domingo, 30 de junio de 2013

Estados de necesidad


Me ha intrigado mucho últimamente la invasión literaria y mediática de obras post-apocalípticas, en particular del género zombi. Confieso que soy un adicto y que no me importa confesarlo. Nunca he pensado que el disfrute de las obras de alta cultura implique el ayuno de obras de la cultura de masas. Hay varias razones que me llevan al convencimiento de que pertenecen a un modo muy contemporáneo de repensar el Argumento del Estado de Naturaleza que constituyó la gran narrativa del estado burgués del XIX y de una buena parte de la filosofía política contemporánea. Carlos Thiebaut me acaba de recordar la magistral interpretación que hace Rawls de Hobbes de este argumento. En la interpretación rawlsiana, Hobbes nos estaría diciendo algo así como lo siguiente: imaginen que los actuales lazos institucionales se pierden; imaginen que  ya no hay instituciones que ordenen nuestra vida, ¿qué ocurriría? La respuesta de Hobbes es, sostiene Rawls, una inferencia desde lo que sería su particular visión de la naturaleza humana. En tal caso, se instauraría un estado de "miedo continuo" (ésta es la expresión de Hobbes) que, a su vez, originaría un estado de violencia y guerra permanente. El viejo Hobbes pensaba que la violencia surge del miedo. Chico listo. Cuando se destruyen nuestros lazos, reina el miedo y su hija, la violencia.

También he sostenido en varias ocasiones, y no solo en tono de broma, que tal vez el apocalipsis ya ha ocurrido, que la guerra de los zombies ya ha comenzado, pensando en que la condición contemporánea, a diferencia de la condición moderna, parece ser la resignación a una infección invencible que destruye los núcleos inteligentes de nuestra cultura, una epidemia que nos vuelve puros cuerpos sometidos a la pasión del miedo y del odio, a la ruptura de la confianza básica en el mundo y en los otros. Pero también confieso que me encuentro incómodo con este rápido diagnóstico de nuestro estado de  esencial  indignación. Hay algo más y tal vez ese algo tiene que ver con un fallo lógico en el argumento del estado de naturaleza.

Pese a los estadísticos, economistas, y "social-scientists" cinicos, la evidencia empírica es ambigua. Es cierto. Hay estados sumidos en la necesidad donde parece reinar la oscura reina de la violencia y el desprecio sin límites. Pero no siempre, pero no en todas partes. Pero no como regla histórica. El argumento de Hobbes toma una posibilidad como una necesidad.

Es algo sorprendente acerca de la naturaleza humana, algo que fascinó a Spinoza, el que en las zonas límite, más allá de todos los equilibrios (Pareto, Nash, la biblia en verso), cuando todo parece haber acabado, se recrean lazos que renuevan la confianza en el mundo más allá de toda esperanza razonable. Hasta el viejo y cínico Marx quedó sorprendido y fascinado por cómo el pueblo de París, cuando todos sus gobernantes habían huído aterrorizados por la invasión de los zombies teutones que rodeaban la ciudad, se puso en pie y organizó uno de los mas luminosos experimentos sociales de todos los tiempos: mantener una ciudad sitiada y a la vez revolucionarla reordenando completamente sus estructuras institucionales. Don Carlos, tan enemigo de las utopías, tuvo que reconocer que cuando alguien le preguntaba qué podría ser el comunismo tenía que responder: ¡mirad a la Comuna de París!.

Los datos empíricos no refutan sino que corroboran esta circunstancia tan luminosa. Es la catástrofe y la pobreza la que prueba y ha probado continuamente a la humanidad. Y en esos casos la balanza no se ha inclinado de un modo determinista del lado hobbesiano, Éste es el misterio del alma humana. Que en los estados de necesidad se levanta la posibilidad. El no menos viejo Proudhon lo había visto bien en su Filosofía de la miseria, a la que el viejo Marx respondió con su Miseria de la filosofía. No tiene ahora interés repensar quién estaba equivocado, pero sí que hay una lección en todo esto: que en los estados de necesidad no hay ninguna necesidad.  Que lo que nos da la naturaleza humana son posibilidades.


domingo, 23 de junio de 2013

El torno del casticismo


Me fascinan los tornos de los viejos conventos. Recuerdos de un tiempo perdido. Llegábamos el grupo de niños al decrépito convento donde una placa rezaba "Parroquia de Santa María de los Caballeros", justo enfrente de la casa donde había vivido y muerto Miguel de Unamuno, donde hoy se asienta una estatua suya que se eleva sobre terrazas llenas de guiris. Uno decía "Ave María purísima"/"Sin pecado concebida"/hermana, queríamos recortes de hostias". Algún comentario cariñoso, giraba el torno y aparecían los recortes que comíamos entre risas por la calle de Las Úrsulas. Olía a humedad y a madera encerada, a cal y a tiempo. El torno tenía el misterio de una frontera entre mundos y eras.

