sábado, 31 de marzo de 2012

Oraciones impronunciables

La plegaria es un trámite en el orden administrativo de las religiones y no se distancia mucho de la blasfemia, esa forma de oración que ejerce el desesperado. Plegaria y blasfemia pertenecen a aquello que Wittgenstein incluye en lo pensable que, sostiene, es equipolente con lo decible. 
Se equivoca Wittgenstein1 en el Tractatus al pensar el lenguaje bajo la imagen de un espacio con un dentro y un fuera. Se siente así obligado a concebir límites, a determinar lo contenido en el continente. 
El lenguaje como sitio ha dado origen a la industria del más allá. Cuánto pensador sueña con estar pensando en el límite y más allá. Cuánto teólogo del lenguaje vive de la metáfora espacial.  Como si las religiones no fuesen religiones del libro que viven del más allá. 
Se equivocan también (mucho más) los señores de la lengua, los que se atreven a condenar una constitución de un país subordinado por su mala redacción, como si el lenguaje fuese una casa que nos acoge a todos. Como si el lenguaje fuese una casa y ellos definiesen los espacios y habitáculos.
Las oraciones que me inquietan son las que no pueden ser secuestradas porque no están en el espacio del lenguaje. No están en el espacio, ni siquiera en el límite. Mucho menos, más allá. Las oraciones que me inquietan son como la oración que cruza por los ojos de Isaac cuando mira a su padre, las oraciones que tensan la piel de quienes fueron expulsados del mundo antes que del lenguaje. Las oraciones que intenta balbucear Celan.
Claro que esa oraciones no pueden ser pronunciadas. Claro que esas oraciones no pueden ser dichas. Son impronunciables porque son la reacción de la piel a una sentencia. A una sentencia gramaticalmente bien pronunciada. Con el uso del género y la especie que es común en la (su) casa.
Son oraciones que no pueden decirse porque al intentar pensarlas sobreviene el tiempo del silencio. 

domingo, 25 de marzo de 2012

El tiempo de los accesos







Me ocurre siempre con las novelas de Belén Gopegui: sé que las voy a disfrutar y por alguna razón que me tengo que mirar desplazo su lectura unos meses y hasta un año. En este caso me alegro haberlo hecho. Con el tiempo ha ganado profundidad y ha perdido el tono de análisis del momento o de acto de intervención inmediata. Fue escrita esta novela en los albores del 15M, cuando la crisis económica ya amenazaba con llevarse por delante al gobierno del PSOE y con él al partido. Gopegui se introduce en las entretelas de ministras  y ministros y, como paciente fisióloga animal, va decapando con cuidado a estos curiosos especímenes. Al poco de haber comenzado a leerla recordé la escena con la que Sam Peckinpah decidió comenzar su Wild Bunch (Grupo Salvaje) en 1969: dos escorpiones pelean rodeados por fuego; la cámara se retira y vemos a unos niños crueles que se divierten con la escena; la cámara se retira y vemos a un grupo de seres para la muerte que observan lo que ocurre.
Aunque no ha sido partícipe de las formas y programas de la izquierda socialdemócrata, Belén Gopegui consigue un perfecto diagnóstico de las aguas profundas que habían minado los cuerpos y las mentes de aquellos actores que determinaron la política española por varias décadas. Pero no es eso lo que más me ha interesado de la novela. En aquellos días ya era evidente la naturaleza del mal. Incluso yo me atreví a hacer un diagnóstico sin ser médico. No era difícil acertar.
Lo que me importa de la novela es el cruce de dos clases de héroes crepusculares que se hunden con los mundos a los que pertenecían: el héroe desgastado que aún quiere cambiar infinitesimalmente las cosas desde el trozo de poder que le ha sido conferido por las urnas y el héroe sin rumbo, hacker, que desde los pasillos electrónicos de la red quiere ejercer de vengador de causas perdidas. Recordé mucho también los manifiestos de Manuel Castells, quien en los años 90 exaltaba la unión de ambos mundos y héroes y predecía un mundo transformado por la política socialdemócrata y la creatividad hacker. ¿Recordáis las autopistas de la información y todo aquél mambo de Al Gore?
Belén Gopegui ha escrito un Anti-Millenium. Desde luego el final de la política, que ya entonces se veía en manos de otras formas de manipulación mucho más oscuras y peligrosas que las de los chapuceros agentes del pelotazo de los tiempos de la burbuja inmobiliaria. Mucho más interesante, un canto sobre el fin de los sueños de internet como territorio de frontera abierto a pioneros sin ley que hacen avanzar la historia. Quienes crean que es posible un programa como "me fui de la política y me vine a internet", como si fuera un cuadro de Chagall, harían bien en leerse esta novela.
Tengo que confesar que aún no la he acabado. Estoy en ello, pero el final ya sólo me importa como lector. Como alguien que aprende de los novelistas lo que los filósofos no somos capaces de ver ni enseñar, ya he entendido el mensaje. Coincide con muchas de las vueltas que le estoy dando últimamente al mismo tema: el final de internet, la muerte de un último territorio de libertad.
No soy pesimista ni desilusionado. Como decía también Belén Gopegui en una entrevista, sólo se desilusionan los que estaban ilusionados. Es otra cosa. Es el sentimiento de que hemos pensado mal los cambios. Demasiado estructuralismo, demasiado espacio. No hay heterotopías.O no las hay por mucho tiempo. Cuando ocurren, son heterocronías. Tiempos de libertad, momentos por los que merece la pena vivir. Y morir.

