domingo, 30 de enero de 2022

Ortega frente a Heidegger sobre la técnica


Ortega y Heidegger comienzan por la constatación de la poca preocupación que suscita el entorno material. En La rebelión de las masas, Ortega diagnostica que hay un componente estructural en esta indiferencia: la conversión de las muchedumbres en masas: “La sociedad es siempre una unidad dinámica de dos factores: minorías y masas”, afirma en el libro que habría de convertirle en un filósofo conocido en todo el mundo. En este texto se queja de que las masas disfruten de los productos de la técnica sin preocuparse por su destino:

¿Qué razonamientos pueden conseguir lo que no consigue el automóvil, donde van y vienen estos hombres, y la inyección de pantopón, que fulmina, milagrosa, sus dolores? La desproporción entre el beneficio constante y patente que la ciencia les procura y el interés que por ella muestran es tal que no hay modo de sobornarse a sí mismo con ilusorias esperanzas y esperar más que barbarie de quien así se comporta. Máxime si, según veremos, este despego hacia la ciencia como tal aparece, quizá con mayor claridad que en ninguna otra parte, en la masa de los técnicos mismos[1]

Ortega precisa como enfermedad de la masa la despreocupación con la que se usa el automóvil o la aspirina sin preocuparse por lo que significan. Este diagnóstico es compartido por Heidegger, para quien el comportamiento descuidado y cotidiano con las cosas forma parte del “olvido del ser”, la cuestión que para el autor es la pregunta central, en la que se enmarca la pregunta por la técnica. Los dos autores se unen en la búsqueda de una respuesta a esta pregunta en un examen de la condición humana. Para Ortega, este examen se desarrolla en la historia y la antropología; para Heidegger, en la ontología y la metafísica, sin embargo convergen en una misma idea sobre lo humano: la de la precariedad de su existencia, su abandono en un mundo en el que están desprovistos de medios. Concuerdan en el viejo análisis que Platón ofrece en el Protágoras del error de Epimeteo, quien según el mito repartió todos los bienes entre los animales y olvidó a los humanos, que quedaron desprotegidos al final del reparto; un error que corrigió su hermano Prometeo robando el conocimiento técnico a los dioses, desencadenando así la violencia entre humanos, enriquecidos por su nueva condición. Pensar la técnica es, pues, pensar esta huida hacia delante de la especie humana.

La aproximación de Ortega es bien conocida

Pues bien; estos son los actos técnicos, específicos del hombre. El conjunto de ellos es la técnica, que podemos, desde luego, definir como la reforma que el hombre impone a la naturaleza en vista de la satisfacción de sus necesidades. Estas, hemos visto, eran imposiciones de la naturaleza al hombre. El hombre responde imponiendo a su vez un cambio a la naturaleza. Es, pues, la técnica, la reacción enérgica contra la naturaleza o circunstancia que lleva a crear entre ésta y el hombre una nueva naturaleza puesta sobre aquélla, una sobrenaturaleza. Conste, pues: la técnica no es lo que el hombre hace para satisfacer sus necesidades. Esta expresión es equívoca y valdría también para el repertorio biológico de los actos animales. La técnica es la reforma de la naturaleza, de esa naturaleza que nos hace necesitados y menesterosos, reforma en sentido tal que las necesidades quedan a ser posible anuladas por dejar de ser problema su satisfacción.[2]

Más tarde, en el Coloquio de Darmstadt en 1951, donde Ortega y Heidegger se encuentran ante un grupo de asombrados arquitectos que esperaban hablar de la reconstrucción de las ciudades alemanas más que de metafísica Ortega se referirá a esta condición como “extrañamiento”: “pues, este ser, precisamente el hombre, no sólo es extraño a la naturaleza, sino que ha partido de un extrañamiento. Desde el punto de vista de la naturaleza, extrañamiento sólo puede significar —en sentido behaviorista— anomalía negativa, es decir, enfermedad, destrucción de la regulación natural de tal ser.”[3] Humanos como animales enfermos, una expresión en la que convendría quizás Nietzsche, con quien Ortega y Heidegger tienen tantas deudas. Heidegger llamará a esta sobrenaturaleza de Ortega “mundo”, acordando también que no es un lugar externo donde el dasein esté sino que es algo constitutivo de su existencia aherrojada. Heidegger emplea el mismo término que von Üexkull, Umwelt, y con un significado similar de entorno. Ortega, más historicista, empleará “circunstancia”.

