domingo, 26 de noviembre de 2017

El amor como la justicia



¿Tienen algo que ver el amor y la justicia?, ¿son tan diferentes como parece? Se dice "la justicia es ciega" y también se dice "el amor es ciego" aunque las dos frases parecen expresar significados contradictorios. Se quiere aludir a la imparcialidad en lo que respecta a la justicia y, al contrario, la parcialidad que no acabamos de entender en lo que respecta al amor. "¿Cómo pudo enamorarse de esa persona?", nos preguntamos al contemplar tantas diferencias entre las dos, mientras que apreciamos que quien juzga no se deje influir por el poder o riqueza de quien cae bajo su jurisdicción. Sí, así es a primera vista pero, ¿están tan claras las asimetrías del amor y la justicia? En un seminario que tuvimos esta semana, la filósofa de Arizona Rachel Fedock nos planteó esta pregunta con objeto de disolver la ilusión de las distancias conceptuales entre amor y justicia. Desde que la oí, he estado pensando sobre ello y creo que tiene razón esta filósofa. Hay profundos vínculos que no notamos porque tenemos malos conceptos y peores prácticas en ambos campos que son tan constitutivos de la vida humana.

El amor es una relación extraña entre personas. Como el tiempo, recordando la repetida conclusión de Agustín de Hipona, sabemos lo que es, pero si nos preguntan qué sabemos, no podríamos responder. Pues el amor se dice de muchas formas y modos: sentimos amor por los miembros de nuestra familia, por nuestros amigos, por las personas con las que querríamos formar una pareja o la hemos formado, ... En cada uno de los casos, el amor se dice en segunda persona, está orientado a un "tú", no a un "él" o "ella". Implica un deseo de bien para esa persona por ser esa persona, sostenía Aristóteles, pero hay muchas más cosas que descubrir en lo que llamamos amor. No es exactamente una emoción, no "sentimos" amor en cada instante del día, sería algo agotador. Pero tampoco dejamos de sentirlo en los momentos que compartimos con la persona amada, o en los que la recordamos. En realidad se encuentra en el ámbito de lo que puede llamarse una "metaemoción": una disposición a producir conductas, sentimientos, estados, etcétera. El amor comparte con la confianza esa condición metaemocional. Simone Belli y yo hemos publicado recientemente un artículo precisamente sobre ello referido a la confianza(*). Ambos resultan de procesos largos, que articulan vínculos, relaciones, acciones y sentimientos en la forma de un relato: "tuvieron una historia" cotilleamos de esas dos personas conocidas. Queremos referirnos a sus amores durante un tiempo.

Esta capacidad del amor para ordenar nuestras vidas, para construir relato, fue glosada con hermosas palabras por Pablo de Tarso en la I Carta a los Corintios: "Aunque yo hablara todas las lenguas de los hombres y de los ángeles, si no tengo amor, soy como una campana que resuena o un platillo que retiñe. Aunque tuviera el don de la profecía y conociera todos los misterios y toda la ciencia, aunque tuviera toda la fe, una fe capaz de trasladar montañas, si no tengo amor, no soy nada.  Aunque repartiera todos mis bienes para alimentar a los pobres y entregara mi cuerpo a las llamas, si no tengo amor, no me sirve para nada. El amor es paciente, es servicial; el amor no es envidioso, no hace alarde, no se envanece, no procede con bajeza, no busca su propio interés, no se irrita, no tiene en cuenta el mal recibido, no se alegra de la injusticia, sino que se regocija con la verdad. El amor todo lo disculpa, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta. El amor no pasará jamás. Las profecías acabarán, el don de lenguas terminará, la ciencia desaparecerá.". Es un canto tanto a la necesidad como a la parcialidad del amor.

