lunes, 30 de septiembre de 2019

Javier Muguerza Carpintier (1936- 2019) In memoriam








Texto de mi aportación a la Revista Teorema como obituario de javier  Muguerza:



Obituario


In memoriam Javier Muguerza Carpintier

(1936-2019)


Fernando Broncano


Entre el cariño y la ironía, Manuel Atienza calificaba a Javier Muguerza de pontifex, sin atreverse del todo a añadir el calificativo inmediato de maximus. Lo enunciaba, eso sí, acudiendo a la etimología del término –como “artífice de puentes”— y ningún otro adjetivo le correspondería mejor en tanto que filósofo que habría construido varios pasadizos sobre las aguas turbulentas de la academia en lo que sociológica y políticamente llamamos ahora “cultura de la transición”. La muerte de este filósofo el 10 de abril tiene un cierto aroma simbólico de fin de era, como si la natura se acompasara con transformaciones en el ámbito de la cultura. Su pontificado se extiende sobre dos ámbitos que no siempre se corresponden: el estrictamente filosófico y el amplio espacio de la sociología académica. Ninguno es irrelevante a la hora de repensar su figura, pero sin la menor dura lo más interesante lo encontraremos en sus pasos teóricos entre orillas filosóficas.
Continuando la imagen, no sería incorrecto situar su pensamiento en una cierta betweenness, en los entredoses de pertenencias filosóficas que recorren sus afiliaciones y disidencias, de las que haría necesidad virtud en lo que posiblemente defina como un rótulo su filosofía: “la ética del disenso”. Su obra se extiende por una diversidad de temas siempre nucleares, pero cabría resumir su trayectoria en y entre dos significativas publicaciones: La razón sin esperanza, publicado en 1977 por Jesús Aguirre en Taurus, y en cuyo prólogo de 1976 se hace eco de la vuelta de Aranguren a su cátedra tras el exilio académico, y Desde la perplejidad, publicado en 1990 pero cuyo prólogo, en la edición que manejo del FCE está redactado en 1987. Fue una década de cambios sociales en España que se refleja (sin ninguna tentación determinista) en las variaciones que Muguerza manifiesta en su pensamiento: en los problemas, en las soluciones y en el mismo “tono”, para expresarlo con el término de Stanley Cavell.
La razón sin esperanza (RsE, en adelante) recoge trabajos –papers, para expresarlo con su nombre de estilo– de una década anterior. Es un libro ortodoxamente analítico en las formas y en el contenido, que brega con la open question de Moore y con la falacia naturalista tratando de hallar un lugar para la ética en un panorama intelectual como el contemporáneo a su redacción en donde el pensamiento moral apenas se elevaba de la catequética. Pese a ello, no tiene como enunciatario, o sujeto lector, a los teóricos de la moral integristas o conservadores sino, todo lo contrario, las formas de naturalismo que se estaban extendiendo en la renovación de la filosofía española del momento. La historia de la filosofía analítica en la Península ha ido por sendas diferentes a aquellas, pero en los finales de la década de los sesenta los dos marcos de referencia principales eran la filosofía de la ciencia y una suerte de marxismo abierto a formas de racionalismo, bien por una cierta alianza con la lógica formal o bien popularizando el racionalismo crítico alemán en sus formas habermasianas o post-popperianas. A lo largo del libro, Muguerza va orientando sus referencias hacia lo que en su momento fueron autores que se movían en los márgenes de la filosofía analítica, como es el caso de Toulmin, o hacia las modalidades más historicistas y sociológicas de la filosofía de la ciencia,como fueron los casos de Lakatos y Kuhn.
En este sentido, cabría comparar la obra de Muguerza con la de Richard Rorty, alguien de su generación y de similar trayectoria. Ambos parten de una suerte de alianza entre el pensamiento moral y la ciencia (mucho más radical en el caso de Rorty, directamente eliminacionista en sus comienzos). Ambos autores desarrollaron por los mismos tiempos una crítica radical a la corriente analítica dominante. Rorty, a partir de la crítica al predominio de la epistemología en el pensamiento moderno y las ansiedades por la verdad y la objetividad. Muguerza, a partir de la crítica al olvido de la autonomía del sujeto en las diversas formas más extendidas de pensamiento moral. Rorty fue en parte responsable del renacimiento del interés por el pragmatismo en el ámbito norteamericano. Muguerza, por una suerte de neokantismo amplio en el ámbito hispano o, quizás mejor, hispano-mexicano.
A comienzos de los años setenta Muguerza ya había adquirido una reconocible capacidad de influencia en las editoriales más activas del momento, en particular a través de su relación con Javier Pradera, y planificó una larga antología de textos de la filosofía analítica que habría de ocupar cinco volúmenes, pero que al final quedaron en dos. En 1974 ya se habían desarrollado círculos analíticos en Valencia y Barcelona que hacían extemporánea la publicación, pero aun así no dejaron de tener una influencia didáctica en el creciente número de grados de filosofía en la universidad española del momento. El texto suyo que abre la antología “Esplendor y miseria de la filosofía analítica” ya es una declaración de principios de lo que desgranaría el volumen de RsE.
La década siguiente fue una época de bastantes cambios en la sociedad y la universidad y en ella se sentaron las bases de lo que ha sido el discurrir de la filosofía española en las últimas décadas. Estos cambios son relevantes también para entender la evolución del pensamiento de Muguerza hacia los textos que recoge Desde la perplejidad, un texto central en las líneas fundamentales de la comunidad académica en ética, filosofía moral y del derecho (DP, en adelante).