Precariedad, sobrenaturaleza o mundo, huida de la naturaleza son calificativos compartidos por Ortega y Heidegger. La penuria humana y lo que ambos consideran un desastre civilizatorio, uno en la condición de hombre-masa y otro en el “olvido del ser” caracterizan su mirada el mundo técnico, pero sus trayectorias divergen notoriamente en las consecuencias de este análisis que tanto tiene de espíritu modernista. Ser y tiempo fue un proyecto ciclópeo en el que Heidegger quiso revertir la metafísica basada en la escisión entre el sujeto y el objeto. Heidegger se mueve en una tensión entre la existencia concreta y situada de los seres en el mundo y el misterio del ser como existencia. Su filosofía adopta un estilo que atrae y repele a un tiempo, como si no fuese posible la distancia con su “jerga” y al tiempo se intuye que apunta a problemas muy reales del pensamiento moderno. En 1927, cuando publica su gran obra, están más claros los ejes de referencia frente a los que quiere situar su posición: el positivismo, la fenomenología, el neokantismo, la hermenéutica de Dilthey, el marxismo: todas estas corrientes con las que comparte momento y cultura no han superado el subjetivismo y caen necesariamente en el nihilismo como destino de la metafísica occidental. Pero, aún en esta gigantomaquia que es su proyecto, hay en este libro ideas que trascienden a su lado más polémico y de un modo u otro forman ya parte de nuestro acervo cultural. En cierto modo, comparte con Wittgenstein la idea de que “todo está a la vista”, que no hay que buscar la ontología en estratos más profundos sino en lo cotidiano, o que lo más profundo es la piel. También la idea de la no separación de lo humano y de sus entornos materiales, de sus cosas y equipamientos. Sin embargo, el Heidegger que pasa a ser el filósofo de la técnica no es tanto el de Ser y tiempo cuanto el mucho más oscuro y resentido de la posguerra, excluido de la enseñanza y al borde de la desnazificación; un Heidegger que vuelve su mirada a la técnica dándole un alcance mucho más general que el que encontramos en su obra capital. Este Heidegger es sin duda el de La pregunta por la técnica, pero me parece mucho más explícito su pensamiento en Superación de la metafísica, un texto que publica junto con La pregunta en Conferencias y artículos en 1954. Aquí encontramos una concepción de la técnica como caracterización de la caída de lo humano en el olvido del ser, como equivalente a “metafísica” en el sentido del nihilismo civilizatorio y con un alcance semántico omniabarcante:

A la forma fundamental de este aparecer, en la que la voluntad de voluntad se instala y calcula en la ausencia de historia acontecida del mundo de la Metafísica consumada, se la puede llamar con una palabra, la «técnica». Aquí este nombre abraza todas las zonas del ente que están equipando siempre la totalidad del ente: la Naturaleza convertida en objeto, la cultura como cultura que se practica, la política como política que se hace y los ideales como algo que se ha construido encima[4]

´Técnica y Metafísica consumada son equivalentes, afirma, y bajo tal denominación adquiere un alcance civilizatorio. “La técnica, como forma suprema del estado de conciencia racional, interpretado técnicamente, y la ausencia de meditación como incapacidad organizada, impenetrable a ella misma, de llegar a establecer un respecto con lo digno de ser cuestionado se pertenecen mutuamente: son lo mismo” (o.c. p.78). Esta extensión del término acerca a Heidegger a quienes se considerarían lejanos de él, Adorno y Horkheimer, que consideran la técnica en el sentido habitual de producción y productos como un ejercicio de la racionalidad ilustrada. Heidegger se dilata al final del artículo en una secuencia creciente de calificativos oscuros, proféticos y a veces dando la sensación de estar haciendo explícito su antisemitismo, al considerar que el poder, la dirección, la calculabilidad y la “usura” son los rasgos que componen la técnica como metafísica consumada. Parecen aquí resonar los tópicos antisemitas, aunque esto sea accidental. Lo que es más problemático es su conclusión determinista, quietista, que rechaza la agencia y con ella todo humanismo posible: “Ninguna mera acción va a cambiar el estado del mundo, porque el Ser, como eficacia y actividad efectiva, cierra el ente frente al acecimiento propio” (o.c. p. 88). Sorprendentemente, en esta apocalíptica visión del destino de la civilización (que uno sospecha que él creía causadas por el utilitarismo y eficacia norteamericanas, el marxismo, el sionismo y el existencialismo), se reserva un lugar misterioso:

“Los pastores, invisibles, viven fuera de los límites del desierto de la tierra devastada, que solo tiene que servir para el aseguramiento del dominio del hombre, un hombre cuya actuación afectiva se limita a evaluar si algo es importante para la vida o no lo es, una vida que, como voluntad de voluntad, exige de antemano que todo saber se mueva en este tipo de cálculo y de valoración que procuran seguridad” (o.c., p. 87)

Esta misteriosa alternativa de pastor fuera de los límites del desierto implica nolis velis un programa de vida no menos recóndito: “Una cosa es sacar simplemente provecho de la tierra, otra acoger la bendición de la tierra y hacerse la casa en la ley de este acogimiento con el fin de guardar el misterio del Ser y velar por la inviolabilidad de lo posible” (o.c. p. 88)

