domingo, 25 de octubre de 2015

Religión y populismo



Se me cruzan esta semana pasada varios sucedidos que me llevan a tener que escribir sobre uno de los temas que he evitado con más cuidado: la relación entre religión (entre religiones realmente existentes) y democracia (democracia radical). El primero: alguien de mis amigos argentinos más o menos sintonizantes con la Cámpora  (la facción izquierdista del peronismo, tan difícil de explicar en la España educada en la ortodoxia democrática de la Transición y la Europa realmente existente nacida de las configuraciones políticas de la Guerra Fría), en una pequeña aclaración de lo que ocurría en las elecciones que suceden hoy, cuando escribo estas líneas, sostuvo: "la desgracia es que tengas un papa de tu país" (y encima, se sobreentendía, con ínfulas populistas y acaso progres)). Se quejan de la adición a utilizar las afirmaciones religiosas como instrumento de legitimación.

El segundo: esta misma semana leo la última novela de Enmanuel Carrère, El Reino. Sólo un escritor francés puede tener los redaños suficientes como para reescribir Los hechos de los apóstoles y venderlo como una novela. Carrère fue creyente, pero cuando escribe El Reino es ya agnóstico (eso dice de sí), aunque más bien certifica ser ateo. La novela pertenece al género que inaugura en Francia Renan y que intenta comprender desde una radical historicidad el poder que alcanza el cristianismo en occidente. Carrère lo observa desde sus simpatías orientalistas por el yoga y el budismo, pero esto es accesorio. Lo central es que se toma muy en serio el examen histórico de los relatos que se convierten en el marco de referencia de los cristianismos.

El tercero: ocurre también estos días que el PSOE anuncia en su programa su enésimo propósito de denunciar el Concordato entre la Santa Sede y el Estado Español (una de las herencias intactas del franquismo). No es ni curioso ni accidental que en la España de la Transición las concesiones más sustanciosas en términos reales que se hayan dado a la Iglesia Católica (en financiación y en derechos en educación) fuesen firmados por las fracciones más aparentemente anticlericales del PSOE. Alfonso Guerra y sus adláteres lograron la milagrosa combinación de un anticlericalismo verbal radical con acuerdos sustanciosos en temas estratégicos. El gobierno de Zapatero, a través de su ensalzada presidenta María Teresa Fernández de la Vega, continuaría con cierto éxito (parcial) esta farisaica política de aggiornamento.

Necesitaría mucho espacio para desarrollarlo, que no es el caso en un texto de blog, pero me reafirmo en una creencia que me ha acompañado estos años. Hay un fenómeno de autoengaño grave en las políticas de izquierda sobre la religión. Se consuelan con un vago anticlericalismo verbal que luego abandonan al tener que reconocer las dificultades reales de cambio en las estructuras reales de poder económico y cultural de la Iglesia Católica (no me voy a referir a otras formas de relación entre estado y religión que no sean las que conozco con cercanía). Hay cierto pensamiento mágico en la izquierda: como si elevando el tono, encrespando la voz y radicalizando los mensajes antirreligiosos conjurasen el poder real que las religiones realmente existentes tienen en nuestra sociedad. La peor de las opciones es la del presunto radicalismo "presuntamente" ateísta que mezcla (con naturalidad) una confianza radical en soluciones "naturales" como el mercado y la evolución con una ira "racional" contra las creencias religiosas. Y paga, por ejemplo, anuncios en los autobuses proclamando la inexistencia de los dioses, como si el problema de la verdad fuese lo que está en juego y no la operatividad política de las creencias.  Fueron Gramsci y Benjamin quienes contemplaron la derrota de las formas elementales del radicalismo político, que originaron la era de los fascismos, y tuvieron una actitud muy distinta y nueva ante la religión que aún es difícil de explicar en los círculos progres, donde el anticlericalismo parece ser el último nivel de buena conciencia.