Pablo de Tarso, sin embargo, no tenía un concepto del amor en el que se incluyera la justicia. Su metáfora preferida para el amor era el cuerpo: así como una mano se debe al cuerpo, así nos debemos a la persona amada, o a la comunidad entera. Una metáfora que no está exenta de perversiones y que ha sido usada sistemáticamente para justificar la sumisión de la mujer al marido, su entrega a la familia perdiendo toda su autonomía. El feminismo contemporáneo, por el contrario, ha clamado contra esta perversión del amor. El amor implica justicia. Implica, ante todo, respeto por la persona amada. Respeto a sus características, a su modo de ser, a sus decisiones, a su cuerpo y, en definitiva, a su autonomía. "Libre te quiero", cantaba el bello poema de Agustín García Calvo. El amor implica el deseo y el compromiso con la libertad de la persona amada. Implica liberarse del miedo a la libertad de aquélla. Si el amor nos hace libres es porque a través de él logramos liberarnos del miedo a la libertad. La violencia suele estar motivada por ese miedo. El maltratador es una persona que oculta en su vesania e insolencia un profundo miedo y una cobardía existencial. Si no hay justicia y respeto a la autonomía, no es amor, será otra clase de dependencia o dominio, pero no amor. No nos debemos al otro como un órgano al cuerpo, sino como personas libres que deseamos que la otra persona crezca en libertad. Después, habiendo garantizado la autonomía, el amor procura el cuidado, el sentimiento, la intimidad y la amistad. Después. Esta reivindicación feminista del amor, de tan larga historia y de tan poca realización, se extiende a todas las formas de amor. El amor parental, por ejemplo. No hay cosa más triste que ver a hijos e hijas cuyas vidas son destruidas por el miedo de los padres a su libertad. Los padres lo viven como amor cuando es solamente destrucción.

Y en la dirección contraria, ¿tiene algo que ver la justicia con el amor? Este fue el ideal republicano, eclipsado por el capitalismo, como bien nos enseñó Toni Doménech. La fraternidad, exigía el cuarto estado en la Revolución Francesa, es un componente básico de una república bien construida. Aristóteles también lo había afirmado. La filía es un vínculo que une a los habitantes de la polis. Sin ella todo es puro negocio o contrato, no justicia. La fraternidad es una forma de amor que se muestra en las conductas, no en los sentimientos. Es una disposición al cuidado del otro a la protección y seguridad de su vida y derechos. Así, la justicia, como también nos enseñó John Rawls, no se asienta sólo en la imparcialidad sino también en la sensibilidad a la diferencia, a la parcialidad en favor del más débil. Rawls decía que no tenemos un concepto de justicia, que la democracia y la política sobrevivirán sólo en cuanto sean capaces de conquistar un concepto común de justicia. Pero establecía estas condiciones mínimas, y el principio de diferencia es un principio de cuidado, un principio que implica fraternidad básica entre ciudadanos. No tan diferente como pueda parecer respecto a Rawls, Amartya Sen proponía otro concepto de justicia basado en las capacidades para construir una vida propia, para formar planes y llevarlos a cabo, una justicia, decía, entendida como libertad. Una sociedad justa es una sociedad donde los ciudadanos pueden hacer planes de vida. Donde tienen futuro, donde hay un reparto de las posibilidades de vida. Aquí, de nuevo, aparece la necesidad del cuidado del otro para que pueda ser libre. La idea de justicia ciega, insensible al cuidado del otro, no es justicia sino un puro modus vivendi que contiene un núcleo podrido de injusticia. Así, las sociedades que abandonan el cuidado a la "caridad", la iniciativa privada, el mecenazgo o a los sentimientos personales de compasión se construyen sobre una base profundamente injusta. Abandonan el núcleo de filía que debe tener una república justa. Sé que los especialistas en filosofía del derecho abominan de estas ideas, que consideran premodernas y ajenas al mundo en el que vivimos. Por eso se pierden en leyes y constituciones y no hallan nunca el sustrato sobre el que se edifican las sociedades justas. 



domingo, 19 de noviembre de 2017

Elogio de las pasiones débiles






Sostiene Javier Moscoso en su reciente libro Promesas Incumplidas que la historia es también y sobre todo la historia de las pasiones. Dedica el núcleo del libro a las emociones que construyeron la sociedad contemporánea desde la Revolución Francesa y el siglo siguiente y, sobre todo a dos de ellas, la ambición y su contraria, la pasión por la igualdad. Fue en ese siglo cuando los médicos comenzaron a patologizar a las pasiones (a veces, sostiene Moscoso, ellos mismos estaban tan locos como sus pacientes). Fue entonces una época no distinta a la de ahora donde la formación (educación) de las pasiones se convirtió en un instrumento de la construcción de la sociedad capitalista y de las democracias realmente existentes. No habrían sido posibles sin la movilización de potenciales afectivos que, al modo de la electricidad en las moléculas y en los cuerpos, constituyeron las tramas sociales en las que habitamos