La influencia de este oscuro Heidegger ha sido determinante en el pensamiento posterior. Constituye uno de los hilos de la trama del posmodernismo de Derrida y de los heideggerianos de izquierda italianos. Ha devenido también en referente de la filosofía de la deep ecology, y de la renovada concepción de lo humano como virus destructivo de la naturaleza. Pero este alcance que Heidegger da a la técnica es problemático, es una pérdida de escala que, como se ha señalado parece quemar las naves e impedir toda acción que no sea la inacción. Superación de la metafísica finaliza en una explosión delirante de fuegos artificiales filosóficos que han creado ya meméticamente un estilo de pensar la agencia (la no agencia) y la posibilidad de transformar el mundo. Considera Heidegger las guerras mundiales como una consecuencia del estado de abandono del Ser: “las guerras mundiales constituyen la forma preliminar de la diferencia entre guerra y paz, una supresión que es necesaria porque el “mundo” se ha convertido en in-mundo como consecuencia del estado de abandono del ente por una verdad del ser” (o.c. 83). No solo es difícil imaginar qué cabe hacer sino que, de forma mucho más peligrosa, se banalizan todas las responsabilidades personales y colectivas achacando los desmanes a la amnesia metafísica. Quizá, como en el poema de Celan dedicado a su visita a Heidegger, cabría esperar alguna palabra que nunca llegó del filósofo de Friburgo.

Ortega caminaba por otra “senda de bosque” una de las metáforas heideggerianas para el pensar⎼ por la que permitía a la vez una comprensión metafísica de la técnica como expresión de la forma de vida humana y una crítica en la que sea posible discriminar las responsabilidades. Como Heidegger, Ortega reconoce que más allá del cálculo cuantitativo hay que entender la técnica, el diseño y uso de instrumentos tanto en ingeniería como en arte, como acciones de un ser que no parece tener hogar en el mundo: “preguntando: ¿cómo tiene que estar constituido un ser para el cual es tan importante crear un mundo nuevo? La respuesta es sencilla: por fuerza, un ser que no pertenece a este mundo espontáneo y originario, que no se acomoda en él.”[5]. En aquel coloquio ante arquitectos que querían hablar de reconstruir ciudades, ante la mirada displicente de Heidegger desde el auditorio, terminaba Ortega dirigiéndose a los urbanistas “El nuevo mundo de la técnica es, por tanto, como un gigantesco aparato ortopédico que ustedes, los técnicos, quieren crear, y toda técnica tiene esta maravillosa y —como todo en el hombre— dramática tendencia y cualidad de ser una fabulosa y grande ortopedia.” (o.c. p. 154). Ortega señala las risas con las que fue recibida su última afirmación. Pero su concepción protésica de la técnica, “cyborgiana”, quizá no sea la última palabra, pero arroja algo más de luz que las nieblas litúrgicas de Heidegger.

Dos años después de aquella atropellada intervención, Ortega sentía la necesidad de recomponer su posición ante Heidegger y escribió unas cuartillas sobre las palabras de Heidegger, sobre su Construir, habitar, pensar, que había sido su admonición a los arquitectos. En esta revisita Ortega recordaba al auditorio de arquitectos alemanes sentados entre las ruinas de Darmstadt, de la Alemania año cero destruida por los bombardeos, con más compasión que su compatriota: “Era conmovedor presenciar el brío, el afán de trabajo con que aquellos hombres que viven sumergidos entre ruinas hablaban de su posible actuación. Dijérase que las ruinas han sido para ellos algo así como una inyección de hormonas que han disparado en su organismo un frenético deseo de construir.”[6] Ortega no separa técnica de arte y considera a sus practicantes “órganos de la vida colectiva”, Refiriéndose a las mutuas intervenciones en la conferencia, Ortega afirma que “Heidegger y yo hemos dicho aproximadamente lo contrario”. A continuación se embarca en una crítica muy ácida del estilo de Heidegger y de su uso peculiar de la etimología y la semántica del alemán. Todo ello para reconstruir el argumento de Heidegger:

Heidegger afirma que «construir» —bauen— es «habitar» —wohnen. Se construye para habitar como un medio para un fin pero este fin —habitar— preexiste al construir. Porque ya el hombre habita —es decir, está en el universo, en la tierra, ante el cielo, entre los mortales y hacia los dioses—, construye, a fin de que su habitar llegue a ser un contemplar —schonen—, un cuidar de ese universo, un abrirse a él y hacer que sea lo que es —que la tierra sea tierra, cielo el cielo, mortal el mortal y el Dios inmortal. Ahora bien, toda esta faena dedicada al Universo es, en última instancia, «pensar», meditar, dichten. De aquí el título de la conferencia —«Bauen, Wohnen, Denken». (o.c. p. 174)

Ortega no está convencido y enuncia su distinta mirada a la relación de los humanos y la Tierra:

