domingo, 28 de febrero de 2021

La espera y la esperanza



Si miras a los ojos de la gente estos confusos días, te sumerges en un caleidoscopio de expresiones de emoción que refleja el tuyo propio que discurre por tu piel. Casi todas las emociones positivas y negativas se asoman y se esconden intensificadas por el paisaje de expectativas en que discurre nuestra vida estos días. Entre ellas, la esperanza, la más pequeña, allá en el rincón oscuro que dejan los colores bermellones de la ansiedad, la indignación, el miedo y toda la familia de sentimientos oscuros que ha ocupado los interiores de las vidas. Mínima pero resistente, la esperanza, nos ha enseñado Ernst Bloch, se reproduce como las flores del páramo, allí donde sería más improbable, como signo de la fuerza de la vida y explicación de la historia de la humanidad. El hilo que nos conecta a los tiempos del origen es, afirma Bloch, la esperanza que teje la historia de las gentes, generaciones y pueblos.

Las emociones son procesos complejos que tienen varias dimensiones, que tienen aspectos fisiológicos como la conductividad epidérmica, la tensión muscular; que tienen aspectos hormonales y de neurotransmisores, de activaciones rápidas de redes y glándulas; que tienen aspectos fenoménicos, los que notamos en aquellos estados afectivos que nombramos con una u otra emoción, como el miedo o la ira; que tienen aspectos cognitivos y motivacionales, pues las emociones están ligadas a nuestros impulsos de acción;  que tienen aspectos culturales, pues son modeladas por las trayectorias biográficas y por las capacidades de una cultura para darles nombre, para entenderlas y ocasionalmente educarlas y, por último, que tienen aspectos morales y políticos, pues no siempre una emoción es la adecuada o no es adecuada la falta de emoción en contextos de cómo organizarse socialmente. Cualquier tratamiento unilateral será siempre insuficiente y a veces injustificadamente reduccionista.

Una de las emociones menos estudiadas, quizás menos bien estudiadas, uno de los estados afectivos (la distinción es complicada de exponer en esta breve nota) menos tratados, es la esperanza.  Muchas veces nombrada y llamada, es una emoción oculta que no deja ver sus expresiones como el miedo, la indignación, la tristeza, o sus opuestos positivos como el alivio, la alegría o el amor. Desde lo personal a lo colectivo, la esperanza está oculta en la sala de máquinas donde surge la fuerza de la vida.

Cognitiva y funcionalmente, la esperanza es el cemento de la acción. A diferencia de las conductas reactivas, de las disposiciones permanentes de animales menos sofisticados mentalmente que los humanos, la acción ser organiza en una jerarquía de conductas que se extiende a lo largo del tiempo y que llamamos “planes de acción” o “planes de vida”. Un plan de acción, en su desarrollo, es una secuencia de acciones que tiene explícita o implícitamente un horizonte de expectativas, mal definido y nebuloso la mayoría de las veces, pero que explica las diferencias de comportamiento de las personas ante los hechos. Un plan de acción, un plan de vida debe sobrevivir a los problemas, que no son sino estructuras objetivas que constriñen o impiden el desarrollo del plan. En el desenvolvimiento de los planes de vida, la tristeza expresa las frustraciones de algún plan, a veces lo hace la indignación, la alegría y el orgullo la satisfacción de su buena marcha o cumplimiento y el miedo y la ansiedad la conciencia de los problemas. Pero el motor de la acción es siempre la esperanza.

No tendríamos este recurso afectivo si nuestra vida fuese solo un collage de estímulos y reacciones, de deseos y acciones, tal como a veces la filosofía analítica ha pensado la acción en la vida de las personas. Solo cuando se ha comenzado a reparar en la centralidad de trayectorias largas, de lo que llamaríamos “sentidos de la vida” se ha hecho presente la necesidad de explicar por qué la gente persiste en sus planes a pesar de las dificultades. La racionalidad económica es instantánea, no entiende el tiempo: la recompensa a largo plazo nunca será capaz de sobrepasar el beneficio a corto plazo. Si lo hiciera, el capitalismo y sus manifestaciones políticas no se desarrollarían como mareas de lo inmediato, como piraterías de lo inmediato. La especie humana, las personas y colectivos, sin embargo, viven y se desarrollan en un mundo de sentidos que escapa a la racionalidad económica.