Sólo muy recientemente los sociólogos, economistas e historiadores han comenzado a atender a la microfísica de los sentimientos para intentar explicar lo que nos ocurre: Jon Elster y sus innumerables obras sobre los huecos de la razón ocupados por mecanismos pasionales o, sobre todo, Albert O. Hirschman en su magnífico libro Las pasiones y los intereses. Este economista fue, por cierto, un personaje de vida ella misma apasionante: alemán, con una educación esmerada en varias universidades europeas (Sorbona, London School, Trieste), fue voluntario en las Brigadas Internacionales, y más tarde pasó la II Guerra Mundial como agente ayudando a escapar a través de los Pirineos a los perseguidos. Mas tarde bosquejó una teoría no ortodoxa del desarrollo y, finalmente, escribió maravillosos ensayos sobre el trasfondo del capitalismo. Pues bien, en esta obra, sostiene, contra Weber y Marx, que hay que buscar los orígenes del capitalismo en la moral que ofrecía el auto-interés como un remedio contra los desórdenes de las pasiones. Allí, afirmaba que la moral barroca tenía como objetivo compensar unas emociones con otras mientras que la precapitalista confrontaba el interés con las pasiones de modo más efectivo. Bueno, una obra inicial que trabajos como los de Moscoso y otras fuentes están desarrollando con una novedosa mirada,

En realidad, el punto de mi reflexión en esta entrada, en este contexto, es llamar la atención sobre cómo las sociedades actuales, aún con más insistencia que las pasadas, se están construyendo sobre políticas de las pasiones que no son notadas habitualmente pero que no dejan de ser efectivas en un alto grado. Resulta asombroso escribir en Google "liderazgo" y "educación" y de pronto comienzan a surgir páginas y páginas que hablan sobre la importancia del liderazgo en los sistemas educativos, y cómo el buen pedagogo ha de desarrollar virtudes de líder, etcétera. Mi propia universidad, siempre tan atenta a los vientos de la historia ofrece un Master en Liderazgo Político y Social. Nada de esto es casual. Si preguntamos también al sabio Google por otra palabra "coaching" volverán a aparecernos miles de páginas que nos llevan a las nuevas y poderosas prácticas de educación de las emociones para las competencias sociales. Es decir: para gestionar la ambición y modelar con ella las mentes ajenas. No sería posible la sociedad del "tú puedes" y el capitalismo del emprendedor y el empresario de sí mismo sin toda esta parafernalia pedagógica de modelación de la competencia (en sus múltiples significados).

Perdóneseme ahora el referirme a mi propia incompetencia social con una anécdota en la que querría encontrar (lo intento) algo de virtud en la necesidad. Uno de mis muchos defectos es mi aversión y torpeza en contextos sociales. Una fiesta, una reunión, cualquier aglomeración de más de dos o tres personas es para mí una fuente de ansiedad y tensión que manejo muy pobremente. Ayer mismo, por ejemplo, asistí en la capital de mi provincia, Salamanca, al estreno de la obra de teatro La osadía, una obra escrita al alimón por Fabio de la Flor y Jaime Santos y representada por el grupo La Chana. Era una reflexión mordaz, sarcástica y pesimista sobre Ulises y su odisea/osadía, una obra contra el liderazgo y la astucia. Magnífica (absolutamente recomendable). El caso es que en el teatro El Liceo se reunió el todo Salamanca de izquierda o algo así. Yo saludé más torpeza a algunas personas y escapé de allí lo más rapidamente que pude, dejando atrás a tantas personas amigas pero que, juntas en tan poco espacio, me resultaban agobiantes. Por la noche, una divertida pesadilla, que debería de contar pero que no tengo espacio para ello, fue la venganza de mi subsconsciente por mi timidez y apocamiento. El caso es que, pensando y pensando, me he puesto a reflexionar sobre lo que podría ser una sociedad de tímidos en vez de una sociedad de líderes. Pues, la verdad, no me parece una cosa tan mala ni apocalíptica. La imagino como una sociedad de uno de mis animales preferidos, los erizos, de los que se dice que tienen que hacer el amor con mucho cuidado.

