domingo, 29 de diciembre de 2019

La superioridad epistémica y no solo moral de la democracia



El desprecio a la democracia como una organización corrupta de ignorantes no es, desgraciadamente, algo que se haya extendido solamente por las fracciones conservadoras de nuestras sociedades. También en el otro lado, digamos la llamada «izquierda», hay una conciencia no ya de superioridad moral sino también epistémica. Denigrar a los votantes de Trump, Johnson o Abascal como ignorantes que no saben lo que hacen es un ejercicio que las redes multiplican y refuerzan, sin reparar en que coinciden en las políticas neoplatónicas de cuño neoliberal, en que añaden pequeños actos de expresión a una inmensa literatura sobre la democracia como una democracia de ignorantes.


Sigue siendo minoritario el grupo de quienes creen que la democracia es superior cognitiva y técnicamente a cualquiera otra de las alternativas, y que la admiración que suscitan recientemente sociedades como China que parecen combinar el mercado con una epistocracia de políticos e ingenieros está equivocada no solo moral y política sino también epistémicamente. La teoría de la democracia epistémica, de la superioridad de las políticas de deliberación, de robustecimiento de la esfera pública y de creación de una red densa de actos de participación en la argumentación política se basa en teorías que establecen la posibilidad de la posibilidad de la democracia sobre modelos teóricos que muestran la inteligencia de la multitud por encima de la inteligencia de un grupo de sabios. Algunos teoremas como el teorema del jurado de Condorcet, el llamado “milagro de la agregación” o el teorema de Hong-Scott de “la diversidad vence a la habilidad” constituyen la base de un modelo teórico de democracia epistémica, pero este modelo ha sido una y otra vez denigrado como si fuese un artificio abstracto que no entiende la realpolitik. Críticas de diverso cariz, como las recogidas en el volumen colectivo editado por Stephen Macedo (Democracy and disagreement, 1999) con diversos matices de desconfianza de la democracia deliberativa o la crítica desde la concepción agonista de la democracia de Chantal Mouffe (“Deliberative democracy or agonistic pluralism? 1999) han dirigido este reproche. He aquí una lista de posibles objeciones:

-          En una sociedad diversa como la actual, muchos colectivos  pueden considerar ofensivo que se trate de ellos en un contexto abierto por parte de quienes no pertenecen a las identidades que los definen (se ha extendido la idea de que si no tienes una cierta identidad no puedes hablar sobre ella impunemente)
-          La deliberación sin educación de los participantes conduce generalmente a un fracaso de la deliberación. El problema de la democracia deliberativa no es que no sea posible, el problema es básicamente de organización e institución de los debates (Walzer, 1999)
-          La deliberación, en la forma en que se plantea idealmente puede ser un instrumento de opresión en cuando deja fuera las voces que no son capaces de expresarse por su situación de exclusión hermenéutica (Mouffe, 1999; Rancière, El desacuerdo,1995)
-          La política consiste en mucho más que deliberación, y a veces lo que no es deliberación es mucho más importante: por ejemplo, la afirmación y reclamación de derechos, las manifestaciones, los debates con intención estratégica de debilitar al adversario, las negociaciones que no entrañan acuerdos teóricos sino prácticos.
-          La evidencia empírica de la polarización. Cass Sunstein (Going to extremes, 2009) ha popularizado la “ley de hierro de la polarización” que parece aplicarse a toda persona que entra en un debate en el que las posiciones se dividen. Las democracias actuales estarían cada vez más abocadas, según esta ley, a una creciente polarización que impide llegar a consensos.
-          La evidencia innegable de que las democracias son sistemas enfermos de corrupción en donde las élites económicas y políticas usan la deliberación como un simple ejercicio de propaganda y manipulación.

Estas y otras críticas han ido calando en la filosofía política del siglo presente, en donde parece que se enfrentan solamente dos concepciones no epistémicas de la democracia: la concepción liberal y la antagonista o populista, ambas defensoras de lo doxástico frente a lo epistémico. ¿Cabe una defensa de las virtudes epistémicas de la democracia frente a estas constataciones empíricas de la no idealidad de las democracias realmente existentes?

Podemos agrupar las objeciones en dos clases: la que reúne a las objeciones provenientes de la evidencia del antagonismo, la polarización y la exclusión y las que provienen de los defectos institucionales y organizativos de las democracias reales. En los dos casos, no se trata de responder si las democracias están bien o mal organizadas, si habitan con la desigualdad e injusticia, si son o no sistemas que sufren corrupción y producen aislamiento, ignorancias estratégicas y opresión e injusticia epistémica. No hay caso respecto a estas cuestiones. Sí, las democracias son parte de un mundo injusto. La cuestión es si siguen siendo un instrumento válido epistémica y técnicamente para resolver los problemas que aquejan a la humanidad, si contienen una suerte de virtud epistémica, a pesar de sus múltiples vicios, que las hace superiores a otras alternativas.

Respecto a las tesis del antagonismo, presentes en la tradición schmittiana de la política y en las nuevas formas de populismo, progresista o conservador, y a las evidencias psicológicas de las derivas de la polarización en las deliberaciones, lo que cabe responder es que muy probablemente estas concepciones estén en lo cierto respecto al carácter esencialmente tenso, plural y antagonista de las democracias y en que el consenso no sea necesariamente la salida única posible de los procesos y prácticas democráticas. Pero la alternativa decididamente no epistémica e incluso anti-epistémica que proponen algunas de sus formulaciones no parece ser la solución. Así, Chantal Mouffe propone en La paradoja democrática:
Para remediar esta grave deficiencia, necesitamos un modelo democrático capaz de aprender la naturaleza de lo político. Ello requiere desarrollar un enfoque que sitúe la cuestión del poder y el antagonismo en su mismo centro. Ese es el enfoque que quiero defender, el enfoque cuyas bases teóricas quedaron perfiladas en Hegemonía y estrategia socialista. La tesis central del libro sostiene que la objetividad social se constituye mediante actos de poder. Ello implica que cualquier objetividad social es en último extremo política y que debe llevar las marcas de la exclusión que gobierna su constitución. Este punto de convergencia, o más bien de mutua reducción, entre la objetividad y el poder es lo que entendemos por «hegemonía»
Mouffe ha llevado el espíritu anti-fundamentalista de lo político y la democracia hacia una reducción de las posiciones epistémicas a las posiciones sociales, la autoridad epistémica al poder político. Encuentra inspiración en la idea de «prácticas» de Wittgenstein, en el contextualismo y en las posiciones de Rorty contra la epistemología. El problema que conlleva esta «pasada de frenada» es que en el deseo de situar y localizar las diversas y diferentes formas de opresión y resistencia termina por socavar la autoridad epistémica de quienes sufren las desigualdades y posiciones de discriminación y opresión. Nada hace suponer en Wittgenstein que su idea contextualista de prácticas y pragmatista de significados llegue a estos extremos, que quizás, es cierto, sí alcanza Rorty con su idea conversatoria y liberal de democracia. Mouffe ha invertido el carácter de la hegemonía gramsciana. Mientras que Gramsci tenía una idea fuerte de objetividad social, que coincidía con el horizonte socialista de una sociedad sin clases, para cuyo fin la hegemonía de la concepción del mundo del proletariado era un instrumento necesario, para Mouffe la hegemonía es un fin en una historia interminable de antagonismos sociales que tratan de imponerse.

Mouffe da un respiro a la estrategia antagonista. Para ella el antagonismo democrático debe ser entendida como agonismo —el antagonismo, afirma, es concebir la lucha política entre enemigos, mientras que el agonismo es concebirla entre adversarios—, una forma suave de confrontación a través de «prácticas» que conlleven la posibilidad de hegemonía
El objetivo de la política democrática es transformar el antagonismo en agonismo. Esto requiere proporcionar canales a través de los cuales pueda darse cauce a la expresión de las pasiones colectivas en asuntos que, pese a permitir una posibilidad de identificación suficiente, no construyan al oponente como enemigo sino como adversario. Una diferencia importante con el modelo de la «democracia deliberativa» es que para el «pluralismo agonístico» la primera obligación de la política democrática no consiste en eliminar las pasiones de la esfera de lo público para hacer posible el consenso racional, sino en movilizar esas pasiones en la dirección de los objetivos democráticos.
Mis discrepancias con la noción de pluralismo agonístico como opuesta a la democracia epistémica, tal como se manifiesta en este proyecto son básicamente dos. La primera tiene que ver con el juego retórico de transformar el antagonismo en agonismo. Ciertamente, la democracia implica una renuncia a la violencia y una tensión permanente por convencer al oponente, pero ello no implica una metamorfosis que produce la impresión de haber devaluado el verdadero significado de la democracia como ejercicio del poder por el demos. Contrariamente a lo que parecen indicar las palabras de Mouffe, está el repetido apotegma de Gramsci de que «la política es la continuación de la guerra por otros medios». Los medios democráticos, por supuesto, la garantía de los derechos y la división de poderes, pero el transfondo antagonista no se pierde en la forma democrática de acción. Precisamente porque hay un grado de objetividad no eliminable en la opresión y la desigualdad o en el dominio sin libertad. Mouffe parece abogar por lo que Andrea Greppi ha llamado «teatrocracia» en un juego simbólico que entrecruza los dos significados de representación. De nuevo, aquí parece confundirse un medio, la representación y la retórica, con un fin, la solución de los problemas bajo condiciones de incertidumbre. La segunda discrepancia afecta al concepto de pasiones que implica la crítica al supuesto racionalismo de la concepción deliberativa. Las pasiones no son lo opuesto al sistema cognitivo. Son una de las formas en las que se manifiesta el sistema cognitivo humano, que une inseparablemente reacciones afectivas, deliberación y memoria. Ninguna de las tres funciones podrían realizarse independientemente. Las emociones se mueven en un espectro de tiempos distinto a las deliberaciones frías, pero no son ajenas a ellas, como no lo es la percepción, la conceptualización y la acción. Mouffe se mueve aún en una concepción romántica, precognitiva (¿lacaniana?) de emoción. Movilizar las pasiones en la esfera de lo público no es independiente de la deliberación, sino posiblemente una de sus formas.

