lunes, 21 de diciembre de 2020

La experiencia del trabajo

 



La experiencia más común de la humanidad es la experiencia del trabajo asalariado. Varía en muy diversas modalidades: desde el trabajo “no cualificado” a los cargos intermedios, desde el trabajo en el campo industrializado a las cadenas de montaje, desde el trabajo manual al trabajo de gestión o al intelectual. No hay pues una experiencia única en lo que respecta a la fenomenología, aunque en términos económicos sea siempre una experiencia genérica de ver convertido el trabajo en mercancía. “Trabajo” es un concepto difícil de definir, que ha sido objeto de múltiples escritos a lo largo de la historia de la economía y la filosofía. En el siglo XIX la emergencia de la noción de energía, como término que se aplica a la causalidad física, y en particular la formulación del Principio de Conservación (1ª ley de la termodinámica) y del concepto de entropía que aparece en la 2ª ley, permitieron un intento de definición materialista como gasto metabólico de energía desarrollando el concepto de “fuerza de trabajo”. Ciertamente, no todo gasto de energía es trabajo ni tampoco lo es cualquier gasto de energía que produzca algo. Si acaso, pudiéramos llamar trabajo a los gastos de energía que son necesarios para la reproducción a través del consumo que permite el intercambio de lo producido o el salario recibido. Así es como lo considera Hannah Arendt en La condición humana.

La diversidad de los trabajos fue estudiada intensamente desde el siglo XVIII, entre otros muchos por Adam Smith, quien dirigió su atención a la división del trabajo como un producto necesario del cambio económico. La división del trabajo adopta modalidades tan diferentes como lo que denominamos simplemente “división técnica”, o la división del trabajo manual e intelectual, que fue objeto de múltiples críticas en el marxismo del siglo XX, o, como se ha teorizado desde el feminismo, la división sexual del trabajo. Marx hizo una aportación central al desarrollar la idea de trabajo abstracto que no es sino el producto de la metamorfosis que causa el capitalismo al convertir el trabajo en mercancía a través del salario, de forma que se oculta su carácter de producción concreta, el “valor de uso” del trabajo concreto. La división del trabajo, por otra parte, genera que la “fuerza de trabajo” o conjunto de capacidades se escinda en múltiples especializaciones. En las formas de trabajo industrial organizado mediante el control de ritmos y movimientos la división del trabajo producía y produce en las cadenas de montaje una maquinización de los cuerpos y las mentes. Simone Weil sabía que todas las definiciones eran vacías sin la experiencia en primera persona del trabajo asalariado y por ello en 1934 decidió entrar en una fábrica no simplemente como un paseo intelectual por la clase obrera, sino como una necesidad vital para entender en qué consiste realmente la opresión. Sus escritos y cartas recogidos en La condición obrera dan cuenta de sus vivencias en la cadena de montaje y de las reflexiones que suscitan sus reacciones corporales y mentales:

Ayer hice el mismo trabajo durante todo el día (embutido en una prensa). Hasta las cuatro estuve trabajando a un ritmo de cuatrocientas piezas hora (fíjese que mi salario por hora eran tres francos) con la sensación de que trabajaba duro. A las cuatro el contramaestre (es decir el capataz) ha venido a decirme que si no hacía ochocientas piezas me despedirían: "Si a partir de este momento hace usted ochocientas, quizá permita que se quede". Compréndalo, nos hacen el favor de permitirnos que reventemos; y encima hay que dar las gracias. Poniendo todas mis fuerzas he conseguido llegar a seiscientas por hora. Por lo menos me han permitido volver esta mañana (les faltan obreras porque la nave es excesivamente mala para que haya personal estable y hay urgentes pedidos de armamento). He hecho este trabajo una hora más y con un nuevo esfuerzo he llegado a sacar algo más de seiscientas cincuenta. Me han encargado diversas cosas más, pero siempre con la misma consigna: ir a toda velocidad. Durante nueve horas diarias (ya que entramos a la una, no a la una y cuarto como le había dicho) las obreras trabajan así, literalmente sin un minuto de respiro. Cambiar de rutina, buscar una caja, etc., todo se hace de prisa y corriendo. Hay una cadena (es la primera vez que veo una, y esto me ha hecho daño) en la cual, me ha dicho una obrera, han doblado la velocidad en cuatro años; y todavía hoy un contramaestre ha reemplazado a una obrera de la cadena de su máquina y ha trabajado diez minutos a toda velocidad (lo cual es muy fácil si descansas después) para demostrarle que debía ir más aprisa. Ayer a la tarde, a la salida, me encontraba en un estado de ánimo que ya puede usted imaginar (por suerte, el dolor de cabeza me deja respirar de vez en cuando); en el vestuario me ha sorprendido ver que las obreras eran capaces de charlar y no parecía que tuviesen esta rabia concentrada en el corazón que a mí me ha invadido. Algunas, no obstante (dos o tres), me han expresado sentimientos parecidos. Son las que están enfermas y no pueden descansar. Usted sabe que el pedaleo que exige la prensa es muy malo para las mujeres; una obrera me contó que por haber tenido una salpingitis no había podido conseguir otro trabajo que el de las prensas. Ahora, por fin, ha conseguido dejar las máquinas, pero su salud está definitivamente arruinada. (Carta a Boris Souvarine, 12 abril 1935)

Ella se daba perfecta cuenta de que las experiencias necesitan ser elaboradas y de que hay que entender la diversidad, por lo que pide a las obreras y obreros que escriban su historia de relación con el trabajo:

Conocidas son las condiciones del trabajo industrial. No es culpa de nadie. Quizá incluso alguno de ustedes se acomode a esta situación sin esfuerzo. Es una cuestión de temperamento. Pero hay caracteres sensibles a este tipo de cosas. Para hombres de este carácter, tal estado de cosas es demasiado duro. Yo querría que Entre Nous sirviera para remediar un poco el problema, si ustedes desean ayudarme a ello. He aquí lo que les pido. Si una noche, o bien un domingo, de pronto les duele tener que encerrar siempre en ustedes mismos lo que tienen en el corazón, tomen papel y pluma. No busquen frases bien construidas. Empleen las primeras palabras que les pasen por la cabeza. Y digan lo que para ustedes es su trabajo. Comenten si el trabajo los hace sufrir. Cuenten estos sufrimientos, tanto los morales como los físicos; si hay momentos en que ya no pueden más; si a veces la monotonía del trabajo los agobia; si sufren con la preocupación y la necesidad de ir siempre deprisa; si sufren por estar siempre bajo las órdenes de los jefes. También añadan si alguna vez sienten la alegría del trabajo, el orgullo del esfuerzo hecho. Si consiguen interesarse por sus trabajos. Si algunos días les gusta sentir que avanzan y que, por consiguiente, ganarán más. Si alguna vez pueden pasar horas trabajando mecánicamente, sin casi darse cuenta de ello, pensando en otra cosa y perdiéndose en ensueños agradables. Si a veces están contentos de tener solamente que ejecutar órdenes sin tener necesidad de romperse la cabeza. Describan si, en general, encuentran largo o corto el tiempo pasado en la fábrica. Esto quizá dependa de los días. Intenten entonces explicar exactamente el porqué. Cuenten si están muy entusiasmados cuando van al trabajo, o bien si cada mañana piensan: ¡cuándo será la hora de salir! Y si por la noche salen contentos, o bien agotados, vacíos, abrumados por la jornada de trabajo. Intenten, en fin, expresar si en la fábrica se sienten contenidos por el sentimiento reconfortante que hallaron entre compañeros, o si por el contrario se sienten solos. Sobre todo, escriban cuanto les acuda a la mente, cuanto les pese en el corazón. Carta a Boris Souvarine, 12 abril 1935)

Los análisis sociológicos que desde el siglo XIX daban cuenta de la miserable condición obrera, los más militantes de Marx que explicaban los mecanismos por los que se produce la explotación de la fuerza de trabajo son vacíos sin los testimonios de la experiencia elaborada en la forma de relatos. Como en otras formas de daño, el estudio impersonal es necesario pero no suficiente sin la aportación de la experiencia a los recursos comunes cognitivos. De otro modo, la opresión queda en expresiones individuales de sufrimiento a las que ocasionalmente atienden los servicios sanitarios o en breves quejas en las conversaciones al fin del día de labor. La concepción moralista y religiosa del trabajo considera que este es la manifestación más primaria de la condición caída del ser humano. En los comienzos del pensamiento burgués se desarrollaron múltiples análisis más o menos positivos, pero los teóricos más clarividentes como Bernard Mandeville, en La fábula de las abejas, sabiendo que el trabajo es un castigo, recomienda que a las clases trabajadoras se les mantenga al borde mismo de la supervivencia porque de otro modo no trabajarían:

"Ahora, regocijados con este aumento de riqueza, miremos las condiciones en que se encontrarían las clases trabajadoras y, razonando según la experiencia y la conducta que diariamente podemos observar en ellas, juzguemos lo que podría ser su comportamiento en un caso semejante. Todo el mundo sabe que hay gran número de jornaleros, como oficiales tejedores, sastres, teñidores y otros veinte oficios diversos, los cuales, si pudieran sostenerse trabajando cuatro días a la semana, será difícil persuadirles de trabajar el quinto; y que hay miles de obreros de todas clases que, para disfrutar de más días de descanso, son capaces, aunque tengan apenas lo suficiente para subsistir, de inventar cincuenta inconvenientes, desobedecer a sus amos, apretarse el cinturón y endeudarse para hacer fiesta los días de trabajo. Cuando los hombres demuestran tan extraordinaria proclividad al ocio y al placer, ¿qué razón tenemos para pensar que trabajarían alguna vez si la necesidad inmediata no les obligara? Cuando vemos que un artesano no puede ser empujado a su trabajo hasta el martes, porque el lunes por la mañana le quedan todavía dos chelines de la paga de la última semana, ¿por qué podríamos imaginar que trabajaría alguna vez, si tuviera en el bolsillo quince o veinte libras? ¿A dónde irían a parar, a este paso, nuestras manufacturas? Si el mercader quisiera enviar telas al extranjero, tendría que hacerlo él mismo, porque el lencero apenas podría contar con ninguno de los doce hombres que trabajan para él. Si esto aconteciera solamente con los oficiales zapateros, en menos de doce meses la mitad de nosotros estaríamos descalzos. La principal y más apremiante utilidad del dinero, en una nación, es pagar el trabajo de los pobres y, cuando éste escasea realmente, los que lo sentirán primero serán los que tienen la obligación de pagar a muchos trabajadores; sin embargo, a pesar de esta gran necesidad de moneda donde la propiedad estuviera bien asegurada no sería tan difícil vivir sin dinero como sin pobres; porque, ¿quién haría entonces el trabajo? Por esta razón la cantidad de moneda circulante en un país debiera estar siempre en relación al número de manos empleadas, y los jornales de los trabajadores en proporción al precio de las provisiones. Por consiguiente, queda bien demostrado que todo lo que hace aumentar la abundancia de un país contribuye a abaratar la mano de obra, donde se maneje bien al pobre, pues lo mismo que se debe evitar que pase hambre, conviene impedir que reciba nunca lo bastante para poder ahorrar. Si aquí y allá, alguno de los de las clases más inferiores, gracias a una extraordinaria industria y economía, logra elevarse por su propio esfuerzo de la condición en que se crió, nadie debiera impedírselo. Es innegable que la frugalidad es el método más acertado, para todas las personas que forman la sociedad, y para las familias particulares; pero el interés de todas las naciones ricas consiste en que, la mayor parte de los pobres no puedan estar desocupados casi nunca y que, sin embargo, gasten continuamente lo que ganen.Bernard Mandeville La fábula de las abejas.