Después todo fue diferente. Mi ciudad, Salamanca, fue convirtiéndose en el parque temático "Unamuno y alrededores". Se llenó de especialistas y forenses de sus huesos, en un castillo ensimismado que se elevaba en la niebla como el pueblo de "La saga fuga de J.B." de Torrrente Ballester. Se me fue criando una costra antiunamuniana a medida que crecía y crecía la industria unamuno, el culto a sus cartas y a sus cortes, entre ellos el "que inventen ellos" en polémica con Ortega. Otra industria, otra escuela de forenses.

Sabía que algún día tenía que volver sobre mis pasos, regresar al torno y volver a pedir los recortes para sentir de nuevo el sabor de una historia llena de tragedias y telarañas. Me obliga una conferencia que organiza Manuel Silva, ingeniero e historiador de la ingeniería, sobre "Técnica e ingeniería en España: del noventayochismo al desarrollismo". Participo en una mesa redonda sobre la polémica entre Unamuno y Ortega acerca de la europeización de España, más o menos cien años después.

Un viejo positivista como el que escribe tendría que estar contra Unamuno y con Ortega sin ninguna duda, y alinearse con esa multitud de repetidores de la frase al comienzo de un vacuo discurso sobre innovación y desarrollo. Mas lo cierto es que siempre me he sentido muy alejado de esos refritos de frases que consumen quienes necesitan un poco de lenguaje cuando hace ya décadas que dejaron de leer. Hasta ahora, cuando por obligación tengo que volver a donde no quería como Al Pacino quejándose en El Padrino III de que le retraen al lugar del que huía.

Unamuno se puso estupendo con el casticismo, reivindicó (con razón) lo peculiar del europeísmo de Joaquín Costa, que había anunciado la necesidad de una incorporación a Europa sin perder lo peculiar de la cultura española. Ortega, joven viajado y estudiado en Alemania, se sintió legitimado para hacer sangre sobre un discurso ya herido como el del casticismo. Sin embargo, en plena polémica, ocurrió la barbarie: Europa se convirtió en un barrizal de sangre y fuego que duró dos guerras. Unamuno se convirtió en el referente de los aliados. Ortega descubrió que estaba entre dos fuegos, que había confundido Europa con Alemania, que su discurso estaba fuera de campo.

Del torno del casticismo vuelven a salir recortes de hostias. En el horizonte, relámpagos de una tormenta que se cierne sobre una Europa a medio pensar. En la casa que uno habita, los reflejos de una tragedia interminable, la de quienes no encuentran el sentido de su senda. En el escaparate del progresismo, sólo maniquíes desnudos, discursos sin más metafísica que la de un BOE que confunde el mundo con las leyes. Entre el torno y el escaparate. Un lugar donde se te hiela el corazón.


domingo, 16 de junio de 2013

Cuestiones de confianza


Pocos conceptos como "confianza" son tan cotidianos como difíciles de tratar. Quizá "suerte" comparta el mismo sino, pero lo dejaremos para otro día. Aunque la confianza y la desconfianza son los lazos sociales fundamentales todavía no entendemos muy bien cómo funcionan ni cómo dilucidar sus matices y distinciones. Economistas, politólogos y filósofos han dedicado numerosas obras a aclarar el concepto sin que haya mucho acuerdo. La Real Academia, siguiendo su obligación, trata de recoger los usos más extendidos sin entrar en las profundidades filosóficas y así nos explica hasta seis actitudes que se distinguen por el objeto y por la fuerza de la predisposición. Me fijaré solamente en la primera de las acepciones:

Confianza.
(De confiar).
1. f. Esperanza firme que se tiene de alguien o algo.

Si comparamos este acercamiento con el que realiza el Diccionario de Oxford de su término correlativo "trust" encontraremos una diferencia curiosa, también en la primera acepción:

Trust
[mass noun]
·           1. firm belief in the reliability, truth, or ability of someone or something:relations have to be built on trust they have been able to win the trust of the others

La diferencia es notoria y curiosa. En el diccionario español, la confianza es una actitud afectiva que se resuelve en esperanza. En el inglés, una actitud cognitiva, "1. una firme creencia en la fiabilidad, verdad o habilidad de alguien o algo". Las dos entradas señalan sendos aspectos centrales de la confianza: la faceta emocional y la epistémica.

