domingo, 29 de noviembre de 2009

La hormiga extraviada

"Suerte": de todos las palabras, de todos los conceptos, zona oscura donde no nos atrevemos a mirar de frente. Se cuenta con la suerte, se teme la suerte, se desea la suerte. La suerte condena o la suerte salva, la suerte es la dueña de la justicia e incluso de la justicia irónica. Como con la casi homófona "muerte", se cuenta. Está ahí; es un giro inesperado en un camino que prevemos recto.
Se reacciona a la suerte mediante conjuros: destino, religión, loterías, ... Nos sirve de poco la razón para hacernos con la idea de la suerte. "Aceptar la suerte", "resignarse al destino"... La historia de la cultura es la historia de las vías de escape al pensamiento de la suerte. El Libro de Job cuenta bien cómo se reacciona ante la suerte en un juego de rebeldía y sumisión. Toda la filosofía antigua, de Aristóteles al estoicismo, es una larga meditación sobre la aceptación de la suerte. Que la suerte no te toque: que tu alma esté más allá de la suerte. Toda la filosofía del Barroco es un memento mori, un recuerdo de la suerte (como estrategia retórica para soñar el reino de lo necesario, el lugar donde ya no habrá más suerte y a donde nos deberían encaminar nuestros auténticos deseos)
Parece que la suerte amenaza lo que pensamos como el núcleo de nuestra existencia: nuestro plan de vida, el paisaje de futuro donde imaginamos existir, aún sin muchos detalles, aún sin creernos todo, pero que construye nuestra vida como un gepeese que ordenase cada acto en la dirección asignada. "Plan de vida" y suerte parecen oponerse. Como el GPS equivocado que ya no reconociese ni la calle ni el camino. Como si la suerte fuese la poderosa fuerza que amenazase nuestro plan de vida. Y de ahí la sorpresa, indignación, rebeldía que suscita la ruptura de los planes.
Nuestra psicología parece ser incapaz de mirar a la suerte de otro modo que no sea confrontación o sumisión. Como si no pudiésemos vernos como lo que somos: puro producto de la suerte; suerte congelada por un tiempo; suerte cambiante que se sueña a sí misma bajo la máscara de la necesidad.
Se me ocurre que hay, que debe haber, formas diferentes de estar en la contingencia, de saberse contingencia, que no sea confrontación o sumisión: el héroe o el esclavo. Se me ocurre que algunos filósofos como Spinoza y Nietzsche entrevieron esas formas: el impulso de persistencia, la voluntad de ser. No son algo ajeno a la suerte: son formas de suerte, maneras de estar en la suerte.
Como la hormiga que ha perdido el rastro de la fila en la era, todo es obstáculo, todo contingencia, todo pura exploración. Sólo le queda lo que la suerte le dio: voluntad de subsistencia más allá de la circunstancia, impulso de vida, incapacidad de rendición.
Corredores de fondo que olvidaron el lugar de partida y el lugar de llegada, que olvidaron cuál era el premio de la carrera y si acaso aquello era una carrera pero que siguen diciéndose: "otro paso más", "levántate y corre". Ese es el sentido de una vida sin sentido. Eso es lo que somos.

miércoles, 25 de noviembre de 2009

El jardín de los senderos que se bifurcan

Cuando Borges quiso representar el carácter abierto del tiempo futuro escribió el inquietante cuento en el que cada decisión abre un sendero que, al poco, se bifurca en una nueva decisión, etc.
Durante mucho tiempo los filósofos del tiempo han usado este cuento para dar cuenta de la idea de futuro. No querría discrepar de Borges, uno de mis refugios cuando ya nada parece quedar. Pero este cuento en particular no termino de hacerlo mío como interpretación del futuro. Está demasiado atado a una concepción ilustrada del mundo donde la historia depende de las decisiones humanas. Como si nuestra vida estuviese determinada por las decisiones que tomamos: caminos que se abren en alternativas de las que elegimos una de ellas.
Sí y no: supone una transparencia de las decisiones que me resulta inverosímil. Mi visión entre escéptica y apasionada de la agencia, de la capacidad agente de los humanos, me lleva a pensar en otro cuento que recuerdo del gran escritor de ciencia ficción Frederick Pohl, "La marcha del borracho", en donde examina la historia a la luz de un modelo estadístico en donde lo contingente, azaroso y zigzageante reina: la marcha del borracho.
El borracho termina llegando a donde quiere, pero va lento. Su caminar es azaroso, no sabe bien lo que hace; se tropieza; no establece bien la situación; no decide en condiciones de transparencia: pero sigue adelante, trastabillando, dudando, confundiéndose, engañándose, sabiéndose culpable. Pero termina llegando.
Nos atamos a los relatos de nuestra vida para olvidar que hemos llegado a donde hemos llegado a trompicones, con la mente obnubilada por la niebla de los autoengaños. Pero llegamos. Nos hemos atado a un impulso que luego queremos narrar como una historia de héroes cuando no es más que la marcha de un borracho.