“Cada especie zoológica o vegetal encuentra en la Tierra un espacio con condiciones determinadas donde, sin más, puede habitar. Los biólogos le llaman su Hábitat. El hecho de que el hombre habite dondequiera, su planetaria ubicuidad, significa, claro está, que carece propiamente de hábitat, de un espacio donde, sin más, pueda habitar. Y, en efecto, la Tierra es para el hombre originariamente inhabitable —unbewohnbar[…] Por eso, construye —baut. Y como en cualquier lugar del planeta puede construir —y en cada uno con diferente tipo de construcción— es capaz a posteriori de habitar en todas partes. Pronto va a haber grandes ciudades marineras. No hay razón para que la anchura de los mares esté deshabitada y en ellos el hombre logre sólo ser transeúnte. Y habrá ciudades flotantes en el aire, habrá ciudades intersiderales. El hombre no está adscrito a ningún espacio determinado y es, en rigor, heterogéneo a todo espacio. Sólo la técnica, sólo el construir —bauen— asimila el espacio al hombre, lo humaniza. (o.c. p. 175)

Se abre aquí una controversia muy actual en la época del Antropoceno y de las formas de pensar las proyecciones posibles. Ortega parece vislumbrar utopías ingenieriles que pueden sonar blasfemas en los oídos de una cierta forma de pesimismo radical sobre los humanos, pero que no está exenta de defensores que no esconden las críticas. No es la crítica la que separa a Ortega de Heidegger sino la posibilidad de la posibilidad, una imposibilidad que Heidegger había eliminado al considerar que el daño estaba en la misma noción de agencia, en lo que llamaba “voluntad de voluntad”.

 


[1] José Ortega y Gasset (1930) La rebelión de las masas. Obras completas IV, Madrid: Taurus/ Fundación Ortega 2004-20010, p. 199

[2] José Ortega Gasset (1937) Meditación de la técnica, edición de Antonio Diéguez y Javier Zamora Bonilla, Madrid, Biblioteca Nueva, 2015 p. 78.

[3] O.c. p. 150.

[4] Martin Heidegger (1954) “Superación de la Metafísica” en Conferencias y artículos, traducción de Eustaquio Barjau, Barcelona, Ediciones del Serbal, 1994, p 72.

[5] José Ortega y Gasset (1951) “El mito del hombre allende la técnica” en Meditación de la técnica, edición de Antonio Diéguez y Javier Zamora Bonilla, Madrid, Biblioteca Nueva, 2015 p. 149

[6] José Ortega y Gasset (1953) “En torno al «Coloquio de Darmstadt», 1951”, en Meditación de la técnica, edición de Antonio Diéguez y Javier Zamora Bonilla, Madrid, Biblioteca Nueva, 2015 p. 158.


domingo, 23 de enero de 2022

Ned Ludd y el arte del mantenimiento de la motocicleta

 



Ned Ludd y Capitán Swing son personajes míticos héroes de la historia de la tecnofobia. Fueron nombres que circularon respectivamente en los levantamientos obreros de varias ciudades industriales inglesas de 1811-13 y de campesinos ingleses en 1830. En los primeros, se rompieron y destruyeron diversos telares de las manufacturas y en los segundos máquinas trilladoras que comenzaron a extenderse por esos tiempos en las grandes fincas de los terratenientes. El término ludita caracterizó a una organización que reclutaba gente que estaba contra la maquinización creciente de la industria británica en el primer tercio del siglo XIX. Más tarde se ha convertido en un adjetivo descalificativo de quienes expresan cierta tecnofobia sea global o sea de los simples artilugios de la vida cotidiana. Dadas las derivas del uso del término quizás convenga hacer una reflexión histórica para matizar primero los episodios que dieron lugar al nombre y más tarde las diversas maneras en las que se expresa la resistencia a la tecnologización de lo cotidiano y de la cultura. 

Eric J. Hobsbawm escribió en 1952 un artículo ( "The machine breakers" Past & Present, feb/1.) que es una referencia imprescindible para aclarar los usos del término ludita. El historiador, buen conocedor del movimiento obrero, descalifica en este texto a quienes, a su vez, descalifican a aquellos rompemáquinas con el término "luditas" que se aplicaría a salvajes irracionales sin educación y sin comprensión de la necesidad de mecanizar las industrias. Hobsbawm se distancia de estas lecturas distinguiendo entre la tecnofobia antimaquinística y los sucesos de insurgencia que implicaban la destrucción de máquinas. Con este fin, aduce estas observaciones históricas:

Los levantamientos que incluían ruptura de la maquinaria o de los bienes de las industrias no se limitan a los disturbios de 1811 (en cuya represión, por cierto, se usaron más tropas que las que Wellington estaba empleando en la Península Ibérica contra Napoleón). Por el contrario, fue una práctica recurrente a lo largo del siglo XVII, que, por lo demás, no acabaría tras la Primera Revolución Industrial, sino que se repetiría ocasionalmente a lo largo de la historia del movimiento obrero. Los levantamientos no se limitaron como suele contar el relato popular a los trabajadores y trabajadoras de las industrias de hilaturas sino que fueron comunes en la marina, la minería del carbón y, más tarde, en la agricultura. La destrucción de máquinas, observa Hobsbawm fue una táctica de las uniones obreras en tiempos en que no eran posibles las huelgas largas por incapacidad para crear cajas de resistencia. No eran movimientos contra las máquinas como tales sino resistencias a las condiciones de trabajo y bajadas de salarios que los empresarios justificaban por el empleo de máquinas. Incluso David Ricardo, un economista poco sospechoso de ludismo, fue sensible al contenido de aquellas insurgencias. Así, en el capítulo “Maquinaria” de sus Principios estos reparos limitados escribe: “estoy convencido de que la sustitución del trabajo humano por el de la maquinaria es a menudo muy perjudicial para los intereses de la clase trabajadora […]ahora encuentro razones para creer que el fondo del cual los propietarios derivan sus rentas puede aumentar mientras que el otro, aquel que depende principalmente la clase trabajadora, puede disminuir”. Este párrafo sigue a otros de introducción en los que ha hecho un balance positivo de la mecanización de la industria. 

Por otra parte, añade Hobsbawn, en estas revueltas cíclicas que recorren todo el siglo XVIII no se dañaron solamente las nuevas máquinas telares sino muchos tipos de utillaje tradicional o nuevo. No eran pues las máquinas como tales el objetivo, sino el poder del empresario para contratar a esquiroles con ocasión de la huelga. Las simpatías luditas por el contrario, estuvieron más del lado de otras capas de la población como industriales que temían que la maquinización dejase obsoletas sus empresas, o el comercio artesano tradicional que veía en la proliferación de productos industriales una amenaza a su forma de existencia artesanal. 

El artículo del historiador marxista se refiere únicamente a los levantamientos del siglo XIX, pero un interesantísimo libro del joven historiador Gavin Mueller Breaking Things at Work: The Luddites are Right About Why Yoy Hate Your Work (Verso 2021) recuerda que los motines contra máquinas han sido una constante a lo largo de la historia del movimiento obrero y en el caso de las tecnologías informáticas se han manifestado como piraterías y hackeo en general. Mueller simpatiza con estas formas de resistencia, pero el valor de su texto es recordar que el argumento de Hobsbawm puede extenderse a toda la historia del capitalismo, industrial o globalizado, financiero y digital.



Esta distinción entre tecnofobia en general y la resistencia a las condiciones de trabajo y salario legitimadas por la introducción de máquinas o nuevas formas de organización y gerencia es muy relevante para ir más allá de la dicotomía entre la inevitabilidad del cambio tecnológico, que adoptaron como ideología tanto el liberalismo tradicional como la socialdemocracia y el leninismo y estalinismo, y, en el otro polo, la tecnofobia sin matices que considera que toda innovación es un paso adelante en la senda de la catástrofre. 

En la zona gris intermedia, en los años setenta del siglo pasado surgieron otras posiciones mucho más matizadas, como algunas asociadas a Marcuse, quien consideraba que transformaciones radicales en la sociedad podrían implicar una liberación de la tecnología de las garras del capitalismo, o la tan sugestiva aportación de Robert Pirsig en su famoso libro Zen y el arte del mantenimiento de la motocicleta, en el que abogaba por un cambio de relación con los artefactos, más allá de lo que Albert Borgman ha llamado el "paradigma del dispositivo", es decir, la forma de relación con las cosas que es la máquina que ofrece productos apretando un botón ignorando todo lo que está detrás de este ofrecimiento. Pero esto es otra historia. 

domingo, 16 de enero de 2022

Tres clases de determinismo tecnológico

 




La pregunta por la técnica que Heidegger establece como metafísica cabe replantearla en forma práctica, como una pregunta acerca del lugar de las voluntades humanas en un cambio técnico que parece haber sustituido al destino. Replanteemos la pregunta en dos nuevas preguntas, la primera es acerca de la agencia técnica, la segunda, acerca de la escala a la que opera la agencia técnica. ¿Cómo podemos influir en la técnica? y ¿en qué escala podemos hacerlo? Aquí el nosotros de la primera persona del plural habría que desplegarlo en un complejo de instituciones, leyes, opinión pública e incluso prácticas y hábitos de comportamiento personal, pero dejaremos este despliegue por el momento.

La filosofía y el pensamiento contemporáneos han dado una respuesta básicamente determinista a las preguntas anteriores o, si quieren expresarlo con el famoso título de la conferencia de Heidegger, a la pregunta por la técnica. El determinismo es la forma humana más extendida y ancestral de responder a la ansiedad ante la incertidumbre cotidiana y la certidumbre de la muerte. El determinismo tiene que ver con la instauración de la necesidad y la eliminación de las posibilidades (que, por cierto, hace que la respuesta indeterminista tampoco sea una salida definitiva al determinismo, pues el indeterminismo, nos recuerda James, lo que hace es dejar flotar en un espacio extraño las posibilidades alternativas, sin referirlas a nuestra capacidad de decidir una de ellas). La forma extendida actualmente es el determinismo tecnológico en la doble forma de determinismo redentor y apocalíptico. 