No me gustan algunas cosas de la novela de Carrère, su excesiva egolatría, su abuso de la autoficción -- ese nuevo mal francés que nos aqueja-- pero tiene muchísima razón en su reconstrucción histórica: en ciertas épocas se extiende el milagrerismo, la invasión de profetas y prometedores de toda laya que realizan maravillas que todos creen y no importa la verdad de los milagros sino las razones de su extensión. El imperio romano fue una de esas épocas. El problema de la verdad de los milagros, de la resurrección en particular, el núcleo esencial de la fe cristiana, es poco importante cuando se observa todo en una perspectiva histórica. La pregunta es por qué ciertas formas de discurso y de organización social logran sobrevivir a su momento e inician trayectorias tan robustas como el cristianismo. La novela de Carrère es sobre Pablo, no sobre Cristo, con algunas  interesantes alusiones a Pedro y Juan. Su punto es una tesis absolutamente gramsciana: cómo ciertos mensajes (el extraño contenido de la moral que promueve amar al enemigo) se articula y enreda con una forma política de organización que se incrusta en las sociedades que configuran el imperio romano dando respuesta a preguntas que se hacían sus ciudadanos y ofreciéndoles una nueva manera de ordenar sus tensiones entre lo simbólico y lo real.

Gramsci y Benjamin promovieron (sin éxito aparente) el repensar las relaciones entre el poder de lo simbólico, oculto en un referente flotante, que alude siempre a lo que obra pero no se expresa en palabras,  y las contradicciones de la vida real, que incluyen la política. Gramsci lo tenía claro. La Iglesia Católica gana siempre porque es maestra en el dominio de los significantes vacíos. Carrère diagnostica muy bien cómo se formó ese ADN en las trayectorias paulinas que concibieron el mensaje en términos de una organización bien definida: "nosotros"-"ellos". Pablo fue capaz de entender que el mensaje esencial de recuperar la voz de los sin voz (prostitutas, delincuentes, marginales, publicanos) era compatible con un programa universalizador del cambio. Se enfrentó a las ortodoxias centradas en las identidades judías y acertó cuando captó cuáles eran las contradicciones del imperio. El desastre ideológico de una izquierda que es incapaz de entender los poderes causales reales de las religiones, la expresión de esta impotencia en su reducción a lemas anticlericales, se explica por la mucho más profunda ineptitud de la izquierda realmente existente para entender las dinámicas profundas y el poder de la cultura en el orden (y también en el cambio) de la sociedad. Es patético leer las viejas propuestas de la Transición de quienes "valoraban" el compromiso de los curas obreros y rechazaban la teología. No sabían cuánta teología ocultamente cristiana seguían ellos mismos haciendo realidad por otros medios.

Pablo de Tarso y Lenin forman parte de una misma tradición de cómo tejer el poder político de lo simbólico. No saber hacerse con los nudos de esta trama es condenarnos a repetir eternamente la historia por más que el anticlericalismo nos evite el duro trabajo de entender la vida real de la gente. Por el contrario, interpretar que las demandas de otra forma de organizar la vida y la sociedad, que están como significantes vacíos de tantas formas de queja, puede ser el modo de revertir siglos de perversión de lo simbólico como fuente permanente de antagonismo, de crítica de la democracia realmente existente. Habrá innumerables "franciscos" y  "pablos" que entiendan mejor que la izquierda estos mensajes. Es nuestra responsabilidad tanta ignorancia de por qué lo consiguen.

viernes, 16 de octubre de 2015

Topografía del desencanto



Hay una serie de estados afectivos de larga duración y de carácter negativo (con pronóstico leve o reservado) que se convierten en rasgos constituyentes de la forma de vida del sujeto en que habitan. Muchos de ellos han sido tratados en la filosofía como estados que tienen un componente identitario tanto personal como cultural. Está el resentimiento, sobre el que Cristina Peralta está realizando una perspicaz tesis doctoral (la moral aparece cuando el resentimiento se hace creativo, sostiene Nietzsche). Está la melancolía, quizá el estado depresivo más visitado por los analistas de la cultura; afecto característico de épocas enteras y lugar de instalación de filósofos románticos o neorrománticos (como Walter Benjamin, si se me permite calificarlo así). Está el tedio, definitorio desde Baudelaire a Heidegger de la condición en la modernidad urbana o urbanizada. Hay otros como la nostalgia, la tristeza y la soledad, y con ellos un largo espectro de matices donde se cocinan actitudes reactivas mezcladas todas ellas relacionadas por una actitud de desapego con el presente.