En lo que respecta a la segunda categoría de críticas a la democracia, la que agrupa la constatación del mal funcionamiento real de la democracia, la respuesta es doble. En primer lugar, no tiene sentido negar que las democracias son formas sociales que acogen y protegen desigualdades e injusticias sociales, que no acaban con la dominación y están siempre amenazadas por la plaga de la corrupción en todos los niveles de la vida social. Nada de esto puede ser negado pero el reconocimiento de estos hechos no implica que por ello la democracia sea un sistema esencialmente impotente para la solución de los problemas y donde los vicios epistémicos sobrepasen a las ocasionales virtudes. La respuesta es similar a la que se puede ofrecer a las críticas a la noción de racionalidad basada en las constataciones empíricas del carácter sistemático de los sesgos. Afirmar que la naturaleza humana es epistémica y racionalmente viciosa a causa de la sistematicidad de los fallos es análogo a quien sostuviera que la especie humana es de corta estatura. Bien. ¿Respecto a qué estándar?, ¿comparada con qué especie?, ¿resulta revelador de nuestra naturaleza corpórea constatar que no somos tan altos como las jirafas? La réplica a estas acusaciones que se escuchan habitualmente en la calle exige recordar el necesario componente contextualista de la noción de agencia personal y colectiva.

Las democracias realmente existentes no son diferentes, en lo que respecta a su compleja composición de vicios y virtudes epistémicas, a otros aspectos de nuestra naturaleza humana. Solo las fantasías transhumanistas —transdemocráticos en este caso— posibilitan un tipo de crítica deslegitimante como esta. Las democracias, por supuesto, están llenas de gérmenes de corrupción e injusticia pero la virtud epistémica democrática no se encuentra en el primer nivel-objeto de la calidad de su funcionamiento, sino en la capacidad social para crear condiciones, instituciones y órganos de segundo grado, que permitan la crítica, el aprendizaje, el examen de la calidad epistémica de las heurísticas y modelos de identificación de las causas del mal. La cuestión es si la democracia es capaz de sostener sus promesas, de radicalizarlas incluso, frente a otras alternativas y opciones de forma de coordinación social.

Josiah Ober en su luminoso texto Democracy and knowledge : innovation and learning in classical Athens (Ober, 2008) ha explicado las razón democrática de la Atenas clásica. Por encima o por debajo de sus fracasos, por encima o por debajo de sus fallos, tan insistentemente subrayados por sus críticos, la democracia ateniense impuso su hegemonía en el Mediterráneo por más de trescientos años, contra enemigos muy superiores en medios y población y contra regímenes militares autoritarios. Incluso después de su derrota ante Esparta, en una larga guerra que tanto daño hizo a la cultura helénica, Atenas siguió brillando y siguió siendo imitada por otras polis. La razón estaba en su orden democrático, argumenta Ober. El gran invento de Atenas fue un orden que era superior técnica y cognitivamente a los otros sistemas. Lo era por su organización democrática, no a pesar de ella. En los tres dominios que Ober considera superior a Atenas, a sus instituciones y especialmente a la Asamblea, era en la detección, movilización y asignación de conocimiento. No hay duda de que la democracia ateniense tenía perspicuos defectos, que se coexistía con la esclavitud y que generalmente estaba al borde de caer en manos de una oligarquía de aristócratas; que la Asamblea podía tener muchas veces la forma de una teatrocracia, pero de lo que no hay duda es de que los atenienses se tomaban muy en serio el detectar quiénes poseían los conocimientos necesarios para los problemas que se les venían encima, en movilizar esos conocimientos y en asignar las personas que creían más competentea a esas tareas. A veces eran militares, como cuando se elegían los estrategos, pero otras veces eran arquitectos, creadores o innovadores. Fue una mezcla de caos y sabiduría lo que está en la base de la hegemonía ateniense.

La democracia epistémica no es simplemente democracia deliberativa. La democracia deliberativa es uno de los instrumentos, pero es uno de ellos en una concepción mucho más compleja del orden social. El segundo gran instrumento es la regla de las mayorías, expresada mediante el voto. Pero además hay otros que son o deberían ser componentes esenciales de la democracia. Están, como tanta gente está reivindicando recientemente, los sorteos, especialmente recomendados en las instituciones de control y vigilancia sociales. Están también las instituciones de participación colectiva que hacen o deben hacer de las democracias sistemas participativos. Se denigra a veces la democracia asamblearia cuando la constitución de redes de asambleas de apoyo y control en todos los dominios intermedios (la política local sigue siendo un eje central de la democracia) es un instrumento de calidad democrática. La democracia ha inventado los mejores recursos de inteligencia colectiva que haya tenido a su disposición jamás la humanidad. Todos ellos desaparecerán como lágrimas en la lluvia si se imponen las concepciones que no aceptan el valor instrumental y práctico de la inteligencia colectiva.  

domingo, 15 de diciembre de 2019

La tentación neoplatónica




El 399 AC el jurado de varios cientos de ciudadanos atenienses elegidos por sorteo (la norma prescribía 501, pero no siempre se cumplía y no sabemos si aquí se cumplió) declaró a Sócrates culpable de los cargos de eusebía (impiedad) y corrupción de la juventud que habían elevado contra él Meleto y otros dos colegas. No se conservan transcripciones del juicio y los testimonios que tenemos son los de sus partidarios Platón (Apología de Sócrates) y Jenofonte. No sabemos muy bien tampoco cuál era la base real de la acusación. Atenas había declarado una amnistía contra los culpables de la tiranía impuesta por Esparta y Sócrates no podía ser acusado de antidemócrata. Había sido maestro de Critias, uno de los más crueles miembros de los treinta tiranos (habían asesinado a varios miles de demócratas atenienses) y era amigo y protector del aristócrata Alcibíades, el que implicó a Atenas en la expedición contra Siracusa que terminó en un desastre que dejó sin la mitad de la flota a la polis y más tarde traicionó a su ciudad aliándose con Esparta. No sabemos si fue el resentimiento contra él lo que condujo el juicio. Lo importante es que lo que podría haber sido un juicio más en la historia se convirtió en uno de los juicios que desvelan profundas contradicciones en la civilización.

Platón estuvo presente y quedó traumatizado por la condena: ¿cómo era posible que una ciudad condenase a muerte a uno de sus mejores ciudadanos? Culpó de ello a la democracia y a quienes corrompían con una mala filosofía igualitaria al pueblo. Esta crítica recorre toda su obra, especialmente la República, pero hay un diálogo que no es leído como político cuando lo es profundamente: el Teeteto. En él,  Platón desarrolla tres conceptos de conocimiento para responder a la pregunta de Sócrates: ¿qué es lo que distingue al conocimiento de la opinión verdadera? El diálogo no da respuesta y esto es lo que hace político el diálogo. Sócrates se declara simple maestro en preguntar (usa la metáfora de que su método es como el de una partera que hace llegar a la vida lo que está dentro) y se enfrenta a los que sí parece que saben. Lo que hace claramente político el tratado es la dramática frase final. Sócrates se despide diciendo "me voy, tengo que comparecer en el Pórtico del Rey para responder a unas acusaciones de Meleto".

El centro de la discusión es contra Protágoras, quien basaba su igualitarismo y apuesta por la democracia en que una democracia se sostiene sobre la opinión de los ciudadanos sin que haya opiniones que sean superiores a las otras. Platón se dio cuenta de que el concepto de democracia y el de conocimiento se sostienen o caen juntos. El ataque a la epistemología de Protágoras es un nada velado alegato contra la democracia ateniense y a favor de lo que hoy conocemos como epistocracia o gobierno de los expertos.

Jason Brennan, un filósofo moral conservador y libertariano escribió hace tres años el libro Contra la democracia para alinearse con Platón. Su tesis es que la mayoría de los votantes son unos ignorantes sobre las complejidades de la política y lo mejor que podría ocurrir es la abstención masiva. Considera que habría que poner en marcha medidas censitarias para conceder el voto (o el peso del voto) a quienes demostrasen competencia epistémica (sÍ: propone exámenes para conceder el derecho al voto). Si no fuera porque es un reputado académico de Georgetown donde se forma la clase política estadounidense, si no fuera por la publicidad del libro y porque es uno más de una inmensa literatura sobre la irracionalidad de los votantes, no merecería la pena considerarlo y refutarlo. Pero desgraciadamente es un arma importante en el patente desgaste de las democracias y su conversión en oligarquías.

Brennan sostiene que la defensa de la democracia por parte de los filósofos que la consideran un procedimiento legitimador (Habermas) o una forma de luchar contra la dominación (republicanismo), e incluso una forma mejor de llegar a soluciones correctas (hay al menos tres teoremas matemáticos que apoyarían esta idea) están radicalmente equivocadas y que solamente se puede defender por razones instrumentalistas. Y por estas razones, afirma, una democracia censitaria epistémica produciría mejores resultados para el pueblo que las actuales demagogias. Toda la inmensa literatura sobre posverdad que está circulando por el mundo actualmente, leída sin ojos críticos, conduce poco a poco a las tesis de Brennan. De ahí que debamos ponernos ya a defender la democracia contra las formas de oligarquía enmascarada que se esconden tras estas propuestas.

No voy a desarrollar aquí la respuesta y solamente apunto algún esquema de argumento:

1. No está claro qué sería un "experto" en política. Los llamados expertos no se equivocan menos que el ciudadano común, aunque este no sepa expresar bien sus intuiciones. Como demuestra la crisis económica, los mayores expertos del mundo habían desarrollado cegueras y metacegueras que, sin embargo, una parte sustancial de la población sufría con menos intensidad.

