, cínico, al tiempo que nos distancia de la política nos evita las responsabilidades. Las propias y las ajenas. Este juicio del sociólogo, en su aparente distancia es en sí mismo un acto político. 

Escribe Machado en Juan de Mairena.

"Al hombre público, muy especialmente al político, hay que exigirle que posea las virtudes públicas, todas las cuales se resumen en una: fidelidad a la propia máscara. (...) reparad en que no hay lío político que no sea un trueque, una confusión de máscaras, un mal ensayo de comedia, en que nadie sabe su papel. Procurad, sin embargo, los que vais para políticos, que vuestra máscara sea, en lo posible, obra vuestra; hacéosla vosotros mismos, para evitar que os la pongan --que os la impongan-- vuestros enemigos o vuestros correligionarios;  y no la hagáis tan rígida, tan imporosa e impermeable que os sofoque el rostro, porque, más tarde o más temprano, hay que dar la cara".
Al final hay que dar la cara. Las máscaras de rol, las que se pone uno por mor de la circunstancia, por el hecho de estar en, de participar, de agruparse o de tomar decisiones, son máscaras necesarias, imprescindibles para tener una modalidad de reconocimiento que está en la base que diferencia todo acto político y social, el que nos diferencia como sujetos colectivos y nos permite transformar la realidad en un sentido que no existiría sin la presión de muchos. Pero esas mismas máscaras no son sino ejercicios sin sentido, como puros movimientos de marioneta si no están habitadas por rostros personales. 

Cuando la política se fosiliza; cuando, como diría Rancière, se convierte en pura policía, gestión o mantenimiento, es porque las máscaras se han endurecido tanto que han asfixiado el rostro que hay debajo, han disuelto el compromiso y la responsabilidad y se han convertido en autónomas, como en La máscara  (Chuck Russell, 1994), película en la que el histriónico Jim Carrey se transmutaba en un ser maligno y todopoderoso al ponerse una extraña máscara. Son máscaras de poder que disuelven la autoridad, que al final, al principio y en medio, se sostienen sobre lazos de confianza en lo personal y en lo responsable de quienes ejercen los roles que hacen de la política un ejercicio de organización social. 

En Lawrence de Arabia (David Lean, 1962), el personaje que representa Peter O'Toole afirma que nada está escrito, que el destino lo escribe uno mismo, para, a continuación, adentrarse en el desierto y rescatar a uno de sus hombres contra todos los consejos de la prudencia. Ese ejercicio de voluntad contra todas las leyes de hierro de la historia hace del personaje real, el contradictorio Thomas Edward Lawrence, espía al servicio de Inglaterra y comprometido con la causa de una nación panárabe, una de las personalidades más fascinantes de la historia contemporánea, alguien a quien su aparente derrota por las fuerzas de la "policía", de los tratados ocultos de Inglaterra y Francia, que destruyeron Oriente Medio, no logra oscurecer su perspicacia. Sus depresiones ante la inevitabilidad de lo que sabía que estaba ocurriendo no son ínfimas menudencias, son signos de vida de quien no se resigna ante las leyes de hierro. 

Hay algo de heroico en las depresiones y desalientos de quienes sufren las leyes de hierro de las burocracias. En su sufrimiento psicológico es donde reside la esperanza de que la historia no se agota en las máscaras de poder, sino que sigue siendo patrimonio de los cuerpos que gritan por debajo de las máscaras. El tiempo y el espacio de los resignados, de los que se consuelan diciendo que así son las cosas, de quienes no sufrirán de melancolía, es el tiempo y el espacio del poder desnudo ayuno de toda autoridad. La depresión es en sí misma un acto político de divergencia, de rebelión del rostro ante la máscara. Es el último ejercicio de vida que late tras la fuerza de las leyes. Por eso las leyes no triunfan. Por eso las depresiones de hoy son las rebeliones de mañana. 