La lógica del salario de subsistencia fue discutida en tiempos en que la lucha de clases en los países más avanzados había generado pactos de salarios que permitían una cierta capacidad de ahorro y consumo por parte de las clases trabajadoras, pero sigue siendo una práctica nunca desaparecida que vuelve como la marea con las nuevas modalidades de capitalismo en que el paro se ha convertido en una amenaza permanente para cualquier reivindicación. Pues cabría pensar que los relatos de cansancio en la era del capitalismo avanzado ya no corresponden a las vivencias de la gran mayoría de la clase obrera, pero no es cierto. El capitalismo de la deslocalización y la flexibilidad, de la externalización del trabajo hacia pequeñas empresas y falsos autónomos, de la precariedad y sobrecualificación reproduce formas de sufrimiento nuevas. En el primer tercio del siglo pasado la fatiga comenzó a ser un tema del que se ocupó la nueva disciplina de la organización científica del trabajo y la psicología social aplicada a la empresa. Se comenzó a correlacionar la fatiga con la alta tasa de accidentes de trabajo y se teorizó como un subproducto del tiempo de trabajo, aplicando la segunda ley de la termodinámica. En tiempos anteriores, el cansancio había sido entendido simplemente como un defecto de carácter cuando no un vicio moral cercano a la indolencia. Médicos y psicólogos comenzaron a experimentar con la fatiga y a reparar en que los trabajadores tenían un cuerpo diferente a las máquinas cuyo modelo había sido una fuente de inspiración para la metafísica del dualismo que componía lo humano. Las máquinas no se cansaban, los cuerpos sí y terminaban perjudicando no solo a los trabajadores sino también a su productividad.

Pero en el capitalismo flexible al siempre presente cansancio físico se comenzaron a unir nuevos síntomas inespecíficos. “Neurastenia de la modernidad” teorizaron los primeros psicólogos que atendían a estos casos. Fibromialgias, depresiones, estrés y ansiedad, nuevos síntomas que los médicos diagnostican sin diagnosticar sus causas sociales. Poco a poco, la literatura del nuevo siglo ha comenzado a elaborar relatos de las nuevas vivencias, espejos de nuevas experiencias en el trabajo flexibilizado:

Mateo no entiende a quienes afirman que el padecimiento cobra sentido cuando se supera con las propias fuerzas, con la voluntad y con la mente. Que se lo digan a la chica de la pizzería. ¿Cuál es el sentido de padecer sus doce horas vendiendo trozos de pizza en vez de estar haciendo algo que le importe? Puedes sobrellevarlo con la voluntad, la mente y los movimientos lentos, pero al final el supuesto sentido se resuelve en que, a cambio de sus doce horas diarias de reducirse a la nada le paguen cada mes lo mismo que cobra por quince minutos de trabajo semanal algún privilegiado. Si no hay justificación alguna cuando se trata del dolor de la injusticia, tampoco tendría que haberla con el dolor del azar. No es el dolor ni el padecimiento lo que debe cobrar sentido. Es, en todo caso, la vida que hay detrás cuando ese padecimiento no puede ser evitado, cuando se presenta como un fruto del error inevitable o del desgaste. Se atribuye al dolor la función de evitar el peligro: si esto quema no lo toco; si me he roto una pierna, no sigo corriendo. Tiene sentido cuando puedes sortear ese peligro, cuando puedes mitigarlo o escapar. Pero la chica dependienta de ojos de pez no parece que pueda sortear, al menos de momento, estar ahí, ni que pueda escaparse. Cuando Mateo mira a la chica haciendo como que mira su móvil, piensa en toda esa monotonía, ese cansancio, ese no estar en otra parte y no tener ni un sombrero ni un caballo ni una nube, ese abrir el puesto antes de que sus horas de trabajo empiecen a estar remuneradas, cerrarlo, limpiar y echar las cuentas y colocar las cosas cuando ya su jornada supuestamente ha terminado, el insecticida, el servicio sin espacio para cerrar la puerta, el desinfectante, soportar las bromas pesadas del jefe, su presión los días en que se ha vendido poco; esas mañanas cuando, pese a no haber dormido apenas pues algo le ha sentado mal y aún tiene el estómago revuelto, debe sin embargo volver al mismo olor, reprimir la náusea si no quiere perder el trabajo; y el miedo, y el desconsuelo de saber que siente miedo de que puedan echarla de un sitio así. Mateo se pregunta si eso que es padecimiento o dolor podría ser también una especie de entrenamiento. Entrenarse para evitar que vuelva a suceder. Entrenarse como si cada día al salir de casa la chica o él se toparan de frente con la pintada que conocen aun sin haberla visto nunca: «No tienes la menor oportunidad, pero aprovéchala»., Belén Gopegui, Quédate este día y esta noche conmigo.

La novela de Belén Gopegui habla de dos seres que se encuentran y hacen en común un curriculum vitae heterodoxo para informar a Google, que todo lo sabe, de lo que no sabe: la experiencia del trabajador en paro que solicita un puesto en esa superempresa del nuevo capitalismo.

Remedios Zafra ofrece en El entusiasmo un relato de la experiencia de explotación nueva de las emociones más consustanciales con la agencia, como es el entusiasmo por la obra propia. Es una característica nueva de organización del trabajo basada no en la disciplina del capataz sino en la adhesión y lealtad a la empresa incluso si a cambio no se ofrecen más que vagas expectativas de un futuro empleo. Su personaje, Sibila, parece vivir en un ciclo inacabable de esperanzas y decepciones:

No sin contradicción, muchas personas preferiríamos el camino de la creación modesta pero libre a la acumulación y riqueza subordinadas a un trabajo sin pasión. Eso pensamos y eso decimos antes de descubrir que la libertad mengua cuando no hay dinero y sí expectativa, cuando el vivir se sostiene difícilmente sobre una superficie demasiado inestable que precisa unos mínimos de energía y sustento. Entonces se sucumbe a «lo que salga», aplazando la vida y esa pasión (que identificamos como lo que nos mueve de la vida) a un futuro donde las condiciones sean mejores. Como una minúscula herida tapada por la ropa, primero invisible, va lentamente creciendo la frustración. Comienza así una vida permanentemente pospuesta, una cesión del tiempo de creación al futuro, una encadenada y constante inversión para lograr recursos mínimos pero suficientes, proporcionando algo de dinero y restando a esa pulsión sentida gran parte del tiempo, cedido ahora al sustento y a la apariencia. En el carácter precario de los trabajos disponibles radica la situación ventajosa de quien contrata hoy movido por la maximización racionalista de «menor inversión y mayor beneficio». Pero también ahí se acomoda la excusa de temporalidad de quien trabaja soñando con algo mejor. Si este sujeto apostara por iniciar el largo camino hacia un trabajo intelectual en el ámbito académico, creativo o cultural, pronto descubriría que su entusiasmo puede ser usado como argumento para legitimar su explotación, su pago con experiencia o su apagamiento crítico, conformándose con dedicarse gratis a algo que orbita alrededor de la vocación, invirtiendo en un futuro que se aleja con el tiempo, o cobrando de otra manera (inmaterial), pongamos con experiencia, visibilidad, afecto, reconocimiento, seguidores y likes que alimenten mínimamente su vanidad o su malherida expectativa vital.  Remedios Zafra, El entusiasmo.

Nuevos trabajos que David Groeber ha llamado con toda precisión trabajos de mierda, que Elvira Navarro muestra en La trabajadora, un relato sobre cómo la precariedad afecta a la misma fábrica de la identidad en todas las dimensiones de la vida. Nuevos trabajos en los que desaparece el salario para convertirse en pagos, cuando llegan, por obra terminada. Trabajo a destajo se llamó siempre esta práctica que ahora cubrimos con el más pudoroso sustantivo de “precariedad”:

Cuando Susana llegó al piso yo llevaba unos meses sin cobrar. Había tratado en vano de buscar acomodo en otras editoriales. Con su trabajo de teleoperadora, a mi inquilina le ingresaban la paga puntualmente, y a partir de las cinco de la tarde ya no tenía que ocuparse de nada, mientras que yo guerreaba con las galeradas de los libros hasta las ocho, y vivía pendiente de que me pagaran. Algunos días trajinaba hasta las diez o las once con las maquetas, y no porque dedicara todo ese tiempo a cazar erratas. A lo que me dedicaba, cada vez más y sin provecho alguno, era a vagar por Internet. Visitaba veinte veces la portada de El País, las entradas de los blogs que seguía, Facebook. No podía romper el círculo porque en la siguiente página me esperaba una búsqueda ineludible e infinitamente más insulsa que leer la misma cabecera del diario: comprobar, por ejemplo, si el acento de «chérie» era abierto o cerrado. Los profesores de universidad y los ensayistas, y también algunos escritores de ficción, estaban acostumbrados a que les hicieran el trabajo sucio, y la editorial decidía que ese trabajo le correspondía al corrector externo, cuyas horas nadie contabilizaba, ni siquiera el propio corrector. Elvira Navarro, La trabajadora.

Vagas enfermedades que, como ocurrió con la fatiga, muchos teóricos se apresuran a deslegitimar como tales, a considerar debilidades de carácter de las que no pueden ocuparse los servicios sanitarios y la seguridad social. Marta Sanz también las narra en Clavícula:

El dolor muta con el paso de los días. Es un ratoncito que cambia de tamaño y de forma dentro de su jaula. Mis costillas son una jaula de hueso y el dolor es un huevo de jilguero, un despeluchado jilguerito, un jilguero verde, un jilguero que se va quedando sin colorines pero no se acaba de morir. Puto jilguero. El dolor recorre mi cuerpo como un pez nadador. Nada o, más concretamente, repta, se arrastra, raspa, oprime. Se hace crónico y huele al agua sucia de un galápago-mascota. Forma una película en las fosas nasales. Un musgo. Es un olor que baja hasta la boca del estómago, lo penetra, lo hace girar sobre sí mismo, lo recubre con un fieltro que ha cogido mucho polvo. Un olor que no se va. Marta Sanz, Clavícula.

En los albores del siglo, Richard Sennett ha teorizado estos cambios con la sensibilidad que le caracteriza en La corrosión del carácter las nuevas formas de trabajo. Fue redactado cuando aún no eran tan evidentes los cambios que estas dos décadas han ido extendiendo por todo el tejido económico de las sociedades del capitalismo tardío.