Siempre es ilustrativo leer las referencias que a lo largo de una biografía intelectual muestran las ideas con las que se mide un autor. Las que aparecen en DP cumplen esta función con eficiencia. En las postrimerías de RsE, las lecturas toulminianas de Wittgenstein habían ido cobrando importancia y, menos prominentes, las alusiones al filósofo postmarxista polaco Leszek Kolakowski, uno de los espíritus más influyentes en los procesos del final de la Guerra Fría. DP comienza reivindicando esta convergencia de la filosofía analítica soft con el postmarxismo en sintonía con la línea que en aquellos momentos conducía la editorial Taurus de la mano de Jesús Aguirre, un editor clave en el aggiornamento entre el catolicismo postconciliar y el marxismo de la constelación de la Escuela de Frankfurt. En este hilo, y al compás de la política de traducciones de esta editorial, las conferencias recogidas en DP van creciendo, desde la simpatía y distancia, en la abundancia de discusiones de las filosofías de  Apel y Habermas, patronos de la aplicación de una cierta lectura de la filosofía analítica pragmática del lenguaje a la filosofía política. DP desvela progresivamente otra red de citas y autores que Muguerza considera en cierta tensión y discusión con el neopragmatismo alemán: se trata de una cierta lectura liberal de Kant desde la perspectiva de Rawls.
No son ociosas estas alusiones a las citas e ideas con las que se mide Muguerza en DP, un texto icónico de una época filosófica en el espacio hispano. No creo cometer una sobre-interpretación si me atrevo a decir que se estaba creando una suerte de canon fundacional de lo que académicamente se establecería como el área de ética y filosofía moral, un proceso institucional que acompaña a la recopilación de textos que conforman DP. Un abandono nostálgico de la filosofía analítica; un abandono no menos melancólico del marxismo (y así el fin de la transida disputa entre analíticos y dialécticos del fin de los prolegómenos de la transición); una recepción cuidadosa y distante de lo que podría llamarse la filosofía oficial de la socialdemocracia de los setenta, en una tensión-diálogo con el liberalismo (en el doble sentido filosófico y político en el contexto norteamericano) del contractualismo neokantiano. Algo así como la creación de un tripolo: el wittgensteinianismo abierto, el marxismo de la esperanza y el liberalismo avanzado de Rawls.
RP pontificaba sobre aguas turbulentas. Fueron corrientes diversas las que confluían en lo que terminó siendo la estabilización académica de la filosofía en la transición española. La filosofía académica del franquismo estaba en declive, por más que aún sostuviese un cierto poder institucional y aparecían nuevos núcleos de tensión. En un lado, aún menor, aunque con una cierta audiencia mediática, la creciente ola de “posmodernismo” en variantes estéticas o postestructuralistas: en otro lado, la compleja resistencia a lo que se veía como una nueva filosofía institucional, que Muguerza representaba como primer director del Instituto de Filosofía del CSIC; en un tercer lado, el nuevo fenómeno de la apertura de la filosofía española a los espacios antes ignorados latinoamericanos, y en particular a la potente filosofía del derecho argentina. Fueron tiempos complejos, ahora ya difíciles de reconstruir, y Javier Muguerza lidió en ellos con toda su inteligencia para preservar, por una parte, una cierta independencia intelectual de la filosofía moral respecto a otras disciplinas y, por otra parte, con las crecientes tensiones entre escuelas y tradiciones que antes habían estado en una suerte de pax augusta en los momentos previos a la transición. Muguerza, en este laberinto de pasiones, propuso una alternativa que trataba de negociar las múltiples tensiones: la alternativa del disenso.
La propuesta de Muguerza es una suerte de adaptación de la vía negativa a las controversias filosóficas contemporáneas. La epistemología popperiana, y sus versiones más radicales como la de Feyerabend, adoptaron esta idea de que la disidencia era el núcleo básico de la racionalidad humana. Muguerza nunca lo reconoció, pero el trasfondo del popperianismo crítico está muy presente en su alternativa del disenso. También, ciertamente, hay muchas convergencias en esta idea y una de las grandes virtudes del pensamiento de Muguerza fue tejerlas con habilidad. La alternativa del disenso reserva un espacio de autonomía allí donde todas las formas de naturalización serían proclives al determinismo en el juicio o la decisión. En este sentido, Muguerza se alinea con lo que una década más tarde se popularizará como neokantismo en teoría de la acción y campos relacionados.
La idea del disenso tiene además un contexto socio-cultural y en cierto modo político que no cabe obviar en una rememoración de este pensador tan central. Muguerza estaba preocupado por no ser arrinconado en una cierta esquina cultural de servidor de la nueva ideología socialdemócrata que rigió la península y que recorría Europa en los años ochenta. Quiso establecer la noción de antagonismo como ideal crítico interminable en todos los estratos de la cultura. Con una cierta distancia reconocemos en Muguerza una potencialidad de pensamiento que llegaría a ser mucho más extendida en el siglo xxi.
Volvamos al comienzo: Muguerza como trazador de puentes. Ciertamente, los puentes no son pasos que tracen cualesquiera ingenieros. Se necesita mucha habilidad, conocimiento y poder para poder erigir estos lugares de paso. No es la alternativa de la vía negativa la peor de las formas donde fundar las arquitecturas conceptuales de una trayectoria cultural. Es una suerte de negocio permanente entre el dogmatismo y el relativismo. En este sentido, en el haber de Javier Muguerza está el haber proporcionado medios poderosos para resistir a la ola compleja, pero en general destructiva, de un cierto posmodernismo de la parodia, la frivolidad y el rencor contra los hechos y la verdad.
Sociológicamente, Javier Muguerza ha tenido una influencia muy reconocible en la instauración de líneas de trabajo y estilos, en particular en lo que institucionalmente se conocían como áreas en el marco de la filosofía, y en particular en el área de ética y filosofía moral. En términos más amplios, fue el primer director del Instituto de Filosofía del CSIC y no hay ninguna duda de que allí dejó su impronta. Contribuyó a la creación de Isegoría, una de las revistas más relevantes del medio académico español en filosofía.


