domingo, 28 de marzo de 2021

Tiempo de silencio aficionado

 



Tenía que debatir este viernes con los alumnos y una compañera de departamento el libro de Zena Hitz Lost in Thought. The Hidden Pleasures of an Intellectual Life en el que reivindica la profesión intelectual como una vida de contemplación y distancia del "opinionismo", contra el intelectual a la europea y a favor de la vita contemplativa en aquel ideal que promovieron San Juan de la Cruz, Fray Luis de León y que formó parte de la autojustificación de la vida académica y dio argumentos también a quienes sostuvieron tantas veces la autonomía del arte basada en la dedicación de la vida a un tiempo de silencio aislado. 

La controversia sobre la autonomía del arte no es menos larga ni tediosa que la controversia sobre el enfrentamiento entre la vita activa y la vita contemplativa. Ambas constituyen la columna vertebral del libro que encuentra en la reivindicación de las virtudes de la vida intelectual una justificación actual para las humanidades, otra controversia que produce cansancio cuando se reduce simplemente a la defensa corporativa de una profesión.

La oposición de lo profesional y lo aficionado suele acompañar a la oposición de la dedicación al trabajo frente al ocasional compromiso intelectual o práctica con alguna causa, y en particular y de forma despreciativa si ese compromiso tiene que ver con la política y aún mucho más si tiene que ver con alguna política crítica del sistema dominante. El profesional, la profesional, se dice, tiene sus opiniones pero las guarda para el momento del voto. Su trabajo es neutral respecto a sus tendencias, y sus resultados deben huir de lo didáctico, lo expresivo, el realismo torpe o la repetición de estereotipos.

"Profesión". Porque es lo que desde Weber y mucho antes desde el romanticismo (que permanece en él mucho más de lo que pudiese parecer) está en cuestión. Lo profesional, en una de sus connotaciones, se opone a lo aficionado o amateur. El profesional se distingue del diletante, de quien se ha formado a sí mismo en el cultivo a tiempo parcial de un arte, escritura o dedicación al pensamiento. El profesional ha dedicado su vida a una actividad en la que es entendido, conocedor, competente. El aficionado deja entrever rápidamente sus carencias en cualquier obra que presente, es una persona torpe en sus vanos intentos de imitación, desmañada en sus producciones, alguien  que ser mirado con cierta comprensión e incluso simpatía pero no valorada. No ha dedicado su tiempo a la vita contemplativa, no ha profesado la religión del arte o la vida intelectual. 

En muchas de estas discusiones, que acogen en la misma habitación altas controversias como las que se enfrentaron en las guerras de la cultura contra el posmodernismo o charlas de café contra la colega comprometida, se mezclan de forma no siempre consciente, no siempre desinteresada, dos tipos de bases argumentales en cuya mezcla encuentro considerables dosis de mala fe, en el sentido sartriano de autoengaño. Se enturbia, para decirlo rápidamente, la cuestión del valor (estético, intelectual) de las obras con el valor del tiempo dedicado a producirlas, del tiempo de silencio y retiro de la vida diaria para pensar, leer, escribir, pintar, esculpir, danzar o tocar una sonata.

El profesional que desprecia la dedicación amateur y aún más la no dedicación completa a la profesión suele confundir el valor de su tiempo y el valor de su producto. El valor de las obras, lo sabemos bien, nace en fuentes muy dispersas que convergen en el río de la historia de la cultura. Obras que fueron bestsellers en su tiempo por sus cualidades cómicas, como El Quijote, se convierten con el tiempo en sublimes expresiones de la creación humana. El profesional suele confundir lo artesano de su trabajo, el innegable placer de quien hace algo con habilidad experta y lo sublime de su producto. Pero esa confusión es inquietantemente engañosa. Suele nacer en otras fuentes oscuras donde el resentimiento ensucia las aguas. Cuando escucho a colegas entrar en discusiones de este tipo, en las que suelo asentir y darlas por perdidas de antemano, no puedo dejar de preguntarme si acaso quien tantas invectivas produce por minuto se ve a sí mismo bajo la condición de eternidad y está convencido de que su obra tiene la calidad inmortal de los modelos que usa como ejemplo.