Una sociedad de pasiones débiles, de lazos débiles y poca invasividad, no es nada despreciable. La conjeturo como una sociedad de tímidos que temen el efecto que puedan tener sobre sus semejantes. La timidez es una suerte de disposición social que, paradójicamente, está producida por una hipersensibilidad a los estados mentales de los otros: es el producto de un exceso de empatía. Es una pasión (temor) a las pasiones de los otros. Contrariamente, el liderazgo suele ser una disposición producida por una entrenada capacidad para manipular las pasiones de otros sin dejarse impregnar por ellas. Es, en sus casos extremos una modalidad de sociopatía. Ulises el astuto, como muy bien describen Fabio de la Flor (mi editor y amigo) y Jaime Santos, es un hábil manipulador que se pierde en sus propios laberintos, un tipo poco recomendable a quien le sobra osadía y le falta autoconocimiento.

Se me ocurre que una de las formas de resistencia que podemos poner en marcha, en lo que a mí se refiere, en los sistemas educativos debería ser algo así como una contraeducación del liderazgo, algo como una educación para la timidez y el cuidado, para la no invasión de las mentes ajenas con los sentimientos propios. Las redes sociales son ahora los instrumentos más eficientes en la educación de las pasiones para la sociopatía y la competitividad. Uno abre Twitter, FaceBook u otras y encuentra u paisaje desolado de hibris, insolencia, soberbia, ansias de dominio, falta de educación. Es difícil educar a Twitter y a Facebook, porque de hecho han sido diseñadas como herramientas de la sociopatía, aunque se llamen "redes sociales", pero creo que no sería tan malo que los tímidos contaminásemos las redes con nuestra incompetencia como un modo de resistir a la sociedad del "tú puedes". Pues las pasiones débiles son también y sobre todo pasiones de la impotencia social, del reconocimiento de los límites que tenemos cuando nos asociamos y de cómo han de ser cuidados los breves y frágiles lazos que nos atan. En resumen, contra la osadía que sólo produce odiseas, deberíamos educarnos mutuamente, como los erizos, en el arte de no hacernos daño. No me cabe duda de que esta es una forma de educación anticapitalista.


domingo, 12 de noviembre de 2017

Las afueras de la educación






No es contradictorio afirmar que en estos tiempos de escolarización obligatoria sigue siendo más necesaria que nunca la educación. Permanente, de adultos, no mediada por la mercantilización de los títulos, orientada al rescate de la experiencia, no autoritaria, participativa, encuadrada en proyectos colectivos para retejer espacios comunes, abierta a las múltiples formas de cultura contemporánea. El sistema educativo, cada vez más orientado hacia la "empleabilidad", el "emprendimiento", al esfuerzo competitivo por hacerse un currículo, estructurado en programas cada vez más dirigistas, cada vez más domesticado por formas autoritarias de dirección e inspección, deja enormes lagunas y necesidades a pesar del esfuerzo heroico de tantas profesoras y profesores con conciencia de educadores. No es contradictorio trabajar por la educación en las afueras de la educación.

Es emocionante oír los testimonios de los esfuerzos sobrehumanos de tantos trabajadores del pasado que en las pocas horas que les dejaba su larga jornada dedicaban su tiempo a educarse. En la inmensa epopeya del movimiento obrero que es Estética de la resistencia, de Peter Weiss, leemos sobre esas horas quitadas al sueño:

"A pesar de eso, respondió Coppi, tenemos que continuar interrogándonos una y otra vez sobre cuál es nuestra tarea, nadie más puede aclararnos las relaciones de dependencia en las que estamos inmersos. Y también esto era lo que nos permitía hablar sobre cosas que en realidad no podían estar a nuestro alcance. Para interpretar teorías que tal vez dijeran algo sobre los medios y caminos de nuestra liberación, primero necesitábamos comprender el orden en el cual nos movíamos [...] Las frentes golpeaban sobre los pupitres, abatidas por doce horas que a las siete de la tarde eran de plomo. Las autoridades escolares calculaban estas bajas, los que sobrevivían se sujetaban los párpados con los dedos, miraban fijamente las borrosas pizarras, se pellizcaban los brazos, llenaban sus cuadernos de garabatos y durante el último periodo de clases caían aún más, [...] Querer hablar de arte sin oír los sorbidos que acompañaban el arrastrar de un pie delante del otro, hubiera sido un atrevimiento. Cada metro hacia el cuadro o el libro era una batalla, nos arrastrábamos, nos empujábamos hacia delante con gran fatiga, y a veces con ese guiño estallábamos en carcajadas que nos hacían olvidar hacia dónde nos encaminábamos"