domingo, 29 de septiembre de 2019

El tiempo de la revolución




El mito más extendido en la imaginación política es que solamente importan las escalas grandes, la supervivencia planetaria, la geoestrategia, las coaliciones internacionales, los estados nación a los grandes estratos sociales como la clase, el género, la cultura, etc. El otro mito es el de que solo importa lo cotidiano, lo cercano, el dominio del ciudadano medio y sus preocupaciones diarias. Entre estos dos polos discurre la actividad y el pensamiento políticos, sea en la forma organizada de partidos, sindicatos o movimientos, sea en la actitud personal no comprometida o distante de la acción política. La hipótesis es dialéctica: los espacios cotidianos reproducen las estructuras a gran escala, pero las estructuras a gran escala establecen las constricciones básicas en la dinámica de los espacios intermedios. Jorge Moruno expresaba la paradoja recientemente en un tuit: “no se podrán cambiar las estructuras si no cambiamos la vida cotidiana; no podremos cambiar la vida cotidiana si no cambiamos las estructuras”.

Esta tensión no le es ajena a nadie desde los años sesenta del siglo pasado. Hasta entonces, el ideal de revolución siguió los modelos de las revueltas y de las rupturas de poder de las revoluciones americana, francesa o rusa. Se suponía que todo los demás vendría asociado de forma necesaria y consecuente al momento revolucionario. Por ejemplo, lo que se denominaba con una expresión viejuna y sexista el “hombre nuevo”, que aludía a la transformación de las prácticas y actitudes cotidianas. Hemos aprendido de las múltiples derrotas que el mismo concepto de revolución se ha transformado.

“Revolución” es un concepto viajero* que nació de forma técnica en la astronomía para nombrar las órbitas; más tarde pasó a la geología y a las controversias sobre el origen del paisaje terrestre. “Revolución” nombró entonces los procesos en los que poderosas fuerzas convergían en periodos cortos de tiempo produciendo grandes transformaciones en el globo. El término estaba asociado al catastrofismo, una de las explicaciones de por qué la superficie de la tierra muestra tales cambios históricos como para que encontremos fósiles marinos en las cumbres de las montañas. Las revoluciones americana y francesa convirtieron el término en un concepto político que refiere a la transformación radical de las estructuras de un estado y, posiblemente, de las instituciones que articulan una sociedad.

Una de las más claras lecciones de la historia es que hay que corregir la temporalidad asociada al concepto de revolución. Generaciones de militantes dieron sus vidas esperando el momento de la revolución. Numerosos partidos y movimientos revolucionarios se levantaron en armas porque sus dirigentes intuían que era el “momento de la revolución”. Rosa Luxemburgo vivió uno de estos momentos y, aunque sabía que era un error histórico que traería terribles consecuencias para la clase trabajadora alemana, se adhirió fielmente a un levantamiento que le costaría la vida.

Recientemente, cierta filosofía política ha convertido en un incono de la revolución la idea de “acontecimiento”. Tiene orígenes bíblicos pero ha sido popularizado por la izquierda heideggeriana como si la revolución fuese algo así como la manifestación de un ser, un evento frente al discurrir aburrido del tiempo político de las instituciones que reproducen sin más lo existente. La temporalidad que expresa este concepto se asocia a loque los griegos conocían como kairos. De hecho los griegos tenían diferentes términos asociados al tiempo: kronos, kairos, y aeon (aión). No son tanto temporalidades en términos de longitud termodinámica como formas de entender la existencia humana en el tiempo. La misma idea de revolución parecería romper con el discurrir homogéneo del tiempo oficial del poder tal como se refleja en los calendarios.