Se confunde el valor de la obra con el valor del tiempo de obrar, del tiempo de silencio en la lectura, en la escritura, en la pintura o partitura. Esa es una cuestión absolutamente distinta. El valor de lo desmañado, de un tiempo que no produce resultados sublimes sino simplemente tiempo de silencio está en otra parte, en otra lógica, no en la de la producción sino en la lógica de la autoconstrucción y autonomía. Quien escribe un diario, emborrona con dibujos cuadernos o agarra la guitarra no entra ni quiere hacerlo en la lonja inmortal de la cultura sino en la mucho más difícil tarea de organizar su vida. 

Suele ocurrir, por el contrario, que en un sistema de mercado como el que habitamos, la visión romántica o weberiana del profesional se confunda con la artesanía de la publicación, de la venta en galerías, de la oportunidad de haber entrado en la cuadra intelectual de una editorial dedicada a las formas de moda. No es que todo eso no tenga valor, que lo tiene, como toda artesanía. Frente a la producción industrial de bestsellers, que se aprende en muchas escuelas de escritura, hay que valorar sin la menor duda el trabajo artesano, más por lo que tiene de producción de valores de uso que de valores de cambio, más por lo que tiene de no dejarse llevar por la máquina de la industria cultural. Pero lo que hace valioso este tiempo es precisamente lo que tiene en común con el trabajo aficionado que no opera por el valor de cambio de su obra sino por la resistencia a la alienación que significan esos tiempos de silencio. 

La imprenta y el libro, se ha dicho muchas veces, llenó el mundo de escritoras y escritores más que de lectores, o más bien de gente que al leer se ponía inmediatamente a escribir. Y es sin la menor duda ese subproducto en donde encontramos el gran valor de la gran literatura  y del arte, en que abre posibilidades de afición, de exploraciones personales de autoconocimiento, de autoconstrucción y autoformación. Por el contrario, la pose elitista de los despreciadores profesionales produce lo contrario, que quienes podrían usar los instrumentos de la producción artesana para retirarse del tiempo de producción y consumo a un tiempo de autocreación, desesperen de su valor y se vuelvan hacia otras tareas que no les servirán de otra cosa que de distracción. El valor de la afición es el valor que tiene la apropiación del tiempo frente a la expropiación. Virginia Woolf lo sabía bien cuando hablaba de los tiempos y espacios propios. Anzaldúa también cuando recomendaba a las mujeres que si querían comenzar su propia vida se comprasen un cuaderno y empezasen a escribir.

Hay muchas cosas feas en el mundo que nos rodean, pero hay otras que llenan de esperanza como es la proliferación de grupos de lectura, de talleres de escritura (no dedicados a enseñar bestsellers), de clases de danza,.. Peter Weiss en su monumental La estética de la resistencia, y Rancière en La noche de los proletarios han recordado esos tiempos de resistencia en la práctica de la lectura en común, del teatro en común, aficionado, imperfecto, desmañado y, sin embargo, imprescindible para la conquista de la cultura, imprescindible incluso para que algunos profesionales abstraídos vivan de su profesión de malos o buenos artesanos pero discutibles dialécticos.



Un esquema de argumento





La Ley de Lotka, una variedad de la ley de Zipp nos informa de que en un intervalo de tiempo dado el número de contribuciones de singular importancia (calidad artística, filosófica,..., científica) es una función del número total de contribuciones en ese tiempo aproximándose a la forma de    donde a se aproxima a 2, lo que nos lleva a comprobar que solo una minoría de contribuciones son realmente valiosas. 

Por otro lado, muchos informes experimentales nos dicen que en contextos profesionales, especialmente en los académicos, el 90% de las personas consideran de sí mismas que están entre el 10% de los más inteligentes de su área profesional. 

El resultado es una función de carácter inverso del elitismo de la autoimagen frente a la probabilidad de que esa persona haya hecho una contribución realmente original y relevante a su tiempo.


CONCLUSIÓN

De hecho, la inmensa mayoría de quienes se consideran a sí mismos profesionales no pasan del estadio de artesanos y, diría más, del de simples amateurs comparados con quienes realmente aportan algo. 







sábado, 20 de marzo de 2021

Lo contrario del humanismo

 



 El humanismo es un sustantivo en busca de adjetivos: cívico, literario, ilustrado, romántico, marxista, ateo, religioso, burgués, liberal, socialista, … Lo contrario del humanismo, sin embargo, parece reducir el humanismo a una ideología ahistórica, esencialista y metafísica que, en el mejor de los casos, afirma la naturaleza humana y la unicidad de la humanidad y, en el peor de los casos, confunde la especie humana con el hombre, con la explotación de la naturaleza y con una suerte de pensamiento débil y blandito que aún cree en los derechos humanos, en la agencia y en la autoría.