Los obreros de Weiss, que estudiaban obras de arte para entender su vida; los obreros de La noche de los proletarios de Jacques Ranciére, los coros y actividades dominicales que relata Richard Hoggart en Los usos de la alfabetización, relatos ficticios o literales que han quedado en las sombras de la historia de la educación cuando son parte de su épica. Parecería que estos trabajos de amor perdidos ya se han hecho innecesarios porque, al modo de la ropa de Primark, la educación se ha abaratado y masificado. Prácticamente toda la población, en un país como España, recibe educación primaria y secundaria, y casi un tercio de la población adquiere títulos superiores. La oferta en internet de cursos online en múltiples formatos y niveles; los cursos de extensión que proporcionan las instituciones. Todo haría pensar que reclamar educación queda ya fuera de lugar. Y, sin embargo, no es contradictorio hacerlo. Así como en la inundación lo primero que falta es el agua, en los tiempos de la instrucción masiva lo primero que falta es la educación.

En un tiempo en que los partidos políticos de la izquierda se convierten en sindicatos de cargos y asesores, agencias de colocación, nada es más urgente que volver los ojos hacia nuevas políticas de educación y cultura no orientadas por la mercantilización. En un tiempo en que la actividad política produce hastío o directamente enojo, nada es más urgente que enseñarnos mutuamente a leer, a ser espectadores activos del teatro, el cine y la televisión. Nada es más necesario que volver a las clases de adultos. Espacios donde los cuerpos habiten por una o dos horas espacios comunes y se pueda hablar y escuchar sin la mediación de una pantalla. Quizás por ello la mejor gente trabaja en las políticas municipales, las que aún pueden abordar estos proyectos y dejan para los más ambiciosos lo estatal.

No niego que la red proporciona nuevos medios. Yo mismo entiendo este blog como parte de mis obligaciones educativas, y no me importa levantarme los domingos pronto para redactar estas líneas que me ayudan a pensar y quizás ayuden a otros. Pero no es ésta la educación que necesitamos. Debemos volver a espacios comunes, a reivindicar el valor de educarnos unos a otros. No para "aumentar" la instrucción, ni siquiera los conocimientos, aunque ello sea un subproducto, sino para comprender, para adquirir significados y sentidos, para entender lo que nos pasa, para relacionar los hechos dispersos, para convertir los relatos en teorías y las teorías en relatos. Y lo afirmo en plural, quizás porque los profesores necesitamos más educación que nadie, para vencer el desánimo y la desmoralización, para reencontrar el entusiasmo con el que descubríamos los cambios en los alumnos, cuando también ellos vencían el desánimo y la desmoralización y encontraban entusiasmo en el aprender.

En las afueras de los sistemas educativos. Aunque esas afueras las podamos encontrar ocasionalmente dentro. Creo compartir con alguna gente que nos relacionamos con la enseñanza el sentimiento de que nos invade una creciente barbarie que viene muchas veces disfrazada de adiestramiento y especialización. Una barbarie que uno observa ya en compañeros, autoridades, alumnos y, desgraciadamente, también dentro de uno mismo, en la forma de náuseas de cinismo que a veces te invaden.

domingo, 5 de noviembre de 2017

La cultura en el capitalismo del contenedor.





En el viejo marxismo se distinguían las fuerzas de producción, que agrupaban a todas las formas de transformación, y las relaciones de producción, que definían las formas de propiedad. En conjunto se constituía la estructura económica de una formación social. El capitalismo, como sabemos sobradamente, ha mutado en su estructura a lo largo del tiempo saliendo transformado de cada una de las crisis. La forma actual se caracteriza, entre otros muchos rasgos que agrupamos bajo el nombre de “globalización”, por dos características que se han ido imponiendo abrumadoramente. 