La tesis del determinismo tecnológico sería la de que son las máquinas y no los seres humanos los que hacen la historia y podría expresarse en estas dos tesis:

1)    Autonomía de la tecnología respecto a otras instancias del cambio y desarrollo sociales. La idea de autonomía podría expresarse en los términos de Jacques Ellul: “la técnica obedece a sus propias leyes”, que a veces se traduce en la forma de un imperativo tecnológico: al implementar una técnica se inicia un proceso irreversible y orientado que exige la implementación de otras técnicas (la máquina de vapor exige la siderurgia y la explotación de la hulla, así como nuevas formas de transporte entre estos dos elementos)

2)    Determinación de las formas sociales por las formas técnicas. Su forma más fuerte es que las fuerzas de producción determinan unívocamente las relaciones de producción y estas las instituciones y la conciencia social.

Las dos tesis deterministas aceptan versiones más o menos fuertes o radicales. Acogen además tanto la versión optimista de que las técnicas están indisolublemente asociadas al progreso humano como la tesis pesimista de que la tecnología es el camino irreversible hacia la catástrofe sea social o ecológica. A lo largo de la historia de la cultura contemporánea podemos distinguir tres modalidades del determinismo tecnológico que expanden y aclaran las dos tesis anteriores y que me parecen iluminadoras:

La primera es el determinismo metafísico o, expresado con otro adjetivo, el determinismo nomológico. Afirma que una vez que tenemos el pasado y las leyes de la naturaleza, el futuro es único y está ya dado. La idea guía es que la forma de la técnica moderna, la máquina, define una forma social maquinística, autoritaria. Las formas de determinismo nomológico que encontramos más popularizadas son las de las diversas formas de marxismo cientificista que se extendieron a comienzos del siglo pasado, en particular la idea de que, como he citado antes, las fuerzas de producción determinan las relaciones de producción y estas las demás relaciones sociales e ideológicas. Algunos textos de Marx, especialmente en el Prólogo a la Contribución a la Crítica de la Economía Política (1859) parecen inducir esta forma de determinismo.

El famoso texto de Marx es:

“En la producción social de su existencia, los hombres establecen determinadas relaciones, necesarias e independientes de su voluntad, relaciones de producción que corresponden a un determinado estadio evolutivo de sus fuerzas productivas materiales. La totalidad de esas relaciones de producción constituye la estructura económica de la sociedad, la base real sobre la cual se alza un edificio jurídico y político, y a la cual corresponden determinadas formas de conciencia social. El modo de producción de la vida material determina el proceso social, político e intelectual de la vida en general. No es la conciencia de los hombres lo que determina su ser, sino, por el contrario, es su existencia social lo que determina su conciencia.”

La tesis de Marx puede interpretarse estrictamente como determinismo tecnológico o no. Cohen interpreta que las fuerzas de producción, que contienen el grado de desarrollo de la tecnología son, a su vez, resultado de la acción humana que expresa en el conocimiento y la técnica su modo particular de existencia, por lo que estaría planteando más bien una tesis dialéctica. En todo caso no voy a entrar en esta controversia y daré por válida la idea de que al menos algunas formulaciones del marxismo son modalidades de determinismo nomológico. Las tesis del determinismo nomológico han sido popularizadas en el siglo pasado por autores muy influyentes como Lewis Mumford, Siegfried Giedion, Jacques Ellul e Iván Illich:

Afirma Jacques Ellul:

La máquina se sitúa en un orden de cosas que no está concebido para ella y, por esta razón, crea la sociedad inhumana que hemos conocido. Es antisocial con relación a la sociedad del siglo XIX, y el capitalismo no es más que un aspecto de este profundo desorden. Para reestablecer el orden es necesario, en realidad, poner en cuestión de nuevo todos los aspectos de esta sociedad, que poseía sus estructuras sociales y políticas, sue arte y su vida, sus organismos comerciales; ahora bien, abandonada a sí misma, la máquina trastorna todo aquello que no puede soportar el enorme peso, la ingente estructura del universo maquinista. (Ellul, 1954, pg. 9)

La segunda forma de determinismo es el determinismo normativo que está unido a la historia de la Escuela de Frankfurt y sus seguidores, como Habermas y, en lo que respecta a la filosofía de la técnica, Andrew Feenberg. Las tecnologías no solo incorporan sino que imponen valores y comportamientos de la sociedad. La tecnología en todo su barroco despliegue de dispositivos, es una manifestación más de algo más profundo que constituye la cultura moderna, la hegemonía de la razón instrumental. De hecho, impone la hegemonía de la razón instrumental. Recogiendo otros legados de crítica de la tecnología como el constructivismo sociotécnico, Feenberg centra su teoría de la tecnología en lo que denomina el código técnico que consiste en una profunda relación entre el diseño social y el técnico: la forma hegemónica en un entorno social selecciona entre posibles alternativas tecnológicas que, una vez implementadas, contribuyen a reproducir y legitimar el entorno sociotécnico. Feenberg considera que la “racionalidad funcional”, como así la denomina es fundamentalmente un sistema hegemónico de sesgos en la relación de las sociedades contemporáneas bajo el capitalismo con la tecnología. Estos sesgos son producto de dos formas de instrumentalización: una instrumentalización primaria, por la que los objetos se separan del “mundo” para ser examinados solamente con el objeto de descubrir affordances, y una instrumentalización secundaria que articula unos artefactos con otros para constituir formas de vida.