Querría examinar en una aproximación superficial uno de estos estados que me importan ahora por la dimensión política que alcanzan cuando se extienden como rasgos definitorios de un modo de mirar la realidad. El desencanto, como su nombre señala, indica una pérdida de la magia o aura de algo, de alguien. Oscar Wilde decía que el encanto del matrimonio es que produce el desencanto mutuo, como si fuese una condición de subsistencia. Max Weber, en una expresión mucho más extendida, afirmaba que la modernidad traía el desencanto del mundo. Parece, pues, que el desencanto lo asociamos al sentimiento subjetivo de pérdida de un estado anterior de luminosidad donde otro, otra, otros, la realidad, parecían investidos de esperanza y promesa. El desencanto sucede a algo así como la convicción de que no hay diferencia con los demás, con lo demás, con lo mismo de siempre. A diferencia de la decepción, que es una actitud reactiva ante el incumplimiento (activo o pasivo) de una promesa, el desencanto tiene un componente más afectivo, más ligado a una pérdida de potencial de entusiasmo con lo real. El desencanto sitúa a la persona en la realidad, la instala en una suerte de desacople y distancia y parece afectar al poder de la convicción.

Tengo que confesar que de entre los varios estados afectivos negativos que me aquejan de forma persistente (la melancolía, la tristeza, la nostalgia), el desencanto es algo que apenas he tenido, casi diría que no recuerdo haberlo sufrido. Tal vez sea porque desde la adolescencia muy temprana acepté una suerte de materialismo radical donde ni el mundo ni la gente estaban dotados de magia, y donde el entusiasmo (eso si lo suelo sentir a menudo) estaba ligado más al optimismo de la voluntad que al cálculo de la razón. A pesar de ello intento entender por qué el desencanto se convierte a veces en una suerte de atmósfera en la que respira una época. He vivido al menos dos etapas de desencanto y las dos veces me ha sorprendido por mi dificultad para entenderlo. Voy a referirme principalmente al desencanto político y social (el personal tiene componentes que dejaré para otra ocasión).

La primera era de desencanto que viví comenzó con la Transición, de hecho había comenzado en sus albores. La conocida película de Jaime Chavarri de 1976 sobre la familia Panero, El desencanto, detecta muy tempranamente un aire que no haría sino extenderse hasta, digamos, 1985, en las postrimerías del referéndum sobre la entrada en la OTAN, cuando se convirtió en una seña de identidad generacional. La segunda era es la que me parece estar instalándose, aunque no sé si como signo generacional. Comenzó, al menos así lo siento, con el cansancio y desmovilización después de dos años de asambleas y manifestaciones que asociamos con el nombre de 15M, y que fue más o menos una expresión colectiva de indignación que produjo, no sorprendentemente, inusitados vínculos de afectividad y esperanza.

Cuando el desencanto se instala como una nube, llueve encima de quienes no tienen paraguas. Ahora le ha tocado a Podemos, pero le habría tocado a cualquier iniciativa. Cae sobre aquello que se mueve a lo que se acusa de ser la razón de la pérdida de aura. Es un signo, no una causa ni un resultado. (Carlos Taibo cree que hay una relación de efecto-causa entre la desmovilización en la calle y la aparición de Podemos, pero si uno tiene cierta memoria sospecha que la relación se invierte: fue el agotamiento de la política del grito el que produjo Podemos y no a la inversa). Me gustaría tener más razones en las que apoyarme, pero tengo la intuición de que el poder político del desencanto no es mayor ni menor que el de la indignación. Cuando ocurren, producen expresiones, son causas de conductas, pero por sí mismos no son estados con significación política, es decir, por sí mismos no se convierten en fuerzas de transformación del mismo modo que el quejido de un enfermo no es por sí mismo un generador terapéutico.