El tiempo de la revolución no puede ser simplemente un “acontecimiento” en la línea heideggeriana o schmittiana, o en la más clásica de la revolución pensada sobre los modelos de la revolución francesa o rusa, tampoco como el kronos o tiempo civil de la tradición socialdemócrata y de todos los determinismos históricos, que dejan a la evolución “natural” del capitalismo o del orden económico la tarea de cambiar la historia. Su tiempo es el aión helenístico, el aevo y el saeculum latino, las edades de la humanidad en términos más recientes. No es tanto un tiempo largo o corto, sino un giro en la historia, una transformación como la que pensaba Marx cuando afirmaba que el comunismo era la entrada de la humanidad en la historia o Kant cuando hablaba de la Ilustración como salida de la humanidad del estado de niñez.

Desde esta mirada, tendríamos que hablar de la revolución, más que como un resultado de revueltas emocionales, como producto de un cambio en la estructura de sentimiento de la sociedad es decir, de estados afectivos que constituyen las disposiciones generales de individuos y colectivos. Así, afectos como la confianza y la solidaridad no son tanto emociones como estados largos afectivos que son como el bajo continuo de la vida cotidiana. Son metaemociones que producen una transformación en las disposiciones emocionales.

Cuando Raymond Williams escribió La larga revolución pensaba en estas transformaciones telúricas de la estructura de sentimiento. La producción de estas derivas tectónicas de fondo en la sociedad es también y sobre todo una mutación de los espacios sociales, desde los de granulosidad fina, los espacios intermedios en los que discurre la vida cotidiana, hasta las grandes esferas de la vida pública, institucional y económica. Una sociedad puede ser concebida como un enorme espacio de posiciones que sitúan a cada persona en un nodo de relaciones de poder, de perspectiva social y de afectos. En las escalas intermedias, la transformación de las relaciones genera en las escalas superiores estos cambios en el tiempo y la historia que llamamos revolución o su contrario, contra-revolución.

La revolución llegará como llega la madurez tras la adolescencia, como una edad de la humanidad. No será televisada porque no habrá nada que televisar: habrán cambiado las miradas y la dirección de las cámaras. La revolución es lo que ocurre cada día cuando deseamos cambiar las cosas y hacemos el intento, también y sobre todo cuando cambiamos nosotros con ellas.

domingo, 22 de septiembre de 2019

Mentira, posverdad e injusticia epistémica







Si es posible hablar de justicia epistémica es porque las trayectorias históricas del mundo contemporáneo han convertido el conocimiento en un bien sometido al imperio de la justicia. No hay duda de que el conocimiento siempre ha sido un bien para quien lo ha poseído o lo ha necesitado. Es algo que pertenece a la historia de la humanidad. Pero no siempre ha sido un bien que haya pertenecido al dominio del concepto de justicia estructural o social, por más que su distribución haya estado sometido a las reglas de la moral o de la justicia transaccional. Platón consideraba el conocimiento como un bien, pero no consideraba que debiera repartirse por igual a toda la sociedad, al contrario, abogaba por una sociedad sometida al control de una aristocracia epistémica. El conocimiento, sostenía, era una obligación dependiente de la posición social y, correlativamente, la posesión de conocimiento entrañaría una posición social correspondiente. En La República aboga por una correspondencia fiel entre posición epistémica y posición social que anticipa la epistemología política por cuanto para Platón las nociones de justicia y conocimiento son inseparables. Ciertamente la obra de Platón es el primer ejercicio de epistemología política en la historia del pensamiento, pero lo es por exceso. Un exceso que difícilmente nos permite hablar de derechos, obligaciones y responsabilidades epistémicas, dejando a un lado las dificultades que tiene la teoría platónica para fundamentar una legitimación de la democracia. 

Un segundo momento, mucho más cercano en lo que respecta al marco jurídico, moral y político contemporáneo, es la polémica que sostienen Kant y el jurista francés Benjamin Constant sobre la mentira, que Kant reconstruye en «Sobre un presunto derecho a mentir por filantropía», (1797). Es un opúsculo en el que Kant responde a lo que parecía ser una crítica de Constant a su posición sobre la obligación absoluta de decir la verdad y no engañar, y que se resume en la tesis de “Es un deber decir la verdad. El concepto de deber es inseparable del concepto de derecho. Deber es lo que en un ser corresponde a los derechos de otro. allí donde no hay derechos, no hay deberes. Decir la verdad es, entonces, un deber; pero sólo para con quien tiene derecho a la verdad”. Frente a Constant, Kant sostiene que

“la veracidad en declaraciones que no se pueden evitar es un deber formal del hombre para con todos, por muy grande que pueda ser el perjuicio que de ahí resulte para él o para otro; y aunque yo no cometo ninguna injusticia contra aquél que me fuerza injustamente a hacer una declaración, si falseo ésta, sin embargo, con tal falsificación, que por ello también se puede llamar mentira (aunque no en el sentido del jurista), cometo una injusticia en general en una parte esencialísima del deber: esto es, provoco que, por lo que depende de mí, las declaraciones no merezcan fe alguna y, por consiguiente, que todos los derechos fundados en contratos caduquen y pierdan  su fuerza; lo cual es una injusticia inferida a la humanidad en general” 