Las emociones no son lo contrario de la racionalidad, como ya todo el mundo sabe desde hace mucho, antes de que proliferasen los bestsellers sobre ellas. Por el contrario, son el sustrato sobre el que crecen nuestras capacidades de evaluación, determinación y acción. Son el sustrato de la agencia y la racionalidad. Cuanto menos se expresen en formas fisiológicamente observables más profundas son. Así, la confianza, el amor y la esperanza no se expresan en la coloratura o la conductividad eléctrica de la piel, sino en la trayectoria consistente de las obras. Forman la trama de la agencia y de las formas de vida.

La esperanza es ontológicamente la respuesta a la estimación de la posibilidad. Los humanos vivimos como todos los animales en un mundo de hechos, pero hemos desarrollado una extraña capacidad visionaria de posibilidades. El futuro no aparece episódicamente como escenas inmediatas que muevan los resortes neuronalmente circuitados, sino como horizontes de posibilidades coloreadas por estimaciones de posibilidad de la posibilidad. Nuestro cerebro nació para la acción, la acción que produce posibilidades lejanas y que para ello necesita mapas del mundo y la sociedad. Mapas que son alzados y rehechos continuamente y que no podrían sobrevivir a los problemas sin la fuerza y el impulso de llegar a ser que constituye la fuerza de la vida. La esperanza es la expresión de esa fuerza.

La espera es la forma degenerada de la esperanza. La espera como actitud, no como acción en expectativa, es la mengua de la agencia. El caído en la historia solo espera de los otros, ya ha dejado a un lado la esperanza y ha dejado de confiar es sí y en los suyos y se deja sumir en la ansiedad pasiva ante el futuro. La espera es la enfermedad de la esperanza. Es, por ello, como el miedo, como el desánimo, el virus que siempre tratan de inocular quienes, desde el poder, desean conservar lo que tienen y temen las posibilidades alternativas. 

domingo, 14 de febrero de 2021

Ciudades en la niebla


 


Discúlpeseme esta anécdota de la mili -pues al fin y al cabo la mili fue entendida por el franquismo como el rito iniciático de los varones en la vida adulta ("hacerse hombres", solían repetir los mandos). El caso fue que, en una marcha de la sección por la montaña invernal de los Pirineos oscenses, un teniente tan bisoño como romo y autoritario hizo marchar a la compañía por una senda equivocada por la cuerda de los montes. Al cabo de una hora de marcha advertimos el nerviosismo del oficial en sus continuas consultas del mapa y del entorno. Caía la niebla y aquello se ponía complicado y al cabo de varios intentos de convencerle de que lo que el tomaba por cumbres conocidas no lo eran, la historia terminó en que tuvo que ceder a la experiencia de sus subordinados más avezados en el uso del mapa y todo terminó en un alargamiento de cuatro horas de marcha. El problema del teniente es una buena figura de lo difícil que es ubicarse en la vida. Ubicarse en un territorio desconocido, solo o acompañado, es difícil, incluso o sobre todo si se dispone de mapas topográficos.

Leer un mapa es difícil: uno tiene que poner en contacto los signos convencionales con la visión del paisaje. Deben identificarse en el plano los puntos prominentes que uno identifica en el espacio visual, pero la traslación de lo que se ve a un punto en el mapa que permita una triangulación y resuelva el problema de "nosotros estamos aquí" no es nada sencilla: la vista gira constantemente del entorno al plano, se identifican poco a poco claves visuales en signos del mapa hasta que todo cuadra sin lugar a dudas, es entonces cuando se dice: "aquí", resultando en una ubicación lograda. 

Ubicarse es uno de los objetivos de la educación. El Bildungsroman no es otra cosa que acompañar en un viaje en el tiempo de la vida de un personaje hasta que esta persona se ubica y descubre su lugar en la sociedad. Goethe es el gran promotor de esta idea de la educación como autoeducación y autodescubrimiento. El ciclo de Wilhem Meister recorre la vida del aprendiz de teatro hasta que descubre que aquello no era lo suyo y que su lugar en el mundo era otro. En esta forma de educación no hay asimetrías maestro-alumno: la vida nos enseña nuestro lugar, es el mensaje de esta forma tan paradigmática de la novela. 

La filosofía se puede reconstruir también como una historia de los problemas de ubicación: los mapas son los conceptos y el entorno la experiencia. Es difícil dar nombre a la experiencia. Hegel dedicó su obra magna, la Fenomenología del espíritu, a resolver esa lucha a muerte entre el concepto y el objeto por el reconocimiento de sí y para sí en un mundo social objetivo. Resume o reasume un largo trabajo que comenzó con los griegos, que pensaban en los hombres (varones) como animales políticos o animales de ciudad. Los romanos desarrollaron los conceptos griegos en un complejo sistema de asignaciones de lugar en el orden ciudadano: la gens, la distinción entre patricios y plebeyos y otros signos que permitían ubicar a cualquier persona en su lugar en la ciudad. El concepto barroco e ilustrado de civilización tiene las mismas raíces: el paso de la barbarie a la civilización, un paso que para la Antigüedad era una mera distinción del nosotros y ellos, se convirtió en figura de la educación como ubicación en la ciudad, como educación de la ciudadanía.