“La moderna ética del trabajo se centra en el trabajo de equipo. Celebra la sensibilidad de los demás; requiere “capacidades  blándas”, como ser buen oyente y estar dispuesto a cooperar; sobre todo, el trabajo en equipo hace hincapié en la capacidad de adaptación del equipo a las circunstancias. Trabajo en equipo es la ética del trabajo que conviene a una economía política flexible. Pese a todo el aspaviento psicológico que hace la moderna gestión de empresas acerca del trabajo en equipo en fábricas y oficinas, es un ethos del trabajo que permanece en la superficie de la experiencia. El trabajo en equipo es la práctica en grupo de la superficialidad degradante Richard Sennett, La corrosión del carácter.

Superficie de la experiencia.

Referencias

Sennett, Richard (1998) La corrosión del carácter. Las consecuencias personales del trabajo en el nuevo capitalismo, Barcelona, Anagrama 2006

Berardi, Franco (Bifo) (2003) La fábrica de la infelicidad. Nuevas formas de trabajo y movimiento global, Madrid: Traficantes de sueños

Zafra, Remedios (2017) El entusiasmo. Precariedad y trabajo en la era digital, Barcelona: Anagrama.

Rabinbach, Anson (1992) Human motor. Energy, fatigue, and the origins of modernity, Cambridge: Cambridge University Press

Rabinbach, Anson (2018) The eclipse of the utopias of labor, Nueva York: Fordham University Press

Díez Rodríguez, Fernando (2014) Homo faber. Historia intelectual del trabajo 1675-1945, Madrid: Siglo XXI

Pontón, Gonzalo (2016) La lucha por la desigualdad. Una historia del mundo occidental en el siglo XVIII, Barcelona: Ediciones de Pasado y Presente

domingo, 13 de diciembre de 2020

La densidad de la experiencia

 



Los conceptos de experiencia y agencia se han convertido en dos temas centrales de la filosofía del siglo XXI tras las sospechas e incluso desprecio que tuvieron décadas atrás por parte del estructuralismo, el constructivismo y el posmodernismo. Ambos comparten una complejidad que no hubiera sido notada sin los ataques de estas corrientes, algo que ha contribuido a que den lugar a teorías del sujeto y la identidad (otros dos conceptos en crisis) mucho más prudentes, contextuales y situadas corporal y socialmente que las versiones de hace un siglo, básicamente desposeídas de emociones, de integración de lo corporal y lo subjetivo y de relacionalidad social y cultural. En este breve apunte me voy a referir solamente al concepto de experiencia y sus complejidades motivado en gran medida por el libro de Linda Martín Alcoff Violación y resistencia- Como comprender las complejidades de la violación sexual. No hablaré del tema de Alcoff, la violación, algo para lo que carezco de autoridad, sino de cómo ella trata esta experiencia de daño y cómo usar sus análisis, junto a otros como los que ha realizado Carlos Thibaut para entender lo que he titulado como densidad de la experiencia.

La experiencia era un concepto central en la filosofía empirista y en las kantiana y hegeliana en tanto que base fundamental y fundamentante de la relación con el mundo y por ello de la constitución de la subjetividad. Las sospechas vinieron de múltiples frentes en el siglo pasado. Así, en la filosofía de la ciencia se argumentó sobre la “carga teórica” de la observación, para indicar que no hay observación o experiencia puras sin marcos teóricos en los que se interpreten los datos sensoriales; el giro lingüístico, que formó el núcleo básico de la forma anglosajona del posmodernismo, abogó también por la inutilidad de lo experiencial que no es expresado en un lenguaje público (como son todos los lenguajes); por último, el posestructuralismo, Foucault particularmente, y otras formas de constructivismo argumentaron sobre la construcción social del discurso, y por ello de la forma en que se expresa la experiencia. Todas estas críticas son básicamente correctas, pero llevaban a callejones sin salida cuando se trataban cuestiones de agencia, responsabilidad y normatividad. Fue sobre todo el feminismo filosófico el que notó lo peligroso de estas derivas que llevaban a dejar sin recursos argumentativos a quienes querían llevar al debate público y jurídico cuestiones como la violencia contra la mujer. Los estudios de raza llegaron a conclusiones muy parecidas al tratar de elaborar las contramemorias de quienes sufrieron esclavitud y marginación sistemáticas o padecen discriminación y violencia policial por razones de raza. Todas las críticas posmodernistas y posestructuralistas parecían llevar a un socavamiento de cualquier pretensión de estar hablando realmente de experiencia de algo cuando se hablaba de esas experiencias, regalando a los grupos dominantes y responsables el concluir que solo eran construcciones sociales, por más que fuesen producto de las conciencias colectivas producidas por los movimientos sociales respectivos.

Carlos Thiebaut ha tratado con una gran finura teórica la experiencia del daño refiriéndose a todas estas experiencias a las que hay que añadir la violencia política, el abuso infantil, la explotación económica y tantas otras formas de opresión que encontramos en la historia y en el presente. Tanto Thiebaut como Alcoff tratan el complicado problema de cómo dar cuenta de la experiencia, como constituirse en un testigo de lo ocurrido y no simplemente en una víctima pasiva y cómo pensar la subjetividad y la recomposición de quienes han sufrido estos daños. Ambos aceptan la necesidad de los nombres y las palabras para que las vivencias de puro sufrimiento se transformen en experiencia. Ambos también dan cuenta de la necesidad de incorporar a la sociedad y a la comunidad en estos relatos. Siguiendo un análisis que Josep Corbi realizó de la tortura y que bien puede aplicarse también a la violación, no pueden ser entendidos estos daños reduciéndolos a la relación víctima verdugo o víctima violador. Todas los relatos hablan también de la indefensión de la víctima al sentir que nadie la protege, que la sociedad que tendría que hacerlo no está y esta ausencia la convierte también en parte implicada en el daño. Esta presencia es mucho más notoria cuando las víctimas no son escuchadas o se siembra la duda y la sospecha sobre su testimonio, produciéndose lo que se ha llamado una “segunda violación” o segunda tortura cuando estos casos son tratados por los medios de comunicación o malatendidos por las autoridades que tienen que investigarlos. Así, la sospecha de “terrorista” que se aplica sistemáticamente a tantas víctimas de tortura o la de “provocación” a las de violación, o la banalización de los actos cometidos, como hizo la ley de Estados Unidos después del 11S o como tantas veces escuchamos en los discursos  de la prensa. La sociedad está allí, antes, durante y después de la violencia.

El análisis de Alcoff aporta una muy productiva cantidad de conceptos que iluminan la idea de que la conversión de la vivencia en experiencia necesita relato en el que aparecen voces diversas. De entre estos análisis, me parece muy relevante el que ella realiza de la profunda relación entre la experiencia de la violencia sexual y la subjetividad sexual. Por subjetividad sexual entiende el modo en que las personas constituyen su forma de vivir la sexualidad. Es una subjetividad cambiante que se desarrolla a lo largo de la vida en parte impulsada por las experiencias y en parte por la reflexión que la persona hace de ellas. El principal daño que produce la violación sexual, afirma Alcoff, es a la subjetividad sexual, una parte tan esencial de la subjetividad y de la persona. Las supervivientes sufrirán trastornos, falta de autoestima, desconfianza sistemática, y, en general formas de vida dañada a causa de estas experiencias. No se trata sin embargo, afirma Alcoff, de que el tratamiento que se haga de estas víctimas deba ser la restauración de alguna forma “natural” o normativamente sana de sexualidad. No hay tal cosa independientemente del contexto cultural y social. Se trata, por el contrario de qué modos las supervivientes, como las llama Alcoff, entre las que se incluye, desarrollan una subjetividad propia, definida, que cuide de sí y que les ayude a sortear nuevos peligros y a discriminarlos con antelación. Se trata, en definitiva, de convertir la experiencia en un nuevo modo de fortalecimiento de la subjetividad.

En estos procesos son esenciales los relatos de otras víctimas, los grupos de apoyo en que se tratan y elaboran estos relatos, lo que he llamado en otros textos “fraternidades epistémicas”, que no pueden ser sustituidas por la simple solidaridad social de terapeutas o de personas allegadas que tratan de ayudar. Hay un elemento de cooperación interna sin el que la experiencia estará muchas veces, o todas las veces, dirigida por la mirada y los discursos dominantes. Sobre todo, cuenta Alcoff, son necesarios para tratar los casos complejos, grises, que no son entendidos ni contemplados por los estereotipos que tenemos de la violencia sexual. Esta falta de comprensión la notamos muy bien en la legislación española, por ejemplo, en la justificación jurídica de casos como el infame de la Manada. Así, Alfcoff critica cómo muchas legislaciones bienintencionadas se centran en el consentimiento como frontera aparentemente clara de legitimidad de las relaciones. Pero el consentimiento no es suficiente, argumenta, pues hay muchos casos en donde el consentimiento se da precisamente para evitar la violencia o la violación física, o simplemente, como ocurre en el abuso infantil, generalmente por parte de personas cercanas, porque no se sabe cómo decir que no. Ni siquiera la presencia o ausencia de placer es indicativo suficiente, continúa Alcoff. Se necesitan exámenes complejos y experiencias compartidas para elaborar todos los daños que se producen a la subjetividad en casos que la mirada social no alcanza a discriminar.

Me referiré a otra forma de daño para no entrar en estas complejidades que Alcoff trata tan admirablemente y en las que yo me perdería. Pensemos en un contexto distinto,  en los daños en la subjetividad que se producen en la experiencia del trabajo asalariado bajo condiciones de explotación claras, y que Marx resumía con la idea de alienación como forma dañada de la subjetividad del trabajador. También aquí hay muchísimas complejidades que se ocultan por la burocratización del trabajo sindical y por la falta de comunicación en lo que se echa tan en falta desde el neoliberalismo: las asambleas y los círculos de discusión en donde se elabore la experiencia diaria del trabajo. Así, por ejemplo, las diferentes formas de acoso, vigilancia, en ocasiones mezcladas con violencia sexual, con desprecios e insultos, de desvaloración personal que produce síndromes como el burnout. Estas experiencias no llegan a elaborarse por déficits sociales de discurso, pero también por haber entrado en modelos de legislación y vida laboral que impiden o persiguen la comunicación de experiencias. En el entorno laboral que me es cercano, el de la enseñanza universitaria, todas las experiencias de trabajo precario que comienzan en el mismo momento en que se decide desarrollar una labor investigadora, se pierden por falta de relato y se transforman en simples formas de sufrimiento personal, de faltas de autoestima, de bárbaras competencias con los compañeros por un futuro y casi imposible puesto estable. También aquí se producen diversas formas de acoso e incluso de violencia sexual, a veces disfrazadas de consentimiento. La alienación es un término vacío si no lo situamos históricamente en las múltiples formas de daño que permite la legislación y el modo de organizar el trabajo, que en no pocas ocasiones, son mucho más invisibles en las nuevas formas de trabajo “inmaterial” que, equivocadamente creo, Antonio Negri y otros consideran como zonas de fractura del capitalismo cuando son a veces estructuralmente tan dañinos como el trabajo material y físico.