 La discusión tiene dos niveles: uno es el de la interpretación de la filosofía kantiana, pues parecería que Kant está reduciendo lo jurídico a lo moral. Los matices de esta interpretación son marginales al punto que estoy discutiendo. El segundo nivel es sin embargo central para la cuestión de la interacción de las ideas de justicia y el conocimiento. Kant argumenta que el daño que causa la mentira no es un daño contingente que pudiera resolverse como una ruptura de contrato, en tanto que el hablante parece haber prometido la verdad, o al menos la sinceridad, sino que es “una injusticia inferida a la humanidad”. Quizás la expresión tenga connotaciones un tanto épicas y excesivas, pero Kant apunta aquí un posible argumento poderoso. Así, el daño que inflige quien miente no puede medirse solamente por las consecuencias directa del acto, sino por cómo esa acción contribuye a la injusticia. No hay ninguna duda que Kant está definiendo aquí una dimensión epistémica de la justicia o, si quiere decirse así, anticipando el concepto de injusticia epistémica.

Saray Ayala ha expuesto en un luminoso artículo escrito junto a Nadia Vasilyeva lo que Kant dejó como afirmación. Es un convincente argumento sobre cómo el habla y el silencio pueden producir un daño colectivo. El tema de su trabajo es el de cuál es el daño que causa el silencio del oyente cuando el hablante profiere alguna expresión de odio o de discriminación, por ejemplo, el caso tan hispano de quien, en la barra de un bar, con voz estentórea y carcajadas, cuenta un chiste machista, racista u homofóbico. El oyente avergonzado opta muchas veces por un silencio que las autoras describen como cómplice a pesar de que ocultamente la patochada le produzca el mayor de los rechazos. 

Su argumento se desarrolla sobre el análisis pragmático del lenguaje y contiene una propuesta luminosa sobre los micromecanismos por los que se produce lo que Kant consideraba que era un daño a lo común. En  una conversación, nos recuerdan, cada expresión adquiere sentido en la medida en que los hablantes comparten un trasfondo común que permite que la dinámica de la conversación genere un ajustamiento continuo de las expectativas y de los supuestos que dan contenido a las palabras. Imaginemos una escena (uso aquí el mismo ejemplo que ofrecen Ayala y Vasilyeva) en la que un profesor y una alumna comentan la dificultad de un problema de investigación que debe resolver en un examen o trabajo. Si el profesor dice “no te preocupes, el problema no es difícil de resolver con los recursos a vuestra disposición” la alumna obtendrá una perspectiva sobre el juicio del profesor sobre la posibilidad de llevar a cabo la investigación. 

Acuden las autoras para analizar la microdinámica conversacional a lo que el filósofo del lenguaje David Lewis, (1979) definió como puntaje conversacional. Consiste en ajustamientos de las expectativas y formaciones de sentido resultados que ocurren en el intercambio de palabras como resultado del hecho que las palabras adquieren significado acudiendo al trasfondo común, pero también al acto particular de elección de palabras en el contexto conversacional. Lewis lo denomina “puntaje” (scorekeeping) por analogía al desarrollo de un juego donde los jugadores van anotando lo que obtienen del juego. En el caso de la conversación, el logro de entender (y ocasionalmente aceptar) lo que dice el hablante, al tiempo que el hablante logra ser entendido (y, ocasionalmente, que se acepten sus palabras). Al comprender las palabras y reaccionar ante ellas, se produce un efecto de acomodación o reforzamiento de los supuestos que constituyen el trasfondo común. Es decir, no solamente hay un acto de comprensión sino también de reforzamiento o, por el contrario, de cuestionamiento e inestabilidad del trasfondo común de significados y conocimientos.

Supongamos, sin embargo, que el profesor le dice a la alumna “hasta alguien como tú podría resolver este problema”.  Mikel Iturriaga, un conocido divulgador culinario en prensa y radio ha construido en parte su popularidad usando este tipo de expresiones para evaluar la dificultad de una receta. Así, encontramos juicios como este: “Dificultad: para adultos con el cerebro de un niño de cuatro años”. Obsérvese que nuestro periodista es mucho más explícito que el profesor, pero en ambos casos la expresión denota un juicio sobre el oyente. Como muestran Ayala y Vasilyeva, la expresión no solamente da una información, sino que está causando un daño al oyente que, en el caso del profesor, implica un insulto a la inteligencia de la alumna.

El daño causado por la estúpida respuesta del profesor es ciertamente particular. Insulta a la alumna poniendo de manifiesto su desprecio y infravaloración de sus capacidades. Si la alumna responde y replica a esta ofensa, habrá dejado clara su queja y su resentimiento por la injusticia. Si, por el contrario, se calla, habrá contribuido con su silencio al reforzamiento del autoritarismo e insolencia del profesor. Con todo, aquí el daño es, digamos, personal. No hay necesariamente un daño colectivo (o por lo menos bajo alguna descripción). Imaginemos sin embargo que la escena discurriese de la siguiente forma. El profesor se dirige a un alumno (ahora cambiamos de género) y le responde de esta forma a su pregunta sobre la dificultad del problema: “hasta una mujer podría resolverlo”. Supongamos que en este caso el alumno permanece en silencio o, peor aún, ríe la gracia machista del profesor. Entonces se habrá producido algo pernicioso para el trasfondo común: se habrá generado un reforzamiento de un prejuicio patriarcal sobre la inteligencia de las mujeres. El daño aquí se generaliza desde la psicología particular (en el caso anterior de la alumna) a una discriminación de género que se reproduce, entre otras formas, a través del anclaje y acomodación de los prejuicios en el trasfondo común de significados.