Gonzalo Velasco explica este largo proceso de "civilización", entendido como ubicación en la ciudad a través de tres posibles genealogías entre Foucault y el marxismo: 

- La civilización como normalización a través de ciertos ubicadores generados por el poder: en nombre propio, el orden de la ciudad en calles con un signo distintivo, y el hogar con un signo correlativo de número y piso, la fecha y lugar de nacimiento, los signos básicos de la identificación: género, nombre de los padres, etc., es decir, el carnet de identidad como ubicador en una ciudad ordenada. 

- La civilización como proceso de circulación saludable: ordenamiento del entorno y el cuerpo para garantizar socialmente que el ciudadano es una persona saludable en una ciudad aséptica y normalizada, a través de numerosas prácticas de acomodación y circulación de los cuerpos: prácticas de higiene, de prevención de la salud, de maneras de ser y comportarse en el espacio social, de rituales de identificación del lugar y la profesión.

- La ciudad como mercado de espacios en donde el lugar propio debe ser adquirido, lo que identifica a la persona como propietario de un lugar grande o pequeño y divide a los ciudadanos en propietarios, hipotecados o inquilinos y ordena el espacio social como un mercado de espacios físicos.

En los tres procesos, la ciudad es en un sentido muy borgiano un mapa de sí misma. El orden de los edificios, las avenidas, las redes de comunicación con el campo (ya un apéndice menos poblado de la ciudad), las redes de transportes, de información, ...,  todo esto constituye y da forma a un inmenso plano que los ciudadanos deben usar para ubicarse. Obviamente, la ubicación adquiere la forma de una lucha hegeliana o marxista por la existencia, el reconocimiento y un lugar en el mundo.

La ciudad, sin embargo, es un plano complicado de manejar como signos de lugar en el mundo. El francés distingue la "ville" como acumulación de edificios y personas de la "cité" como orden de lugares. Richard Sennett, en su Construir y habitar. Una ética para la ciudad confronta la mirada activista de la municipalista Jane Jacobs con los urbanistas autoritarios como Robert Moses, poderoso ordenador de la ciudad de Nueva York. Jacobs, como Henry Lefebvre, reivindicaba el lugar frente al espacio abstracto de los urbanistas. Tienen mucha razón, en ellos late un proyecto municipalista, de comenzar la construcción del mundo por los lazos cercanos de la familia, el barrio y la comunidad. 

Sin embargo, las cosas no están claras. Las ciudades están sumergidas en la niebla y no es fácil identificar el lugar, por más que Jacobs lo intente a través de la conservación de ciertos signos: ese edificio, ese cine, ese bar del barrio. Es cierto que son signos de identidad, pero no está claro que por sí mismos resuelvan el problema de la ubicación que tenía el teniente con la senda en la montaña. Es muy fácil confundir los lugares y los lugares propios en el mundo. En el otro lado, el de la ville, Lewos Mumford, siguiendo a una larga tradición de utopistas, considera que hay que levantar las ciudades como objetos legibles para que los ciudadanos se ubiquen con facilidad. El urbanismo entraña una ingeniería de la cultura material que no puede ser simplemente la suma de los lugares, como si el crecimiento orgánico de las comunidades llevase con claridad a situar a cada persona en una red nítida de filiaciones y afiliaciones. 

Una ciudad sin límites, una ciudad en la niebla, en la que identificamos paisajes, lugares de pertenencia, pero que, por sí mismos, no nos permiten ubicarnos en el espacio común, objetivo, social. Uno de los dramas básicos de la política y la civilización. 

sábado, 6 de febrero de 2021

Las ciudades invisibles

 


Las ciudades se asientan sobre topografías de nostalgia. Aunque el sentimiento de pérdida va por barrios, habita sin excepción en calles y apartamentos llenando el espacio de tiempos y lugares perdidos. Casi toda la literatura filosófica y sociológica se ha centrado en la dicotomía nosotros/ ellos sin notar que la subjetividad se forma también en la dialéctica aquí/allí. Remedios Zafra lo describió con sensibilidad en su relato Despacio, en el que la voz narradora se siente atrapada en un aquí recorrido por personajes que sueñan con un imposible allí. La lucha de clases, géneros y pieles está definida también por fronteras que separan distintos imaginarios del aquí y el allí.