La experiencia es densa porque depende del lenguaje y, a su vez, el lenguaje constituido por discursos, se relaciona con las prácticas donde nacen estos discursos y, desgraciadamente, tantas veces, por la falta de espacios de elaboración de estos discursos en fraternidades epistémicas que cooperen en la formación y reconstitución de subjetividades dañadas. Lo es también porque involucra el cuerpo, las emociones, la capacidad reflexiva y de auto-poiesis y autoformación. Y lo es, sobre todo, porque las experiencias no son meros constructos lingüísticos sino formas de estar en la realidad y de sufrirla o disfrutarla, porque son experiencias de algo.


sábado, 5 de diciembre de 2020

Experiencia

 




¿Qué relación existe entre los sentidos y la cultura material? ¿Qué relación entre estos dos polos y la forma social en la que habitan? Benjamin explica muy bien cómo la conversión de las cosas en mercancías, su entrada en la lógica del capital, que Marx expresa con la fórmula C-M-C (capital-mercancía-capital) produce una distorsión en la sensibilidad, una incapacidad para ver, para la objetividad, y una falta de distancia que introduce una sentimentalidad en la perspectiva de las cosas al tiempo que, como en el cine, dejamos de ver las cosas en su conjunto para tener presente solamente lo que el director necesita para su plano, como si hubiese robado trozos de experiencia para dejarnos ver solo lo que considera necesario:

Insensatos quienes lamentan la decadencia de la crítica. Porque su hora sonó hace ya tiempo. La crítica es una cuestión de justa distancia. Se halla en casa en un mundo donde lo importante son las perspectivas y visiones de conjunto y en el que antes aún era posible adoptar un punto de vista. Entretanto, las cosas han arremetido con excesiva virulencia contra la sociedad humana. La «imparcialidad», la «mirada objetiva» se han convertido en mentiras, cuando no en la expresión, totalmente ingenua, de la pura y simple incompetencia. [] La mirada hoy por hoy más esencial, la mirada mercantil, que llega al corazón de las cosas, se llama publicidad. Aniquila el margen de libertad reservado a la contemplación y acerca tan peligrosamente las cosas a nuestros ojos como el coche que, desde la pantalla del cine, se agiganta al avanzar, trepidante, hacia nosotros. Y así como el cine no ofrece a la observación crítica los muebles y fachadas en su integridad, sino que sólo su firme y caprichosa inmediatez es fuente de sensaciones, también la verdadera publicidad acerca vertiginosamente las cosas y tiene un ritmo que se corresponde con el del buen cine. De este modo la «objetividad» ha sido dada definitivamente de baja, y frente a las descomunales imágenes visibles en las paredes de las casas, donde el «Chlorodont» y el «Sleipnir» para gigantes se hallan al alcance de la mano, la sentimentalidad recuperada se libera a la americana, como esas personas a las que nada mueve ni conmueve aprenden a llorar nuevamente en el cine. Al hombre de la calle, sin embargo, es el dinero lo que le aproxima de este modo las cosas y establece el contacto decisivo con ellas. Y el crítico remunerado que trafica con cuadros en la galería de arte del marchante sabe sobre ellos cosas, si no mejores, al menos más importantes que el aficionado que los ve en el escaparate. La calidez del tema se le revela y lo pone sentimental. ¿Qué es, en definitiva, lo que sitúa a la publicidad tan por encima de la crítica? No lo que dicen los huidizos caracteres rojos del letrero luminoso, sino el charco de fuego que los refleja en el asfalto.” Dirección única

La experiencia de los empiristas tal vez se asemeja a esta experiencia que induce en nosotros la publicidad: cercana, disociada, sentimental, incapaz de unificarse para constituir objetividad. «Todas las cosas flotan y relucen. Nuestra vida no está tan amenazada como nuestra percepción. Como espectros nos deslizamos por la naturaleza y no deberíamos conocer nuestro lugar de nuevo.» escribe Ralph Waldo Emerson en su ensayo Experiencia. En él, Emerson observa la distancia creciente entre los análisis, los textos, las discusiones teóricas y el discurrir de la vida misma «Mañana, de nuevo, todo parece real y angular, se reafirman los modelos habituales, pues el sentido común es tan raro como el genio —es la base del genio, y la experiencia es las manos y pies de toda empresa—, y, sin embargo, quien hiciera negocios sobre esas premisas quebraría rápidamente. El poder sigue otra carretera diversa a las autopistas de la elección y la voluntad, es decir, los subterráneos e invisibles túneles y canales de la vida. Es ridículo que seamos diplomáticos y doctores y personas consideradas: no hay cándidos como estos.» Como si todo pensamiento, toda experiencia fuera inútil ante el discurrir de la vida, como si nada aprendiésemos. La vida, afirma, es una continua promesa que no se deja atrapar por la experiencia. En cierto modo, en la experiencia hemos perdido la experiencia:

Es muy infeliz, pero demasiado tarde para evitarlo, el descubrimiento que hemos hecho de que existimos. Ese descubrimiento se llama la Caída del hombre. En adelante sospechamos de nuestros instrumentos. Hemos aprendido que no vemos directamente, sino de manera mediata, y que no tenemos manera de corregir estas lentes coloreadas y deformadoras que somos o de calcular la cantidad de sus errores. Tal vez estas lentes subjetivas tengan un poder creativo; tal vez no sean objetos. Una vez vivimos en lo que veíamos; ahora la rapacidad de este nuevo poder, que amenaza con absorber todas las cosas, nos atrapa. La naturaleza, el arte, las personas, las letras, las religiones, los objetos se tambalean sucesivamente, y Dios no es sino una de sus ideas. La naturaleza y la literatura son fenómenos subjetivos; todo mal y todo bien es una sombra que lanzamos.

La subjetivización y la parcialización, la conversión de la experiencia en un velo que nos distancia de la naturaleza, observa Dewey en Experiencia y naturaleza, producen una “desnaturalización” de la experiencia:

Estos lugares comunes prueban que la experiencia es de la naturaleza y figura en la naturaleza. No es la experiencia lo que es objeto de la experiencia, sino la naturaleza: las piedras, las plantas, los animales, las enfermedades, la salud, la temperatura, la electricidad, etc. Cosas en ciertas formas de acción mutua son la experiencia, ellas son aquello de que se tiene experiencia. Vinculadas en otras determinadas formas a otro objeto natural – el organismo humano – son igualmente la forma como se tiene experiencia de las cosas. La experiencia llega así a descender al fondo de la naturaleza; tiene profundidad. Tiene también anchura y la tiene con una amplitud indefinidamente elástica. Se extiende. Este extenderse constituye la inferencia Experiencia y naturaleza

Si la experiencia forma parte de la naturaleza y es naturaleza, y tiene la virtud de penetrar en ella, de extenderse y producir inferencias es porque está constituida por la relación del organismo y su entorno. No un entorno abstracto, sino la forma particular en que se realiza la cultura material del organismo humano. Para un animal, la experiencia la constituyen sus sensores, la estructura del medio y la de su cerebro, pero el animal humano vive en un entorno en que las cosas son productos sociales que entrañan significados y valores. Pueden ser cosas de utilidad, pero también simples mercancías que existen en un inacabable flujo de intercambios, que solo existen como momentos en el discurrir del capital. Que las cosas sean objetos o mercancías no es indiferente para la forma de la experiencia. Los sentidos tienen una base biológica de cambio tan lento como cualquier otra parte del organismo animal, pero su ejercicio está sometido a la plasticidad cultural. En algún caso, como el olfato, de una inmensa disposicionalidad, la enculturación es una condición necesaria para que llegue a discriminar olores y valorarlos. Pecunia non olet se cuenta que dijo el emperador Vespasiano a su hijo Tito que le reprochaba haber legislado un impuesto sobre la orina (empleada por los curtidores como agente químico), a lo que respondió el padre entregándole una moneda de oro proveniente del impuesto para que la oliese. Que la orina pierda sus fragancias al entrar en la cadena de la mercancía es justamente un ejemplo de la modelación de la experiencia por las formas sociales de la cultura material en las que discurre como parte singular (humana) de la dinámica de la naturaleza.


domingo, 29 de noviembre de 2020

Ciudades de palabras

 




La República de las Letras es una expresión de Erasmo de Roterdam que nombra un sentimiento común de los humanistas del Renacimiento, el de la legitimidad que sentían como nuevos educadores de la humanidad en tiempos de barbarie. Es una expresión ambivalente en la que se depositan tanto los ideales como los peligros de la cultura. Así, las primeras utopías levantan planos de sociedades ideales con un nuevo orden pacífico e incluso comunista de existencia pero son a la vez manifiestos antidemocráticos que heredan de la República de Platón el elitismo y la oculta voluntad de poder de los intelectuales. ¿Quién tiene la ciudadanía de esa república y cuáles son los procedimientos por los que se gobierna? En cada momento histórico hay que hacer esta pregunta y si es razonable entender que la cultura renacentista estuviese contaminada aún de las jerarquías medievales, incluso si representaba ya a la nueva burguesía en ascenso, también lo son las suspicacias sobre las murallas que rodean a esa nueva polis. 

En el capítulo dedicado a María Zambrano, en Políticas de lo sensible, Alberto Santamaría se pregunta por qué Platón excluía a los poetas de esa ciudad. Stephen  Mulhall, en The Wounded Mulhall, un libro sobre literatura y filosofía que reflexiona sobre el personaje de Elizabeth Costello de Coetzee, comienza discutiendo a la honorable filósofa moral de Cambridge Onora O`Neill que desprecia toda filosofía que no sea argumentativa y analítica y excluye al estilo wittgensteiniano del espacio de la filosofía genuina. En el capítulo VI de su libro Memoria de la revolución, titulado "Los espacios de la tradición", Edgar Strehle discurre sobre la obra de Christine de Pizan (1364-1430): en lo que me parece que fue la primera utopía humanista, Christine de Pizan, en La ciudad de las damas, describe un reino habitado por todas las mujeres de la historia real o mítica cuyas gestas no son reconocidas por los hombres y que por ello se refugian tras esos muros de resistencia hechos de palabras. Pizan se siente llamada al acto de fundar esa ciudad, en un gesto que hoy reconocemos como un acto político instituyente. Ella fue de hecho, en una larga serie de escritos, una fina filósofa y consejera política, aunque la historia posterior haya confirmado sus temores de ser ocluida, hasta que recientemente las historiadoras feministas le han vuelto a conceder la ciudadanía de la república de las letras.