En el bando opuesto al humanismo parecería que hay un frente unitario que, puesto que identifica claramente lo criticable del humanismo, lo hace desde una actitud común que evitaría las fragilidades del humanismo.  Si leemos la entrada Antihumanism de Wikipedia nos hallaremos entre los autores más reputados del pensamiento contemporáneo. Recojo algunos de ellos (en orden de aparición en el artículo): Nietzsche, Heidegger, Saussure, Levi-Strauss, Barthes, Lacan, Brecht, Derrida, Foucault.

En realidad, el antihumanismo necesita tantos adjetivos como el humanismo y se dirige a tantos supuestos objetivos teóricos que es difícil saber qué entiende por humanismo el antihumanismo. Lo humano se disuelve para algunas perspectivas en un trasvase de la teología a la creencia en el hombre, para otras en los modos de producción y reproducción social, para otros en los discursos del poder, para otros en la formación patriarcal de la reproducción social,… Y el resultado es un complejo de críticas entre las que no faltan las contradicciones: se acusa al humanismo de falta de historicidad, cuando enfrente encontramos una división blindada de filosofías a-históricas como las del estructuralismo lingüístico o antropológico o el marxismo de Althusser. En otro lado, Foucault, como Nietzsche, está del lado de las explicaciones genealógicas, y entre ellas las del concepto “hombre”, que tiene sin duda sus raíces en la modernidad, pero esas raíces tienen savias muy distintas: en las formas de humanismo más interesantes, no es la separación de la naturaleza lo que importa sino la resistencia contra la barbarie y la violencia inhumanas (que no animales). 

La crítica a la confusión entre la humanidad y el “hombre” tiene mucha razón y ha sido una confusión que atraviesa la historia (también la del antihumanismo: el sucesor del hombre en Nietzsche no es el lado femenino de la humanidad sino el Übermensch). Pero en el pensamiento humanista están autoras como Christine de Pizan, Mary Wollstonecraft, Simone Weil, Hannah Arendt o, más reciente, Judit Butler, por citar solamente algunas.Y si atendemos al marxismo humanista, tan denostado por Althusser: el Marx de los Manuscritos, el Lukács de Historia y conciencia de clase, el Karl Korch de Marxismo y filosofía, el Gramsci de los Cuadernos, Marcuse, Henry Lefebvre, Merleau-Ponty, Sartre, … una larga historia de pensadores que ciertamente están menos de moda, pero este es precisamente el problema, el por qué el antihumanismo se ha convertido en una suerte de atmósfera cultural que impregna todo. Lo cierto es que la casa del antihumanismo está tan llena de fantasmas como la del humanismo. La querella contra el humanismo raramente sobrepasa las fronteras del academicismo, aunque lo sea bajo un palio de crítica cultural.

En Buen trabajo del sarcástico novelista y crítico literario David Lodge (1988), su protagonista, Robyn Penrose, una feminista académica, se define como materialista semiótica, “una posición de sujeto en una red infinita de discursos –los discursos de poder, sexo, familia, ciencia, religión, poesía, etc.”, y cuando es criticada por sus concepciones deterministas afirma “antihumanista, sí, inhumana,  no…el sujeto verdaderamente determinado es quien no es consciente de las formaciones discursivas que le determinan”. Irónicamente, la protagonista tendrá que aprender que la realidad no está hecha de discursos sino de recortes de presupuesto que afectan al trabajo en la universidad, convertida cada vez más en una industria.

En realidad, lo contrario del humanismo no es el antihumanismo. Lo contrario del humanismo es la rendición a la barbarie.


lunes, 15 de marzo de 2021

Formas de negacionismo

 



Publicado en El laboratorio el 15 de marzo de 2021



El negacionismo se caracteriza habitualmente como una ignorancia voluntaria de todos aquellos hechos o posibilidades que, de conocerlos, obligarían a cambiar de actitud o al menos a sufrir alguna forma de disonancia cognitiva. El sociólogo Stanley Cohen estudió en su libro States of denial. Knowing about Atrocities and Suffering (Polity Press, 2000) los esfuerzos de los gobiernos para no enterarse de las violencias reales que se cometen bajo sus órdenes como, por ejemplo, las torturas o los sufrimientos que producen en la práctica sus órdenes ejecutivas redactadas en un lenguaje neutral. Cuando el negacionismo se convierte en un hábito de los Estados o de las sociedades, se instala en su misma fábrica un fallo sistémico que cabe definir como vicio público epistemológico, que tiene graves consecuencias políticas y morales.