Pienso en la política, pero también en todos los actos sociales e instituciones, en todas las desmoralizaciones de las empresas en las que nos embarcamos, en la dialéctica entre la máscara social y el rostro personal donde se asienta nuestra lealtad con la vida. Pienso en la enseñanza, que es lo mío, donde no temo a la depresión porque la sé un componente necesario del no resignarse, del resentimiento y el no ceder ante las leyes de hierro de la burocracia. Pienso en las ínfimas menudencias que hacen de nuestros duelos los signos de resistencia ante la realidad, de nuestra diferencia con el cinismo de quienes parecen vencer, cuando no son más que ocasionales roles, papeles que ha de llevarse el viento, máscaras de la impotencia. 












domingo, 11 de septiembre de 2016

Don Quijote o la voluntad de verdad



Escribe Borges en un memorable texto: “Harto de su tierra de España, un viejo soldado del rey buscó solaz en las vastas geografías de Ariosto, en aquel valle de la luna donde está el tiempo que malgastan los sueños y en el ídolo de oro de Mahoma que robó Montalbán. En mansa burla de sí mismo, ideó un hombre crédulo que, perturbado por la lectura de maravillas, dio en buscar proezas y encantamientos en lugares prosaicos que se llamaban El Toboso o Montiel”. Nunca imaginaría que La Mancha habría de convertirse en un lugar de mito y sueño, de profunda perplejidad metafísica. Tal es el poder de la literatura: crea mundos cuando el mundo está en riesgo. Y esa amenaza fue la que se produjo en la modernidad. Así, sostiene Walter Benjamin que la modernidad nos ha hecho pobres en experiencia, que la explosión de acaecimientos, el shock de la continua y dislocada percepción en la metrópolis y la violencia interminable nos hace enmudecer. En las sociedades premodernas, el narrador transmitía de una generación a otra lo aprendido en el mundo a través de la experiencia propia directa. En la modernidad, nos dice, esta forma de relato desaparece y se convierte en literatura, que es una forma de discurso desacoplada de la realidad, habitante de una tierra de ficción y fingimiento. Nace pues la literatura cuando el relato de experiencia se fractura.

Max Weber también encuentra la modernidad en otra quiebra de la experiencia, la del desencantamiento del mundo que produjo la ciencia: allí donde había sabores, olores, tactos y emociones solo quedan longitudes de onda, sustancias químicas, energías mecánicas y neurotransmisores. La experiencia de ver salir el sol, mostró Galileo a los incrédulos escolásticos, no es más que el movimiento de nuestro suelo alrededor de su eje esférico. Nace la ciencia, pues, cuando la confianza en la experiencia desaparece pues la experimentación ya no es experiencia cotidiana.

No es sorprendente que estas paradojas hayan generado las ansiedades epistémicas de la modernidad. ¿Dónde está la verdad en la ciencia?, ¿dónde está la verdad en la literatura? Dejemos a un lado el transitado problema del realismo en la ciencia: las teorías y modelos científicos levantan mapas, topografías de las innumerables relaciones entre las propiedades que constituyen los múltiples niveles de constitución de la realidad. No es fácil saber qué es lo que hace verdadero un mapa y no vamos a decidirlo aquí.  Más difícil es tratar de la verdad en la literatura, pues, al modo de la paradoja de Epiménides, la literatura sólo diría la verdad cuando asevera lo falso y sería falsa cuando pretende la verdad. Mucha filosofía del lenguaje ha fatigado los desiertos de la referencia y el metalenguaje para resolver la paradoja. Estoy del lado de quienes defienden que la literatura no es una representación sino más bien algo así como una invitación. La literatura desvela - hace presente, visible- una parte de la existencia que no lo estaba. Puede que lo haga a través de la ruptura con el lenguaje ordinario, distanciándonos de las palabras. Puede que su estrategia sea narrativa, creando conflictos allí donde parecía haber paz. Tal vez la voz creadora nos interpele como un grito en la oscuridad para hacer que nuestras entrañas se estremezcan. De cualquier modo, la literatura llena de palabras un vacío existencial: el abismo de oscuridad que hace invisibles nuestras propias experiencias desarboladas por la transformación moderna del mundo. Entre la verdad poética y la verdad histórica de Aristóteles existe una verdad sutil que no puede ser descubierta sino a través de la invitación del autor. Los humanos somos como vampiros que no pueden penetrar en la experiencia ajena si no es a través de una invitación. Estamos siempre a la espera, "déjame entrar", nos decimos. Pero solamente ciertas personas generosas, que llamamos artistas, hacen esta contribución al mundo que es dejarnos penetrar en su secreto. Y allí, como Don Quijote en la cueva de Montesinos, descubrimos un mundo que es aún más real que el mundo desencantado por los nuevos malandrines.