Este análisis deja bastante claro cuál era el marco que permitía a Kant afirmar que quien miente está dañando a lo común: está generando una inestabilidad en el presupuesto pragmático que hace que cuando recibimos una respuesta a una pregunta, la afirmación del hablante presupone que sinceramente cree la verdad de lo que responde. Incluso en las mentiras piadosas, afirma Kant, se está produciendo un atentado contra la justicia epistémica que regula nuestra vida en común.

Imaginemos ahora lo que ocurre cuando la expresión ocurre en la prensa, en el Parlamento o en cualquier institución y es proferida por alguien con poder o autoridad. 

domingo, 15 de septiembre de 2019

La trampa moral transhumanista





El transhumanismo no sería peligroso si no estuviese ya rediseñando los sistemas de salud. No sería más que una curiosidad de adictos a la ciencia-ficción si no se apoyase en imaginarios y deseos muy extendidos y no siempre confesados, si no formase parte de uno de los peores caminos que sigue el capitalismo contemporáneo: la conversión de la esperanza en mercancía. En estas breves líneas querría apuntar un breve esbozo de lo que considero la trampa del transhumanismo: hacernos creer que se puede responder a sus pretensiones con argumentos y principios morales cuando lo que hay por detrás es un proyecto político. 

El transhumanismo es un proyecto cultural que promueve una línea de investigación tecnológica basado en dos hipótesis: la primera es que el humanismo tradicional, que pretendía la educación de la humanidad a través de la cultura para sacarla de la barbarie y civilizarla, ha fracasado pues los orígenes de los males de la sociedad están en que la naturaleza humana está mal diseñada por la evolución. La segunda es aún más audaz que la anterior. Afirma que la tecnología podría ayudar a resolver los problemas que el humanismo ha sido incapaz de resolver. 

Bajo estos supuestos, el transhumanismo apoya líneas de investigación que promueven lo que denomina mejoramiento humano. Para calibrar el alcance de este proyecto deberíamos recordar que el humanismo también era un proyecto tecnológico y no solamente hermenéutico o filológico. La tecnología del humanismo, acertada o equivocada, perseguía hacer del planeta Tierra un hogar para la humanidad, un mundo artificial que la protegiese de los avatares ciegos del destino y la naturaleza. El humanismo inspiró (y se inspiró siempre en) una concepción muy clara de la medicina: estaba orientada a restaurar y reparar terapéuticamente las capacidades humanas, es decir, de la condición humana en su mejor expresión. Por el contrario, el transhumanismo propone técnicas para trascender la condición humana en sus límites biológicos y culturales.

Desde los más ancestrales tiempos de las sociedades griega y romana, el humanismo nació como otro proyecto de formación y mejora humana distinto al transhumanista:  a través de medios fundamentalmente basados en prácticas culturales como la educación en los diversos saberes humanos, el control de las tendencias emocionales disgregadoras y peligrosas como la ira, el resentimiento o los terrores, y el cuidado de la salud a través del ejercicio físico y dietas alimenticias adecuadas y, en los casos de enfermedad o daño, de ayuda técnica al organismo mediante la terapia experta basada en la iatroquímica o la intervención quirúrgica y, más recientemente, mediante las políticas públicas de salud preventivas. 

El transhumanismo sostiene que estas estrategias han sido insuficientes y que el diseño biológico y psicológico de la especie humana tiene límites que pueden y deben ser sobrepasados dadas las posibilidades actuales de la tecnología. La propuesta moral transhumanista contiene dos niveles: el primero es que ya existen tecnologías que permiten intervenir en el futuro del cuerpo y de la especie. El segundo principio es normativo: que debemos intervenir en el futuro del cuerpo y de la especie. 
El gran debate ético no se dirige tanto hacia las tecnologías en sí cuanto al principio de que la investigación, desarrollo e innovación tecnológica en las áreas de la bioingeniería, farmacia e ingeniería médica deben orientarse no ya hacia la prevención, conservación y terapia sino, por el contrario, al desarrollo de técnicas que trasciendan la dotación biológica y cultural humana.

La primera afirmación de hecho constata que el estado de la técnica bioingenieril, y en particular las técnicas de edición genética, nos permite o permitirá intervenir en la planificación de la descendencia hasta el punto de que no es utópico pensar en un supermercado genético en el que padres y madres elijan las características de sus hijos, desde su sexo a otras muchas características fenotípicas. De hecho, los colleges norteamericanos reciben habitualmente anuncios en los que se piden donaciones de esperma y óvulos a individuos con ciertas características de inteligencia, salud y apariencia física. Por ejemplo, la intervención en el marcador genético 5-HTTLPR se asocia con el diseño de un temperamento más orientado a la felicidad (el gran negocio del siglo). El análisis genético de los fetos ya se ha convertido en una práctica habitual para las parejas que pueden y quieren permitírselo. 