Se produce el negacionismo en diversas escalas y con diferentes grados de perversidad. En un nivel micro, personal, psicológico, la ignorancia voluntaria y la insensibilidad inducida pueden ser en ocasiones un recurso necesario. Así, los estudiantes de medicina que tienen que realizar prácticas con cadáveres, hacen bien en acorcharse y no querer hacerse preguntas sobre la vida pasada de ese cuerpo. Más tarde, en su práctica diaria, tendrán que negociar su empatía para no ser absorbidos por una vorágine de sentimientos que impida su ejercicio profesional. Este no querer saber aquello que no concierne a la tarea inmediata, ocasionalmente es una muestra de capacidad de atención a lo que importa. Es un negacionismo inocuo. Pero es ocasional, relativo a planes de acción o investigación, y sumamente peligroso cuando se convierte en una actitud ante la vida.

El negacionismo se convierte en vicio epistémico cuando produce ignorancia estructural de aquello que tendría que ser sabido. Las modalidades en las que se presenta son muy variadas, aunque es posible seleccionar entre ellas algunas especialmente dañinas. El no querer saber suele ser el mecanismo epistémico más importante que sostiene la injusticia y las situaciones de opresión, explotación y exclusión. Una primera modalidad que da forma y estructura a las sociedades es la ignorancia de las experiencias de sufrimiento de quienes están en una situación social subordinada. Los grupos privilegiados y dominantes emplean una panoplia de armas y armaduras que tienen por objeto impedir que les afecte la experiencia de quienes sufren sus decisiones políticas y empresariales.

Hay diseños institucionales cuya principal función es la de producir ignorancia. Pensemos, por citar un caso, en la barroca burocracia que generan las administraciones en lo que respecta al contacto con los ciudadanos en múltiples aspectos de su vida cotidiana: está organizada en apariencia para ser neutral, pero en realidad lo está para que las experiencias concretas de daño no puedan ser siquiera enunciadas, algo que de ser representado como tal en los papeles, construiría un retrato monstruoso de la sociedad. Desde la falta de casillas donde explicar la situación personal y las fórmulas lingüísticas meliorativas que ocultan la descripción de la experiencia, a los tiempos largos de los procedimientos, una gran parte del sistema de contacto de la administración de los Estados y las empresas con los ciudadanos está diseñado para producir ignorancia de su situación real.

Muchas formas de negacionismo se encuentran en el corazón de los instrumentos epistémicos de los aparatos administrativos, pues los Estados, las empresas y las instituciones de todo tipo son también proyectos epistémicos. Así, por ejemplo, los sistemas de indicadores y estadísticas que forman la columna vertebral epistémica de las administraciones, seleccionan la información que llega y la que están dispuestos a asumir quienes controlan esas instituciones. Una empresa eléctrica, pongamos por caso, estará muy interesada en conocer la tasa de impagos que se da en un barrio, pero no los daños que causa un corte de energía eléctrica a una familia sin recursos. En la medida en que sea posible, la administración tenderá a sustituir el contacto directo con los ciudadanos a través de personas y funcionarios especializados, por máquinas automáticas que den respuestas pautadas e impidan cualquier otro tipo de pregunta que no sean las FAQ, es decir, las únicas preguntas que la administración está dispuesta a responder.

La forma más dañina de negacionismo estructural es la que se esconde bajo la neutralidad de las leyes y medidas que organizan la vida. Se disfraza de economía cooperativa la extensión de plataformas digitalizadas cuya consecuencia primera es convertir a los trabajadores en presuntos autónomos sin derechos y sin obligaciones empresariales. Se instituye un lenguaje de eficiencia en lo que no es sino expropiación de los servicios públicos en contratas a grandes monopolios empresariales especializados en dar peores servicios, con mayor explotación de sus trabajadores y mecanismos de exclusión que los Estados no podrían adoptar por sus obligaciones legales. Se estipulan leyes de organización del suelo que, bajo la promesa de futuros brillantes de desarrollo, hacen caso omiso de los informes que anticipan la degradación del suelo y del subsuelo, la destrucción del paisaje y de la variedad biológica, y la exclusión de las formas de vida ancestrales que mantenían formas de equilibrio ecológico necesario.