En los textos anteriores encontramos buenas razones en las que se reivindican los papeles de ciudadanía de quienes son excluidos por las visiones canónicas de la república de las letras. Alberto Santamaría, siguiendo a Zambrano, nos enseña por qué la poesía, que suspende la relación semántica entre palabra y cosas, entre lenguaje y realidad, debe figurar como una forma de conocimiento y como un ejercicio de filosofía. La poesía, nos dicen María Zambrano y Santamaría, expande lo sensible. Es una razón que los lectores de Rancière reconocemos y apreciamos y que nos resulta convincente. Nos lleva a las Cartas sobre la educación estética de la humanidad de Friedrich Schiller, en las que proponía que la educación de la sensibilidad era la única alternativa política aceptable en un mundo dividido entre la anomia y la violencia. Mulhall, por su parte, trata de explicar por qué la forma relato es tan importante como la forma argumento en la escritura y su razón es similar a la que propone Alberto Santamaría: los relatos, ciertos relatos, expanden "las afecciones del corazón", una expresión que Spinoza nos enseñó y que por él forma parte de la historia cultural de la sensibilidad. La historia de la escritura, como otras artes plásticas o escénicas, es la historia de la sensibilidad, una historia agónica de continua destrucción y reconstrucción de los muros que acogen y excluyen. 

Christine de Pizan, comienza su relato indignada por un escrito de un clérigo del tiempo contra las mujeres: 

Me preguntaba cuáles podrían ser las razones que llevan a tantos hombres, clérigos y laicos, a vituperar a las mujeres, criticándolas bien de palabra bien en escritos y tratados. No es que sea cosa de un hombre o dos, ni siquiera se trata de ese Mateolo, que nunca gozará de consideración porque su opúsculo no va más allá de la mofa, sino que no hay texto que esté exento de misoginia. Al contrario, filósofos, poetas, moralistas, todos –y la lista sería demasiado larga– parecen hablar con la misma voz para llegar a la conclusión de que la mujer, mala por esencia y naturaleza, siempre se inclina hacia el vicio.

Se le aparecen entonces tres damas que le encomiendan la fundación de la nueva ciudad: 

Debes saber que existe además una razón muy especial, más importante aún, por la cual hemos venido, y que vamos a desvelarte: se trata de expulsar del mundo el error en el que habías caído, para que las damas y todas las mujeres de mérito puedan de ahora en adelante tener una ciudadela donde defenderse contra tantos agresores. Durante mucho tiempo las mujeres han quedado indefensas, abandonadas como un campo sin cerca, sin que ningún campeón luche en su ayuda. Cuando todo hombre de bien tendría que asumir su defensa, se ha dejado, sin embargo, por negligencia o indiferencia que las mujeres sean arrastradas por el barro. No hay que sorprenderse por lo tanto si la envidia de sus enemigos y las calumnias groseras de la gente vil, que con tantas armas las han atacado, han terminado por vencer en una guerra donde las mujeres no podían ofrecer resistencia. Dejada sin defensa, la plaza mejor fortificada caería rápidamente y podría ganarse la causa más injusta pleiteando sin la parte adversa. En su ingenua bondad, siguiendo en ello el precepto divino, las mujeres han aguantado, paciente y cortésmente, todos los insultos, daños y perjuicios, tanto verbales como escritos, dejando en las manos de Dios todos sus derechos. Ha llegado la hora de quitar de las manos del faraón una causa tan justa.

Esa ciudad de resistencia que propone Pizan volverá a ser recuperada por Gloria Anzaldúa siglos más tarde cuando proponga a las mujeres, a todas, trabajadoras o intelectuales, que agarren un cuaderno y se pongan a escribir. Virginia Woolf había considerado con razón que, para entrar en la república de las letras, las mujeres tenían que conquistar antes un sueldo y una habitación propia, pero ella estaba pensando aún en la escritura como un ejercicio modernista de alta cultura. Anzaldúa llama a un ejercicio ilimitado de la escritura: toda persona debe escribir para pensar y para crear un espacio, una ciudad interior de resistencia. Escribir aunque sea medio a oscuras, con el cansancio de un día de trabajo y alboroto de niños, o de desesperación por la falta de trabajo y por las miserias del día. 

Una vez que derribamos esas murallas que dividen la alta cultura y la cultura popular, la escritura puede recuperar su viejo ideal de república de las letras que, como en la película Kamchatka de Marcelo Piñeyro, 2002, maravillosamente interpretada por Ricardo Darín y Cecilia Roth, se constituye en un último espacio de resistencia contra la realidad violenta y miserable, un lugar que levanta murallas a un tiempo territorios de imaginación futura y de sensibilidad presente.

El arte, la literatura, el pensamiento no tienen formas canónicas. Pueden constituir, como de hecho son, campos intelectuales de competencia, mercados de distinción que ordenan en jerarquías a la gente que entra es ellos, pero no tiene por qué ser así, algo que existe bajo una forma social de mercancía. La vieja idea de la república de las letras no es la del mercado de las palabras. Es la propuesta de una ciudad infinita en donde toda persona funde una ciudad de resistencia y acogida. 





sábado, 21 de noviembre de 2020

Ética de los objetos

 



La historia de la filosofía está llena de quejas contra la dicotomía sujeto-objeto. Hegelianos, heideggerianos y posmodernos han clamado contra esta división. Heidegger explicó con claridad que, en el mundo a mano, el equipamiento que nos permite continuar en la existencia, forma un continuo con otras característica de nuestro ser. La herramienta se hace a la mano como la mano se hace a la herramienta y sólo la notamos como una cosa, como un objeto escindido, cuando algo falla y no va bien. Para la carnicera y el cocinero los cuchillos no existen como tales hasta que no pierden filo y hacen necesario pensar en ellos, para mí, las gafas sólo aparecen como objetos cuando no las encuentro o cuando la mascarilla las empaña.

Por otra parte, como ya he tenido la ocasión de comentar en este blog, los objetos tienen vida social: a veces son mercancías, a veces regalos invaluables. La mercancía, aclaraba Simmel, es una cosa deseada que se resiste a ser poseída y que por ello exige un sacrificio: el de otra cosa que se intercambia por el objeto de deseo. Marx, por su parte, había teorizado por cómo la mercancía al circular bajo la forma dinero y reproducirse bajo la forma salario entrañaba una doble alienación: la del objeto de su productor y la del productor mismo convertido en mercancía por su salario. Producía, a su vez, el ocultamiento las relaciones sociales implicadas en la producción y circulación y por ello la cosificación de estas relaciones, como si fuesen los objetos mismos los que entrasen en acciones y reacciones.

Nunca como ahora son tan verdad estas apreciaciones, pero también se muestran cada vez más insuficientes para entender la complejidad de las formas sociales que caracterizan a los objetos en el capitalismo cognitivo. Arjun Appadurai había notado que la existencia de los objetos como dones o como mercancías es una vida social histórica y contingente: objetos que son muy apreciados pueden ser puestos a la venta y ciertas mercancías pueden devenir en objetos de culto. A pesar de estas relativizaciones que ha hecho la teoría de la cultura material, queda mucho por investigar y descubrir en el modo en que las redes de objetos se entrelazan con las redes de relaciones sociales en un entorno técnico en el que el conocimiento existe en una posición intermedia entre artefactos cada vez más activos y agentes cada vez más expertos.

La teoría del actor red de Bruno Latour, los análisis de la socióloga de la ciencia Karina Knorr-Cetina  y del promotor de la idea de la cognición distribuida, Edwin Hutchins, explicaron hace dos décadas que los procesos de conocimiento en la sociedad de conocimiento se producen por un entrelazamiento de acciones que se dan entre personas y objetos de forma indistinguible. Knorr-Cetina hablaba de objetos epistémicos para nombrar a los objetos cuyas relaciones entre sí no pueden separarse de sus relaciones con personas. Todo esto que se aplicaba muy bien a la vida del laboratorio o a los grandes superorganismos científicos como las máquinas del CERN se aplica ya a la vida cotidiana como parte de nuestro mundo a mano.

La persona mayor que aprende a usar el Whatsapp del móvil para hablar con sus familiares, el profesor reacio a las tecnologías digitales que se ve obligado por la pandemia a dar sus clases a través de una plataforma, la política astuta de la vieja escuela que se fía de su gestora en redes más que de sus asesores de ciencia política, todos ellos, se comunican y relacionan a través de un entramado cognitivo, emocional y técnico de objetos: algoritmos sensibles a las relaciones personales, redes de satélites y centrales de datos que se coordinan para no producir atascos de mensajes, compañías que explotan comercialmente los datos que obtienen de los usuarios,…

Todos estos procesos se desarrollan de forma tan implícita o subcognitiva como los procesos cognitivos subconscientes en el cerebro. Pero aquí están implicados intercambios de información e inteligencia tanto humanos como no humanos. Este carácter no consciente, incorporado en los procesos físicos al tiempo que informacionales, hace que los aspectos normativos de tales intercambios y de la relacionalidad de los artefactos quede oculta. Necesitamos un poco de conocimiento experto para que se hagan realidad nuestras relaciones sociales en un entorno como el digital, que exige a su vez grandes incorporaciones de inteligencia y conocimiento en los artefactos que median las relaciones. Cierto. Sin embargo, se podría creer que basta con ser un usuario experto para moverse en estos entornos y dejar las cuestiones de orden epistemologico, ético y político al margen. Y no es así. Al contrario. Nos concierne el conocimiento oculto y ocultado en la relacionalidad de los artefactos. Nos concierne epistemológica, ética y políticamente.

Se pueden aducir miles de ejemplos, y la crítica de las redes y las plataformas de las macroempresas oligopolistas ha ofrecido numerosas observaciones y razones. Pero la mayoría de los procesos en los que estamos implicados deja abiertas tantas preguntas que nos encontramos sumidos en nieblas que son tan peligrosas como las nieblas físicas para la conducción. Pensemos en objetos epistémicos como las pruebas PCR o de antígenos para detectar la carga viral en la pandemia de Covid19. Estos artefactos entran en relaciones emocionales, cognitivas, políticas, con los expertos, con las autoridades, con la gente en general, provienen de una historia singular de diseño y de puesta a prueba. Son objetos abiertos cuyo funcionamiento en la vorágine de prácticas es difícil de determinar incluso para los expertos, y cuya gestión social, económica y política es aún más enrevesada. Son, por su carácter relacional, objetos que tienen dimensiones epistemológicas éticas y políticas intrínsecas a su diseño y operación. 

Los objetos que nos rodean están sometidos a dinámicas abiertas. Se transforman, nos transforman, los transformamos, siguen sendas extrañas llenas de bifurcaciones todas ellas cargadas de consecuencias y muchas veces de valor. Introducimos un objeto en nuestra intimidad y su naturaleza relacional llama a otros objetos y procesos que, a su vez nos interpelan y hacen reaccionar. Objetos comunicativos como los televisores que se introdujeron en los salones y comedores de las casas de los años cincuenta, para hacer que las radios transformasen radicalmente sus formas y contenidos, y ahora se encuentran acorralados por las plataformas de contenidos, por las series o las producciones de youtubers exitosos, televisiones que cada vez quieren parecerse más a una inmensa tablet o quizás a un smartphone gigante que observa más que es observado, que toma más de lo que ofrece. Pensamos en mentes avispadas detrás de todos estos entornos y solo hay al final comerciales agobiados por los de recursos humanos que, a su vez, están agobiados por los departamentos de planificación, quienes, por su parte, son empujados por gráficos que nacen de algoritmos y programas que han tenido que aprender a usar pero no conocen bien.