La filosofía y la literatura, esas dos formas de pensamiento que nos constituyen a través de conceptos y relatos respectivamente han negociado de distintas formas la composición subjetiva del tiempo y el espacio. Encontramos a veces pensamiento en donde el tiempo pesa más que el espacio, por ejemplo en Marx, para quien la raíz de la explotación era la conversión del tiempo de la vida en tiempo del reloj y en otras ocasiones es el espacio el que domina la explicación, como ocurre por ejemplo en Henry Lefebvre y Michael de Certeau, en quienes la oposición ciudad/ campo define bien el poder del capital. 

El espacio de antagonismos está definido por varias dimensiones, pero es ilustrativo representarlo por tres ejes de oposición: el nosotros y ellos, el aquí y allí y el pasado y futuro. Esta triple dialéctica da forma a una fenomenología de las pasiones de filiación y afiliación, de resentimiento, odio y exclusión, de apego y nostalgia. En Walter Benjamin, por ejemplo, el enfrentamiento de clases está ligado a oposiciones de ciudades invisibles que para el significaban distintos aquís y allís: Berlín, el territorio de la infancia, Moscú, el de la revolución, París, el de la fantasmagoría del capitalismo, Nápoles, el de la fuerza de la vida. En Proust, la dialéctica del nosotros, los judíos y homosexuales se entrecruza con la nostalgia del pasado y la decepción del futuro y los espacios imaginarios de los palacios y salones de los Guermantes y la felicidad de la casa propia. El castillo de Kafka es también un ejercicio pasmoso de entrelazamiento de las tensiones entre ellas, las muchachas rebeldes, los desconfiados vernáculos, el misterioso castillo y la no menos misteriosa taberna y los tiempos del olvido y de la esperanza. Ms Dalloway, de Virginia Wolf, se abre con un espectacular párrafo donde la protagonista contrasta su vida aburrida de esposa que prepara fiestas al marido con su juventud en los veranos en la playa, y el resto de la novela nos introduce al nosotros de la aristocracia londinense ensimismada en sus privilegios con la destrucción física y moral de los soldados que vienen del frente. 

Desde Italo Calvino a Ramón del Castillo, hay ya una considerable cantidad de textos dedicados a la psicogeografía y a los recorridos por paisajes urbanos o campestres que están teñidos de complejos sentimientos de otredad. La psicogeografía es al espacio lo que la fenomenología al tiempo: el lugar sustituye al espacio así como el instante y el acontecimiento sustituye al tiempo cronometrado del reloj y el calendario. El pensamiento moderno, que aspiraba a una universalidad cosmolopolita que recorría un relato histórico de progreso o decadencia (dependiendo del talante progresista o conservador), dio paso en la posmodernidad a un minimalismos del fragmento. No es casual que la posmodernidad esté llena de escritores paseantes. Es la forma de trascendencia de quien ya no puede aspirar al punto de vista universal y debe sustituirlo por un pensamiento itinerante por arrabales y barrios residenciales, por polígonos industriales, centros comerciales o descampados de ruinas urbanas que dejan las crisis económicas. La exploración de lo diferente sustituye a la intuición de lo idéntico y la itinerancia y el nomadeo a la lógica del análisis conceptual.

Atravesar espacios es, con todo, recorrer nostalgias y temores o esperanzas. Sergio Fanjul, en su recopilación de paseos por Madrid, La ciudad infinita, explora los barrios a la vez que sus recuerdos de su Oviedo de origen, con el que mantiene esa extraña relación que tenemos los emigrantes de nostalgia y alegría por haber conseguido huir por fin de allí, para caer en un aquí que está igualmente atravesado de oscuridades y temores. La trabajadora de la industria cultural de la novela homónima de Elvira Navarro también explora Aluche y Carabanchel por las noches para huir del desastre de su condición precaria en un piso compartido. Sus paseos, como todos los viajes, lo son también en un tiempo imaginario de nostalgia, en su caso por momentos en que aún su trabajo recibía cierto salario aceptable y compañía en la oficina, antes de la deslocalización que convierte a los nuevos autónomos en seres solitarios, resentidos, incapaces de trascender el presente