No hay duda de que la obra de Cervantes esconde un misterio, una verdad sutil que acaso adivina o tal vez construye cada generación de lectores. En cada una de ellas Don Quijote revela algo nuevo y profundo sobre la condición de existencia. Así, a nosotros, a los que hemos nacido en esta “península metafísica”, no se nos oculta que sufrimos de una ansiedad idiosincrásica por nuestro lugar en una topografía ilusoria. Me refiero a una de las largas controversias que definen nuestra identidad fracturada: la de la aportación de la cultura ibérica a la cultura universal. De un lado, cierta Ilustración que repite “tenemos humanistas pero no científicos”, del otro, los unamunianos de “la modernidad del sur es una modernidad alternativa aún pendiente”. Tal vez nosotros, quienes hemos atravesado tiempos de modernización acelerada, que hemos vivido en dos generaciones el arrumbamiento de la vieja España; nosotros, que hemos crecido en la época de la promesa ilustrada que habría de salvarnos del destino irredento de seres condenados a perder todos los trenes de la historia (y no es por casualidad que los trenes hayan constituido los imaginarios del progreso de este país); que hemos vivido también la decepción y el desencanto, que quizá nos hayamos instalado en la indignación por los incumplimientos de aquella promesa; tal vez nosotros, …, estemos en mejor condición que ninguna otra generación para comprender a Cervantes. Tal vez ahora, como otrora Cervantes, podamos responder con claridad a la pregunta por nuestro lugar en el mundo, entre las armas y las letras, entre las ingenierías y las humanidades.

Cuatrocientos años no son nada. Apenas una etapa en que la humanidad ha podido experimentar sobre sí misma los claroscuros de las esperanzas y, a veces, las desastrosas consecuencias de las realidades de la modernidad. Hubo un tiempo entonces, cuando una tierra que había conquistado el espacio planetario, pero había perdido el rumbo de un tiempo ya orientado por la empresa que hoy llamamos capitalismo, se ensimismó en un sueño loco donde derrochó sus escasos bienes en aventuras militares por el mundo, en la construcción de iglesias y la donación de sus magros recursos a miles de conventos y lugares místicos para ganar una gloria en un cielo inmortal que ya había fenecido en un mundo sin color. Aunque abjuremos de los tintes heroicos con los que coloreó esta etapa la historiografía franquista no podremos, sin embargo, soslayar la perplejidad que aún nos sigue produciendo la modernidad hispana. ¿Cómo pudo ser que un país, cuya diplomacia e inteligencia, sus ejércitos, su construcción naval, sus ingenios hidráulicos, sus artes metalúrgicas, su botánica y su estudio de las nuevas lenguas demostraban fehacientemente una insólita capacidad racionalista para llevar a cabo la modernidad, se embarcase en tal empresa que en términos económicos no puede ser descrita sino como un extravagante y descomunal despilfarro de los pocos recursos del estado? Hay un cierto misterio en esa economía del dispendio que tanto ha sido estigmatizada por los historiadores. Don Quijote es la metáfora y el diagnóstico de esa empresa en los bordes de la modernidad. 

Cervantes se auto-diagnostica y nos diagnostica una forma de melancolía. Con razón se pregunta Fernando Rodríguez de la Flor si “será posible –o estaremos autorizados –, en definitiva, a hablar de un “estado de tristeza” secular de toda una nación –de una “enfermedad de España” (…)”. En las cavilaciones del manco derrotado, de su invención y del país que vivió, está la melancolía por la verdad sobre nuestra verdadera identidad.  La voluntad de verdad lleva a Don Quijote y a Cervantes a soñar o escribir un diario de derrotas que no es sino una alegoría de las capitulaciones del país en su conjunto. Cabría pensar, sin embargo, que en el desencantamiento que expresan don Alonso de Quijano y don Miguel de Cervantes hay una voluntad de verdad nueva, una verdad sutil que no fue captada por el inteligente diagnóstico de Max Weber sobre la modernidad. Es la voluntad de verdad de un sujeto nuevo que se sabe frágil, que se sabe contingente y dependiente de los otros. A veces serán engañosos malandrines, cierto, pero también a veces escuderos, curas y licenciados que, no menos locos que el viejo caballero, en un ejercicio de amistad y afectos sin reservas, saldrán a la estepa a acompañar y cuidar a este nuevo sujeto vulnerable. Un sujeto lleno de pliegues y oscuridades, ingenuo y sabio a la vez, fuerte en su flaqueza.