La tercera forma de determinismo es la del determinismo agencial, que ha sido postulado por Langdon Winner en su texto Tecnología autónoma. Se trata de una versión del imperativo tecnológico que contiene, a su vez, dos tesis independientes: la primera, que es casi un axioma de la teoría de la acción, y que encontramos ya en Marx, es la idea de las consecuencias no queridas de las acciones humanas, es decir, la idea de que los humanos hacen la historia pero no en los términos que se proponen, sino en los que determinan las consecuencias no queridas de sus acciones. En lo que se refiere a la técnica, la tesis es, como hemos anticipado ya, que las acciones técnicas no solo introducen consecuencias no queridas, sino que introducen sus propias irreversibilidades basadas en las necesidades propias de las técnicas. Así, la introducción de los teléfonos móviles no hubiera sido posible sin antenas de repetición y de satélites, lo que implica que una tecnología no puede sobrevivir sin muchas otras, que a su vez, determinan adaptaciones sociales..

La expresión contemporánea de estas modalidades se ha ramificado tanto que los artículos y libros sobre el tema llenaría bibliotecas enteras. Encontramos una larga lista de variedades de jardín de determinismos más o menos popularizantes o divulgativas. Citaría sin la menor duda la literatura sobre la 4ª Revolución Industrial, comenzando por su formulación paradigmática en el libro de Klaus Schwab, fundador del Foro Económico de Davos, titulado precisamente así, La cuarta revolución industrial. Esta larga bibliografía contiene junto a una serie de prospectivas sobre la futura falta de trabajo por la irrupción de las inteligencias artificiales, la norma implícita y clásica del determinismo: “esta evolución es inevitable y las sociedades deben adaptarse a ella cuanto antes”.

Dejo para otra entrada la crítica al determinismo tecnológico, pero avanzo la siguiente argumentación: “determinismo tecnológico” es un oxímoron como “música militar”: cuando es determinismo no es tecnológico, cuando es tecnológico no es determinista.


sábado, 8 de enero de 2022

Pensar con las cosas


 


Quizás sea el momento de hacerse una pregunta por la pregunta por la técnica. Una pregunta que a lo largo de más de un siglo ha sido el centro de gravedad del pensamiento tanto en sus versiones neoliberales como neocríticas. En la variedad conservadora, se pregunta por la inevitable adaptación social al no menos inevitable cambio tecnológico; en la variedad neocrítica, se invierte la clásica fórmula marxista y se postula “los medios de producción determinan las relaciones de producción” o, dicho en la versión más popularizada, “la racionalidad de medios determina la racionalidad de fines”.  Y frente a esta centralidad que han alcanzado la pregunta por la técnica y su dos variantes de respuesta, la utopía neoliberal y la inevitabilidad del apocalipsis, se alza la paradoja de que apenas se piensa sobre las cosas y, sobre todo, con las cosas. La tesis formalista de que la técnica es racionalidad de medios impide por su propia imperiosidad pensar en los contenidos, en lo que se hace, se usa y se vive.

Habermas había postulado en su influyente Teoría de la acción comunicativa una suerte de división social del trabajo: la producción le corresponde al sistema social, la reproducción al mundo de la vida, suponiendo con ella que la dicotomía entre sistema social y mundo de la vida, o si se quiere entre hechos y lazos sociales y hechos y lazos comunitarios, es un marco inevitable en el que no hallamos ninguna pista que nos permita descubrir las mediaciones materiales entre la producción y la reproducción, entre la sociedad y la vida cotidiana, entre las instituciones y las identidades. En este binario, las cosas no cuentan, solo las interacciones lingüísticas; no hay mediaciones materiales porque las técnicas son pura razón funcional y las cosas, cosas inertes, instrumentos que están ahí como variables independientes.  Habermas, ciertamente, sostiene una teoría compleja y sofisticada en la que une la apropiación de estructuras funcionales de Piaget con la teoría de la interacción simbólica de Mead: el significado nace de la internalización de lo funcional o de la perspectiva del otro que se produce en la interacción de gestos. En su posición pragmática la semiogénesis nace en los actos comunicativos, no hay nada espontáneo ni simbólico fuera de la interacción comunicativa que Habermas explica mediante la teoría de los actos de habla.  La prioridad del lenguaje sobre la socialidad que le enfrenta a Durkheim es también prioridad sobre la tecnicidad, sobre la producción y uso de cosas. En eso se equivoca Habermas junto a buena parte de la filosofía contemporánea que ha seguido anclada en el giro lingüístico.   