martes, 20 de marzo de 2012

El bosque del sexismo

Mi colega Maria José Frapolli, una filósofA del lenguaje internacionalmente respetada y conocida, amiga y compañera de avatares académicos, escribe una respuesta al comentado artículo de Ignacio Bosque, académico de la RAE sobre el sexismo y el lenguaje. El artículo fue enviado a El Pais y (iba a decir, lógicamente) no ha sido publicado. Estoy absolutamente de acuerdo con su contenido y le he ofrecido esta modesta ventana para aumentar el número de lectores de su respuesta. Probablemente, si no hubiera sido escrito para El País María José Frapolli habría hecho saber a nuestro académico de algunas distinciones técnicas entre competencia y actuación, entre locuciones y actos de habla que no están explícitas en su panfleto y que uno/a esperaría que alguien de su autoridad hiciera manifiestas. Pero en fin a veces la autoridad y el poder se confunden. He aquí la magnífica respuesta:



Gramática y Política
María José Frápolli
Catedrática de Filosofía del Lenguaje
Universidad de Granada

El académico Ignacio Bosque ha publicado recientemente un artículo sobre usos sexistas del lenguaje que ha tenido una enorme repercusión. Sea bienvenido un debate serio y mesurado acerca de los sutiles caminos por los que se desarrolla la discriminación sufrida por las mujeres. Hay tres aspectos del escrito del Prof. Bosque que merecen quizá mayor atención de la que se les ha prestado. El primero es un análisis de la función de los manuales de estilo no sexistas, por un lado,  y de las recomendaciones de la RAE, por otro.  Según sus estatutos, la RAE tiene como objetivo “velar por que los cambios que experimente la Lengua Española en su constante adaptación a las necesidades de sus hablantes no quiebren la esencial unidad que mantiene en todo el ámbito hispánico. Debe cuidar igualmente de que esta evolución conserve el genio propio de la lengua, tal como ha ido consolidándose con el correr de los siglos, así como de establecer y difundir los criterios de propiedad y corrección, y de contribuir a su esplendor”. La Academia no promueve los cambios, sino que evalúa los cambios que se producen. Por eso el escrito de Ignacio Bosque está completamente dentro de sus atribuciones. Sin embargo, se refleja en él una cierta queja de que los manuales de estilo que aconsejan un uso no sexista del lenguaje elaborados por universidades, sindicatos y comunidades autónomas no han contado con la colaboración, el consejo o la tutela de los profesionales del lenguaje (académicos de la lengua, lingüistas y filólogos). Los primeros párrafos sugieren una defensa corporativa y la denuncia de un posible conflicto de competencias. La queja, sin embargo, es injustificada. El trabajo de la academia consiste en sancionar ciertos usos lingüísticos como correctos, y velar por la coherencia de una lengua que se habla en diferentes países. Ese es el objetivo de una gramática, cuyas reglas deben ser generalizables en principio. Los manuales de estilo que analiza el Prof. Bosque tienen una función distinta: son manuales de buenas prácticas, que pueden ofrecer a la academia material para su posterior análisis. Las recomendaciones de un manual de buenas prácticas son altamente dependientes de contexto, y van dirigidas a fines distintos de las meras gramaticalidad y coherencia. Por ello, la afirmación de que, si todos habláramos como los manuales aconsejan, no nos entenderíamos, siendo probablemente correcta, no es una crítica justa.  La sociedad civil (universidades, comunidades autónomas, sindicatos, etc.) tiene todo el derecho a hacer propuestas acerca de cómo usar el lenguaje para promover determinadas políticas (la visibilidad de las mujeres, los derechos de los inmigrantes o lo que sea) o evitar determinados efectos indeseable (la discriminación de personas). Esas propuestas pueden ser luego evaluadas por los profesionales de la lengua respecto de su corrección o incorrección. Pero son dos niveles diferentes, que no tienen por qué entrar en conflicto.