Un sujeto que, en su melancolía, nos dice por boca de Don Quijote: “Yo sé quién soy y sé que puedo ser” a quien tal vez un encantador le haya engañado para decirlo.  Un sujeto vulnerable con una nueva voluntad de saber. Pues saber el universo ya no es suficiente, se hace necesario inquirir la identidad propia en un nuevo esfuerzo de conocimiento que habrán de poner en dificultades Freud, Marx y Nietzsche siglos más tarde. Así, también a nosotros, nos cabría reivindicar esta incansable voluntad de verdad, de esa verdad sutil de la que el arte y las humanidades nos hacen conscientes como ninguna otra forma de actividad humana, a saber, de la distancia insalvable entre una realidad ficticia y una ficción verdadera.



sábado, 3 de septiembre de 2016

El carnaval de la república



En primer curso de filosofía política te enseñan que hay tres grandes concepciones de la gobernanza de una sociedad: el liberalismo, el comunitarismo y el republicanismo. El liberalismo, en su extraña deformación que se llama "neoliberalismo", ha sido, y es, la concepción hegemónica en la cultura política contemporánea, lo que hemos llamado "pensamiento único" desde la caída del Muro de Berlín. Era único, claro, hasta que las múltiples guerras identitarias del siglo XXI mostraron sus entretelas y debilidades. El comunitarismo ha sido, y es, una suerte de horizonte utópico para el sueño zen de una supuesta vuelta a las sociedades pequeñas lejos de las cosmópolis contemporáneas. El republicanismo, por último, parece presentarse como un refugio ideológico de supervivencia en el bosque de las opciones políticas del presente. Queda excluida de este catálogo la palabra fantasma que recorre la prensa bienpensante europea, el "populismo",  pues se supone que no es una filosofía política sino un término denigratorio de la decadencia de las otras formas.

El republicanismo es por el momento la filosofía que goza de mayor crédito si no se quiere ser calificado de neoliberal o arrastrado al infierno de las izquierdas del pasado. Hace unos días, Albert Rivera, el líder de Ciudadanos, decía en el Parlamento español que él no se dirige a la gente sino a los ciudadanos. Manifiesta así uno de los eslóganes del republicanismo: en la sociedad no nos reconocemos sino como ciudadanos. Ni los individuos del liberalismo, ni las personas del comunitarismo, ni la gente del populismo, sino los ciudadanos. El ciudadano está ligado al estado por vínculos de derechos y deberes. Se le concede una "carta de ciudadanía" que le obliga a prestar su apoyo a los grandes proyectos comunes para recibir a cambio el amparo de la fuerza del estado y del derecho.

Maquiavelo y Hobbes, Rousseau y Robespierre, Habermas, Philip Pettit, son los autores que se citan en estos circuitos de discusión, dependiendo de las orientaciones que se quieran definir en los proyectos republicanos. La idea de fondo es muy aristotélica: somos animales políticos pues es la forma social de estado la que nos reconoce como algo más que cuerpos semovientes. El estado nos protege y nos obliga.

No negaré el atractivo del republicanismo, al que hay que concederle muchísimas buenas razones que iluminan el pensamiento político contemporáneo. Yo diría que hay un trasfondo republicano que ya no puede ser abandonado, aunque también diría lo mismo respecto al liberalismo y al comunitarismo. Una buena filosofía política debería conceder a las visiones alternativas aquellos puntos sin los que ya no es posible ordenar bien una sociedad.

Sin embargo, el republicanismo tiene dificultades para entender los nuevos problemas que presentan las sociedades contemporáneas bajo las formas de la globalización, el pluralismo y el cosmopolitismo que definen nuestro régimen social en el mundo de hoy. Me refiero por cosmopolitismo a la conversión de facto del planeta Tierra en una inmensa urbe como la de Trantor de La Fundación. La cultura que fue llamada "posmoderna" de las últimas décadas del siglo pasado fue muy consciente de este hecho, y autores como David Harvey señalaron muy claramente estos rasgos nuevos que constituían un entorno problemático para todo pensamiento político. El posmodernismo se centró en una característica del nuevo mundo con la que el republicanismo se siente bastante incómodo: el pluralismo. Para los republicanos, toda diferencia es una condición anecdótica y contingente que el estado resuelve bajo el paraguas de la ciudadanía.