La ignorancia de estas dimensiones es una de las formas de ceguera que nos aqueja. Similar a la ceguera que tantas generaciones han tenido con respecto al daño causado innecesariamente a los animales, por ejemplo en la experimentación o en las corridas de toros. Muchas de las intuiciones éticas, que fueron pensadas para entornos artificiales con características muy distintas, donde los objetos se dividían en pocas clases: objetos sagrados, objetos consumibles, herramientas, ..., no planteaban las capas de opacidad epistémica, ética y política que generan los nuevos sistemas sociotécnicos. Cuando leemos textos de ética aplicada a estos entornos, a las bioingenierías, a las inteligencias artificiales, etc., encontramos pocas alternativas más que consecuencialismos frente a éticas kantianas. No es sean incorrectas pero la sensación es que iluminan poco más que las viejas linternas de petaca, de luz mortecina y breve duración. Todos los detalles (donde habitan los diablos) quedan en la oscuridad. 

Necesitamos con urgencia pensar en estos aspectos epistémicos, éticos y políticos de los objetos, pero necesitamos también para ello nuevas antropologías de los entornos artefactuales en que vivimos. Los objetos relacionales en los que consisten nuestros ámbitos de existencia son objetos abiertos, que se despliegan en dinámicas contingentes, imprevisibles, irreversibles muchas veces, que exigen formas de conocimiento que aún están por desarrollar. Los grandes sistemas de ética nacieron de dicotomías sujeto-objeto que ya eran equivocadas cuando se originaron, pero que ahora necesitan nuevas ontologías y, sobre todo etnografías particularizadas de las extrañas sendas que recorren los complejos de comunidades humanas y no humanas. 

domingo, 15 de noviembre de 2020

Entre Tolstói y Dostoievski

 


Es el libro de George Steiner que más ha logrado impresionarme: Tolstói o Dostoievski. Fue la primera obra de Steiner y sigue pareciéndome la mejor. Es una lectura de las obras de estos dos gigantes que contiene dos tesis: una, literaria, sostiene que la escritura de Tolstói es épica y que debe ser comparada con la de Homero mientras que la de Dostoievski es dramática y su referente es Shakespeare. Es una tesis intrigante para que la debatan quienes se ocupan, como Steiner, de literatura comparada. La segunda es mucho más apasionante y controvertida: Tolstói representa a la mentalidad profética, utópica, que cree y promueve el perfeccionamiento de la humanidad y afirma que el único reino de los cielos posible debe ser realizado en la Tierra. Dostoievski, por el contrario, representa la mentalidad conservadora, la que está segura de la maldad intrínseca de los humanos, de su maldición y de la imposibilidad de redención en esta vida.

Steiner, por convicción, está del lado de Dostoievski, pero su corazón e inteligencia le llevan a una admiración sin límites de Tolstói. En la confrontación de sus puntos de vista sobre la historia y el mundo están reflejadas las contradicciones más fundamentales del pensamiento de la humanidad. Cuando la filosofía se olvida de ella y se sumerge en los tópicos y modas del momento se acartona y convierte en puro funcionariado de la ideas. Homero y Tolstói están del lado de quienes conocen bien la violencia y capacidad destructiva de los humanos, el imperio de la violencia y el terror, pero tienen fe en las fuerzas de la vida, en el poder de la situación y en el valor de la agencia humana. Los relatos de Homero y Tolstói están llenos de objetos, texturas, descripciones concretas y de encuentros memorables de felicidad en los más terribles momentos de la historia. Un Aquiles desolado por la muerte de su amigo organiza unos juegos fúnebres que se llenan de alegría y placeres. Un Pierre Bezújov en el calabozo del ejército francés, mientras Moscú se derrumba en llamas y destrucción, encuentra la felicidad en una patata con sal que le ofrece un amigo que acaba de conocer. En esa patata, piensa Tolstói, se encuentra toda la promesa de salvación humana, la que se puede encontrar en medio de la desolación y que brilla con la luz de la fraternidad de los caídos. 

En el extremo contrario de la filosofía de la historia está la obra maestra de Dostoievski, Memorias del subsuelo, la obra que transformó a Nietzsche y está contenida en Kafka. Dostoievski, el urbano, el especialista en oscuros pasillos y malolientes habitaciones donde mora toda la miseria, dibuja una topografía de la mente y desciende al subsuelo con una falta de compasión que Freud tendría que admirar. Allí solo encuentra resentimiento, una reacción antisocial que aumenta con la inteligencia del protagonista, que se sabe en una doble condición y que habita en un yo dividido entre el ser público que habita las habitaciones del principal y el entresuelo y la miserable criatura que reside en los sótanos del alma. 

Dostoievski el inmisericorde se describe a sí mismo pero sobre todo retrata a brochazos la vaciedad de su generación, del superficial enfrentamiento entre el elitista Turgeniev de Padres e hijos y el nihilista de izquierdas Chernichevski del Qué hacer. Dostoievski solo cree en el pecado, en la irredención. Todas sus novelas comienzan o terminan en asesinatos infames, crueles más por el desprecio con que son realizados que por el acto en sí. La ciudad es el infierno interminable. La oscuridad de Petersburgo es todo a lo que puede aspirar el ser humano. No hay un cielo como el que admira el príncipe Andréi, caído en la batalla o Pierre en la oscuridad de Moscú, desde el trineo que le devuelve a su domicilio.

Es la contradicción metafísica fundamental, que no puede ser jamás confundida con posiciones políticas de izquierda o derecha. En los dos espacios, en todas las generaciones, encontramos la vaciedad de los salones y academias que horrorizan a Tolstoi, a seres oscuros como Andrei y a seres despreciables como Raskolnikov o malvados como el Piotr Verjovenski de Los demonios. Es raro encontrar ya en los textos de ética y filosofía moral interpelaciones a las profundidades de la mente y la agencia como las que significan las obras de Tolstói y Dostoievski, y la apelación a la elección entre la esperanza en esta vida y la desesperación irredenta. La muerte de Iván Illich es una suerte de respuesta a Memorias del subsuelo. No es una obra sublime como Anna Karenina o Guerra y paz, pero es una buena respuesta al personaje del subsuelo.

Leo con curiosidad la recién publicada Tercer acto de Félix de Azúa, una confesada falsa autobiografía de pretensiones generacionales con la curiosidad de quien busca alguna suerte de explicación más que nostalgia, conmiseración o ira contra los yoes del pasado que parece encontrar por doquier en sus irritados artículos, como fantasmas suyos del presente. No la encuentro. Me parece un diario que podría haber sido escrito por cualquiera de los varones que pueblan las tertulias de Tolstói. Una aparente autocrítica que no es sino autocompasión y desprecio elitista: 

Íbamos goteando sobre una Barcelona sin Franco como el líquido que escapa lentamente de los frenos hidráulicos, de modo que para cuando comprendimos que todo había vuelto a la así llamada normalidad ya era demasiado tarde y el pequeño grupo iría acelerando su caída hacia la insignificancia sin poder ponerle remedio: no funcionaban los frenos.

No están entre Tolstói y Dostoievski estas conmiseraciones de intelectual en su invierno, están, quizás, y así han sido saludadas por una crítica afín, todo lo más, entre Turgueniev y Chernichevski. 


sábado, 7 de noviembre de 2020

Hilando con Spinoza

 


Es en las épocas de grandes crisis cuando vuelven las preguntas sobre cuál es la dimensión de la agencia humana en una historia desbocada y en un mundo ordenado por las causas y los azares. Las ideologías religiosas y tantas veces las políticas han levantado mapas planetarios, geoestratégicos, que hablan de postrimerías, de fuerzas inconmensurables y procesos irreversibles en los que la voluntad de personas, grupos, movimientos e instituciones no parecen ser más que náufragos llevados por las corrientes de los océanos de la historia.  Economía, mercados y tecnología parecen haber tomado el testigo de los dioses de otro tiempo como escribas ciegos e iletrados que llenasen las páginas del porvenir de líneas sin sentido. Es en esas épocas de oscuros designios cuando se encienden pequeñas velas de esperanza y humanismo por allá y acullá llamando a redimensionar los mapas de la historia y levantar los planos de la vida usando una escala humana, la escala de la experiencia, del sufrimiento y de los anhelos y deseos.

Así, en la derrota de la democracia ateniense por las armas de la oligarquía aliada con los ejércitos de Esparta, Protágoras levantó su proclama de lo humano como medida de todas las cosas presentes o futuras. Cuando Tomás de Celano, amigo de Francisco de Asís, escribió en Dies irae, un canto a la esperanza en una Italia devastada por las guerras imperiales y papales. Un canto que resonó en el norte de la península italiana, en Petrarca, Dante, los retóricos y los humanistas de las repúblicas burguesas del Véneto, la Lombardía y, sobre todo la Toscana, en una exuberante fuente de escritos defendiendo la capacidad humana para sortear los azares de la fortuna, llamando a una fusión del pensamiento y la acción, de la pluma y la espada.

Pero fue Spinoza el judío excomulgado por su propia comunidad, aislado en una diáspora interior, quien en una Europa cruel, atravesada por la muerte, por el ascenso de imperios y autoritarismos, acosado por el asesinato de sus amigos republicanos, quien volvió a levantar las banderas de la esperanza con una filosofía de la potencia y la agencia humana, de la fusión del cuerpo y el entorno, de la superación por la creatividad y actividad humana de las fuerzas de los azares que afectan al cuerpo, personal y social.

La filosofía política del último tercio del siglo pasado, que veía el ascenso victorioso de la marea neoliberal, de la mano de Antonio Negri y Gilles Deleuze y tantos otros, volvió sus ojos al filósofo vulnerado y derrotado pero siempre resistente. En Spinoza. Filosofía práctica, escribe Deleuze:

Esta vida frugal y sin pertenencias, consumida por la enfermedad, este cuerpo delgado, enclenque, esta cara ovalada y morena con sus brillantes ojos negros, ¿cómo explicar la impresión que dan de estar recorridos por la Vida misma, de poseer una potencia idéntica a la Vida? Con toda su forma tanto de vivir como de pensar erige Spinoza una imagen de la vida positiva, afirmativa, contra los simulacros con los que se conforman los hombres. Y no sólo se conforman con ellos, sino que el hombre odia la vida, se avergüenza de la vida; un hombre de la autodestrucción que multiplica los cultos a la muerte, que lleva a efecto la sagrada unión del tirano y del esclavo, del sacerdote, el juez y el guerrero, siempre ocupado en poner cercos a la vida, en mutilarla, matarla a fuego lento o vivo, enterrarla o ahogarla con leyes, propiedades, deberes, imperios: tal es lo que Spinoza diagnostica en el mundo, esta traición al universo y al hombre. […] En el reproche que Hegel hará a Spinoza, haber ignorado lo negativo y su potencia, reside la gloria y la inocencia de Spinoza, su más propio descubrimiento. En un mundo roído por lo negativo, él tiene suficiente confianza en la vida, en la potencia de la vida, como para controvertir la muerte, el apetito asesino de los hombres, las reglas del bien y del mal, de lo justo y de lo injusto. Suficiente confianza en la vida como para denunciar todos los fantasmas de lo negativo. La excomunión, la guerra, la tiranía, la reacción, los hombres que luchan por su esclavitud como si se tratase de su libertad, forman el mundo de lo negativo en el que vivía Spinoza […] Todas las formas de humillar y romper la vida, todo lo negativo, tienen, según su opinión, dos fuentes, la primera vertida hacia el exterior y la otra hacia el interior, resentimiento y mala conciencia, odio y culpabilidad. «El odio y el remordimiento, los dos enemigos capitales del género humano.»  Denuncia sin cansancio estas fuentes en su vinculación con la conciencia del hombre, y anuncia que no se agotarán sino con una nueva conciencia, bajo una nueva visión, en un nuevo apetito de vivir. Spinoza siente, experimenta su eternidad.