Las técnicas consisten en hacer cosas con las cosas, en hacer cuerpos y mundos. Partir de estas constataciones nos lleva a un punto de vista sobre la cultura algo descentrado respecto al que se ha extendido desde que el filósofo británico John L. Austin publicase en 1962 Cómo hacer cosas con palabras, donde desarrolla la teoría de los realizativos o, como se ha popularizado, los performativos, que son expresiones que cambian la realidad dependiendo de la posición de autoridad o poder del hablante tales como “te condeno” o “te perdono”. En convergencia con Habermas, el posestructuralismo francés extendió la performatividad más allá de lo que Austin probablemente hubiese aprobado y convirtió la performatividad en una teoría completa de la cultura y la sociedad. La idea de hacer mundos con palabras, con textos, conversaciones y gestos no es errónea pero a todas luces insuficiente. Forma parte del contexto dominante del siglo pasado que resume la expresión “giro lingüístico”. Incluso Foucault, para quien las prácticas constituyen el ámbito de análisis sociocultural, privilegia el discurso sobre otros espacios de lo real. El cambio de foco de las palabras a las cosas no solo tiene por finalidad resaltar las condiciones materiales de posibilidad del poder, sino también las de las funciones y, sobre todo los significados y sentidos pues, desde una escala encarnada, corpórea, las cosas no son solo materia, energía y funciones, también son posibilidades y sentidos.

Hay cosas desmesuradas como el universo, la energía o la vida que solo son tratables en escalas cósmicas como las que usan los mapas de la ciencia y hay otras muchas, entre las que discurre la historia de los humanos, en las que el contraste dialéctico entre la escala de las cosas con la escala humana y la escala del cuerpo se hacen visibles a un tiempo las materialidades y los significados. Así, una obra de arte podemos entenderla desde el punto de vista usual de la teoría estética o desde el complejo de lo material y lo hermenéutico. Alfred Gell[1] enseñó que el arte y la religión son modos de hacer cosas para que la gente haga cosas como rezar, apasionarse o entristecerse. Las cosas que tejen el mundo cotidiano son a veces muros y a veces puertas, ventanas o puentes, siempre posibilitadores o imposibilitadores llenos de sentido igual que las palabras.

Permítaseme esta cita de Habermas, porque todo lo que el afirma de los actos comunicativos puede extenderse a la acción técnica de producción, circulación (sea en la forma de comercio o de compartición), uso o consumo de objetos

En cuanto los actos comunicativos cobran la forma de habla gramatical, la estructura simbólica penetra todos los componentes de la interacción: lo mismo la aprehensión cognitivo-instrumental de la realidad que el mecanismo de control que armoniza el comportamiento de los distintos participantes en la interacción, así como también los actores con sus disposiciones comportamentales, quedan ligados con la comunicación lingüística y reestructurados simbólicamente. Simultáneamente, es este reasentamiento de los conocimientos, de las obligaciones y de los elementos sobre una base lingüística lo que posibilita que los propios medios comunicativos desempeñen nuevas funciones: además de la función de entendimiento, asumen ahora también las de coordinación de la acción y la de socialización de los actores. Bajo el aspecto del entendimiento, los actos comunicativos sirven a la transmisión del saber culturalmente acumulado: la tradición cultural se reproduce, como hemos señalado, a través del medio de la acción orientada al entendimiento. Bajo el aspecto de coordinación de la acción esos mismos actos comunicativos sirven a un cumplimiento de normas ajustado al contexto de cada caso: también la integración social se efectúa a través de este medio. Y, finalmente, bajo el aspecto de socialización, los actos comunicativos sirven a la instauración de controles internos del comportamiento, a la formación de estructuras de la personalidad: una de las ideas fundamentales de Mead es que los procesos de socialización se cumplen a través de las interacciones lingüísticamente mediadas[2]

Sin la menor intención de negar todo lo que afirma Habermas respecto a la comunicación, puede afirmarse lo mismo respecto a la acción material mediada por artefactos. Del mismo modo que las palabras mal pronunciadas son ininteligibles y no significan, los objetos mal usados no contribuyen ni a la socialización, ni a la coordinación de la acción ni al entendimiento. Del mismo modo que la sintaxis se entrelaza con la pragmática, así la sintaxis del entorno técnico se entrelaza con la acción humana en los niveles funcionales, simbólicos y normativos. La cultura material es un universo de sentido y significados no menos que lo es el lenguaje.  Pensamos con las cosas no menos que con las palabras.



[1] Alfred Gell (1998) Arte y agencia. Una teoría antropológica, Buenos Aires: SB, 2016.

[2] Jurgen Habermas (1981) Teoría de la acción comunicativa II: Crítica de la razón funcionalista, traducción de Madrid: Taurus, 1987, pp. 93-94