2. No está claro que los votantes sean ignorantes: el votante medio sabe muchas cosas que no logra expresar y lo hace mediante un voto que a veces es simplemente un "voto contra", pero que está basado en su experiencia, en sus anhelos, miedos y esperanzas.

3. No está claro por qué afirma que los resultados de una democracia son subóptimos: ¿comparados con qué? Por el contrario, tenemos la evidencia histórica de que no solo la democracia es superior moral y políticamente, también lo es técnicamente (los datos aquí son empíricos y hay que desarrollarlos). Atenas fue durante tres siglos superior técnica y militarmente a todas las otras potencias de su alrededor y lo fue porque era mucho más innovadora y porque su capacidad para movilizar a los expertos mediante la elección democrática era muy superior a la del resto, incluida la tan repetida eficiencia espartana, que no era más que una región pobre y militarizada, que pudo en algún momento con Atenas a causa de su alianza con otras polis que la imitaron.

Muchos discursos actuales de geoestrategia, a veces neoconservadores, a veces neoleninistas, denotan una clara admiración por China, que consideran como una potencia que ha realizado logros espectaculares con un régimen oligárquico. Denotan también una cierta admiración por oligarcas como Trump y Johnson. Están equivocados radicalmente. En los datos. En la ideología. No hay alternativa más eficiente a la democracia. Habrá más alcibíades a lo largo de la historia de la democracia, pero están equivocados.

domingo, 8 de diciembre de 2019

Dos sentidos de alienación





El concepto de alienación reinó durante dos siglos en la filosofía y tuvo un declive en tiempos recientes, refugiado en los márgenes de los estudiosos del marxismo. El creciente malestar con el capitalismo extendido a todos los espacios y órdenes de la vida social y personal hace necesario volver a repasar la historia de este concepto para extraer de ella el inmenso poder de análisis que contiene.

Hay que buscar sus orígenes en los teóricos del contrato social, basado en una enajenación de la autoridad personal para concedérsela al príncipe o a la sociedad, pero fue en el Romanticismo alemán donde comenzó a escalar puestos explicativos en la teoría social. Allí se eleva a una condición que sufre el ser humano y que nace del desgarramiento de la autoconciencia entre la subjetividad y la realidad, entre el yo y la sociedad y se manifiesta en una suerte de extrañamiento (Entfremdung) y alienación (Entäusserung). Esta condición atraviesa la Fenomenología del Espíritu de Hegel, aunque es sobre todo Marx quien la convierte en un núcleo central de su concepción de la existencia humana bajo el régimen de trabajo asalariado en el capitalismo.  Hegel consideraba la alienación como un resultado del extrañamiento del Espíritu entre el individuo y la cultura que él mismo ha creado a través de su trabajo, como un subproducto de la objetivación que genera el salir de sí. Hegel deriva su noción en parte de Fichte y, sobre todo, de las Cartas sobre la educación estética de la humanidad de Schiller, donde el extrañamiento de la naturaleza, la distancia entre razón y naturaleza, por un lado, y la división de la cultura en especialidades por otro son los dos orígenes de la alienación. El proceso de objetivación que sigue el Espíritu en Hegel, sin embargo, se traduce en parte en una escisión interna en la formación de la autoconciencia y en parte en una separación de la sustancia social que constituye al individuo. La reificación y extrañamiento producida por la emergencia de la autoconciencia inaugura dos formas de escisión que dan lugar a las dos formas de alienación como extrañamiento y como enajenación.

De Hegel parten todas las concepciones de la alienación que se orientan hacia una fenomenología o experiencia de extrañamiento o exilio de sí basadas en la objetivación que se enfrenta a la subjetividad productora. En un primer sentido, la alienación enfrenta al individuo con la otredad tanto de la realidad como de la sustancia social. El agente deviene así auto-alienado . Es una condición del Espíritu a la que Hegel dedica una sección entera de la Fenomenología: «El Espíritu extrañado de sí mismo. La cultura». En un segundo sentido, tiene algo de renuncia en pro de lograr una unidad: es una renuncia o rendición que recoge la idea de contrato social de Rousseau, por cuanto el individuo deja de ser independiente. En este sentido es una noción positiva. Marx, sin embargo, hace una crítica radical de la concepción hegeliana a través de la crítica radical en los Manuscritos económicos y filosóficos de 1844. Una resignificación que madura en sus obras posteriores sobre el capital. Marx toma la noción de alienación de Hegel como extrañamiento y como enajenación y las sitúa en el marco del trabajo asalariado en tanto que forma particular de producción bajo el capitalismo. Para Marx, no puede hacerse abstracción de la condición histórica en la que el ser humano transforma la naturaleza mediante su agencia y también se autotransforma con ello:

¿En qué consiste, entonces, la enajenación del trabajo? Primeramente, en que el trabajo es externo al trabajador, es decir, no pertenece a su ser; en que en su trabajo, el trabajador no se afirma, sino que se niega; no se siente feliz, sino desgraciado; no desarrolla una libre energía física y espiritual, sino que mortifica su cuerpo y arruina su espíritu. Por eso el trabajador sólo se siente en sí fuera del trabajo, y en el trabajo fuera de sí. Está en lo suyo cuando no trabaja y cuando trabaja no está en lo suyo. Su trabajo no es, así, voluntario, sino forzado, trabajo forzado. Por eso no es la satisfacción de una necesidad, sino solamente un medio para satisfacer las necesidades fuera del trabajo. Su carácter extraño se evidencia claramente en el hecho de que tan pronto como no existe una coacción física o de cualquier otro tipo se huye del trabajo como de la peste. El trabajo externo, el trabajo en que el hombre se enajena, es un trabajo de autosacrificio, de ascetismo. En último término, para el trabajador se muestra la exterioridad del trabajo en que éste no es suyo, sino de otro, que no le pertenece; en que cuando está en él no se pertenece a si mismo, sino a otro. Así como en la religión la actividad propia de la fantasía humana, de la mente y del corazón humanos, actúa sobre el individuo independientemente de él, es decir, como una actividad extraña, divina o diabólica, así también la actividad del trabajador no es su propia actividad. Pertenece a otro, es la pérdida de sí mismo.

La alienación del trabajador, según Marx, se produce en cuatro dimensiones. En primer lugar, el trabajador está alienado respecto al producto de su trabajo, que deviene en un objeto ajeno que tiene poder sobre él. En segundo lugar, no ya respecto al producto sino a la producción misma, al trabajo en sí que percibe como algo que le daña: «el trabajador solo se siente en sí fuera del trabajo, y en el trabajo fuera de sí».  En tercer lugar, el trabajador se encuentra alienado en relación con lo que Marx denomina su ser como especie o ser genérico (Gattungswesen) por cuanto no se realiza el modo humano de relacionarse con la naturaleza a través de la percepción, la orientación y la apropiación del objeto de su acción y conocimiento. En cuarto lugar, el trabajador se encuentra alienado con respecto a otros seres humanos, pues la mediación del trabajo asalariado no como seres sociales sino como partes de la división social del trabajo o como partes de la máquina de producción.

Es preciso notar que el análisis que Marx realiza de la alienación del trabajo asalariado se contrasta con lo que él considera la esencia del ser humano como ser-especie capaz de agencia, de la que el trabajo manual es solamente una modalidad de algo más amplio que define la identidad humana. Sostiene Marx que «De esto resulta que el hombre (el trabajador) sólo se siente libre en sus funciones animales, en el comer, beber, engendrar, y todo lo más en aquello que toca a la habitación y al atavío, y en cambio en sus funciones humanas se siente como animal. Lo animal se convierte en lo humano y lo humano en lo animal.»  Lo humano, sostiene Marx, lo que eleva a los seres humanos sobre los animales, es que están dotados de necesidades y capacidades. Las necesidades van más allá de las meras funciones biológicas, constituyen un mundo de deseos. Las capacidades son, en primer lugar, capacidades de relación con la naturaleza: percepción, bajo cuyo rótulo estaría la forma de pertenecer a la naturaleza que es la sensibilidad; la orientación, que es la capacidad de situarse encontrando patrones, lugares y valores; y la apropiación que corresponde a la capacidad de realizar los deseos, lo que llamamos agencia. En este sentido, la apropiación abarca tanto lo práctico como lo epistémico y teórico. En las tres dimensiones del ser-especie existe un extrañamiento entre la subjetividad y el objeto. La cuestión es cuándo estas relaciones que definen la agencia humana sufren alienación y por ello determinan un marco injusto en el reparto de la sensibilidad y de la agencia, para usar la extendida expresión de Jacques Rancière.

 En tiempos posteriores del marxismo, la alienación fue un concepto que desapareció hasta que fue reivindicado por Lukàcs en Historia y conciencia de clase, aunque lo hace como «reificación» y toma como punto de partida más a Hegel que a Marx. El descubrimiento de los Manuscritos significó un renacimiento del término que influyó poderosamente en el marxismo posterior y en otras filosofías de inspiración hegeliana. En la transición del XIX al XX, los padres fundadores de la sociología habían considerado conceptos muy cercanos como marcas de los procesos de modernización que afectaban a las sociedades bajo la égida del industrialismo y la urbanización. Durkheim habló de «anomia» en La división del trabajo; Simmel, en Filosofía del dinero habló de «despersonalización» de las relaciones sociales; Weber, en Economía y sociedad, de «burocratización». En la postguerra a la II Guerra Mundial se extendió, por influjo de Heidegger y su idea de la «inautenticidad», una concepción básicamente existencial de alienación. Marcuse, en Eros y civilización la considera una condición ligada a la propia noción de trabajo, que solamente desaparecerá con la abolición del trabajo; Erich Fromm, en Marx y su concepto de hombre lo psicologiza como una experiencia de la enajenación de sí mismo; Sartre, en la misma ola neohegeliana y heideggeriana, lo considera una suerte de condición humana irredenta. La sociología americana de los años sesenta despolitiza el concepto y lo lleva al terreno de la inadaptación individual a las condiciones de la sociedad moderna. El estructuralismo francés rehusó utilizarlo y lo consideró como un resto hegeliano de Marx que habría que olvidar en favor del Marx más maduro. Sin embargo, los agitados años sesenta lo trajeron de vuelta. Guy Debord, en La sociedad espectáculo lo extiende desde el ámbito del trabajo al ámbito del consumo en tanto que éste sería el modo básico de reproducción capitalista en la sociedad del capitalismo avanzado; en la misma línea, Baudrillard, en La sociedad de consumo, lo entiende como una extensión de la lógica de la mercancía a todos los ámbitos de la vida.