El problema del pluralismo es que señala directamente los límites del pensamiento y el orden republicano. Pues se asienta en aquellos rasgos o estigmas que producen la desidentificación, el desapego y aún la exclusión de enormes grupos del reconocimiento de la república. El pluralismo apunta a la condición de alienados, extrañados o excluidos del territorio común. Esos rasgos o estigmas, por su naturaleza excluyente, manchan el rostro y producen una nueva máscara que se traduce en señas de identidad. El republicanismo odia el término "identidad", pero el caso es que es una máquina de producirla. El republicano odia las manifestaciones de la diferencia, los burkinis del mundo, y de este modo los eleva a la categoría de máscaras de diferencia.

Hay tres modalidades de pensar el pluralismo (sigo aquí a mi amigo y maestro José Medina en su libro La epistemología de la resistencia). La primera es el relativismo, que coincide más o menos con el modelo posmoderno de pluralismo. El relativismo postula una sociedad pluricultural, cada uno en su barrio sin molestar a los otros, pero tampoco sin interpelarles ni entrar en debate con ellos. Es un pluralismo de la tolerancia vacía. La segunda es el pluralismo optimista del consenso. Es la opción meliorista  y perfeccionista de los filósofos norteamericanos pragmatistas, que creen que la pluralidad nos enseña a largo plazo una sociedad mejor.

El relativismo es, por muchas razones una concepción errónea y primitiva. Se sostiene sobre un sueño imaginario de lo que es "nuestra cultura" que nos diferencia de las "otras", reconoce al otro pero solamente como diferente, no como pregunta o como interpelación directa a nosotros. Y, sobre todo, se basa en prejuicios sobre la propia cultura, como si pudiese ser delimitada y no estuviese basada en señas que ocultan profundos autoengaños. Es el pluralismo de las comunidades imaginadas (las hegemónicas y muchas veces las subalternas)

El pluralismo meliorista es por otras razones una concepción más interesante, y hay mucho de verdad en lo que sostuvieron los mejores pensadores norteamericanos, de William James y Dewey a Stanley Cavell (o Wittgenstein, que entraría en este grupo, bajo algunas lecturas). Pero tiene el problema de que la búsqueda de los consensos suele ser una estrategia rápida para ocultar el fondo de las reivindicaciones de los excluidos. El consenso que busca esta forma de pluralismo solamente es aceptable cuando es un resultado y subproducto de la política, no un objetivo. Lo mismo que el sueño del insomne (lo sé bien), solamente llega cuando deja de buscarse.

La tercera forma de pluralismo es el pluralismo de combate y resistencia, el pluralismo guerrilla que afirma José Medina. Es el pluralismo que afirma a los de abajo, el que se resume en el grito continuo "¿acaso no soy yo también ciudadano?, ¿acaso no soy ciudadana?". Es el pluralismo que enseña a los republicanos su condición parroquiana, el corto alcance de los muros y fronteras que han trazado para construir su república. Es el pluralismo que fuerza la extensión de las fronteras de la república.

Los fundadores de la urbe republicana de Roma usaron unos bueyes para trazar las fronteras de la ciudad. El republicanismo siempre tiene en la cuadra una pareja de bueyes para trazar estas fronteras. Bajo un lenguaje de orden y gobernanza, sus dispositivos siempre están trazando fronteras invisibles que dejan fuera de lo visible y audible a quienes están al otro lado. Aunque sean vecinos y tengan carnet de identidad o pasaporte. El republicanismo convierte la sociedad en una suerte de carnaval donde los ciudadanos visten trajes y máscaras públicas admisibles. Existen mientras son calificados bajo alguno de los dispositivos normalizadores del estado.

Pero hay gente que no es ciudadana, cuyos cuerpos no son vistos y oídos porque su lenguaje no se entiende, o se oye como un grito ininteligible, como el del viejo que se queja en la madrugada y cuyo dolor se sospecha fingido. Más allá de los ciudadanos está la gente. Sí: cuerpos que desean y quieren ser vistos y oídos, que, como peregrinos de una historia interminable, aspiran a llegar a ser pueblo.

Y por esta razón el populismo se despega del republicanismo. Porque sabe que el antagonismo es la forma de aprender, que, como enseñaba Aristóteles, todos persiguen el bien, pero cada uno lo entiende a su manera. Es muy difícil saber qué es el bien común. El bien común del republicano es un horizonte vacío. Pero es mucho más fácil conocer el mal. Quizá no sepamos a donde queremos ir, pero es más sencillo conocer a dónde no queremos volver.