He visto a mucha gente desencantada, pero pocas veces a los/las activistas y militantes. El desencanto está en sus genes: no creen en la magia, y generalmente tampoco en la esperanza. De hecho trabajan contra toda esperanza. Saben de la condición humana y, a diferencia de quienes al decir "siempre es lo mismo, no hay nada que hacer" están diciendo "no puedo o no quiero hacer nada", esta gente está diciendo "hay mucho que hacer" (unos bellos versos de Jorge Riechmann lo expresan mejor que yo). El desencanto les suele ocurrir a quienes se asoman momentáneamente al balcón para ver el estado nuboso del cielo de lo real y se animan por un momento a bajar a la calle sin paraguas. Cuando llueve y se vuelven al portal y al mirar atrás ven a gente que sigue caminando no es raro que diagnostiquen "es que son "políticos"".

Se equivocan tanto quienes creen en el poder político de la indignación como en el poder paralizante del desencanto. El PSOE fue aupado por inmensas mayorías absolutas en los tiempos de mayor desencanto (1982, 1986), y lo mismo ocurrió con el PP en la época de mayor indignación (2012). Se equivocan (a Podemos le ocurrió) quienes ponían todas sus esperanzas en los sentimientos y estados colectivos perdiendo de vista el cálculo racional que hace la gente sobre sus expectativas. En fin, tengo que pensarlo con más cuidado pero, a diferencia del resentimiento y la melancolía, que son dos estados de poderoso potencial político, la indignación y el desencanto me parece que no sobrepasan el estado de burbujas afectivas que apenas influyen sobre la dinámicas de los fluidos sociales.



lunes, 12 de octubre de 2015

La literatura en la filosofía



Que la filosofía necesita a la literatura es algo establecido implícita pero no curricularmente desde que se fundó la filosofía (como sostenía Eduardo Rabossi, digamos, allá por los tiempos de la fundación del canon filosófico, en Berlín, entre la Ilustración y el Romanticismo: No es broma, es una tesis de las más profundas y serias que he escuchado jamás). Hay que haber leído Antígona para entender la Fenomenología del Espíritu y, desde entonces, buena parte de la historia de la filosofía se entrevera con la de la literatura. Pero no están nada claras, para nada, las relaciones entre los dos campos intelectuales.

Cuando uno se dedica a la filosofía ya conoce la dificultad de la escritura, aunque no sepa mucho de la dificultad de la escritura literaria. Cuando uno se dedica a ser profesor de filosofía, sabe de la dificultad de la lectura (de la filosofía, mayormente, de la literatura, también: éste es el tema de estas líneas). Yo me he pasado muchos años diciendo y enseñando que la filosofía y la ciencia y la técnica no deben estar separadas, y que un analfabeto científico y técnico tendrá siempre muchos déficits en epistemología, metafísica y, cada vez más, en humanidades. Pero he rechazado siempre - de hecho he despreciado - a los filósofos que se creen científicos (ciencia de salón, sin pagar los precios del sudor del laboratorio y el lápiz y papel). He ido aprendiendo que lo mismo ocurre con las relaciones entre filosofía y literatura. No saber leer literatura es un déficit tan serio como lo anterior para quienes quieren hacer del interpretar lo que pasa su profesión. Pero también me molestan los filósofos que creen ser escritores sin pagar los duros precios que paga el novelista o el poeta (como no los conocen, es difícil que los aprecien. Creen que un lenguaje-sonajero es suficiente para estar entre filosofía y literatura. Tampoco daré nombres).

Ahora sé que el filósofo necesita de la ciencia y de la literatura de un modo asimétrico al del científico y el escritor. Ambos (ambas) son oportunistas filosóficos para quienes las ideas son como otros instrumentos con los que crean mundos. Y lo que de verdad creen, en términos metafísicos, éticos o epistemológicos hay que deducirlo de la lectura, de sus obras, si tal cosa fuese posible. El filósofo necesita de las dos tradiciones porque son, junto a su vida cotidiana, sus accesos al mundo real.