La primera es la creciente independencia de la economía financiera y la economía productiva o economía real. El peso de la economía financiera se calcula en cinco veces el de la economía real. Lo que significa que el mundo está regido por una inmensa burbuja especulativa generada por los apalancamientos sobre apalancamientos, es decir, sobre una inmensa deuda de estados, bancos e instituciones financieras, empresas grandes y pequeñas e incluso los individuos de las sociedades más ricas. Como los estorninos, inmensas cantidades de capitales viajan de un lado al otro del mundo, destruyendo empresas, creando nuevas burbujas de expectativas, amenazando y doblegando a los estados resistentes, y, en definitiva, atando con lazos de dominio las mínimas posibilidades de cambio.

La segunda característica es lo que hace denominar a esta forma de capitalismo “economía del contenedor”. Se trata del progresivo traspaso del poder económico de las empresas productivas a las empresas de distribución. Comenzaron esta economía los grandes almacenes e hipermercados, cuyos beneficios se sostenían y sostienen sobre dos bases: la especulación financiera creada alrededor de los movimientos de capital generados por sus prácticas comerciales y, sobre todo, la explotación de las empresas suministradoras de bienes y servicios. Más tarde fueron las grandes navieras y empresas de seguros; más recientemente, los fenómenos de distribución ligados a la sociedad red, del que el ejemplo más notorio es Amazon, una empresa que comenzó siendo una distribuidora de libros en el Primer Mundo y ahora es una empresa de distribución general que desafía a los WallMart, Corte-Inglés, etc. Es una empresa comedora de empresas a gran escala. Hace que todas las demás trabajen poco a poco para ella. En el plano de la cultura de masas, las grandes plataformas como Netflix, HBO, Spotify, y FaceBook están produciendo el mismo fenómeno en la parte cultural del capitalismo (cada vez más importante, por lo demás). Booking, Airbnb, Huber, etc., siguen esta corriente en el gran dominio económico de los viajes y el turismo, comiéndose poco a poco a las industrias del ramo: hoteleras, transportes, agencias de viaje, transformando incluso las estructuras de vivienda de las grandes ciudades.

En las viejas formas, el empresario contrataba a los trabajadores por un salario basado en la prestación del tiempo de sus vidas y de sus capacidades mayores o menores técnicas de producción. En las nuevas formas, los enormes monopolios contratan por servicios a otras empresas que, a su vez subcontratan a un nuevo escalón de empresas que, a su vez,… Al final ya no hay empresas sino trabajadores empresarios de sí mismos que sobreviven sobre los contratos de servicios. Al final, también, estos empresarios de sí mismos se han endeudado y apalancado para adquirir los medios de sus mínimas empresas de sí mismos, en lo que ahora se llama “emprendimiento”, que no es otra cosa que eliminar los gastos de seguridad social, de medios de producción y tecnología, eliminar el peligro de las asociaciones y sindicatos y garantizar la futura quiebre. La quiebra del pequeño es la riqueza del grande. Incluso la quiebra del grande es también beneficiosa para el grande. La quiebra a gran escala, como la deuda a gran escala, basadas en las quiebras y deudas de los pequeños son un modo estratégico por el que las grandes empresas continúan aumentando los beneficios mediante estas migraciones de capitales-estorninos. 

Todo esto no se mantendría sin una inmensa trama de productos culturales cuya función es ocultar, y si no es posible, legitimar lo que son las nuevas relaciones de producción sobre las que se sostiene el sistema. ¿Por qué el inmenso esfuerzo en inversión cultural? Volvamos al viejo capitalismo tal como Marx lo conoció. Marx enseñó que toda la economía se sustentaba sobre lo que llamaba el fetichismo de la mercancía, que básicamente consistía en borrar las huellas históricas y sociales del funcionamiento de la economía produciendo la ilusión de que el trabajador era libre para contratar su fuerza de trabajo. El inmenso esfuerzo cultural que llamamos "modernización" fue un proceso ligado a la urbanización en el que todos los modos de vida anteriores se reordenaron con nuevos significados alrededor de la idea del individuo trabajador y reproductor de su vida. Hay innumerables relatos y documentos de esta transformación que condujo al capitalismo industrial y de las fracturas que ocasionaba en las sociedades más tradicionales. Recordaría, así a vuelapluma, las novelas de Pio Baroja dedicadas al Madrid preindustrial, pero recomendaría, casi como ejemplo paradigmático, Rocco y sus hermanos de Luchino Visconti, 1960. Fue necesario domesticar al individuo ligado por vínculos de sangre y comunidad para convertirlo en ciudadano (en el doble sentido de estatalizar y urbanizar).  Los grandes teóricos del frente cultural: Gramsci, Benjamin, Krakauer, Simmel, Adorno, realizaron la difícil tarea de decodificar el proceso cultural por el que se produjo el fetichismo social que borró las huellas de las relaciones sociales realmente existentes.