En este sentido, la filosofía marxiana contemporánea ha vuelto a unir la idea de alienación con la de fetichismo de la mercancía, fundamentalmente a través de una revalorización de los Grundisse y del publicado tardíamente «Capítulo VI» del tomo I de El capital, donde se unen ambos conceptos. Partiendo de estos textos, fue un concepto que sobrevoló el operaísmo italiano de los años setenta (Franco “Bifo” Birardi, The Soul at Work. From Alienation to Autonomy, 2009) y está volviendo en las lecturas más amplias del marxismo basadas en la teoría del valor como las que realizó el grupo alrededor de la revista alemana Krisis,  y la del seguidor de Guy Debord Anselm Jappe.  Clara Ramas (Fetiche y mistificación capitalistas. La crítica de la economía política de Marx, 2018) ha desarrollado recientemente una lectura de los conceptos básicos marxianos en donde la mistificación y el fetichismo de la mercancía definen la categoría de trabajo asalariado en una visión que permite una reinstauración de la centralidad del concepto de alienación.

En la otra línea fenomenológica, La socióloga alemana Jaeggi, (Alienation 2014) desarrolla el concepto considerándolo como un marco explicativo aún necesario de una forma de vida incapaz de hacerse con la propia biografía. En esta reivindicación de la lectura existencialista, están los infinitos textos del germano-coreano Byung Chul Han, quien ofrece análisis fenomenológicos interesantes mezclados con superficiales apelaciones al neoliberalismo, y que merece leerse con todas las precauciones con que se leen los best-sellers. Mucho más interesante es el largo y profundo trabajo del post-foucaultiano Richard Sennett, quien en varios libros, sobre todo en La corrosión del carácter, realiza un análisis entre sociológico y fenomenológico de la vida contemporánea imprescindible. En esta misma línea, varios textos recientes de autores españoles son reivindicaciones del concepto aún si no lo usan explícitamente: Jorge Moruno (No tengo tiempo), Alberto Santamaría (En los límites de lo posible); Luis Enrique Alonso y Carlos Fernández (Poder y sacrificio); en cierto modo Marina Garcés (En las prisiones de lo posible), y Santiago López Petit, uno de los pocos herederos en España del operaísmo en su texto Hijos de la noche.

La virtualidad de la vuelta al concepto de alienación es que permite reunir las dos tradiciones marxista y fenomenológico-existencialista en el diagnóstico de la condición humana del presente. Y permite explicar también por qué se separaron innecesariamente.

domingo, 24 de noviembre de 2019

La puesta en común



Nunca un Premio Nobel en economía tuvo tanta importancia para la filosofía política como el que se concedió en 2009 a Elinor Ostrom (1933-2012) por su trabajo pionero sobre los bienes comunes. Ostrom dio expresión económica a la forma de vida más olvidada de la historia del pensamiento político: la vida en común. Hasta que ella desarrolló su tesis, la teoría económica y la filosofía política distinguía únicamente dos tipos de bienes que la sociedad habría de repartir con formas de gobierno más o menos justas: los bienes privados y los bienes públicos. Ella señaló y explicó muy claramente que existían, desde antes de que la humanidad fuese humanidad, otro tercer grupo de bienes: los bienes comunes. El poder teórico de su descubrimiento está todavía por desarrollar en todo su potencial ético y político.

La teoría económica estándar distingue los bienes por dos características que sobresalen entre otras para la clasificación: la extraibilidad y la exclusividad. Un bien es extraíble si su uso o consumo por una persona o grupo impide que otros lo empleen o consuman. La exclusividad se refiere a la posibilidad de fijar accesos al bien o excluir de su propiedad, uso y consumo a personas y grupos. En la clasificación tradicional, los bienes se agrupan por su grado de extraibilidad y exclusividad. Los bienes privados son los que tienen un mayor grado de extraibilidad y exclusividad. Por ejemplo, una tarta puede ser divida en porciones y repartida de forma que quienes consumen una de ellas impiden que otros lo hagan. El pastel, un ejemplo que usamos muchas veces en las conversaciones, es un bien extraíble y exclusivista. En el lado contrario, tenemos los bienes públicos, que son aquellos de baja extraibilidad y exclusividad. Un teorema matemático, por ejemplo, es un bien público: su uso y consumo repetido no agota nuevos usos y, una vez conocido, no puede excluirse a nadie de su disfrute. Ciertamente, como comentaré más adelante, hay un cierto grado de convención y construcción social en la declaración de privado o público. Muy pocas cosas caen naturalmente en una u otra categoría, pero la división es muy clara desde el punto de vista teórico.

La filosofía política reflejó desde sus comienzos, pero sobre todo en la época contemporánea, esta dicotomía en la diferenciación entre dos modos de repartir los bienes. Según la fórmula más conocida, el mercado sería el dispositivo más eficiente en el reparto de los bienes privados de acuerdo con los ideales que establecen el óptimo de Pareto y el equilibrio de Nash. Lo que queda fuera (lo que suele denominarse «fracasos de mercado»), es decir, los bienes públicos, se suele encomendar el reparto a un gerente poderoso, y en particular al Estado en la forma de políticas públicas: educación, salud, medio ambiente, seguridad, etcétera, se consideran bienes sociales que hasta el neoliberalismo se solían encomendar a las políticas públicas más allá de las formas e intereses del mercado.

En los años sesenta, en los que se fue gestando el pensamiento que habría de convertirse en la alternativa neoliberal, se extendieron varias teorizaciones pesimistas sobre las que habrían de apoyarse más tarde las políticas privatizadoras. Las dos más importantes fueron la llamada tragedia de los comunes de Garrett Hardin, publicada en 1968, en donde desarrollaba la idea de que el consumo de ciertos bienes dejado al libre albedrío de una comunidad resultaba en una completa catástrofe. Por ejemplo, la explotación de las tierras comunes para pasto, llevaban a dilemas de consumo por parte de los campesinos. Un monte común presentaba el dilema de que si alguien llevaba solo un par de cabras dejaría el campo para que se enriquecieran los demás, y si llevaba cien, pero los demás llevaban solamente una, no ocurriría nada. La teoría predecía en desastre y recomendaba introducir derechos de propiedad. El filósofo Jon Elster, que había comenzado como marxista analítico, hizo un uso sistemático de este dilema para recomendar políticas siempre conservadoras. El historiador Jared Diamond, la usó para explicar las muchas catástrofes ecológicas de la historia de la humanidad. La otra teoría pesimista fue el llamado dilema del prisionero, que se desarrolló en la Rand Corporation, la gran fundación norteamericana de la Guerra Fría en los años cincuenta para fundamentar la política de la disuasión por destrucción mutua en la carrera nuclear, explicaba que en el dilema entre cooperar o no hacerlo, siempre lo segundo era lo más racional desde el punto de vista económico. Ambos resultados, junto con otras teorías intermedias fueron empleadas como instrumentos para legitimar las políticas de privatización de todo lo que, según la mirada neoliberal, estaría sometido a alguno de estos dilemas. El rechazo de muchos votantes norteamericanos a la extensión general del sistema de salud se basa en un empleo sistemático de los argumentos que dan estas teorías.

Elinor Ostrom demostró que Hardin estaba equivocado al concebir los bienes comunes, y que lo hacía de un modo ideológicamente muy sesgado. En primer lugar porque sus ejemplos repetidos no eran bienes comunes sino simplemente bienes de acceso libre sin restricciones. Es decir, en segundo lugar, que no contemplan que alguien sea excluido del disfrute si atenta contra la sostenibilidad del bien. En tercer lugar suponía, sin fundamentarlo, que el autointerés egoísta era la actitud básica por defecto de usuarios y consumidores (la psicología evolucionista (Leda Cosmides) ha postulado que los humanos venimos de fábrica dotados de una sensibilidad muy fina para detectar injusticias o faltas de cooperación). En cuarto lugar, presuponía que la única alternativa era la privatización o el gobierno autoritario. Ostrom comenzó a estudiar una innumerable cantidad de ejemplos que probaban lo equivocado de estos oráculos del egoísmo. Sus análisis mostraban que en las zonas comunes se establecían autoorganizadamente normas de uso y gestión que permitían que la colectividad excluyese del uso a quienes atentasen contra el bien. O si no se excluía definitivamente se establecía un sistema de sanciones para los incumplimientos. Uno de los casos más notorios es el sistema de uso común del agua en la Huerta Valenciana a través de mecanismos como el del Tribunal de las Aguas (en los años de niñez que viví en Valencia llegué a ver alguna de sus actuaciones).

La teoría de lo común de Ostrom es compleja y distingue al menos estos elementos: el recurso común, que suele ser un bien con un grado variable de extraibilidad, a veces alto, como el agua de riego o la pesca en un caladero, o a veces bajo como el conocimiento y la información. En segundo lugar, el grupo de usuarios que lo mantiene, los comuneros (esta es mi versión, como castellano, del término inglés commoners). En cuarto lugar, la institución de lo común, a través del sistema de normas y sanciones de uso. Por último, y en cuarto lugar, la propiedad de lo común. Cuando se constituye la teoría de los comunes, la historia de la economía y la sociedad comienza a entenderse de otro modo porque el paisaje se llena de espacios se han constituido y mantenidos a través de la constitución de lo común.