domingo, 22 de noviembre de 2009

Déficit de atención






La exposición de los dibujos de Caspar David Friedrich en la Fundación Juan March me ha producido un impacto que no esperaba pudiera producir una colección de pequeños , a veces miniaturescos, apuntes sobre piedras, árboles y paisajes. Friedrich convierte lo mínimo en poesía visual: la forma de un tronco, la disposición de las hojas, la luz sobre un arbusto,... Friedrich, en muchos aspectos, hace resonar los mismos acordes que Rilke. No por casualidad. Son espíritus que logran una intensa atención al mundo. Una atención que nace de estratos profundos del espíritu: no es el mero fijarse del espía que todo lo controla para recordar. La atención nace en ellos de la sensibilidad al significado de los detalles en los que están escritos los signos de las cosas.


Hanna Arent se pregunta: ¿dónde estamos cuando pensamos? Su respuesta es que el pensamiento deliberativo nos envía a un lugar fronterizo, ortogonal, entre el pasado y el futuro, fuera de lo real. Es exactamente lo contrario de lo que ocurre cuando atendemos: la atención sumerge en la realidad en un plano de participación que no puede lograrse por la mera observación. Atender es obedecer, sumergirse.
Atender es cansado: lo sabes de las clases, de la lectura, de la conversación insustancial, de la distancia que te produce el espectáculo del baile al que te han invitado y no querrías asistir.
Atender agota: la realidad te sobrepasa y te cuestiona, te pide una respuesta para la que tus músculos no se han preparado suficientemente.
Atender es menos una cuestión de fijar la mirada que de dejar que el cuerpo entero se sumerja en la realidad como se sumerge en el agua.
Las veces que logro sacar fuerzas para dibujar algo que está ahí presente me descubro al poco con intensas agujetas en el alma: mi cuerpo nota una existencia con déficits de atención permanentes. No está suficientemente preparado para lo real. Demasiado espectáculo.