Un siglo más tarde, aún no estamos preparados para realizar un desvelamiento similar de nuestra forma cultural por la que nuestros sentidos de la vida se ordenan, incluso bajo la impresión de resistencia, al ocultamiento de las relaciones sociales que definen el poder real en el mundo. Ciertamente, tenemos algunos nombres como “neoliberalismo” pero no tenemos  una familia de conceptos que nos permita pensar las estructuras subyacentes que comunican los más alejados puntos de nuestro universo cultural. Raymond Williams llamó a este análisis que correlacionaba lo distante para encontrar lo común “estructura de sentimientos”.  Se trata de examinar prácticas, productos y formas de vida, buscando analogías y homologías hasta encontrar referentes comunes que definan nuestra experiencia histórica.

Creo que la forma que constituye esta experiencia, nuestra estructura de sentimientos, tiene que ver con las profundas distorsiones del espacio y tiempo que producen los entrecruces de la sociedad de la información y los modos de la globalización contemporáneos. Los espacios anteriores, incluidos los espacios de la metrópolis que representó el cine, la novela y el pensamiento del modernismo han sido sometidos a tensiones y fracturas, a expansiones y contracciones derivadas de la experiencia de la simultaneidad, la sincronía, la velocidad y, sobre todo la acción a distancia. Lo mismo ocurre con los tiempos y temporalidades. Lugares, paisajes, momentos, tal como fueron definidos en una experiencia aún básicamente conformada por la sociedad de la materia y la energía, se deforman bajo las fuerzas de la sociedad de la información. La cultura, en este marco está orientada a un fin muy distinto del “soy libre para elegir mi trabajo”. Yo diría que estaríamos ante un nuevo marco definido por dos factores. Por un lado, la identidad, por otro el riesgo, la probabilidad y el deseo. 

La forma básica de nuestra experiencia es el “TÚ PUEDES”. La identidad contemporánea, a diferencia del sujeto liberal, aislado y concebido como un ser de creencias y deseos individuales, es ahora una identidad recibida del reconocimiento de un agente externo, una autoridad referencial más o menos lejana. El yo anterior ahora necesita ser llamado, ser “tú”. De ahí que todos los medios de comunicación se vuelvan interactivos, necesiten una apelación continua al vidente, oyente o lector. Sólo al ser nombrado tú el ego adquiere identidad. De ahí también la fuerza violenta de las identidades contemporáneas, que luchan, estrictamente por ser reconocidas por la autoridad. El “puedes” es aún más complejo y peligroso. Es el puedes de una sociedad convertida en un casino, donde se apela a la posibilidad definida por el deseo pero no por el cálculo de la probabilidad. Las niñas que quieren ser modelos y los niños héroes del fútbol son animados por sus padres: “tú puedes”. Nadie les enseña probabilidad, nadie les dice que viven en la sociedad donde el ganador se lo lleva todo y donde sólo hay un ganador por muchísimos millones de aspirantes.


El “tú puedes” que se esconde en la llamada al empresario y emprendedor que llevamos dentro es la llamada del croupier a la participación en el juego. El jefecillo de la oficina de banco que te ofrece un préstamo para tu empresa, el estado que te entrega todo el dinero del paro para que emprendas, el sistema educativo que te ofrece títulos maravillosos que te darán un puesto privilegiado en la sociedad, la televisión que te ofrece imágenes de cuerpos con los que habrás de triunfar si domesticas el tuyo,… “Tú puedes”. Lo llaman “neoliberalismo” y no lo es. Es una cultura en la que la distorsión del espacio y tiempo ha torcido nuestra imaginación para que seamos incapaces de calibrar sensatamente las posibilidades, para que seamos incapaces de imaginar el futuro y, simplemente, fantaseemos con él.