Cabría pensar que la dimensión epistémica es la que prima, y que de hecho es la creencia en la fiabilidad, verdad o habilidad la que despierta la esperanza. Esta es la línea que han seguido desde hace mucho los economistas (ellos saben mejor que nadie la importancia de la confianza en la trama de las relaciones económicas. Cualquier manual de microeconomía lo señala en las primeras páginas). Para los economistas la confianza se asienta en el cálculo de riesgos. El problema es que no les salen las cuentas. Si se confía no se calcula y si se calcula no se confía. No hay peor ofensa para aquellas personas en quienes confiamos que decirles que nos basamos en un cálculo de sus acciones pasadas.

En qué se equivocan y por qué los economistas es algo muy interesante para un filósofo porque nos dice mucho de la metafísica implícita en las ciencias sociales, o al menos en la corriente hegemónica en las ciencias sociales. Veamos: ciertamente, a un economista le confiaríamos nuestros ahorros y dinerillos, pero nunca nuestras vidas ni las vidas de nuestros hijos o de las personas que amamos. Le confiamos nuestras vidas y futuros a los médicos, a los profesores, a los bomberos (tendría que decir también que a las fuerzas de seguridad y militares, cuando ocurre ocasionalmente que están al servicio de todos y no de la clase dominante). Le confiamos nuestra vida, sí, a la gente que amamos y nos ama, y esperamos todo contra toda esperanza.

El error de los economistas es que se han encelado en la tensión entre lo cognitivo y lo emocional, pero la dicotomía fundamental no es ésta. Podemos decir, usando la misma palabra, que confiamos en que el coche no nos deje tirados en la carretera y que confiamos que nuestra pareja recoja a los niños en la guardería y no los deje tirados en la calle. Pero la misma palabra cubre dos actitudes muy diferentes. En el primer caso dependemos de la funcionalidad y fiabilidad de los mecanismos del automóvil. En el segundo caso dependemos de algunas funcionalidades y capacidades, también, pero sobre todo dependemos de la voluntad de la otra persona.

La confianza es un lazo entre voluntades no entre capacidades. En eso es en lo que se equivocan los economistas. La voluntad es la fuerza que nos hace seguir cuando las cosas se ponen feas y dificultosas. Confiamos en las habilidades de la persona de referencia, pero sobre todo confiamos en que su voluntad se impondrá incluso a sus habilidades.

Los griegos (Aristóteles) lo sabían bien cuando valoraban la valentía entre todas las virtudes. La persona valiente no es quien no siente miedo o está ciega ante las circunstancias. La persona valiente es la que impone su voluntad al miedo y al conocimiento (lástima que los griegos llamaran "andreia" a una virtud mucho más femenina de lo que se acepta en el régimen patriarcal). La valentía es la expresión de la agencia humana en un mundo de causas y azares. Cuando confiamos en la otra persona confiamos precisamente en su valentía ante las causas y azares. Nos entregamos, no a sus capacidades, sino a su voluntad. Como el niño que se arroja en brazos de su padre.

 Hay una expresión idiomática inglesa que acierta en esta clave de la confianza: "When the goin gets tough, the tough get going" (que se mal-traduciría por "cuando las cosas se ponen duras los duros se ponen en marcha"). Por el contrario, cuando se pierde la confianza ya sólo queda el miedo y el cálculo. El que ha perdido la confianza en el mundo sólo sabe calcular y vive en un mundo de terror. Quien aún ama sabe que depende de la valentía de los otros y las otras.

No hay otra razón para seguir viviendo que el que otras personas han depositado su confianza en ti y en que cuando las cosas se pongan feas contarán contigo. Como Lord Jim, cuando traicionamos esta confianza ya sólo somos cadáveres vivientes, zombies.








domingo, 9 de junio de 2013

El ágora y el teatro




Estos días en que he tenido abandonado el blog han sido muy intensos en discusiones en varios talleres y seminarios sobre los múltiples aspectos de nuestros puntos ciegos al juzgar a los otros. En uno de estos debates, Andrea Greppi y el que suscribe tuvimos una casi enconada discusión sobre las características de las democracias que queremos. Andrea ha escrito dos estupendos libros sobre el tema, y especialmente el último, La democracia y su contrario, donde reivindica la necesidad de instituciones de mediación, en las que la voluntad a veces incoherente de la gente, o las decisiones, bajo condiciones de extrema complejidad, puedan ser debatidas y re-presentadas. No hay re-presentación, sostiene Andrea sin mediaciones. Primero personales (delegaciones, partidos, expertos) y luego semánticas y teóricas (programas, ideologías, consideraciones técnicas). Desde su punto de vista, la trama socio-política y económica del mundo contemporáneo no permite ya el modelo de ágora, que había sido promovido por Hanna Arendt y sus discípulos más radicales (Lefort, Castoriadis, Rancière) y, más allá, por las corrientes autogestionarias.
El modelo que propone Andrea es el del teatro, donde espectadores que no participan directamente observan el discurrir de la acción (política) y sus debates.