La experiencia primaria que tenemos en la vida es la experiencia de lo común. Así, el uso y consumo en el espacio doméstico es un ejemplo palmario de lo común. El baño de una casa, o el frigorífico, son objetos que siguen la lógica de lo común. En las sociedades patriarcales, la madre es generalmente quien carga con el trabajo de preservación, limpieza y gestión de lo común, es cierto, pero también lo es que es de las madres de quien aprendemos desde niños qué la gestión de lo común: “sube la tapa del váter cuando vayas a hacer pis; limpia lo que ensucies, ordena tu habitación…”. La educación maternal, que reproduce la humanidad desde que la especie es especie humana, ha sido siempre una educación en lo común que más tarde se desarrollará en múltiples iniciativas.

Es sorprendente que la filosofía política solamente haya contemplado la dicotomía entre espacios y políticas privados y públicos. En parte, el fracaso de la socialdemocracia hay que entenderlo desde esta limitación teórica. En la medida en que han aceptado que únicamente están las opciones del mercado para lo privado y la política gubernamental para los bienes públicos, han dejado fuera de foco todo el gran espacio de lo común. La socialdemocracia, que se proclama heredera de los grandes movimientos obreros del siglo XIX y de la primera mitad del siglo XX ha olvidado que los movimientos obreros nacieron como empresas de lo común. El sindicato, que durante décadas representó la organización de clase, fue una institución que nació como una institución de lo común, incluido su nombre. La historia del movimiento obrero es una historia de constituciones de comunes. Cooperativas, economatos, clases de adultos y universidades populares, cajas de resistencia, grupos de teatro,… Las asociaciones obreras de la historia mantuvieron su fuerza y su presión contra el capitalismo constituyéndose como organizaciones de resistencia en común.

Hardt y Negri, y Laval y Bardot han planteado recientemente lo común como una alternativa política, y poco a poco se va extendiendo esta idea. Sin embargo, como ha explicado Massimo de Angelis, un economista radical de la universidad de East London, estas iniciativas, e incluso el mismo trabajo de Ostrom, no acaban de calibrar bien el potencial que tiene la noción de los comunes. En las popularizaciones del tema suele aludirse a las alternativas de pequeños grupos o comunidades que se mueven en los márgenes del sistema, como si la alternativa quedase para un futuro muy lejano que creciese al compás de estas iniciativas. Por el contrario, si usamos bien la noción de lo común, veremos que no es un espacio marginal sino, por el contrario la parte mayoritaria de la historia de la humanidad.

En lo que se tiende a confundir Ostrom (y con ella mucha más gente) es en creer que hay algo esencial en ciertos recursos que los convierte en comunes. En realidad, el que algo sea común es el resultado de un proceso instituyente de puesta en común: bienes privados y públicos pueden ser convertidos en comunes mediante procesos de constitución comunera que instauran sistemas de producción y reproducción común. Cada vez que en la enseñanza, en la sanidad y en otros ámbitos de lo público se crean iniciativas de apropiación común, mediante la institución de nuevas formas de gestión y autogestión, se establecen nuevos territorios comunes. De Angelis, que ha recorrido el mundo estudiando estos fenómenos señala como ejemplo las reacciones del pueblo griego después del castigo que le infligió la Comunidad Europea. Los terribles recortes en políticas públicas dieron nacimiento a innumerables iniciativas de clínicas cooperativas, comedores, y otras varias formas de sostener la vida bajo las condiciones de escasez a las que habían sido condenados los ciudadanos. Se ha comprobado en la teoría y en la práctica que tras las catástrofes, guerras y grandes desgracias surgen inmediatamente instituciones de lo común. Es la reacción natural de la humanidad para la supervivencia.

En los años cincuenta y sesenta del siglo pasado se desarrollaron horizontes políticos críticos que trataban de diferenciarse de las políticas autoritarias y estatistas de los partidos comunistas, así como de las políticas socialdemócratas basadas en la división del trabajo entre mercado y políticas públicas. Fueron las alternativas autogestionarias, que propugnaban formas de gestión de la vida económica y social en todos sus niveles a través de modos de acción que ahora entendemos muy bien desde la idea de los comunes.

Es paradójico el hecho de que, si lo miramos desapasionadamente, el propio mercado —o los mercados, como suele decirse en la prensa— solamente pueden existir mediante formas de comunes. Un mercado desrregulado corroe con rapidez la base fundamental de los intercambios comerciales, que no es otra que la confianza, un bien que siempre nos recuerdan las organizaciones empresariales, que son las primeras en socavar continuamente a través de los procedimientos de destrucción masiva que ha articulado la nueva economía financiera, del beneficio a toda costa y del offshoring sistemático.

Tendemos a pensar que lo mayoritario es la lógica del mercado y lo marginal la lógica del don. Pero la historia de la humanidad nos muestra que la regla ha sido lo contrario. La mayor acusación que puede hacerse al capitalismo la hicieron Marx y Engels al detectar su lógica suicida que socava todo lo que lo hace posible. Comenzó con un vallamiento (enclosure) de los comunes y ha continuando expropiando y depredando todo aquello que funciona por la lógica de lo común a través de la mercantilización arrolladora de todas las dimensiones de la vida. Lo último ha sido la atención conjunta y la conversación, que eran los recursos de reproducción humana de la familia y la amistad. Los gadgets de la economía de la atención depredan todo aquello que nos reproduce como el cariño, la ironía y todas las formas de reducción de conflictos mediante microinstituciones de lo común. Por ello mismo, las formas más promisorias de un horizonte anticapitalista no vendrán de enormes medidas de conversión de lo privado en público y gubernamental, por más que haya que seguir defendiendo las políticas públicas, sino por una constitución común de lo público y lo privado, por una conversión del ciudadano pasivo en comunero, como le enseñó su madre de niño.

domingo, 17 de noviembre de 2019

Para una crítica de la sociedad digital



Este esbozo de un seminario o curso corto sobre algunos problemas perentorios que presenta la sociedad digital está dividido en cuatro partes: en la primera se relata descriptivamente la historia de los cambios más recientes en la tecnología de internet. En el segundo, se plantean los principales problemas que afectan al desarrollo personal. En el tercero, se esbozan algunos de los efectos más nocivos que se están produciendo en el espacio social. En el cuarto, se amplían estos efectos a la escala planetaria. El objetivo es presentar críticamente los aspectos más oscuros y negativos que demandan una respuesta colectiva y reformas legales profundas.

1.      Algunos cambios en internet del siglo XXI


La aparición de la red mundial de comunicación e información ha transformado el globo en formas mucho más drásticas que las de cualquier otra revolución tecnológica. No podemos entrar en la historia de internet y la W.W.W. pero señalaremos de forma resumida algunos de los cambios más recientes que definen las dos décadas del siglo XXI. Se definen por algunos rasgos como son la cantidad de usuarios, la densidad de las relaciones, la velocidad de la interacción y la aparición de tecnologías informacionales capaces de aproximarse a la intelección completa del lenguaje natural. Estos cambios están produciendo nuevas preocupaciones de orden ético junto a otras de orden psicológico y sociológico.

En las últimas décadas del siglo XX, las redes informáticas estaban basadas fundamentalmente en la conexión entre ordenadores o computadoras a través de un medio electrónico como el cable y, en casos locales, la fibra óptica. En el siglo XXI se extendieron las tecnologías sin cable, que dieron lugar a la proliferación de ordenadores portátiles, tabletas y teléfonos móviles o celulares. Por otra parte, las tecnologías sin cable de banda ancha, lo que conocemos como 3G y 4G, es decir, tercera y cuarta generación de telefonía, transformaron en la segunda década del siglo las comunicaciones e incluso la vida personal, puesto que los artefactos comunicacionales comenzaron a formar parte de todos los instantes de la vida.

Las redes de telefonía 4G y las que se anuncian en los próximos años 5G han supuesto la conexión a la red desde dispositivos diferentes que están interconectados por protocolos que los convierten en compatibles. Estas nuevas tecnologías no solamente aumentan la velocidad de transmisión de datos, sino que están generalizando la red desde un sistema puramente de comunicación a un sistema de interconexión entre todo tipo de objetos que tengan capacidades de procesamiento de información. Es el horizonte que comenzamos a llamar “internet de las cosas”, donde ya no se trata solamente de telefonía o navegación, sino de control múltiple de todo tipo de dispositivos. Por ejemplo, todas las nuevas formas de comercio online, no podrían llevarse a cabo sin una interconexión entre las formas de transporte. Plataformas como Amazon, Uber, Globo y otras tantas están cambiando de un modo radical la economía.

En lo que respecta a las tecnologías de conexión, en el siglo XXI hemos vivido los cambios que han supuesto los estadios que son conocidos como Web 1.0, 2.0 y 3.0. En cada uno de ellos se han producido numerosas transformaciones con un creciente impacto en todos los órdenes de la vida desde lo personal a lo social, lo económico y la estructura geopolítica del globo. Los primeros estadios que nombramos como 1.0 y 2.0 significaron un paso desde un uso puramente pasivo y receptivo de la red, donde el usuario era básicamente un consumidor de comunicación e información a un uso activo por parte de los usuarios. La red 2.0 se caracterizó por los fenómenos de los blogs, la cooperación masiva que llamamos “wiki”, y la extensión de navegadores que se convertían en plataformas para que los usuarios creasen y divulgasen contenidos. Fue en esta época a comienzos de siglo cuando comenzaron a extenderse las redes sociales como grandes espacios para la creación y difusión de ideas e imágenes, es decir, contenidos, creados por los usuarios.

En la tercera fase, que denominamos red 3.0, se ha producido una innovación muy importante que llamamos red semántica. Este concepto refiere a la capacidad de los nuevos sistemas de software para ordenar la información en una forma de categorías muy similar al aparato conceptual de los lenguajes y del modo de pensamiento humano. Esta transformación ha tenido consecuencias de mucho impacto sobre nuestras vidas, entre ellas la creciente importancia del procesamiento de grandes cantidades de datos que no podrían ser tratados sin estos sistemas de categorización. También las grandes plataformas que a la vez que son plataformas de comunicación se han convertido en los ejes de la nueva economía dominando el comercio, nuevas formas de empresas post-industriales, y posiblemente pronto también la banca y la economía financiera.