El segundo aspecto que merece comentario es la insistencia en lo que es ahora gramaticalmente correcto o incorrecto, como si eso fuera un rasgo inamovible de la lengua. En castellano el masculino es genérico, de acuerdo, pero de ahí no se sigue que las recomendaciones a favor de hacer visible la pluralidad confundan sin más género con sexo. Tampoco se sigue que quien use correctamente el masculino como genérico esté, solo por ello, dejando traslucir una actitud sexista. La lengua es un instrumento poderosísimo, no solo de comunicación, sino también de transformación social. El lenguaje ha sido una herramienta de dominación, no hay más que reparar en los discursos de los vencedores de todos los conflictos. Ha sido una herramienta de discriminación, hoy día muchas voces se alzan contra la consideración del contrato civil de convivencia entre personas del mismo sexo como matrimonio, apoyándose en cuestiones supuestamente semánticas. A esto se suele responder que el lenguaje no es sexista o discriminatorio, son los agentes que lo usan los que pueden ser una cosa u otra. Esta trivialidad (ya sabemos que los objetos inanimados no tienen propiedades intencionales) no puede oscurecer otro hecho, igualmente cierto, a saber, que las palabras tienen aspectos significativos que las hacen más o menos apropiadas para determinados usos dinámicos. Expresiones como “judiada”, “merienda de negros” o “trabajo de chinos” reflejan una ideología racista por muy gramaticales que sean las oraciones en las que aparezcan. Y aunque estén en los diccionarios, muchos convendremos en que deben evitarse.
El tercer aspecto digno de análisis es la utilización política de las consideraciones de los académicos. La RAE no es una isla. Es una institución imbricada en la sociedad, que tiene efecto en ella y que debe dejarse afectar por ella. Asistimos hace un par de meses a un cambio político en el gobierno de España. De las primeras medidas que el nuevo gobierno tomó destacan el anuncio de la reforma de la ley del aborto (las palabras del ministro Gallardón acerca de la “violencia” que sufren las mujeres que no desean abortar se comentan por sí solas), el rechazo, abierto o velado, a la ley de violencia de género, la renuncia de facto a la paridad en órganos de representación, y otras. No había que ser muy clarividente para haber previsto que, en este momento, un documento como el del profesor Bosque puede dar argumentos “científicos” a los machistas más furibundos que pueblan tertulias y ediciones digitales. El profesor Bosque indica además que algunas de nuestras contemporáneas más insignes están en contra de las cuotas y que no siguen las recomendaciones de estos manuales de corrección política. Está en su derecho el profesor Bosque de tener sus opiniones y expresarlas, y sus ilustres amigas de tener las posiciones políticas que les parezcan mejores. Dicho esto, los hablantes no somos solo responsables de lo que estricta y literalmente decimos en nuestros actos lingüísticos sino que nos comprometemos también con los efectos que de manera inmediata se siguen de ellos. Por eso, el artículo del Profesor Bosque no tiene solo una lectura científica (que es trivial, ya sabemos que el masculino es genérico en castellano), sino que tiene una dimensión política evidente. Los académicos firmantes hacen uso de su derecho al apoyar un documento que aconseja unos usos lingüísticos sobre otros. Pero no nos empeñemos en que su alcance es meramente gramatical. Los académicos han entrado en un debate altamente ideológico, muy complejo y sensible, con repercusiones en la promoción o en el ocultamiento de la mitad de la población. Se cometen muchos excesos en la defensa del lenguaje no sexista, algunos rozan el ridículo, de acuerdo, pero es encomiable el esfuerzo por marcar lingüísticamente la pluralidad. Y si bien es ingenuo pretender que modificando usos lingüísticos vamos a transformar la sociedad, también lo es negar que el lenguaje que usamos es en una medida nada despreciable producto de la ideología que nos ha dominado durante siglos.

