domingo, 30 de diciembre de 2018

Lo que aprendimos de Atenas



Si el pasado siempre se hace presente en la forma de imaginarios que nos guían, identifican y casi siempre nos dividen, hay dos fragmentos de la historia que sin lugar a dudas son columnas vertebrales de los discursos políticos de todos los tiempos en la fracción occidental del Planeta. Me refiero a Roma, en sus dos periodos de la lucha por la república y la "caída del Imperio Romano", y a Atenas y sus vaivenes políticos y culturales. La historia, casi siempre escritas por los vencedores, ha glorificado a Roma y lamentado la caída de su imperio y ha denostado incansablemente la desorganización de la democracia ateniense de la que salva únicamente sus obras literarias, arquitectónicas y plásticas. Atenas ha tenido la desgracia de haber sido recordada por los críticos de su democracia. Para quienes cultivamos la filosofía, que incluye la lectura cuidadosa de Platón, es difícil sustraerse al rencor que habita en la larga tradición histórica que parece anclar el origen de la filosofía en el crimen de la democracia ateniense al condenar a Sócrates. El gran crítico de la democracia ateniense habría sido el gran padre de la filosofía y Atenas, su juez, un ejemplo de desorden demagogia y corrupción.

Fue un juicio, como tantos en los que se juega un principio básico social, nebuloso, lleno de rencores y malentendidos. Sócrates fue acusado de corromper a la juventud. La acusación incluía las múltiples críticas contra la democracia por no habilitar a los mejores en los cargos de poder. Estaba presente en la atmósfera que Sócrates, a pesar de su lealtad probada a Atenas, había sido amigo y protector de Alcibíades, promotor de una de las mayores catástrofes de Atenas, la expedición contra Sicilia, más tarde traidor a Atenas en su lucha contra Esparta y, posiblemente, su apoyo a la tiranía que sucedió a la derrota de la polis en las Guerras de Peloponeso. La historia ha tomado partido, sin embargo, por el Sócrates íntegro, pobre, educador de la humanidad y defensor de la verdad contra la demagogia. Desde Platón y Jenofonte, sus amantes discípulos, reiterativamente se ha extendido el mensaje de que Atenas era una ciudad ilustrada pero corrupta, frente al orden y la integridad de la Esparta militarizada. 300 de Frank Miller y la industria hollywoodense han recreado el mito de la superioridad moral, heroica, patriótica de espartanos frente a los débiles atenienses.

Como lector apasionado de Cornelius Castoriadis, siempre he discrepado de esta tradición, por más que considere que la sentencia de Sócrates fue uno de los grandes errores de la ekklesia (asamblea) ateniense. La democracia, la filosofía y la ciencia surgen en Grecia y se refuerzan mutuamente durante dos o tres siglos. No por casualidad: Atenas fue durante tres centurias un ejemplo de sociedad que compatibilizó la democracia con la eficiencia en los terrenos del conocimiento, el comercio, la diplomacia y la influencia estratégica, incluso contra grandes poderes e imperios. Sigue siendo, y ésta es la hipótesis, un ejemplo de cómo la democracia puede ser más eficiente que las sociedades jerárquicas y autoritarias no ya en el bienestar de los ciudadanos, que no hay mucha duda, sino también en la competición interestatal.

He tardado ocho años en conocer y leer el iluminador libro de Josiah Ober, Democracy and Knowledge. Innovation and Learning in Classical Athens (2010).  Ober es un historiador del mundo antiguo y un apasionado lector de teoría política que compara a Atenas con los casi dos centenares de poleis o ciudades-estado que componían el mundo helénico antes de la conquista por Macedonia y más tarde por Roma. Desde el 595 hasta aproximadamente el 322, Atenas destacó sobre sus rivales gracias a su capacidad de innovación institucional, técnica y educativa. Logró ser más eficaz en la solución de algunos problemas básicos de todas las sociedades, que se resumen en cómo movilizar a los ciudadanos para procurar el bien común o bien general por encima de los intereses particulares. Por supuesto, se dirá que subsistía sobre el trabajo de los esclavos y la exclusión de las mujeres de la política. Cierto. Es una práctica de la humanidad en todas las sociedades complejas del momento y aún sigue siendo un problema sin resolver (aunque la esclavitud tome ahora otras formas jurídicas). al margen de ello, Atenas emprendió una secuencia de reformas institucionales encaminadas a que el control político no estuviese siempre en manos de una élite de plutócratas: Se constituyó la asamblea (ekklesia), que en los momentos de mayor auge decidió pagar a los pertenecientes a ella para que no hubiese barreras de clase en la posibilidad de asistir a las sesiones (se componía de treinta y cincomil o más ciudadanos, y votaba las leyes y la participación en las guerras. Se constituyó el Consejo de los quinientos, la Bule, que gestionaba la administración cotidiana, también el tribunal popular de los Heliastos, con aproximadamente seis mil jueces que impartían justicia. El teatro, por otro lado, tenía funciones rituales a la vez que de comentario y crítica política.