No es extraño que el humanismo del siglo XXI representado por las filósofas de lo positivo: Haraway, Butler, Braidoti, vuelvan a los mismos temas de la potencia de lo corporal, de la simbiosis con la vida, de la sensibilidad al daño ajeno y sean las herederas del guadiana humanista en un mundo posthumano.

La gran filosofía siempre ha desconfiado de lo positivo. Hay razones para ello. El pensamiento neoliberal, en su nuevas máscaras de lo humano ha difundido el “tú puedes”, los pensamientos positivos y los deseos de felicidad como ideologías que esconden la destrucción de las subjetividades, la nueva sumisión a un capitalismo salvaje y la destrucción del mundo. Pero no basta denunciar lo falso de este mensaje. Lo que hay que preguntarse es por qué cala tanto. En un magnífico libro que publicará muy pronto Antonio J. Antón Fernández, El sueño de Gargantúa. Distancia y utopía neoliberal, recorre el pensamiento político de la modernidad para sustentar la tesis de que la utopía que realmente ha funcionado en el mundo moderno ha sido la utopía liberal, la promesa de una familia, una casa, un trabajo estable y seguro, una protección contra la invasión del estado a través de la propiedad privada. El pensamiento de la izquierda, organizado por la lucha contra los agravios, prohibiendo siempre toda imaginación utópica por peligrosa, no ha entendido nunca la fuerza de la utopía liberal y cómo se ha construido en ideología persistente entre los grupos y estratos de la sociedad que aspiran a una existencia humana.

Es por eso que las débiles llamas de las filósofas neo-spinozianas, que recuperan la otra tradición utópica de trascendencia de un presente desolado puede que sean la última esperanza contra la ceguera y la sumisión voluntaria. La utopía, nos enseña Fredric Jameson, se entiende mal si la leemos como un relato de fantasía social. La utopía es un método, una estrategia de trascendencia de lo real y de sus aparentes determinaciones a través de la fuerza del deseo y del amor. Spinoza nos enseña que el amor y el miedo son las dos pasiones que ordenan la vida en plazos largos, y que solo el amor que protege el deseo de otro mundo puede acompañar a la fuerza de la razón para defender la potencia de la vida.

Donna Haraway, con su finura irónica y poética llena siempre de metáforas incisivas, ha ofrecido una que define el método utópico para los tiempos de desgracia: hacer croché, tejer lazos que nos abriguen de los fríos cósmicos de estos tiempos. Contra la utopía liberal de la casa-castillo y el ego autoalimentado, los entrelazamientos comprometidos en una nueva simbiosis de cuerpos, almas y entorno, sintiéndose, como ella también ha dicho, “animales de compañía”, porque nadie se come a los animales de compañía, ni ellos se comen a quienes acompañan. Devenir mestizas, que proponen Braidotti y Anzaldúa, devenir antígonas capaces de llorar las muertes de los otros estigmatizados por el poder, afirma Butler, poner en pie movimientos que no estén solo basados en políticas del agravio sino, más allá, en la fuerza de la utopía, propone Wendy Brown.

El imperio de la utopía liberal y la sumisión de la izquierda a la pura reacción del pensamiento negativo han sido las reglas que han ordenado la cultura moderna. El frágil Spinoza y la débil llama de la vela de su escritorio muestra otros túneles escondidos a los viejos topos de la historia.


sábado, 31 de octubre de 2020

Virtú y Fortuna: la invención del humanismo

 





En los cíclicos tiempos de oscuridad, la débil llama del humanismo indica el camino de la libertad. Fue el humanismo renacentista el que creó el concepto moderno de libertad en la desolación de tres siglos de violencia. En las tormentas de la historia, vuelve el humanismo a renovar las humanidades, donde se va depositando la memoria y la experiencia de la humanidad, en archivos que con el tiempo enmohecen y se acartonan, y retorna al impulso utópico que liga eternamente la justicia, la libertad y el cultivo de la sensibilidad. 

Harry Lime, el poliédrico personaje de Graham Greene y Orson Welles, recuerda esta historia en El tercer hombre con su tantas veces escrito diagnóstico: "En Italia, en 30 años de dominación de los Borgia, no hubo más que terror, guerras y matanzas, pero surgieron Miguel Ángel, Leonardo da Vinci y el Renacimiento. En Suiza, por el contrario, tuvieron 500 años de amor, democracia y paz. ¿Y cuál fue el resultado? El reloj de cuco".  Fue mucho más, una mucho más larga historia de luchas de las ciudades-república norteitalianas contra los bárbaros que venían de Germania reivindicando el imperio y acabando con sus frágiles gobiernos elegidos por el pueblo. Era el despertar de la burguesía revolucionaria que admiraba Marx. El gran prosista e historiador que fue Eugenio Garin describía así estos tiempos:

"Si queremos, pues, comprender aquella íntima fusión de cultura y de vida, aquel culto profundamente sentido del saber, entendido como animador de toda actividad, habremos de poner atención sobre todo en el siglo XV. Fue durante este siglo cuando un pontífice podía enlazar plenamente los intereses políticos y culturales, cuando un príncipe trataba con idéntica gravedad una seria cuestión diplomática y la búsqueda de un objeto raro y precioso, cuando un erudito dejaba por un momento la lectura de Salustio para ir a apuñalar a un tirano. Lo clásico, redescubierto, se convertía en sangre y acción; hombres políticos y genios militares se conmovían ante César y Escipión, y, convertidos en nuevos mecenas, se rodeaban de historiadores y de poetas que hiciesen inmortales su nombre y su siglo, semejante al de Augusto"

El erudito que deja por un momento el texto para apuñalar a un tirano, lo clásico convertido en sangre y acción, es la figura que mejor representa el momento de la astucia de la razón que mira hacia atrás, a los historiadores y retóricos de la Roma republicana para buscar palabras que ponerle al futuro de su ciudad. Dante escapando a los golpes de estado de su ciudad promovidos por los güelfos, Salutati y Leonardo Bruni celebrando la valentía de Florencia en su lucha contra los señores de Milán, los Visconti guerreros, reflexionando sobre lo poco prudente que es contratar mercenarios y sobre cómo las murallas deben ser defendidas por los propios ciudadanos conscientes de sus libertades. 

Una larga historia de violencia; también de reflexión filosófica. La Florencia del XIV, XV y tal vez XVI, como la Viena de entresiglos, fue un espacio de contradicciones, disputas y rayos de luz que otras ciudades imitaron. Siguieron sus pensadores la estela de Petrarca quien eleva su voz en el canto "Italia mía":

Vosotros, a quien dio Fortuna el freno
de esta Italia granada,
por la que compasión ninguna os pliega,
¿qué hace aquí tanta extranjera espada?
¿Por qué el verde terreno
con la sangre barbárica se riega?
Un vano error os ciega;
veis poco, y os creéis ver demasiado,
pues en mano venal buscáis fe ardiente;
y cuánta es más la gente
más del rival es cada cual cercado.
¡Oh diluvio engendrado
de desiertos lejanos
para inundar nuestra campiña opima!
Si esto hacen nuestras manos
¿quién habrá que nos salve y nos redima?

Porque la cuestión que debaten los eruditos toscanos, lombardos, vénetos, de la Emilia Romaña es la cuestión de la Fortuna y de cómo los humanos pueden encontrar espacios de libertad en los reveses de la suerte. Vuelven sus ojos hacia la idea de virtud de los antiguos, pero no encuentran allí luz. Tampoco en la idea de humanidad caída de Agustín de Hipona, quien deja a los humanos elegir entre el bien y el mal pero su universo es determinista, su destino está escrito en el libro de la Providencia.

Nada está escrito, piensan. La virtú es la capacidad de imponerse a la Fortuna. Es la agencia humana que triunfa por sus propios empeños y capacidades contra la suerte. Fue Maquiavelo quien desarrolló a un tiempo el nuevo concepto de libertad republicana y de agencia como logro de la voluntad y de las capacidades. Fue el humanismo el que modificó para siempre las libertades de los antiguos y las convirtió en el nuevo ideal de ser humano que se confronta con la historia como un libro que ha de ser escrito con "sangre y acción", con la luz de las letras y la fuerza de la voluntad. El humanismo elaboró la idea de acción indirecta: formar la mente y el cuerpo para transformar la historia. 

Prendió esta nueva noción de libertad por una Europa asolada por la violencia. En las ciudades que crearon germanías y comunas para enfrentarse al Emperador; en la Amsterdam comercial donde Spinoza fue condenado por sus propios correligionarios a la humillación de ser atropellado y pisado a la puerta de la sinagoga; en las nieblas de Londres donde Tomás Moro soñó una tierra sin propiedad privada y una Iglesia sin privilegios.

Renació en los estados feudales de la Germania romántica, de la mano de un grupo de partidarios (decepcionados) de la Revolución francesa que propusieron la cultura como territorio de disputa, que Gramsci volvería a recuperar en los tiempos de derrota de la revolución italiana. 

El humanismo es la teoría y la práctica de la agencia humana que se niega al determinismo, a la providencia y al destino y dedica todo el tiempo útil a la formación y conformación de la agencia. Alberti, en su tratado De la familia, prescribe que todo tiempo que no es dedicado a la formación de la virtú es tiempo perdido. 

En los tiempos oscuros, cuando parece que todo canto es inútil, el humanismo convierte las humanidades, haciéndolas brotar de sus propias cenizas, en ejercicio, en cuidado y cultivo de la voluntad, en protección contra la suerte, contra la irrupción de la emoción ciega y en educación de una sensibilidad sobre la que reposa la capacidad de aprender de la experiencia, de convertir los agravios en experiencia y los triunfos en modestia. 

miércoles, 28 de octubre de 2020

Ernesto Sosa y la epistemología de virtudes

 




En estos breves minutos, Fernando Broncano-Berrocal y yo mismo queremos sumarnos al homenaje a Ernesto Sosa con un sentimiento común de haber desarrollado nuestras respectivas trayectorias bajo la sombra de su filosofía y también de su amistad. Dado lo escaso del tiempo nos limitaremos a subrayar lo que consideramos que son los puntos centrales que nos han influido como filósofos, que consideramos logros filosóficos de la mayor importancia. Como bien sabemos todos los que le hemos leído desde hace tantos años las preocupaciones y textos de Ernesto adoptan una forma espiral: giran siempre alrededor de los mismos puntos, pero expandiendo en cada curva el alcance filosófico al modo de la espiral logarítmica de Jakob Bernouilli (eadem mutata resurgo). Su punto de partida son las tradicionales dicotomías entre el coherentismo y el fundamentismo, el internismo y el externismo, el escepticismo y el dogmatismo de la certidumbre, así como otras de importancia más periférica alrededor del naturalismo, la referencia, la causalidad o el realismo. En resumen, las coordenadas básicas de la filosofía analítica contemporánea. Pero en esta continuidad se pueden observar tres aportaciones trascendentales para la filosofía que van más allá de los límites de la epistemología académica. Así, encontramos tres etapas significativas en esta expansión de su pensamiento, que básicamente coinciden con sus libros que recogen los artículos y las discusiones llevados a cabo en el ínterin.