En lo que se refiere a la mente, también se constata la existencia de técnicas de intervención interna o externa en el cerebro para influir sobre las reacciones y límites corporales. Productos farmacéuticos como el Modafinil, Adderall o Ritanil, que fueron diseñados para tratar déficits o trastornos, se muestran efectivos en el control de los límites psicológicos de resistencia, por lo que se investigan sus usos militares para estimular la atención, la resistencia al sueño y la fatiga o, más allá, la pérdida del miedo. Otras técnicas como la estimulación magnética extracraneal se muestra también efectiva en la intervención sobre áreas definidas del cerebro asociadas a funciones que pueden ser planificadas. El implante de dispositivos intracraneales, por otro lado, se observa como líneas de potenciales desarrollos de aumento y modificación de las funciones mentales.

Ninguna de estas (y otras muchas) técnicas son por sí mismas controvertibles. De hecho se han desarrollado en un contexto de investigación orientada a la prevención o terapia de problemas de salud. Lo que propone el transhumanismo es que debería permitirse e incluso moralmente aconsejar su uso para planificar el futuro. Las dos promesas más usuales son las de la prolongación personal del tiempo de vida mediante técnicas de intervención genética y la de planificación eugenésica de las características de los hijos. En este caso, la eugenesia no se presenta como una obligación impuesta para la prohibición de reproducción a quienes no se consideran bien dotados fisiológica o conductualmente, o de imposición de aborto de fetos con malformaciones, algo asociado ya a las políticas nazis, sino una mucho más insidiosa política liberal de supermercado genético que apele al deseo de los padres de tener hijos perfectos.

Son muchas las respuestas a estas pretensiones que tienen un carácter moral. Se argumenta que las trayectorias de mejora humana son parte del sueño de dominio de la naturaleza, que son un peligro para la autonomía personal y otros muchos argumentos que no desarrollaré aquí. No digo que estas respuestas estén equivocadas, pero me parece que no son muy productivas básicamente por dos razones: la primera es que el transhumanismo ha conseguido anclarse en deseos profundos y extendidos. Cuánta gente que se observa con problemas de temperamento o fisiológicos no culpa (preconscientemente) a sus padres por haberles dejado esta herencia genética. Cuánta gente sueña con que sus hijos sean mejores que los padres y madres en características físicas e intelectuales. Cuánta gente paga técnicas fuera de los sistemas terapéuticos para mejorar su aspecto. La hegemonía transhumanista del término y concepto de "mejora" es su mayor arma, a la que no se puede responder solamente con argumentos morales condenados a ser hipócritamente asentidos y ocultamente rechazados.

En segundo lugar, la respuesta moral generalmente se asienta sobre un concepto esencialista de la naturaleza humana, como si nuestras características y lo que llamamos "dones" no hubiesen sufrido cambios culturales. Qué se considere "mejora" depende de qué es lo que se considere características buenas y malas. Y estas características están cargadas ideológicamente: están cargadas de estereotipos raciales y de prejuicios psicológicos. Cuán sorprendente e indignantes son los modelos humanos que presenta la publicidad y la cultura de masas: cuerpos perfectos y diseños de superhétores que una mirada un poco atenta descubre rápidamente como sociópatas peligrosos que sin embargo son admitidos como modelos ideales de persona.

Antes, después, paralelamente a, de los argumentos morales debe estar el debate ideológico y político sobre qué se esconde tras el término "mejora". Pensar que la deliberación de virtudes y vicios nos ayudará sin haber desvelado los estereotipos que esconde la búsqueda de la "inteligencia" o de cánones de belleza y salud es haber caído ya en la trampa transhumanista. Por eso la industria de la mejora se realimenta de las críticas morales y crece pese o gracias a ellas, sabiendo que lo único que hacen es reforzar el deseo profundo de "mejora", un deseo que ya se han encargado de activar mediante la tecnología de los sueños, que es la verdadera tecnología transhumanista.


domingo, 8 de septiembre de 2019

El lenguaje perdido de las campanas






La cooperación, ha explicado Richard Sennett en Juntos, es una actitud humana por defecto que los niños desarrollan desde los primeros momentos de su existencia: el bebé coordina sus movimientos y gestos con los de su madre en una interminable agencia compartida ordenada a la satisfacción de sus necesidades, pero también y sobre todo a compartir sus estados de ánimo. A pesar de que parezca lo contrario, los niños exploran la cooperación con otros niños en la medida en que va desarrollándose en ellos la sociabilidad a partir de los dos años. Desde los comienzos del juego hasta la habilidad de conversar, que desarrollará en los años de niñez avanzada, la especie humana aprende a colaborar en todas las facetas de su existencia.