Los problemas éticos y las preocupaciones morales, jurídicas y políticas que generan estos cambios son muchos y de naturaleza muy compleja. Los vamos a clasificar en tres grandes categorías: los que tienen que ver con la vida personal, como son los cambios que se producen en nuestra relación con el mundo y con otros, incluyendo los problemas de privacidad que presenta internet 3.0; en segundo lugar las transformaciones que se han dado en el espacio social, sobre todo las derivadas de la importancia creciente de las redes sociales en nuestras vidas y, en tercer lugar, los problemas que generan estas nuevas tecnologías a escala global, incluyendo los problemas ecológicos, los políticos y los económicos.

Antes de abordarlos, conviene que nos planteemos la nueva forma de desigualdad que ha creado la creciente importancia de internet. Se trata de la fractura o brecha social entre quienes pueden y quienes no pueden acceder a internet o hacerlo en unas condiciones suficientes para hacer uso de sus recursos. Poco a poco, la mayoría de las facetas de nuestra vida presuponen ya un acceso rápido a la red para múltiples objetivos muchos de ellos necesarios en la vida cotidiana,  pero está generalizada aún una injusta exclusión del tal acceso, algo que se produce por razones económicas, culturales o geográficas, dado que la red no alcanza aún a todos los territorios. Afecta a una parte muy importante de la población y ello genera otras formas de exclusión cultural, social, económica y política.

2.      La identidad en las redes sociales


En este apartado se esbozan algunos de los problemas más acuciantes que plantea internet en el terreno de la vida personal. Los cambios descritos anteriormente afectan a todas las dimensiones de la persona, desde lo psicológico a lo social, desde la construcción de la identidad a la presentación y aparición e los espacios públicos. Aunque las preocupaciones por el impacto de las redes están presentes en todas las escalas de la organización social: familia, educación y en general instituciones del estado, es necesario desarrollar una reflexión colectiva desde todos los sectores implicados para establecer un examen crítico y normativo sobre las prácticas en la red.

En las últimas décadas del siglo pasado la filosofía se ocupó de internet sobre todo por la distancia que se observaba entre la vida virtual en la red y la vida orgánica en los espacios familiares y sociales. Varios filósofos trataron de llamar la atención sobre la “virtualización” o alejamiento de la realidad que suponía la vida en la red. Las dos últimas décadas, sin embargo, nos han mostrado que la red se ha convertido en una parte muy sustancial de nuestra vida real pues afecta ya a todas las dimensiones de la persona.

El hecho de que la red haya mutado hacia un sistema de creación de contenidos en la forma de mensajes, textos, imágenes y relaciones ha convertido a internet en un espacio poderoso en el que se construyen, presentan, gestionan y negocian tanto las identidades personales como las colectivas. Durante un tiempo fue se extendieron las prácticas de desarrollar en la red identidades fingidas a través de diversos dispositivos o por el uso habitual de apodos. Este uso dio mucha libertad a la expresión produciendo consecuencias ambivalentes para los usuarios, quienes a veces, sin la contención de las restricciones que da el cara a cara, comenzaron a desarrollar formas de conversación polarizadas e irritadas, aunque también contribuyó a ampliar la imaginación personal y a construir instrumentos nuevos de identidad.

Uno de los aspectos que comenzó a mostrarse como peligroso es la llamada “inmortalidad en la red”, es decir, el hecho de que los navegadores y redes sociales guarden una memoria imposible de borrar, de forma que las trayectorias pasadas de intervenciones en la red crean  a lo largo de los años  una suerte de identidad de red irreversible que a la vez que puede ayudar también crea estigmas difíciles de resolver. Para muchas personas que varían sus trayectorias en la vida, la memoria del pasado les persigue de un modo nuevo que sociedades anteriores no tenían debido a que un cambio de población o el olvido cancelaban los errores del pasado.

Mucho más problemático es el hecho de que la red esté siendo dominada por empresas y plataformas que han contribuido a crear lo que se llama “economía de la atención”, en donde el tiempo de atención a los diversos dispositivos, redes y páginas se convierte en una de las fuentes más importantes de beneficios. Las consecuencias psicológicas y sociales son muy graves: desaparecen poco a poco las prácticas de conversación con la familia y las amistades, sustituidas por mensajes o simplemente por la distracción hacia las mil pantallas que nos rodean; la educación compite con la atracción de la red y, en general nuestras relaciones sociales se resienten.

Un tercer efecto notorio es la economía moral y de los afectos que provocan las redes sociales, en las que la popularidad en la forma de tiempos de atención o visita de las propias producciones se convierte en una fuente acrítica de reconocimiento social, independiente de los valores cognitivos, morales o estéticos de los contenidos que se aportan a la red. La propia noción de amistad se transforma por el hecho de que se crean sucedáneos de ella en la forma de los “amigos” que crean los programas de las redes sociales.

La fragilidad y vulnerabilidad en la red es una consecuencia también nueva y socialmente preocupante. Las nuevas formas de ciberacoso, cibercrimen y cibervigilancia afectan principalmente a los menores y constituyen muchas veces una fuente de problemas psicológicos de primer orden en los años escolares.

Por último, y quizás más importante, está el problema de la pérdida de privacidad y la transformación radical que está sufriendo la intimidad. Las plataformas se están convirtiendo en una fuente de extracción de datos personales que son utilizados de múltiples formas y maneras en un grado insólito que parece acercarnos a algunas distopías como la novela de 1984. La pérdida de privacidad no está causada solamente por la intervención directa de los usuarios en la red mediante la producción de contenidos, sino de que las tecnologías contemporáneas permiten el cruce de múltiples fuentes de datos con el objeto de crear perfiles muy informativos de grupos y usuarios. Estos datos obtenidos de las vidas privadas de mucha gente se convierten en mercancía de las muchas empresas especializadas en el uso comercial, ideológico o político de los perfiles de usuario. Esta vigilancia continua difumina las fronteras que hasta ahora existía entre la vida privada y la intimidad y la vida pública en el trabajo o en otros aspectos sociales.

3.      La sociedad en la era de los datos


En este apartado se consideran algunos cambios sociales producidos por la extensión de internet que generan problemas de orden ético y político muy característicos de nuestra época. Tienen que ver con la dirección que ha tomado el desarrollo de la red en las tres últimas décadas, una trayectoria que se puede resumir en un creciente dominio de los intereses económicos de empresas y de los intereses estratégicos de los estados. En sus comienzos, internet fue saludado por numerosos usuarios y estudiosos (por ejemplo, el sociólogo Manuel Castell) como una oportunidad para una sociedad más abierta, participativa y democrática, gracias a la neutralidad de la red respecto a los contenidos y la creciente densidad de las conexiones entre personas y grupos.

La aparición de la red semántica y el desarrollo de nuevas tecnologías de clasificación de datos digitalizados ha creado un nuevo espacio de posibilidades de aprovechamiento de información. En el siglo XX aparecieron o se expandieron varias plataformas especializadas en la búsqueda de información, el comercio online, las redes sociales, las fotografías, vídeos o música, que generaron una enorme cantidad de datos de los usuarios dando paso a una nueva forma de la red dirigida por la explotación de los datos, lo que antes se llamaba “minería de datos” y ahora conocemos como “big data”.

La explotación de los datos ha producido cambios sustanciales en la economía, por cuanto numerosas empresas han comenzado a depender de las grandes plataformas para la difusión y comercialización de sus productos y para la obtención de datos de potenciales clientes. Una de las aplicaciones más importante del uso de las grandes bases de datos es la creación de perfiles selectivos de usuarios, denominado en inglés “microtargeting”, que hace que al usuario le lleguen mensajes personalizados de orden comercial y, crecientemente también de orden político e ideológico.

Hay numerosos problemas éticos y políticos que nacen de este nuevo estadio de la sociedad de la información, pero el más importante de todos es que estas enormes plataformas han adquirido un poder que sobrepasa al de los estados y sus prácticas y actividades parecen situarse cada vez más en un territorio donde no alcanzan las normas éticas ni legales que imperan en las sociedades democráticas.

Un segundo problema relacionado con el anterior, y también facilitado por la red semántica, es que las redes sociales están teniendo efectos muy importantes sociológicos en la convivencia ideológica y política de las sociedades. Debido a las técnicas de atracción de la atención que son variadas, como la restricción de la longitud de los mensajes, o los algoritmos que dan prelación a los mensajes de gente afín al usuario, se están produciendo fenómenos de polarización en las poblaciones donde había anteriormente conflictos de baja intensidad.

Las redes sociales explotan a través de esas técnicas las emociones y reacciones más inmediatas de los usuarios, de forma que contribuyen a que la esfera pública ampliada que había sido la red en los primeros años se esté convirtiendo ahora en un escenario de exaltación y baja capacidad de razonamiento y deliberación. Se han dado diversos nombres a estos efectos de las redes como las cámaras eco, llamadas así porque generan efectos de réplica de un mensaje corto y poco razonado entre grandes masas de usuarios, o las burbujas de filtro, que hacen que la información que reciben los usuarios de las redes sea muy selectiva, homogénea y poco atenta a la diversidad de opiniones. Estas consecuencias están produciendo una rápida degradación de las democracias, que tienden a respaldar políticas autoritarias e idearios simplificados.

Otro fenómeno, de nuevo subproducto de la tecnología de selección por algoritmos semánticos, es el aumento inusitado de técnicas de desinformación empleadas tácticamente con intenciones ideológicas. Se conoce como el fenómeno de la posverdad y ha generado la difusión epidémica de noticias falsas o “fake news” y otras modalidades de producción de adhesión ideológica. El problema de estas técnicas es que va acompañado de una degradación en la transparencia de las noticias, de forma que cada vez es más difícil trazar las fuentes su fiabilidad y los datos reales que respaldan o falsan las noticias.