Así, por ejemplo, se constituye todo un aparato ideológico llamado Cuarta Revolución Industrial que convence a ciudadanos e instituciones de la imposibilidad de alternativas tecnológicas que no sean las de la automatización masiva de las decisiones, sin querer poner en marcha estudio alguno que informe de las tasas de falsos positivos y negativos que generan las decisiones de los algoritmos a cargo de las decisiones. El aparatoso lenguaje ingenieril está ordenado para producir opacidad y falta de transparencia sobre cuáles son los valores reales que tiene en cuenta el algoritmo que decidirá la concesión de un servicio médico, de una libertad condicional, de un crédito a una familia con recursos escasos, de un trabajo a una persona con perfil no estándar, de una pensión por jubilación o incapacidad, de una prórroga de contrato eléctrico o telefónico.

El negacionismo tiene muchas formas, pero las dos básicas son las de no querer saber lo que ocurre y las de no querer saber lo que podría ocurrir. Los daños a la lucidez y a la imaginación son las modalidades que infectan a nuestra sociedad, que se proclama «del conocimiento» y sin embargo no tiene menos zonas de ceguera epistémica que aquellas sociedades premodernas o medievales a las que presume haber superado.


domingo, 7 de marzo de 2021

¿Quién habla por la humanidad?


 


El humanismo está en ruinas. Es una actitud y una línea de pensamiento tan controvertida como difusa y necesitada de adjetivos. Encontramos en la historia humanismos religiosos, socialistas, ateístas, científicos, éticos,... La lista es inacabable y tal vez inacabada. Pues, el humanismo se añade ocasionalmente a otras formas de filosofía o ideologías sociales cuando parte de estas adoptan un deje particular reconocible en sus estilos, temas y aserciones. Su abundancia de adjetivos no es menor que la de sus contradicciones. El humanismo ha sido y será tan contradictorio como la humanidad a la que pretende referirse y a veces tratar de representar.

Aunque rastrearíamos el humanismo hasta las primeras expresiones culturales, lo cierto es que la idea de humanidad ha ido formándose y expandiéndose tardíamente. La Biblia divide al mundo entre el pueblo elegido y los gentiles; los griegos, a pesar de que el término koiné tenía un significado inclusivo, distinguían claramente entre helenos y bárbaros. El lenguaje del "nosotros" y "ellos" ha sido la regla básica de la historia para referirse al género humano. Bajo muchas formas que hoy calificaríamos de identidades. 

Cuando nace y se extiende el humanismo, desde el Renacimiento al romanticismo y la varias formas contemporáneas de utopismo y de existencialismo, lo hace en modalidades distintas que, sin embargo, se caracterizan por dos reclamaciones características:

La primera es la apelación a la humanidad común que hay que reconocer y defender por encima o debajo de las tensiones y, sobre todo, las violencias que nacen de la confrontación identitaria: religiosa, fundamentalmente, nacional, supremacista.

La segunda es la negación a considerar a la humanidad como un género irredento, como una especie nacida en pecado que no podrá salvarse por sí misma a menos que intervenga una voluntad más poderosa, divina o cósmica ("solo un dios podrá salvarnos" afirma el pesimismo). Muchos de los primeros discursos humanistas celebran la raza humana y sus logros, particularmente los culturales.

Ha sido esta coloratura optimista la que ha provocado en la historia formas simétricas, no menos confusas, contradictorias y profusamente adjetivadas de antihumanismo. Partiendo de las grandes religiones, que en su mesianismo presuponen la condición humana como condición caída de ángel o bestia, el antihumanismo ha sido compañero y sombra del humanismo a lo largo de su historia. También es reconocible por sus afirmaciones reiteradas. 

Así, quienes apelan a la humanidad --es la primera y más empleada de las acusaciones-- lo hacen ilegítimamente desde una posición de privilegio y dominación. "Humanismo", se dirá bajo muchas acepciones, es nombre de violencia.

Contra los universalismos y esencialismos, que se detectan sin matices en el humanismo, el antihumanismo predica que la humanidad no tiene esencia ni significado si no es en sus formas sociales y culturales concretas. La humanidad, se dirá, siempre debe ser adjetivada de forma situada y social o culturalmente construida.