La ciudad es un espacio en continuo movimiento. Es un producto de la destrucción creativa a la que somete la modernización a estos agrupamientos de casas, personas, instituciones y servicios. Los barrios de la ciudad crecen y se reorganizan siguiendo las derivas de los cambios sociales. Esta destrucción creativa no es instantánea, no es un proceso de transformación profunda en breves intervalos de tiempo, sino, por el contrario un cambio lento que discurre por sendas donde se mezclan las luchas sociales con los intereses económicos y las limitaciones geográficas. En su magnífico libro París, capital de la modernidad, Harvey aprovecha la historia de Haussmann, el ingeniero que rediseñó París en el periodo de Luis Felipe para mostrar cómo una ciudad puede ser entendida como un documento histórico. Los dos hechos entre los que Harvey elabora su historia son el levantamiento de 1848 y la Comuna de 1871. La gran cultura francesa del primer modernismo, de Baudelaire y Flaubert, de Manet y del propio Haussmann se desarrolla en este periodo. Walter Benjamin estaba fascinado por este tiempo y espacio. Le dedicó muchas páginas a Baudelaire, a la figura del flanêur y a los escaparates comerciales. De hecho, lo que él consideraba la gran obra de su vida, Los pasajes es una investigación sistemática de este cronotopo.

Harvey describe muy bien en su ejemplo de París un programa completo de estudio de la ciudad en donde la lucha de clases, la división de barrios y la fractura de las esperanzas se entrelazan:

Aunque a menudo las ciudades han sido consideradas como construcciones artificiales, levantadas basándose en las necesidades, deseos, capacidades y poderes del hombre, resulta imposible ignorar su implantación en una ecología y en un «medio natural» en el que se plantean claramente las cuestiones de metabolismo y de la «adecuada» relación con la naturaleza. Las epidemias de cólera de 1832 y 1849, por ejemplo, resaltaron drásticamente el problema de la salud y la higiene urbana. Estos temas se abordaron claramente durante el Segundo Imperio. Las cuestiones de ciencia y sentimiento, de retórica y representación se plantean, a continuación, para intentar descubrir lo que la gente sabía, cómo lo sabía, y como aplicaron sus ideas al trabajo social, político y económico. Aquí busco reconstruir ideologías y estados de conciencia por lo menos desde que comenzaron a articularse y se pueden recuperar para tomarlos en consideración en la actualidad. Esto nos coloca en una posición más favorable para entender lo que llamo las «geopolíticas de una geografía histórica urbana». Por lo tanto, planteo una espiral de temas que, empezando por las relaciones espaciales, se mueve a través de la distribución (crédito, renta, impuestos); la producción y los mercados de trabajo; la reproducción (de la fuerza de trabajo, de las relaciones de clase y comunidad) y la formación de la conciencia, para establecer el espacio en movimiento como una verdadera geografía histórica de una ciudad viva. David Harvey. París, capital de la modernidad.

Ninguna de las tres dialécticas (nosotrxs/ellxs, ahora/entonces, aquí/allí), puede reducirse a las otras, ni puede discurrir solamente en el territorio de lo real o en el de lo imaginario. El agonista espacio de la topografía, cronografía y sociografía en el que discurre nuestra existencia tiene está inevitablemente formado por un confuso ensamblamiento de contradicciones. El sueño utópico en sus diversas fórmulas conservadoras o socialistas, neoliberales o comunitarias se expresa igualmente en un deseo de resolución de estas contradicciones en formas correspondientes de trascendencia: alteridad, utopía, ucronía. El reduccionismo se expresa de muchas formas. La confusa tesis de la trampa de la diversidad, por ejemplo, afirma la reducción de las diferencias en una imaginaria clase obrera que probablemente sea una identidad tan imaginada como las comunidades ancestrales de los nacionalismos. Nacionalismos que también soñaron reducir el allí del lugar de los dominadores al aquí de una comunidad soñada en el pasado, sin notar, como ha hecho el pensamiento decolonial, que la fractura está ya internalizada en un alma dividida. El pensamiento crítico sólo puede situarse en un ensamblamiento de conflictos en lo espacial, temporal, social y lo real/imaginario sin caer en la tentación de creer que estas dialécticas pueden ser tratadas de forma independiente. Tal vez las emociones complejas que construyen la fábrica de nuestra condición contemporánea provenga de las intersecciones improbables de todas estas contradicciones. Para resumirlo muy rápidamente, la lucha de clases, géneros y pieles atraviesa en cada momento, lugar y formación social las tensiones de la identidad, el tiempo, el espacio y lo real e imaginario creando una experiencia caleidoscópica, itinerante, a veces errática, siempre desgarrada.