martes, 17 de noviembre de 2009

El dispositivo del autoengaño

Hoy me toca explicar el mecanismo sartriano de la "mala fe"; desde mi punto de vista la mejor explicación que tenemos del autoengaño. Como tiene que ver algo con el pasado "post" sobre autoestima y amor propio, aprovecho estas líneas para aclarar y aclararme algo antes de ir a la clase.
La diferencia entre autoestima y amor propio es que este último es independiente de la valoración que suscite en uno la propia imagen: el amor, a diferencia del deseo, no se sustenta en la imagen sino en el ser mismo. El amor no es incompatible con la lucidez sobre los defectos y virtudes del otro. Es amor a pesar de la lucidez, incluso se realimenta con la lucidez: se ama al otro y se le comprende. Se le ama porque se le comprende, y quizá se le comprende porque se le ama.
Pero cuando la mirada vuelve sobre uno todo parece distorsionarse: la imagen de uno mismo toma el mando sobre lo que uno es y lo que importa es adecuarse a esa imagen (en el caso del presumido), o transformarla (en el caso del que se autodesprecia).
El mecanismo de la mala fe actúa sobre el modo temporal de nuestra existencia:
El "soy lo que he sido" de quien es incapaz de asumir el futuro y la posibilidad de cambiar, simétrico, dice Sartre, con el que se dice "no soy lo que he sido" porque es incapaz de asumir su pasado y solamente se enfrenta a él como quien mira una imagen extraña.
Sinceridad y autoengaño, mala fe, caminan juntos como formas de extrañamiento de sí mismo:
"La sinceridad total y constante como constante esfuerzo por adherirse a sí mismo es, por naturaleza, un constante esfuerzo por desolidarizarse de sí mismo", sostiene Sartre en el capítulo sobre la mala fe de El ser y la nada.
La autoestima es parte de un mecanismo de desacoplamiento de sí, y por eso, incluida mi confesión de baja autoestima, es un mecanismo de extrañamiento, que puede ser mala fe cuando uno adecua su vida a ese juicio, como el camarero que en vez de ejercer de camarero ejerce el papel de lo que considera un camarero.
La falta de amor propio se nota en ese continuo juego de la autoimagen para negarse, para intentar no ser lo que uno es: la espontaneidad es derrotada por el esfuerzo de querer ser lo que uno imagina que debería ser o negar lo que uno es adaptándose a la imagen de sí mismo en negativo. La espontaneidad, por otro lado, no es la del bruto que expresa siempre su primera opción sin deliberar, sino la conducta de quien se acepta a sí mismo y se expresa porque se acepta, no porque quiere ser aceptado por otros.
Esto es más o menos, dicho sin cuidado, el mecanismo de la mala fe.
Hace poco estuve en un congreso en el que había un ejemplo divertido similar al del camarero: un joven brillante que estaba en una universidad admirada internacionalmente, que provenía de un país menos visible, y que había logrado hacer de sí mismo la imagen de quien se supone que es un estudiante ejemplar de esa universidad: el acento, el tono, la gestualidad, la máscara de la sonrisa, el cómo pensar y cómo responder,... todo hacía de él un ejemplar genuino de tal cuadra. Sólo que era muy evidente para todos que era el resultado de un esfuerzo inaudito para permanecer en esa imagen. Estaba orgulloso de su actuación. Y de verdad era muy buena. Sólo que denotaba más autoestima que amor propio. Denotaba que estaba en dos yoes: el que no quería ser, "no soy lo que he sido" y el que quería mostrar que era.
Qué hay de fe en la mala fe y qué hay de malo en la mala fe: es difícil responder rápidamente a estas dos preguntas, pero diría que la fe sustituye la expresión de sí por la imaginación de sí, y lo malo, el fracaso, es que es un fracaso de la vida misma. No aceptarse y querer lo que uno es es lo mismo que rechazar la entraña misma de la vida, que, sabemos desde Spinoza, no es otra cosa que un impulso por perseverar en ser.
Sé que muchos dirán que estoy usando la jerga de la autenticidad, el "yo que realmente soy": no, pero explicarlo me llevaría mucho espacio y tiempo.

viernes, 13 de noviembre de 2009

Amor propio o autoestima



Que no hagan callo las cosas ni en el alma ni en el cuerpo,
(...)

Que no se acostumbre el pie a pisar el mismo suelo,
ni el tablado de la farsa, ni la losa de los templos
para que nunca recemos
como el sacristán los rezos,
ni como el cómico viejo
digamos los versos.

(...)

No sabiendo los oficios los haremos con respeto.
Para enterrar a los muertos
como debemos
cualquiera sirve, cualquiera... menos un sepulturero.
(...)
Que no hagan callo las cosas ni en el alma ni en el cuerpo.
Pasar por todo una vez, una vez sólo y ligero,
ligero, siempre ligero.
Sensibles a todo viento
y bajo todos los cielos...
León Felipe

Ya lo he dicho varias veces y seguiré repitiéndolo cuando sea necesario: aprendo más de los alumnos de lo que enseño. Álvaro Marcos termina su trabajo del curso con los versos de arriba, y no puedo menos que compartirlos aquí, pues da con absoluta certeza en el clavo de lo que trataba de explicar con la idea de la identidad emigrante. ¡¡¡ Gracias Álvaro!!!

Que las cosas no nos hagan callo.

¿Por qué la filosofía no es autoayuda?

He hojeado muchos libros de autoayuda e incluso he leído uno no demasiado despreciable. Todos comienzan con un masaje a la autoestima, como si fuese algo necesario para sobrevivir en la selva de los yoes depredadores en que vivimos. La estima que sentimos por nosotros mismos varía de carácter a carácter y de temperamento a temperamento. Tengo que confesar que mi autoestima es muy baja: no me importa ni tenerla así ni confesarlo. Como el rey Salomón, siempre he preferido la lucidez a la felicidad: saber cuál es el lugar propio de uno en el mundo puede ser desconsolador, pero al menos no te engañas a ti mismo. Entre la gente que me rodea, y a quienes observo sin que el cariño me impida calibrar su tamaño, están quienes sufren de baja autoestima y quienes sufren de alta autoestima: ¿qué más da? Como si el que tuviese un bajo concepto de sí mismo estuviese más condenado que el que tiene un alto concepto de sí mismo. Los que tienden a la super-estima son más presumidos y, bueno, eso a veces les hace mas divertidos y a veces no, quienes se/nos auto-presentan/mos bajo el signo de la resignación a veces son/somos divertidos y a veces no (el masculino abarca ambos géneros, para no hablar como sindicalista o lehendakari). No creo, contracorriente, que el grado de estima de uno mismo sea relevante en la vida. La autoestima suele depender de excesivas contingencias de contexto, tiempo y lugar. Al final, esos pequeños autoengaños son la sal de la vida: a unos les parecerá sosa, a otros salada.