La filosofía que a veces se enseña en la academia sostiene que nuestro acceso al mundo real es a través de los sentidos y los conceptos, pero todos sabemos que es a través de la trama de la experiencia compartida: de nuestro estar en el mundo, de la división social del trabajo cognitivo y práctico y de la imaginación que sólo la literatura puede concedernos. Necesitamos todo eso como el pez necesita el agua.

Pero no es fácil saber qué aprendemos de la literatura para hacer filosofía. La peor de todas las opciones es la de quienes usan la literatura (a estas alturas debería haber aclarado: el teatro, el cine, las series, todo aquél mundo donde se construyen vidas que no son planas y esquemáticas), para sostener normas y morales, la de usar los guiones, historias y personajes como ejemplos o estereotipias de ideas o modelos de vivir. Hay que respetar el trabajo del escritor, que nos ofrece toda su angustia para construir personajes y situaciones oscuras, ambiguas, plurisignificativas, en la forma de aquello que hace de las grandes escritoras grandes: su capacidad para hacer preguntas.

Un filósofo debe tomar una obra literaria como una pregunta. Si no es capaz de hacerla explícita, es que no ha hecho su trabajo como lector. Ser capaz de responderla es el trabajo que le tomará muchos años.

domingo, 4 de octubre de 2015

El post del poshumanismo




Es difícil saber qué se esconde tras los adjetivos "post..." .  La era cultural del posmodernismo recibió tantas que, dejando  a un lado el Thiller de Michael Jackson, las canciones de Mecano y el Doggy de Koons, no es fácil ponerse de acuerdo en qué era o no era posmodernista y qué significaba serlo.  Algo parecido le sucede al poshumanismo, que posee múltiples descripciones y señalamientos culturales. Los ejemplos paradigmáticos los hallamos en la cultura pop: el cyberpuk en sus versiones literarias y fílmicas, pobladas de cíborgs y otros seres intermedios. La teoría, por su parte, se diversifica en trayectorias que incluso divergen en el prefijo: poshumanismo, transhumanismo o antihumanismo. Quizá, aunque solo tentativamente, podríamos distinguir dos grandes corrientes basadas en sendas afirmaciones: la primera, que es posible mejorar artificialmente la especie humana; la segunda, que el antropocentrismo como forma de cultura está llegando a su fin.

En la primera de las corrientes encontramos a múltiples optimistas que se apuntan a una cierta promesa técnica. Todo comenzó con la universalización del mundo digital y con las múltiples teorizaciones que ha recibido desde su extensión epidémica en los años ochenta. Quizá había comenzado ya cuando se comenzaron a desarrollar los microdispositivos de control que en su día constituyeron lo que se denominaba "cibernética"o "automática" y hoy asociamos más a la robótica. Convergían dos líneas tecnológicas: la de la "desencarnación" o virtualización de los sistemas causales a través del control de la información que supuso la digitalización, que llevaba a que pudiera manejarse en múltiples formatos: silicio, ondas electromagnéticas, etc., y la de la "encarnación" de las máquinas, que progresivamente iban asumiendo funciones cuasi-biológicas, incluidas las inteligentes. Mas tarde llegaron las bioingenierías, nanotecnologías y, en general la mezcla de múltiples técnicas en la exploración de nuevos senderos.