El giro o momento perspectivista

Aunque Ernesto escribió artículos importantes ya en los sesenta, fue la década de los ochenta donde su voz adquirió una autoridad relevante en el panorama filosófico. Era el momento de mayor predicamento de las filosofías postmodernas hasta el punto de que Rorty y Putnam, entre otros, habían abandonado sus anteriores posiciones naturalistas y realistas por una suerte de neopragmatismo en versión posmoderna.

Ernesto entendió muy bien lo que estaba en juego. En varios artículos entre los que destacan “La balsa y la pirámide”, “Naturaleza sin espejos, epistemología naturalizada” o la citada “Filosofía seria y libertad de espíritu” mostró que muchas controversias académicas agrias estaban equivocando la diana filosófica y no acertaban por ello con los puntos en juego.  En Knowledge in Perspective (1991) aún no había desarrollado del todo la teoría de virtudes, pero el centro de su texto era ya original e inspirador para encontrar salidas a disputas inacabables. En esencia, su posición era que no había que elegir entre el relativismo al que condenaba el coherentismo o al punto de vista del ojo de Dios que proponía el fundamentismo. Proponía el perspectivismo (un término que para los hispanos nos lleva a Ortega) que en esencia afirma que la idea de perspectiva no tiene sentido sin suponer un espacio objetivo donde están presentes todas las perspectivas, pero que al tiempo es la condición natural de todo sujeto cognoscente: la perspectiva de su campo de creencias, de sus facultades, de la comunidad epistémica en la que está inserto y las circunstancias particulares del acto cognitivo. De las filosofías pragmatista y posmoderna recogía la idea de situacionalidad y de la filosofía más académica la de objetividad. La noción de perspectiva tiene una potencia  de análisis muy productiva: al mismo tiempo que describe la situación del sujeto permite introducir de forma natural la normatividad y la evaluación epistémica. Permite, por ejemplo, hablar de mejores o peores perspectivas y por ello desarrollar el concepto tan central para la epistemología de posición epistémica como algo que puede ser evaluado normativamente.

Aunque en el libro ya aparecía la idea de virtudes epistémicas como sustrato de este perspectivismo, aún Sosa no había desarrollado completamente la diferencia de la teoría de virtudes con el fiabilismo de Goldman que entonces comenzaba a dejarse oír.  Pero Sosa ya había manifestado una pasmosa capacidad de escucha y de comprensión de puntos de vista que parecían contradictorios. Es curioso que en un momento del libro parece reconocer que su posición es una suerte de pragmatismo a la Peirce, que define así: “La humanidad no puede jactarse de que la razón da acceso infalible a toda la realidad (incluso en principio), y sin embargo podemos confiar en nuestros esfuerzos que unen la coherencia racional con la exploración perceptiva. (En realidad no es que tengamos muchas opciones.)” (pg. 213). Aquí y en muchos párrafos del libro se puede observar que la mirada de su filosofía tenía un alcance más largo que las divisiones y polarizaciones del momento, pero sobre todo anunciaban una forma de hacer epistemología que iba más allá del mero análisis lingüístico del “S sabe que p” en que se había encerrado la filosofía analítica de las dos décadas anteriores. Poco a poco la epistemología de virtudes que aquí se anunciaba iba a recibir la atención que merecía.

El giro o momento metafísico

Los dos volúmenes sobre epistemología de virtudes de 2007 y 2009 respectivamente son la respuesta a la creciente atención que la epistemología de virtudes había ido recibiendo a lo largo de las casi dos décadas que los separan de Knowledge in Perspective. Fue una larga trayectoria en la que progresivamente el fiabilismo se fue disolviendo y la epistemología de virtudes fue convirtiéndose en una corriente ampliamente seguida y discutida, llegando a ser, como ocurre ahora, el paradigma dominante en epistemología.  En los círculos académicos la epistemología de virtudes competía con ciertas formas de fiabilismo y sobre todo contra el contextualismo, una corriente de la que cabe sospechar que había tomado mucho prestado del perspectivismo de Sosa sin reconocerlo abiertamente.

En estos dos libros, la estrategia de Sosa es análoga que al de la ética de virtudes en tanto que pretende explicar propiedades evaluativas o normativas (como correcto, incorrecto, malo, bueno, valioso, etc.) como propiedades sobrevinientes sobre propiedades no evaluativas que pueden ser descritas neutralmente. Así, en ética de virtudes, las acciones moralmente correctas son acciones que se explican por el hecho de haber sido debidas a, o fruto de, o promovidas por, virtudes morales estables. De forma análoga, creencias justificadas o conocidas (o creencias con cualquier tipo de propiedad epistémica) son creencias que se explican por el hecho de haber sido debidas a, o fruto de, o promovidas por, virtudes intelectuales estables. Puede haber desacuerdos acerca de cómo describir "neutralmente" las propiedades no normativas (las virtudes en cuestión), pero esta estrategia para conceptualizar las propiedades epistémicas normativas como el conocimiento o la justificación (en términos de propiedades no normativas de los agentes) es lo que ha creado el campo de cultivo para multitud de teorías de virtudes (y para unificar por ejemplo coherentismo y fundacionalismo, internismo e externismo etc.) Si algo caracteriza a la filosofía de Ernesto es, repetimos otra vez, la voluntad de dar una visión unitaria de lo mejor de cada una de las teorías en desacuerdo.

En las dos obras, Ernesto expuso la forma canónica de la creencia apta y del conocimiento reflexivo que constituyen el centro de la epistemología de virtudes, dejando claras las diferencias con el fiabilismo, el contextualismo y el naturalismo. Dejando a un lado todo el aparato técnico que desarrolla en el libro (aptness as accuracy because adroitness) y que ha sido discutido en innumerables lugares, desde nuestro punto de vista hay algo revolucionario en estos volúmenes para la epistemología y creemos que también para la filosofía en general. Frente a la epistemología académica, que mayoritariamente se había centrado bien en el significado del término “conocimiento” bien en las prácticas de adscripción del calificativo de “conocimiento”, Sosa respondía que la tarea de desentrañar qué sea el conocimiento es una tarea metafísica. Ni es semántica ni es tampoco la descripción de un proceso natural. Cuando Sosa define el conocimiento como un logro epistémico no por suerte que manifiesta competencia está introduciendo términos evaluativos densos (thick) que trascienden la dicotomía de lo descriptivo-normativo. “Logro” y “manifestación” son conceptos claramente metafísicos que se oponen a una noción causalmente plana del orden causal y nos lleva al gran problema metafísico de la huella de lo humano en la trama del destino o de la suerte. Después de Ernesto la epistemología se integra o quizás se reintegra a las grandes líneas de la filosofía de todos los tiempos. Desde la época del positivismo lógico no había habido una reivindicación de la epistemología tan clara, pero en este caso revirtiendo el giro lingüístico hacia un giro metafísico.

El giro o momento agencial

Aunque la agencia epistémica ha estado siempre presente en la obra de Ernesto, en sus dos últimos libros Knowing Full Well y Epistemic Explanations se convierte en una columna central de la epistemología de virtudes y, lo que consideramos como algo muy interesante, una integración completa de la epistemología en una visión normativa del ser humano. Aunque sin duda Descartes es el filósofo clásico más citado por Sosa, hasta el punto de que podría decirse que su filosofía es una suerte de neocartesianismo sin los estereotipos que se suelen adscribir al cartesianismo, nos atrevemos a situar su filosofía en un marco más amplio histórico que tiene que ver con el humanismo. Ya en la tradición escolástica, pero mucho más claramente en la filosofía del humanismo italiano, la pregunta central de la filosofía es la cuestión de la singularidad del ser humano. Los filósofos renacentistas propusieron como ideal de la excelencia humana el triunfo de la virtú contra la fortuna. La virtú es para el humanismo todo el conjunto de disposiciones que permite al ser humano triunfar sobre las contingencias en las diversas formas de la suerte y el destino.

En Knowing Full Well Ernesto sostiene que el conocimiento es un caso particular de actuación apta, así, el juicio que termina en una afirmación de creencia, la decisión que activa una acción y obtiene un resultado, como el caso de Diana la cazadora, e incluso el juicio y la decisión morales que nos permiten reconocer lo adecuado o no de una acción, comparten una misma estructura agencial que distingue a lo propiamente humano. Los humanistas florentinos decían que la gloria es el reconocimiento que recibe el agente por haber logrado lo que se propuso. Hoy lo llamaríamos menos épicamente el crédito. Y Sosa, con su modestia analítica característica  llama en Epistemic explanations el impulso por el logro normatividad télica. En Epistemic explanations, además, completa el giro agencial respondiendo, como siempre hace, a las diversas críticas, y proponiendo que que el trasfondo metafísico del conocimiento debe llevar a una teoría compleja de la agencia en la que se distingue una gradación que va desde el mero intento al logro completo.

En los ámbitos académicos, la filosofía de Ernesto Sosa se discute en sus detalles más técnicos, como corresponde a la buena filosofía analítica, pero en esta breve intervención hemos querido enmarcar los pasos centrales del desarrollo de su filosofía en un contexto más general en el que la epistemología profesional se convierte en una pregunta mucho más profunda sobre cuál es el lugar del conocimiento en la condición humana y cómo debemos situar las tradicionales disputas sobre el escepticismo en una tradición mucho más larga que habla de cuáles son las condiciones de logro o fracaso de nuestros planes y proyectos, donde la voluntad de intentar, la constitución, las competencia y la condición contingente y social nos permiten explicar por qué a pesar de la suerte en algunas ocasiones logramos lo que queríamos. Es algo que hace de la filosofía de Ernesto Sosa una aportación a la vez clásica y muy oportuna en nuestro tiempo. Tomando prestado de Daniel Dennett una metáfora, diríamos que la filosofía de Ernesto Sosa ha sido para nosotros como una cama elástica en la que cada vez que presionábamos más alcanzábamos más altura de miradas.

Ernesto Sosa (2018) La epistemología de virtudes (I) Creencia apta y conocimiento reflexivo, Editorial de la Universidad de Zaragoza

Ernesto Sosa (2014 Con pleno conocimiento, Editorial de la Universidad de Zaragoza

Sobre Fernando Broncano-Berrocal: https://www.fbroncano-berrocal.com/