Las posibilidades que crean las técnicas de microtargeting o perfiles selectivos están siendo cada vez más oscuras, como han demostrado varios procesos políticos recientes a lo largo y ancho del globo. Aparecen empresas especializadas en el uso de datos obtenidos gracias a la falta de control legal para influir de forma muchas veces subrepticia sobre los ciudadanos. O las llamadas “granjas de trolls”, que son sistemas de inteligencia artificial que crean usuarios fantasmas en las redes y contribuyen a dispersar la desinformación por amplias capas de la población.

Los estados democráticos, las instituciones supranacionales y las organizaciones no gubernamentales ven con creciente aprensión la presión que están produciendo estas nuevas técnicas sobre las sociedades y la degradación de la vida democrática que están causando. Se imponen medidas que van desde la educación en el uso de las redes desde los niveles más primarios, a la legislación nacional e internacional para contener el uso ilícito de las técnicas de información masiva para propósitos autoritarios.


4.      La globalización en la era de internet 3.0


Llamamos globalización a un conjunto de procesos interrelacionados que comenzaron a ser visibles después de la Segunda Guerra Mundial pero que transformaron la economía, la política y la cultura en la transición de siglos. Algunos de estos procesos son, por ejemplo, la estandarización del transporte marino y terrestre mediante el uso de contenedores, que ha contribuido a lo que llamamos deslocalización de las empresas de producción, que emigran de sus países tradicionales a otros donde los salarios son más bajos y las restricciones legales menos exigentes. Otros fenómenos ha sido la desregulación de la circulación de bienes, capitales y servicios, entre ellos la educación, que ha generado un mundo comercial, financiera y culturalmente interdependiente.

Estos procesos de interrelación de estados, sociedades y culturas ha generado beneficios pero también nuevas formas de desigualdad y de destrucción de los tejidos sociales basados en los mercados más tradicionales. La implantación mundial de la interconexión de internet con todos sus instrumentos ha dado lugar a un nuevo estadio en la globalización donde el dominio de los múltiples dispositivos que permite el tratamiento masivo de los datos y la información han creado nuevos escenarios caracterizados por una creciente tensión entre grandes superpotencias por el control de la tecnología, los materiales y los mercados asociados a la sociedad digital.

Todos estos fenómenos generan muchos problemas muy diversos y complejos, pero algunos de ellos son de especial preocupación. El primero es la aparición de un nuevo colonialismo, enmascarado con diversos métodos y dirigido al control de los materiales estratégicos de los que dependen los dispositivos y artefactos de la sociedad de la información, como por ejemplo el litio, central para las baterías, que solamente se encuentra en ocho países, o el cobalto, el coltán o las tierras raras que se emplean en diversos momentos de la producción de artefactos.

Nos encontramos así ante un escenario muy similar al de la Guerra Fría ahora ya desposeído de ideología y ordenado al control geoestratégico del planeta. Numerosos conflictos bélicos, cambios ilegales de gobiernos y, en general, tensiones nuevas dentro de muchos países, están relacionados con este trasfondo muy material y materialista de la información.

Un problema cada vez más preocupante consecuencia de la universalización de la red es su poco visible impacto medioambiental. El almacenamiento de inmensas cantidades de datos en lo que se llama impropiamente "nube",  así como el continuo uso de dispositivos como los móviles y tablets en todos los momentos del día genera un gasto energético de proporciones enormes que contribuyen al cambio climático que afecta de forma ya irreversible al Planeta y que tendrá consecuencias nefastas para la diversidad biológica, la economía y la sociedad.

Aunque hay numerosos problemas que definen un horizonte oscuro en la otra cara de la sociedad de la información, no podemos dejar de citar las amenazas a la paz mundial que generan las tensiones de la geoestrategia de las potencias por todo el planeta. Nuevas modalidades de armamento como son las formas de ciberguerra o las armas llamadas “inteligentes” están creando una nueva carrera armamentística entre las grandes potencias que no solamente es peligrosa, sino que influye de forma negativa sobre las democracias cada vez más debilitadas.

De nuevo se hace necesaria una nueva conciencia moral sobre las amenazas que nacen de los usos no controlados por las leyes democráticas y la ética de la sociedad de la información y de sus efectos sobre la economía, la política y el medio ambiente.

domingo, 3 de noviembre de 2019

Para una crítica de los imaginarios





El mecanismo más usual que opera en los contextos interpersonales es la mediación de la imaginación como producción de distancia y dominación epistémica o, en la dirección contraria, de resistencia. Tanto Miranda Fricker (Injusticia epistémica) como José Medina (Epistemologías de la resistencia) lo consideran el mecanismo fundamental por el que se instituye la violencia y discriminación cotidianas. Aunque la imaginación es una de las facultades esenciales de la mente humana –permite la trascendencia del sí mismo y la apertura al mundo y a los otros– no es una potencia formal que se dé en el vacío. Por el contrario, la imaginación está reciamente estructurada en imaginarios sociales que la enmarcan y guían, por lo que es necesario detenerse en este concepto nacido de varias fuentes filosóficas, sociológicas y psicológicas para entender cómo pueden producirse sus efectos dañinos.

Los imaginarios son estructuras básicas de la dimensión cultural de la sociedad. Son los modos en que se da sentido al lugar propio, personal y colectivo, en la sociedad. Tienen una dimensión compleja teórico-práctica y cognitivo-afectiva y trascienden a las ideologías, entendidas éstas como sistemas más o menos coherentes de acción e interpretación. Los imaginarios son, en este sentido, estructuras complejas en las que se producen los antagonismos ideológicos. El término “imaginario” comenzó a ser usado por Sartre (1940) para significar las producciones de la imaginación. Es el resultado de la espontaneidad agente y constituye un espacio que puede ser ficticio, como cuando se ve una cara en las nubes o el futuro en los posos de café. Por la misma época, Lacan (1949) considera el imaginario como constituyente de la fase espejo en el desarrollo del niño, es el modo en que construye su identidad corporal como un sistema orgánico separado. Más tarde, Lacan lo incorporará como una de las tres instancias básicas: lo real, lo simbólico y lo imaginario, desbordando el marco totalizador que tuvo en sus comienzos. Este doble aspecto de algo constituido (Sartre) y algo constituyente (Lacan) se mantendrá en los futuros usos del término, aunque poco a poco adquiera una dimensión explicativa más amplia que la del desenvolvimiento de la conciencia personal.

Cornelius Castoriadis (1975) es sin la menor duda quien eleva el término y el concepto de imaginario a un estatus explicativo de la sociedad en su conjunto a través de su desarrollo histórico. Su pretensión es convertir el imaginario en una fuerza instituyente de lo social:

Lo imaginario no proviene de la imagen en el espejo o en la mirada del otro. Mas bien el “espejo” mismo y su posibilidad, y el otro como espejo, son producto del imaginario, que es una creación ex nihilo. Quienes hablan de “imaginario” entendiendo por ello lo “especular”, el reflejo o lo “ficticio” no hacen más que repetir, la mayoría de las veces sin saberlo, la afirmación que les ha encadenado por siempre al subsuelo de la famosa caverna: el imaginario del que yo hablo no es la imagen de. Es la creación incesante y esencialmente indeterminada (social-histórica y psíquica) de figuras/formas/imágenes, a partir de las cuales solamente puede haber una cuestión de “algo”. Lo que llamamos “realidad” y “racionalidad” son sus obras” (La institución imaginaria de la sociedad).

Su objetivo cuando redactó el libro era superar la base funcionalista y ahistórica en la que se había instalado el marxismo. Castoriadis acusa al marxismo de socio-centrismo, a saber, la distorsión cognitiva por la que un análisis particular de una forma de sociedad se traduce en una forma de explicación de la historia en su conjunto, al modo del que se habla de “etnocentrismo” en la teoría postcolonial. El análisis de clase que desarrolla Marx, sostiene Castoriadis, es iluminador de muchos aspectos de la sociedad capitalista, pero si queremos explicar la transformación histórica, hay que sumergirse en una suerte de paradoja que Castoriadis denomina “paradoja de la historia”: toda explicación de la historia es ella misma un evento histórico y contingente. El segundo reproche al marxismo es haber olvidado el elemento simbólico que acompaña a toda institución de la sociedad. Se debe, afirma, a que el marxismo clásico opera como una suerte de funcionalismo que relaciona de modo directo cada institución social con una función necesaria para dicha sociedad sin ningún tipo de mediación. Sin embargo, la acción social opera habitualmente a través de componentes simbólicos sin los cuales no podría existir ninguna institución. Castoriadis acude al ejemplo de los rituales, y en este sentido se aproxima mucho a los desarrollos que harían de ellos los estudios culturales de Birmingham o la más actual sociología de la cultura. Los rituales, sean los clásicos que constituyen puntos nodales en el desarrollo de las identidades, sean los micro-rituales de la vida cotidiana como, por ejemplo, el saludo, reproducen la sociedad mediante acciones que tienen un poder causal oblicuo, no funcionalmente directo: saludamos para reestablecer los lazos afectivos, pero la forma del saludo no está conectada directamente a su función. Los rituales actúan simbólicamente. El elemento simbólico, establece Castoriadis, no puede ser separado del imaginario. El imaginario es, entonces, lo que instituye la sociedad a través de esta dimensión simbólica. En este sentido, el imaginario para Castoriadis es algo muy similar a la concepción antropológica de la cultura como un medio de reproducción de la sociedad.