Lo que sí me parece esencial, difícil, es conseguir amarse a sí mismo: el amor propio, por extraño que resulte, es la cosa más rara del mundo. El amor propio nace de una capacidad de amar que ha de haberse ejercitado en otros antes de aplicarse a uno mismo. El presumido ama su imagen, no a sí mismo, a quien generalmente tiende a despreciar, como desprecia a otros en quienes reconoce lo que es y no quiere ser. El depresivo hace lo mismo.

Tiendo a la filoginia más que a la misoginia: encuentro en las mujeres, estadísticamente, más capacidad de amar a otros y por eso más capacidad de amor propio que en los varones. Veo a las alumnas más centradas en la vida: no es que trabajen más, es que saben mejor por qué lo hacen.Veo a las madres, compañeras,...etc., más centradas en la vida: saben que saben que saben, ..., que la vida no da más que lo que uno pone. Se encuentra en las mujeres, estadísticamente, más casos de amor propio. No es un problema de género: también entre los ebanistas y ensoladores hay más casos de amor propio que entre los profesores de universidad (demasiados pavos reales para un jardín tan pequeño). El amor propio no nace de la emoción sino del autoconocimiento: saber lo que se quiere es la cosa más difícil de saber. Quien no sabe lo que quiere no sabe que uno mismo es quien desea y no sabe aceptar su deseo como un elemento esencial de su vida: siempre transfiere al mundo la carga. amarse es conocer. Pero conocer, auto-conocerse, es difícil. Implica una capacidad de entrega difícil de lograr.

Que las cosas no te hagan callo: mantener la piel abierta para que el amor pueda llegar con el tiempo a ser amor propio.

Que así sea.