La cooperación fue la regla en las comunidades tradicionales por encima o por debajo de las fracturas y enconos cotidianos y familiares, por más que estas fuesen aún impermeables a la marea de la modernización. Mi primera conciencia de habitar en una sociedad fue el cotidiano espectáculo de la cooperación. Pasé una parte de mi infancia en un pequeño pueblo de la Sierra de Gredos. Era un pueblo pobre, de mujeres descalzas y hombres con abarcas. Era un pueblo pobre, pero siempre cooperativo. En los veranos, no eran extraños los incendios en los grandes pinares que rodeaban al pueblo. El repique de la campana que anunciaba un incendio iba seguido de una inmediata movilización de todo el pueblo. Los hombres corrían a la plaza ya provistos de la pala y la azada sin importar cuál fuese la tarea que estaban realizando. Se juntaban en la plaza y a pie o reclutando los pocos medios de transporte corrían al monte jugándose la vida para detener el fuego. Nunca hubo incendios pavorosos como los que asolaron la sierra en los años posteriores. La cooperación mantenía vivos los comunes, pues el monte aún era territorio común del municipio antes de que pasara a ser propiedad del Estado. La cooperación era el bajo continuo que armonizaba la vida cotidiana. La ayuda mutua en la matanza, en la trilla, en un inacabable intercambio y circulación de pequeños regalos.

Las campanas eran en los pueblos de la España interior la manifestación sonora de la vida en común. El toque urgente a rebato que convocaba a la gente; el lento doblar que activaba la pregunta inmediata: “¿quién se ha muerto?”  y llamaba al duelo; los repiques festivos que anunciaban la fiesta, la campanilla del atardecer, los tres toques que anunciaban la misa, el tercero que obligaba a los hombres a dejar la cerveza y acercarse a la puerta de la iglesia haciendo como que asistían al culto desde la puerta; el anuncio sonoro de la boda o el bautizo. Por debajo o por encima de los conflictos y odios familiares, la campana hacía sonido de la estructura básica cooperativa sobre la que se mantenía la sociedad rural. El ritmo de la campana era el de la vida cotidiana.

El canto de la campana era siempre el inicio de una conversación sobre el momento o el evento anunciado, animaba a la noticia, al cotilleo y a la información sobre el discurrir de los días. Richard Sennett pone la conversación como ejemplo más claro de lo que es la cooperación humana. Tiene razón. Una conversación es una suerte de micro-institución humana de una extraordinaria complejidad sociocognitiva. De hecho, el arte de la conversación es uno de los más complicados de dominar. Se trata de aprender a escuchar, a sortear los malentendidos, a mantener la atención, a usar moderadamente la ironía y mezclarla con la noticia y el relato,…; en fin, es un ejemplo aparentemente inocuo pero en el que se manifiestan las habilidades humanas en las que la autonomía y la dependencia se entreveran para sostener la fábrica de la sociedad. Conversar de forma inteligente y divertida no es menos complejo que acudir a apagar un fuego y organizarse para ello. De hecho, ambas actividades son interdependientes: porque se aprende a conversar se es capaz de responder organizada y solidariamente a las tragedias y catástrofes. Tiene también razón Sennett en que las trayectorias que está siguiendo la modernización están afectando gravemente a las prácticas de cooperación al producir estados sistemáticos de aislamiento en las vidas cotidianas de los ciudadanos, pero solamente podemos calibrar el daño producido por la civilización del capitalismo si comprendemos previamente cuán intersticial y omnipresente es la cooperación humana. La ciudad, sostiene Sennett, es una máquina de destrucción masiva de la cooperación, una productora de aislamiento y soledad.

Comentaba estos días en clase la noticia de estos días de que Facebook va a abrir una aplicación para citas. Me preguntaba cómo era posible que la soledad se hubiera convertido en un negocio. Exploré por curiosidad la lista de las páginas de citas. Es inmensa y dibuja un mapa del aislamiento urbano. Cataloga las necesidades emocionales por edades, por situaciones de divorcio, por aspiraciones a encuentros ocasionales o búsquedas de relaciones estables, por orientaciones afectivas. Documenta el destejido de la trama social de cooperación, la pérdida de la conversación como lugar de encuentro y el nuevo negocio basado en la ansiedad.

El filósofo americano Richard Rorty, quien representa la cara más interesante del pensamiento posmoderno, propuso la conversación como modelo para la filosofía frente a los sueños del dogma y como base de la democracia. No hay más que seguir lo que en las redes se llama “hilo”, particularmente en Twitter, para encontrarse con lo contrario de una conversación: un hilo es una secuencia de respuestas abruptas, irritadas, insultantes o entusiastas que denotan la pérdida de oído, la incapacidad de escucha, la falta del humor que repara las heridas y su sustitución por el sarcasmo o la ironía gruesa.

En El lenguaje perdido de las grúas, David Leavitt cuenta la historia de una antropóloga del lenguaje que encontró a un niño autista, quien prácticamente no salía de la habitación y había desarrollado un lenguaje privado con el que pretendía comunicarse con las grúas que veía desde su ventana, los únicos objetos que para él representaban lo afectivo. Una vez perdido el lenguaje de las campanas, el lenguaje de las redes sociales recuerda cada vez más al lenguaje perdido de las grúas. Gestos de impotencia para paliar el aislamiento.