El problema que plantea la teoría de Castoriadis no es de incorrección, sino de generalidad. La teoría de Castoriadis  sustituye las explicaciones de Marx del modo de producción capitalista o la base metafísica de Heidegger por una fuerza que instituye lo real y lo racional. Bajo este enorme paraguas, ¿cómo es posible la crítica y el uso del término en contextos de opresión social como modo de reproducción de la injusticia? Castoriadis hace descansar el desarrollo histórico en la creatividad, pero la creatividad misma está atravesada por diferencias morales y políticas, pues también hay creatividad en la opresión y en la “destrucción creativa” que genera el capitalismo, tal como lo describían Sombart y Schumpeter. Tiene razón Castoriadis, pero tiene demasiada razón. Su teoría del imaginario se aproxima, no contingentemente, a la explicación antropológica de cómo la sociedad surge del orden que imponen las convenciones culturales sobre la pura asociación animal. Pero esta explicación tan general nos servirá de poco cuando necesitemos distinguir lo racional y lo irracional, lo verdadero y lo falso, las virtudes y los vicios epistémicos, la degradación cognitiva que produce la injusticia social. El imaginario de Castoriadis necesitaría encontrarse con el poder normativo del concepto de hegemonía que sí fue desarrollado en el marco del marxismo crítico de Gramsci y sus seguidores tardíos de Birmingham (Raymond Williams, E. P. Thompson, Stuart Hall).

Charles Taylor ha convertido también el término “imaginario social” en un referente:

 Lo que estoy intentando alcanzar con este término es algo mucho más amplio y profundo que los esquemas intelectuales que mantiene la gente cuando piensa sobre su realidad social de una forma distante. Estoy pensando más bien en los modos en que imagina su existencia social, en cómo se adaptan unos con otros, en cómo discurren las cosas entre ellos y sus compañeros, en las expectativas que se tienen normalmente y en las más profundas nociones normativas e imágenes que subyacen a esas normativas. (Una edad secular).

Taylor da seguidamente tres razones de su preferencia del término “imaginario social” más que “teoría social” (o si se quiere, ideología). La primera es que él se refiere al “modo en que la gente ordinaria “imagina” su contexto social, algo que no siempre es expresado en términos teóricos” sino que está vehiculado por imágenes, leyendas o relatos; la segunda es que la teoría o ideología es en ocasiones “algo que posee una minoría” mientras que los imaginarios son compartidos por grandes grupos o por toda la sociedad; la tercera es que los imaginarios son parte de cómo se hacen posible las prácticas comunes, lo que implica también un sentido compartido de la legitimidad. De esta forma, Taylor aproxima la noción de imaginario a las formas de vida de Wittgenstein. A diferencia del papel únicamente constituyente del imaginario de Castoriadis, el imaginario social de Taylor es él mismo un subproducto de las derivas sociales. Adquiere la compacidad de una mediación en el sentido hegeliano: algo que hace posible a la vez la cultura y la sociedad.

La modernidad, como producción civilizatoria de los procesos de modernización, se sostiene sobre las columnas que le proporcionan ciertas líneas de los imaginarios que, según Taylor, se expresarían en fenómenos como la desubicación respecto a todos los referentes geográficos, comunitarios y normativos, en la progresiva autonomía de la economía, que sustituye a cualesquiera otras formas de agencia; en la tensión permanente entre lo público y lo privado; en los procesos de secularización de las expectativas sobre el destino. Esta caracterización de los imaginarios sociales de Charles Taylor no es alternativa a las ideologías, sino que las incluye y se superpone a ellas constituyendo un suelo común en el que nacen los significados mediante los que las personas dan sentido a la sociedad en la que viven. En este sentido, los imaginarios son territorios de conflicto y de tensiones de poder que atraviesan las subjetividades, las prácticas y las instituciones de todo orden de una sociedad.  El aspecto más relevante de concepto es sin embargo que permite dar cuenta de un modo efectivo del fenómeno de la hegemonía que Gramsci consideró como la explicación básica de cómo se reproduce la opresión social sin necesidad de una dominación abierta que tenga el carácter de imposición violenta. Por el contrario, la hegemonía es lo que caracteriza que en cada época el sentido común dominante sea el sentido común de la clase dominante. Es en las líneas estratégicas que articulan los imaginarios donde se realiza la producción de sentido bajo la tensión antagónica de la hegemonía y contrahegemonía.

Los imaginarios, como en apariencia su nombre podría sugerir, parecerían estructuras ajenas a lo epistémico, en el sentido de que la dicotomía entre verdad/ficción o conocimiento/creencia no les afectaría porque incluirían todo o estarían más allá de tales dicotomías. Sin embargo, sería malinterpretar su carácter y funcionamiento. Operan como producciones de representaciones, pero también como sistemas de reconocimiento en las prácticas y como base común sobre la que se articulan las ontologías. En este sentido, están presentes tanto en la construcción y aplicación de conceptos como de relatos, así como en los elementos no conceptuales de las prácticas y habilidades. Por ejemplo, el individualismo que impregna tantas áreas de la cultura contemporánea, desde la autonomización de la economía a tantos hilos de la explicación filosófica, es un componente del imaginario que estructura interpretaciones complejas tanto en filosofía como en ciencias sociales. Así, como una consecuencia de este imaginario estructurante, es muy difícil dar cabida a algo que no quepa en la dicotomía privado/público sobre la que se articulan buena parte de las disputas ideológicas, como si las zonas de lo común y las formas de relación en segunda persona quedasen sin posibilidad de ingresar en las controversias. Es esta propiedad estructurante la que convierte a los imaginarios en la mediación cultural entre la posición social y la posición epistémicas y por ello en el mecanismo más poderoso de producción de injusticia epistémica.

Owen Jones describe esta escena en Chavs. La demonización de la clase obrera:

Es una experiencia que todos hemos tenido. Estás entre un grupo de amigos o conocidos cuando de repente alguien dice algo que te choca: un comentario aparte o una observación frívola y de mal gusto. Pero lo más inquietante no es el comentario en sí, sino el hecho de que nadie parece sorprenderse lo más mínimo. Miras en vano a tu alrededor, buscando aunque sea una pizca de preocupación o muestras de bochorno. Yo experimenté uno de esos momentos en la cena de un amigo, en una zona burguesa al este de Londres, una noche de invierno. Estaban cortando cuidadosamente la tarta de queso y la conversación había derivado hacia el tema de moda, la crisis del crédito. De pronto, uno de los anfitriones intentó animar la velada con un chiste desenfadado. Qué lástima que cierre Woolworth’s. ¿Dónde van a comprar todos los chavs sus regalos navideños? Ahora bien, él nunca se consideraría un intolerante, ni ningún otro de los presentes, porque, al fin y al cabo, todos eran profesionales cultos y de mente abierta. Sentadas a la mesa había personas de más de un grupo étnico. La división por sexos era del 50%, y no todo el mundo era hetero. Todos se hubieran situado políticamente en algún lugar a la izquierda del centro. Se habrían enfadado al ser tachados de elitistas. Si un extraño hubiera ido esa noche y se hubiera avergonzado a sí mismo empleando una palabra como «paki» o «maricón», lo habrían expulsado rápidamente del apartamento.

El texto de Owen Jones describe los resultados de un largo proceso de construcción denigratoria de la clase obrera inglesa a través de la formación de imaginarios. Por ejemplo, relata esta descripción hecha por un empresario de fitness, quien había sido acusado de usar el término “chavs” animando a la violencia en una de las ofertas de ejercicios de lucha de su empresa. En su defensa utiliza esta descripción: “Suelen vivir en Inglaterra pero probablemente pronuncian «Inlaterra». Les cuesta expresarse y tienen poca capacidad para escribir sin faltas. Adoran sus pitbulls y sus navajas, y te «pincharán» alegremente si les rozas accidentalmente al pasar o no les gusta cómo les miras. Suelen procrear a la edad de quince años y pasan casi todo el día tratando de conseguir «maría» o cualquier «trapo» que puedan trincar con sus sudorosas manos adolescentes. Si no están internados a los veintiuno, se les considera bastiones de la comunidad o se ganan «mucho respeto» por tener suerte.  No es tanto el uso o no del término “chav” como el imaginario que permite hacer unos chistes u otros y observar bajo cierta luz a grupos enteros. En el caso español, son significativos términos similares que están cargados igualmente de imaginarios. Así, por ejemplo, Wikipedia explica de esta forma el término “cani”: “Tipo de personaje urbano que se da (o daba) en España, durante los años 90 y 2000, y que generó toda una subcultura alternativa. Se caracterizaba por su comportamiento superficial, con muy baja educación y cultura, con una elevada agresividad y con tendencia a cometer delitos o provocar enfrentamientos, y su manera de vestir, casi siempre ataviado con pantalones de chándal, gorra y adornos de oro.” Lo mismo ocurre con el término “choni” usado habitualmente en las redes para referirse a las chicas de barrio. Es un término profundamente estigmatizante y vejatorio. El punto es que la calificación de “choni” a una niña o adolescente por parte de un grupo en un contexto como el de las escuelas o centros de secundaria, no solamente es insultante, sino que reproduce una suerte de imaginario sobre las formas de vida de las clases trabajadoras y genera un desprecio persistente que tiene efectos discriminantes en los momentos más críticos de la formación de las identidades de esas niñas, como mujeres y como parte de las clases subordinadas.

Los imaginarios son, para concluir, el medio en el que se gesta la opresión y la discriminación. Son productores y productos de ideología, son  lugares donde se gesta la legitimación de la violencia (la violencia contra mujeres y gays se sostiene directamente sobre los imaginarios patriarcales que comienzan a impregnar a los varones desde la niñez. Son una mediación fundamental en nuestra arquitectura social. Por ello son la trinchera infinita que establece el frente cultural. Es en los imaginarios donde se gesta la hegemonía y la resistencia. Sin una crítica de los imaginarios no hay posibilidad de contrahegemonía.  Detectar cómo se crean continuamente nuevos imaginarios es una de las tareas más perentorias para la filosofía que no se resigna a ser forense de textos muertos.


La ilustración es un cuadro de Paul Rebeyrolle