domingo, 8 de noviembre de 2009

La vida sin raíces

Todos los discursos conspiran en recomendarnos no perder las raíces y en exaltar el sentido de pertenencia como la condición de existencia más recomendable. En Rocco y sus hermanos se explican las terribles consecuencias que tiene el abandono del campo para llegar a la ciudad: se destruyen los lazos, se cae por la pendiente de la pérdida de valores y se termina en la peor de las vidas marginales. Por otra parte, se señalan las virtudes del sentido de pertenencia. El "mirad cómo se aman" se propone como el espectáculo de la comunidad, el escaparate de los lazos que atan a la persona a un lugar, a un pueblo, a un destino. Son discursos que llenan el mundo, no importa a dónde pertenezcas, a qué grupo o facción, a qué pueblo.
Siento que mi vida siempre ha discurrido por otras sendas y me atrevo a proponer la experiencia del desarraigo como una forma de vida que, creo, se mueve en otro nivel de profundidad que el de la pertenencia. Observo el espectáculo de lo comunitario a menudo: llegas a un lugar y todos se esfuerzan en parecer felices y unidos. Las reuniones abundantes de risas y vino, la familiaridad, los abrazos y las continuas llamadas a una vida simple y feliz. Y tú te sabes de otro sitio, no porque tengas allí los lazos que aquí no tienes, sino porque no perteneces.
Se diría que hace frío afuera, que si no perteneces a algún sitio no sabes localizarte en el espacio, no eres, tu identidad está fracturada y, como si fueses una planta, estás en camino de agostarte si no recibes pronto la savia que solamente los lazos de algún sitio pueden proporcionar.
No es mi experiencia: cuando te vas, y la experiencia del desarraigo es estar yéndose, desde lejos se pierde el ruido del tumulto y te das cuenta que tras los lazos del lugar están los lazos del lugar. Que los lazos atan, que la pertenencia es pertenencia, que los muros se levantan muy cerca de casa y que cualquier insinuación de disgusto o disidencia es pronto castigada con la murmuración, con el "qué rarito eres, hijo", con una vuelta en el torno que aprieta los lazos.
Cuando no perteneces tienes que aprender algunas lecciones: la primera y más importante, es descubrir que la soledad es la verdadera condición humana, la que nos horroriza y de la que tratamos de escapar como tratamos de escapar a la muerte, aún sabiendo que es nuestro destino. Pero la soledad tiene muchas caras: la relación con los otros no es la negación de la soledad. Quien se sabe solo también sabe que las dependencias de los otros son siempre un ofrecimiento propio, una obediencia y una aceptación que no es pertenencia sino don. La soledad no se "cura" con las relaciones. Al contrario, una relación profunda solamente puede establecerse sobre la soledad mutua, sobre la aceptación de la soledad del otro sin tratar de corregir su camino, sino, por el contrario, de aceptar acompañarle por un tiempo, incluso si es el tiempo entero de tu vida. No pides que tu soledad se desvanezca, solamente que se respete.
He pertenecido a muchos grupos, banderías, lugares, familias, y siempre he tenido la experiencia de estarme yendo. Detectas que ya estás en esa condición cuando te cansan los discursos de autoafirmación, se te hacen sospechosos los mítines contra los adversarios y te planteas dudas sobre si no tendrá razón el disidente. Y sientes curiosidad, preguntas, vas a ver y descubres que en el otro lado hay mucha vida, nuevas ideas, te atraen formas de vida y de cultura que tu grupo no sabía ni siquiera de su existencia.
El desarraigo no es, claro, un quitavientos. Como en el mar, hay que aprender a navegar aprovechando los vientos contrarios, orzar a tiempo, a disfrutar del viento en la cara: es la señal que te da la vida de que sigues en movimiento.
Cuando te vas, te avisan: ¿quién te crees que vas a ser fuera de nosotros?, te amenazan con la inexistencia, pero no: puedes contestar con la mayor de las tranquilidades: "yo mismo".
El miedo a la pérdida de las raíces es el miedo más profundo de la especie, es el fundamento de todo poder, que siempre se apoya en ese miedo para su preservación. Solamente hay que atravesar el umbral para descubrir que ese miedo se desvanece como nube que se llevan los nuevos vientos, como el Señor Oscuro que se aleja de tus pesadillas.
El desarraigo te concede, además, otro don: puedes contemplar, como el emigrante que eres, tu vida con una cariñosa nostalgia y volver a casa por navidad para mirar a la vez desde fuera y desde dentro a los que dejaste y, si fuese el caso, simplemente quererles, libre ya de los lazos que te ataron. Y si no, siempre tendrás de tu lado la comedia y la ironía.
Hay que perder el miedo a las puertas: sirven (también) para abrirse y sirven para salir.

miércoles, 4 de noviembre de 2009

Los recorridos del deseo

Me encuentro en mis boscosos paseos por el tema de la identidad con numerosas sendas que se abren aquí y allá. Algunas sin salida, con huellas otras que abren senderos que parecen exigirte una exploración en la que seguro te perderás por unos días..., con lagunas que crees descubrir y confundes con viejos mediterráneos. Es lo que me ha ocurrido últimamente, cuando estaba pensando en la identidad como un ámbito de posibilidades que van abriéndose y cerrándose a medida que discurre la existencia entendida como una historia que no ha sido contada y que, como el relato de El Señor de los Anillos, nos ha sido encomendado escribir sin que nos haya sido dada la opción de negarnos.
Una de estas sendas perdidas por las que me he perdido es la historia del deseo. Pues es el deseo, sabemos desde Freud, el motor de la voluntad y del impulso spinoziano por seguir en la existencia, lo que nos hace estar en la continuidad con los seres vivos, que, según Aristóteles, tienen como telos el seguir vivos, el perseverar en el ser. Somos los humanos, además, sin embargo, criaturas especiales que no nos conformamos con ser: ser no sería para nosotros sino llegar a ser. El deseo sería entonces, visto desde este altozano, la manera en la que nos representamos las posibilidades. Deseo relativo al horizonte al que nos es dado asomarnos en cada momento. Pero también, en tanto que forma de mirar, él mismo adopta sus propias cambiantes máscaras a lo largo del tiempo o de las trayectorias de la experiencia.