En su modalidad reactiva, representada por Nietzsche y Foucault, el antihumanismo postula el abandono del término "hombre", la obsolescencia de lo humano, su ocaso definitivo y quizás un futuro amanecer poshumano. "Demasiado tarde para los dioses, demasiado pronto para el ser", es la condición que cabe definir de los hombres póstumos.

Muchas expresiones de posmodernismo (el posmodernismo es -estos días hay que repetirlo- demasiado variado como para limitarlo a una fórmula) se instalaron en lo fragmentario, que incluía como escolio el abandono de las apelaciones a la humanidad. Es difícil no estar de acuerdo en las ácidas críticas del antihumanismo. En la era del Antropoceno, en el tiempo de declive del patriarcado, del multiculturalismo y de la aparente disolución de la condición proletaria, de las transiciones de género y de la cultura poscolonial, el humanismo en sus formulaciones tradicionales, como poco, se ha desteñido de sus colores tradicionales, cuando no manchado de sangre. 

Cierto, ..., y sin embargo,

La metafísica de los grandes movimientos sociales que aspiran a cambiar el mundo se encuentran ante un dilema autodestructivo. Se ha asumido fácilmente, como uno de tantos tópicos que calan sin ser entendidos la repetida consigna de Lyotard del fin de los grandes relatos. Como si los relatos pequeños tuviesen menos pretensiones. 

Debajo de lo que Lyotard llamaba "grandes relatos" estaba la afirmación de que un cierto movimiento o grupo social, por su propia condición de resistencia y voluntad de cambio no solo representaba los intereses propios sino, de ser satisfechos, el interés colectivo, en donde "colectivo" refería a toda la humanidad. 

El liberalismo burgués no se presentó como ejercicio de su propio interés. Rousseau, Lessing, Kant, y tantos otros que crearon las bases del humanismo romántico liberal revolucionario, lo hicieron apelando al bien común, a la humanidad en su totalidad histórica. Paralelamente, las varias formas de socialismo obrero no presentaron al proletariado como un colectivo de demandas, sino como la clase que, al no tener nada que perder sino sus cadenas, podía emancipar a la humanidad. La letra de la Internacional lo afirma sin reservas: "el género humano es la Internacional".  El feminismo contemporáneo se ha presentado cada vez más como un feminismo del noventa y nueve por ciento, es decir, como un proyecto común que concierne tanto a hombres como mujeres, como una transformación del mundo que haga obsoleta las divisiones de género. En el complejo de pensamientos decoloniales, desde la reivindicación del ubuntu del antisupremacismo surafricano, al existencialismo de Fanon, la apelación a lo común es una constante: hacer visible el color de la piel para que las diferencias desaparezcan.

Wendy Brown ha criticado a las múltiples formas de políticas antihumanistas, fundamentadas en la mera reivindicación de los derechos propios de ser políticas de resentimiento que, por su propia condición son incapaces de proponer alternativas civilizatorias. Ella y Judith Butler son las representantes más perspicuas de un humanismo renacido basado en el reconocimiento de la vulnerabilidad común, de la condición precaria y menesterosa del género humano.

Las críticas antihumanistas no admiten réplica pero no siempre producen convicción. En muchas de las nuevas formas de discurso contemporáneo se introducen sin reparan en ello nuevas formas de universalismo y esencialismo bajo una presunta superación del universalismo y esencialismo alegados en el humanismo. Así, por ejemplo, las apelaciones a la vida, a Gaia incluso, como alternativas al humanismo, a la especie humana depredadora (como si fuese la especie y no sus especímenes capitalistas, por ejemplo). Hegel fue muy consciente de que estas apelaciones son momentos, quizás necesarios, en el desenvolvimiento de una conciencia común. 

Bajo las formas del "somos el noventa y nueve por ciento", las mejores y más necesarias formas de expresiones de clase, género, cultura, etnia, afectividades y corporalidades, civilizaciones sostenibles, expresan por fortuna renovadas modalidades del humanismo, incluso bajo apelaciones de poshumanismo. También en el antihumanismo había un trasfondo religioso no consciente, una apelación al destino, mucho más universalista y peligroso que el humanista. 

Con todos sus peligros y contradicciones, el humanismo es un adjetivo de toda política moralmente aceptable.