Las razones fundamentales de Andrea son, en primer lugar, la complejidad de las decisiones, en segundo lugar, la necesidad de distancia y de lentitud en la elaboración democrática, en tercer lugar, la garantía de la división de poderes. Sin esas tres condiciones las decisiones estarían en peligro de ser tomadas bajo una turbamulta de opiniones sin garantías de preservación de las condiciones de representación limpia de todas las posiciones.

Es difícil no estar de acuerdo con sus argumentos dado que están fundados en una profunda comprensión de las condiciones elementales de una democracia sin adjetivos. Los problemas de la delegación, de la complejidad, de la división de poderes, del conocimiento experto, de la distancia en la elaboración, y otros varios son problemas muy reales de cualquier sistema político. Por ello tiene razón en pedir mediaciones donde se transformen las voluntades en decisiones fundamentadas.

Pero este recordatorio no impide que el grito de "no nos representan" que tantos han elevado y hemos elevado recientemente no tenga sus propias razones. Han sido muchos los discursos que en estos últimos años se han escrito en esta línea de pensamiento. De entre todos ellos, uno de mis preferidos es el conmovedor y profundo discurso de investidura de CUP en el Parlamento Catalán, pronunciado por David Fernández, en el que cita la vieja tesis del movimiento afroamericano:

 "El problema no es lo que hace una minoría particularmente cruel o particularmente poderosa, sino que el problema reside en la mayoría, en lo que hagamos nosotros con nuestra indolencia o con nuestra exigencia"

O, dicho con el más conocido lema de Luther King, tal como algún día lo leí en un cartel que una mujer pobre mostraba, "lo más malo de las cosas malas es el silencio de la gente buena".

El problema es que si no hay sujeto no hay tampoco nada que representar. Una masa de espectadores, una multitud, incluso en la acepción técnica de nuevos pensadores como Negri, no será un sujeto a menos que se transforme a través de otro tipo de mediaciones en un lugar donde elaborar las propias concepciones, programas y deseos de vivir de otra manera. Sólo en las plateas de la historia se puede expresar el malestar de quienes han sido excluidos. Ciertamente, un sujeto político, un demos, no es un lugar ni una entidad apacible: es un territorio de conflictos, de reivindicación, de movilizaciones, de esperanzas y desesperanzas, de reproches y rencores, pero también de lazos afectivos humanizadores que construyen la presencia de los individuos como seres sociales, como ciudadanos.
Parlamentos, división de poderes, sí. Pero también apropiación de los espacios colectivos para convertirlos en lugares de discusión sobre el futuro que queremos, de resistencia a la creciente desigualdad, de enfrentamiento a la insolencia sin límites de un poder que cada vez se cree con menos límites. Si algo ha demostrado la mejor cara de la humanidad es que hay muchas formas de orden y gobernanza que no necesitan profesionales del poder y la representación.
El filósofo Paul Feyerabend escribió un día, pensando en el poder cada vez mayor de los llamados expertos:

“Lo que cuenta –añade— en una democracia es la experiencia de los ciudadanos, es decir su subjetividad y no lo que pequeñas bandas de intelectuales autistas declaran que es real”... “el mejor y más sencillo resumen de esta posición se encuentra en el gran discurso de Protágoras: los ciudadanos de Atenas no necesitan que se les instruya en su idioma, en la práctica de la justicia, en el tratamiento de los expertos (señores de la guerra, navegantes, arquitectos): al haber crecido en una sociedad abierta donde la instrucción es directa y no mediada y perturbada por educadores, ellos han aprendido estas cosas de la nada”


Hay muchas veces que las instituciones mediadoras (partidos, grandes grupos mediáticos,...) se creen educadores de los ciudadanos sin haberse tomado el mínimo tiempo que exige escucharles y aprender cómo se organizan cuando las cosas vienen mal dadas. En  tiempos de catástrofes, cuando todo se hunde, la gente se levanta y se organiza. A veces en los callejones sin salida es donde se encuentra la salida.