viernes, 16 de marzo de 2012

Neurociencia de la singularidad

El número de marzo de Scientific American, que será publicado en la versión española (Investigación y ciencia) ofrece un sorprendente trabajo sobre la génesis (ontogénesis y filogénesis) del cerebro humano. Dos neurocientíficos californianos, F.H. Gage y A. R. Muotri, se plantean qué es lo que hace único al cerebro de cada persona. Incluso dos gemelos univitelinos manifiestan en su desarrollo personal notorias diferencias. Hasta ahora, este fenómeno había apoyado a los partidarios de la influencia del medio, en particular de la experiencia en un medio cultural como una fuerza de tanta o mayor importancia que la herencia genética. El debate entre naturaleza-cultura ha sido una de las controversias más enrevesadas de la ciencia y el pensamiento contemporáneos. Gage y Muotri, sin embargo, aportan la importancia de un tercer factor: los genes saltadores L1. Son genes que reproducen parte del genoma en otras células, en esta caso neuronas, introduciendo una variedad en ellas que no se debe ni a la cultura ni a la herencia genética. El cerebro sorprende transformándose a sí mismo por causas endógenas que no pueden ser atribuidas a ninguna otra función externa, salvo, quizá, la importancia que puede tener la variabilidad como defensa ante probables o posibles desafíos del medio. Cada cerebro es distinto porque ha creado su propia senda no programada ni en la genética ni en la cultura. En el viejo debate entre Piaget y Chomsky que inaugura la psicología cognitiva contemporánea, Piaget se convirtió en líder de la formación cultural del cerebro y la mente en la interacción práctica con el medio. Chomsky defendió la singularidad e inaccesibilidad de las grandes estructuras cognitivas como la gran defensa contra los posibles milnovecientosochentaycuatros, es decir, contra los intentos de dominio total sobre la mente desde el poder. Ahora sabemos que la singularidad del cerebro se apoya en elementos de sorpresa que nos convierten en seres indeterminados por ninguna razón, por suerte, por fortuna.
El indeterminismo ha sido siempre el mal bicho de las pesadillas humanas. Religiones, ciencia y filosofía se han conjurado desde el inicio de la cultura para hacernos creer que nuestras vidas ya están escritas. Que no esté escrita nuestra identidad ni en los genes ni tampoco en la cultura me parece una de las ideas más sorprendentes, novedosas, no escritas en los programas culturales, de la ciencia contemporánea. Nos hace pensar que nos sorprendemos a nosotros mismos.