La primera figura o etapa (que podría ser dominante en la adolescencia, pero que en realidad es más una dimensión de la experiencia quizá siempre presente) es aquélla en la que el deseo consiste simplemente en desear, en confrontarse con las posibilidades con el ánimo de apropiarse de ellas; de poseer, de estar en esas posibilidades o llegar a ser ellas.
Para quien el futuro es un espacio ilimitado de posibilidades, como ocurre en la juventud, desear es la manera de estar en el mundo: abierto a lo que aún no es: lejana la memoria de toda nostalgia y abiertos los ojos a la pura contemplación de lo que será.

En una segunda etapa, la que han explorado más los psicoanalistas, el deseo es sobre todo deseo del deseo del otro: cuando ya han hecho aparición las experiencias de la soledad y la compañía; cuando el otro (femenino/masculino) ya es segunda persona y espejo de nuestro cuerpo y nuestra alma; cuando el deseo es ante todo deseo de ser el futuro de la otra persona, convertirse en su posibilidad, ser su punto de encuentro.

En una tercera etapa, ¡ay!, cuando la vida te ha llevado y traído; cuando ya pesan más las posibilidades que no fueron que las que aún quedan por ser; cuando la nostalgia es la forma de existir, el deseo se convierte sobre todo en puro deseo del deseo: ansías, necesitas el futuro y las posibilidades como el aire que respiras. Sabes que no puedes ni debes vivir en el pasado; sabes que tu cuerpo y tu alma tienen más de haber sido que de ser y quieres aún ser, vivir, perseverar, abrir ventanas en la niebla del tiempo.

Somos lo que deseamos, pero el deseo tiene extraños caminos por los que se nos acerca y nos susurra cómo ser, cómo llegar a ser.
Vuelvo de estas ensoñaciones de un paseante solitario, y aquí las cuento por si alguien se identifica (al menos con la parte del camino que le va)

domingo, 1 de noviembre de 2009

Tras pasar los límites

Estos días trabajamos en el seminario los orígenes de la idea de sujeto: sub-iectum, hupokeimenon, sustrato, pero también sujección, examen de conciencia, dolor de los pecados, propósito de la enmienda, decir los pecados al confesor y cumplir la penitencia: el sujeto como objeto, como pronombre personal, dispositivo gramatical... Una historia larga y trágica con todos los personajes filosóficos y literarios de occidente: anacoretas, místicas y pecadores, pícaros y arribistas, genios románticos y creadores angustiados. Leemos e interpretamos los textos wittgensteinianos, sus ejemplos del sujeto como límite de la vida.
Pienso, leo y escribo tras haber pasado los límites de un trabajo ordenado: demasiadas cosas, preocupaciones, dead-lines, preguntas sin respuestas. Me miro en el desierto del otro lado, cuando ya no eres, disuelto en los acontecimientos. Has roto las disciplinas que te atan al orden, pero también has olvidado el cuidado de tí mismo. Estás perdido en una rosa de vientos cambiantes.
Cuando se han traspasado los límites trabajar cansa: el tiempo se hace miel amarga y los segundos cardos secos que te arañan la piel. Se te estropea el carácter: las palabras ya no son tuyas, ni tu ira, ni tu impaciencia. En los horizontes sólo hay auroras negras.


Por suerte escampa cuando llueve y el arte me permite volver por algunos tiempos acá de los límites:


Un comisario inteligente organiza la exposicion bataillana "Las lágrimas de Eros". Lágrimas cristalinas, berninianas, en esta fotografía de Man Ray. Lento paseo por las salas del Tyssen: voces de un diálogo de imágenes que prueban que Eros y Thanatos siempre bailan juntos. En la historia del sujeto, son la materia de la que están hechas nuestras emociones, el horizonte-límite de lo que somos. Encuentro la experiencia estética tras pasar los límites le la luz y en la oscuridad de la sala, unos vídeos de Bill Viola me llevan de nuevo a ese lugar de incertidumbre, aunque ahora por un camino más apacible. Agua, cuerpos, miradas y abrazos en una danza de imágenes lentas que muestran la vida tras pasar los límites. Y te reconcilian con ella.

Al lado, Fantin-Latour. Un pintor de ensimismamientos, que lleva a término la historia del sujeto ensimismado que comenzó en la pintura francesa barroca y posbarroca. Atmósferas de cuerpos desvaídos, flores en el límite de lo vivo y lo muerto, rostros callados. Cuadros hechos de tiempo:



Tras pasar los límites sólo quedan las preguntas por lo que somos. Ya no hay fuerzas para intentar las respuestas.