Dejando a un lado las muchas teorizaciones desde la sociología y la filosofía (en particular la estética) sobre el impacto cultural y social de las nuevas tecnologías, lo más característico de esta forma de poshumanismo ha sido la idea de que la especie humana no está al margen de las posibilidades de intervención técnica. La intervención médica ha generalizado la protésica con implantes y múltiples dispositivos biónicos (que, por cierto, ha producido una creciente brecha y desigualdad entre los incluidos y excluidos del acceso a estos cambios) hasta el punto que la mayoría de quienes vivimos en estos entornos podemos ya considerarnos cíbors literales y no metafóricos. Junto  estas realidades no han faltado propuestas de ampliar la escala de intervención técnica sobre el cuerpo imaginando posibilidades más o menos locas, dependiendo del grado de libertad que los autores concedan a la "loca de la casa". Las más divertidas son las posibilidades de inmortalidad a través de supuestos volcados de la mente, e incluso del cuerpo en imaginarias nubes informáticas trasunto del cielo, ahora construido tecnológicamente. Tiene su gracia recorrer estas propuestas: el desarrollo técnico siempre va asociado a múltiples ejercicios de futurismo, (que, como tantos futurismos, suelen tener un trasfondo político bastante conservador) y no es ocioso tenerlos a la vista, aunque sea con una saludable distancia..

Mucho más sustanciosa es la línea que asocia el poshumanismo al final del antropocentrismo. Las bases filosóficas están cimentadas en la filosofía del siglo XX y en particular al pensamiento post-nietzscheano que va desde Heidegger a los post-estructuralismos franceses. La aportación de toda esta galaxia filosófica ha sido convencernos de la historicidad del concepto "hombre" y proponer una genealogía histórico-social de las versiones metafísicas del humanismo, en particular de sus relaciones con la modernidad. Sin embargo, pese a que se ha convertido ya en la "mainstream" de la academia, el poshumanismo interesante es el que encontramos como una deriva crítica de aquellas reflexiones filosóficas. Las dos grandes aportaciones que unen la teoría y la praxis, haciendo del poshumanismo un marco político para pensar el mundo contemporáneo han sido el feminismo de tercera ola y el pensamiento poscolonial.

En primer lugar está la reflexión, difícilmente rebatible, de que "hombre" y "humanismo" son términos cargados de connotaciones de género y cultura: se identifican con modelos patriarcales y etnocéntricos, cuando no directamente imperiales. Feministas irónicas como Donna Haraway comenzaron a usar los seres intermedios: cíborgs, mujeres, simios, como figuras alternativas y críticas a las antropocéntricas. El potencial contrahegemónico de lo fronterizo se desarrolló en múltiples formas de pensar la resistencia a la dominación. Apareció así la intersección de reivindicaciones étnicas, antirracistas, con sociales y culturales (de género y vida afectiva) y, más allá, con una intersección de lo metafísico y lo político.

De todos los cambios que han supuesto (y supondrán) todas estas formas de poshumanismo el más importante ha sido el unir la lucha por la igualdad con la lucha por la diferencia y por la diversidad "poshumana". Articular la igualdad social, jurídica económica con el reconocimiento de las múltiples trayectorias por las que discurre nuestro mundo globalizado: reconocer que hay que devenir animales, tierra, para poder sobrevivir, devenir seres que no estén condicionados por las normatividades de raza, cultura, género y clase, devenir seres que sean conscientes de su artificialidad y de la contingencia de sus clasificaciones. En todo este cambio hay un trasfondo de pensamiento que, desde mi punto de vista, resulta revolucionario: una nueva dialéctica de identidad y otredad. La voz del otro se encarna en la voz propia, del mismo modo que el sujeto colonial asume la lengua del imperio y su identidad se escinde y se eleva a un nuevo territorio de inestabilidades y preguntas, mucho más interesantes que las respuestas hegemónicas del modelo dominante.

No se trata pues de una superficial articulación "política" de los múltiples movimientos sociales que han caracterizado nuestro tiempo más reciente, sino la encarnación identitaria de las voces ajenas como interpelaciones constantes, que hacen que las respuestas a las preguntas "¿qué soy?", "¿qué somos?" ya sean necesariamente polifónicas, tensas, perplejas, instaladas en una persistente atención a las voces ausentes, a las voces de los que no tienen voz y a la parte de los que no tienen parte. Esta forma de negatividad sin solución es, me parece, la gran aportación del poshumanismo.