martes, 13 de marzo de 2012

Internet, Leviatán

Pasaron a la historia los tiempos en los que muchos creían que W3 sería un nuevo territorio de libertad. Poco a poco, se van imponiendo las fuerzas que ordenan el sistema, lo disciplinan y tal vez lo acaben por domesticar haciendo de Internet una sucursal de TeleCinco para el ocio y de oficina de correos para el negocio. Que Internet, la ciudad del cielo,está aún por ordenar es algo que siempre he pensado (en una reseña que hice hace tiempo del libro de Javier Echeverría, Los señores del aire, señalaba que estaba pendiente convertir Internet en una polis). Que Internet no es por sí misma liberadora, ni tampoco el gran dictador, es algo que también he pensado con continuidad. Aunque las posibilidades humanas son siempre relativas a los medios técnicos, la libertad no está dada (ni quitada) por ellos: la libertad se tiene, se defiende y se conquista con el esfuerzo humano. Internet es simplemente uno más de los espacios donde se dilucida la tensión permanente entre el orden que impone el poder y el orden que nace de la autogestión y autoorganización de las comunidades humanas. Los dioses nos castigan concediéndonos lo que deseamos: quienes desean el poder terminan por tenerlo para descubrir que son esclavos suyos. Ya sé que hay formas y formas de poder, ya sé que poder es "poder hacer cosas", ya sé que ... Pero hay otras formas que estar en el mundo que tienen mucho más que ver con las fuerzas de la vida, que es sobre todo resistencia: a la muerte, a la desolación, a la esclavitud, a la subordinación. Hay formas de resistir que no implican desear el poder, ni soñar con el "cuando vengan los míos". Los míos, los nuestros ya están aquí, pero no se les ve porque no están bajo las luces del poder. En fin: también en Internet hay formas de ordenar el mundo sin gobierno, hacer de la selva una polis. Estamos en el tiempo de repensarnos y autoordenarnos sin esperar a que las múltiples policías del pensamiento y de la información lo hagan. Es cierto que nos miran, que nos leen todo, que nos inspeccionan. El partido pirata propone una Leviatán electrónico para ocultar las propias huellas. No sé, cada cual que vea, pero yo creo que en Internet, como en la vida misma, la transparencia es la más efectiva forma de resistencia: que miren y sientan envidia. Decía una viuda en la cola del supermercado consolando a otra reciente viuda "quedarse viuda es como cuando te quitas la faja, parece que todo se viene abajo, pero al poco tiempo te sientes libre". Lo mismo cabe decir de la renuncia al poder: al principio te sientes desorientado, más tarde reparas en que te ha sido dado un lugar en el mundo que puedes compartir sin pedir permiso. Nos piden la IP, nos piden el DNI (Madrid se ha llenado últimamente de controles: ahora a los emigrantes, ¿mañana a los demás?), el certificado seguro, la contraseña,... No importa. Cuando nos hayan pedido todo aún nos queda la palabra.

sábado, 10 de marzo de 2012

Territorios intermedios

Los lugares de frontera son los territorios que considero  hábitats ejemplares de la experiencia. Son los topos productores de significado: el ni-ni, el fuera-de, el pudo-ser, el preferiría-no-hacerlo, el querría-estar-en-otro-lugar. En fin, la incapacidad de situarse, la deslocalización, el exilio, la emigración, la melancolía, la rebeldía, la negación en general. En esos territorios discurre la creación humana de la existencia: utopías, heterotopías, ucronías, heterocronías, egocidios, regicidios. Me vence, sin embargo, la tensión del filósofo entre el ser y la norma, entre el ser y el no-ser: ¿por qué estos lugares son sitios recomendables para dejar discurrir en ellos la historia de la vida propia? Llevo tiempo dándole vueltas a la cuestión y estoy empezando a formar ciertos bosquejos de lo que sería una respuesta cuando comenzasen a resonar en el cuerpo en el que habito las armonías de esta liminalidad. Como ciudadano, ya sé que me constituyen mis derechos y deberes en el espacio de la polis. Como individuo heredero de una larga historia de luchas por los derechos de propiedad, sé que soy un cuerpo, una mente llena de deseos, planes, fracasos y ocasionales satisfacciones. Y pese a todo no encuentro mi sitio en esta división social del trabajo metafísico. No acabo de ser ciudadano ni individuo. Es más, empiezo a cansarme de ser ciudadano e individuo. Preferiría no ser ninguna de las dos cosas. Con los años, con los años, con los años, cada vez me pregunto cuál es, cuánta es, cuán valiosa es la fuerza que me une a los amigxs, a la familia, a los que  pertenecen a un linaje moral y político al que no quiero (ni a mis años puedo) renunciar. Para cierta filosofía política y moral que se mueve entre la polis y lo idio, la referencia a la norma de los espacios intermedios se entiende como blasfemia, como si uno reivindicara bajo la boina de la comunidad algo parecido a un veneno para toda universalidad normativa. No me lo creo. Las cosas que me importan son las cosas que me hacen (que me son). Están en territorios intermedios e imponen su norma no menos objetiva y universal que las declaraciones universalistas y particularistas. Soy mi familia, soy mis amigxs, soy mi tradición. Y no me importa que los comunitaristas (burócratas de los espacios intermedios) traten de apoderarse de todas las segundas personas que me habitan. Estoy más allá de las comunidades: estoy en la frontera.

viernes, 2 de marzo de 2012

La canción de Stevens

Vuelvo al tema que traté en una entrada anterior (El crepúsculo del sirviente) --y que estoy seguro que trataré en otras nuevas, pues últimamente me está rondando mucho la cabeza--. Me refiero a la tensión entre persona y profesión, entre identidad personal e identidad profesional. El modelo moderno de sujeto es el sujeto-rol, configurado por profesar una "profesión" a la que entrega su vida: arte, política, milicia, cultura, ciencia, .... El sujeto burgués está determinado por un acto de elección que orienta  "lo que resta del día"  al cultivo vocacional de esa forma de identidad en la que se "realiza".  Podríamos remontarnos a El gran teatro del mundo, de Calderón, pero El político y el científico de Max Weber me parece mucho más cercano, también al lenguaje y las ideas del personaje al que nos referimos: Stevens, el mayordomo de la novela de Ishiguro, Lo que resta del día. En la primera jornada de su viaje, después de ascender a una colina, desde donde se contempla, dice, el mejor paisaje del mundo, lleno de dignidad (el paisaje exterior de Inglaterra y el interior de la casa en la que sirve son las metáforas de la novela), medita en su cuarto sobre su propia vida y qué es ser un buen sirviente: 

"En  los  ambientes  profesionales  nos  hacemos  desde  hace  años  una  pregunta,  que  en  muchas  reuniones  ha  sido  nuestro  tema  de  discusión:  ¿Qué  es  un  «gran»  mayordomo?  Todavía  me  parece  escuchar el bullicio que organizábamos algunas noches en la sala del servicio, cuando conversábamos  durante  horas  en  torno  a  la  chimenea  sobre  este  tema.  Y  reparen  en  que  si  he  dicho  «qué  es»  y  no  «quién puede ser» un gran mayordomo, se debe a que nadie se atrevería a cuestionar seriamente los  grandes  nombres  que  en  mi  época  podían  recibir  este  apelativo.
[...] Y  ahora  permítanme  manifestar  lo  siguiente:  la  «dignidad»  de  un mayordomo está profundamente relacionada con su capacidad de ser fiel a la profesión que representa. El mayordomo mediocre, ante la menor provocación, antepondrá su persona a la profesión. Para estos individuos  ser  mayordomo  es  como  interpretar  un  papel,  y  al  menor  tropiezo  o  a  la  más  mínima provocación  dejan  caer  la  máscara  para  mostrar  al  actor  que  llevan  dentro.  Los  grandes  mayordomos adquieren esta grandeza en virtud de su talento para vivir su profesión con todas sus consecuencias, y  nunca  les  veremos  tambalearse  por  acontecimientos  externos,  por  sorprendentes,  alarmantes  o  denigrantes  que  sean.  Lucirán  su  profesionalidad  como  luce  un  traje  un caballero respetable, es decir,  nunca  permitirán  que  las  circunstancias  o  la  canalla  se  lo  quiten  en  público.  Y  se  despojarán  de  su atuendo sólo cuando ellos así lo decidan y, en cualquier caso, nunca en medio de la gente. Como digo, es una cuestión de «dignidad»."
Ishiguro escribió esta novela crepuscular como metáfora de la caída del Imperio Británico y todas sus iconografías: el culto a la distancia y la impasibilidad entre otras. Pero escribió también, quizá no inadvertidamente, un canto crepuscular a la decadencia de una forma de identidad, de un sujeto al que ya no lo que queda más horizonte que la noche.
Ese sujeto, que pasó su vida entera ciego a lo que ocurría a su alrededor, centrado en la tarea de alcanzar la dignidad de su profesión  mientras se le escapa la corriente de la vida que sí mueve a los miembros de la servidumbre menos preocupados por la dignidad, en un mundo en el que el sueño del funcionario-sirviente ha desaparecido y ha sido sustituido por la precarización estructural, por el desvalimiento en manos de la "flexibilidad " de los mercados, deja entrever en su apatía las entretelas de su falta de consistencia, de su insensibilidad al mundo, del ridículo de sus ideales y, en este atardecer de la identidad burguesa, se sienta a esperar el  futuro que le reserva el destino: como definía el viejo detective Philipe Marlowe, "triste, solitario y final".