Pero sobre todo -es la hipótesis de J. Ober- resolvió bastante bien el problema del conocimiento, que son en realidad varios problemas: el primero, el de conocer qué se conoce y qué saben los miembros de la sociedad y cómo movilizar esos conocimientos para asignarlos a las tareas pendientes de la ciudad. Las sociedades de expertos aparentemente resuelven bien el problema, pero de hecho agrupan solamente y distribuyen solamente una parte pequeña del conocimiento técnico y cotidiano total, y generalmente tienden a convertirse en burocracias que defienden sus intereses por encima de los comunes. El segundo problema es el llamado "problema de los comunes", a saber, el de cómo movilizar a los ciudadanos para que cuiden de los intereses y bienes comunes por encima de los propios. La democracia ateniense resolvió con bastante éxito muchos de los problemas comunes. No teniendo ejército profesional, era capaz de movilizar a los ciudadanos en tiempos de peligro y lo hizo generalmente con éxito. Se enfrentó al mayor imperio de los tiempos, el Persa, y logró derrotarlos, así como logró un predominio entre las ciudades de su entorno. Sin embargo, tras lo militar estaba una poderosa capacidad de movilización de conocimientos prácticos, desde cómo instituir y defender colonias lejanas a las técnicas de fabricación de bienes cotidianos. Por último, logró también resolver el problema de la estandarización de los conocimientos para medir su calidad y juzgar su eficiencia. En fin, la democracia ateniense fue en cierto modo una democracia cognitiva que logró resistir la tentación de la "epistocracia" o gobierno de los más sabios.

Cometió muchos errores, algunos de ellos catastróficos como la invasión de Beocia, la conquista de Sicilia, la gestión diplomática en la Guerra del Peloponeso, que perdió contra la liga espartana, el mismo juicio de Sócrates, ..., pero siempre hubo discusión, debate y, ocasionalmente, asignación de responsabilidades. Fue consciente de sus defectos, y el teatro, en particular el de Aristófanes, los representó ante los espectadores. De las muchas obras político-satíricas, desde mi punto de vista destaca una no muy conocida: Las asambleístas. Es una obra escrita en los momentos oscuros de derrota ateniense. Cuenta que las mujeres, hartas de la estupidez de sus maridos, se disfrazan de hombres y copan el voto de la asamblea instaurando un gobierno de mujeres que, a su vez, instaura un régimen de propiedad común. La obra discurre después hacia territorios de comedia sexual, sobre quién comparte qué y con quién, pero la idea de la obra muestra que Atenas era relativamente consciente de sus problemas. Influyó además poderosamente en otras ciudades estado que copiaron en parte sus métodos e instituciones.

De los muchos problemas que tienen las democracias a lo largo de la historia uno de los más complicados es combatir el prejuicio de que las sociedades jerárquicas y tecnocráticas lo hacen mejor que las democráticas en la provisión de bienes públicos y la movilización del conocimiento. Atenas muestra que no necesariamente es así. De hecho podemos encontrar muchos más ejemplos en la historia de cómo las sociedades democráticas pueden hacer que el conocimiento que poseen los ciudadanos, su creatividad y sus deseos de resolver problemas comunes circule y se distribuya con eficiencia y justicia. Lo contrario de la democracia no siempre son las dictaduras claras y prototípicas. A veces, las sociedades jerárquicas se esconden bajo formas aparentemente democráticas que esconden el dominio real de élites plutócratas o tecnócratas. Siempre los discursos que legitiman esta suerte de autoritarismos acuden al argumento de la mayor eficiencia de los "mejores", al predominio del consenso (aunque sea un consenso impuesto por la propaganda y los medios de comunicación) sobre el conflicto y el debate. Las tentaciones de "mirad cómo lo hacen los chinos" u otros ejemplos similares atraen cada vez más a las élites de los países, pero estos discursos son en realidad falsedades históricas.

Por otro lado, cuando leo filosofía política de los varios signos que predominan actualmente (la de origen rawlsiano, la deliberativa o la más popular hoy, la schimittiana) todas coinciden en olvidar que el problema del bien común, que desde Rousseau y los clásicos sabemos que es el problema de los fundamentos de la sociedad, es también y sobre todo un problema de conocimiento, el de cómo agregar los conocimientos particulares movilizándolos para resolver problemas colectivos. La propaganda neoliberal suele ofrecer la empresa como contraposición a la democracia (Franco solía usar el ejemplo de un cuartel como modelo de cómo gestionar adecuadamente una sociedad). Pero es precisamente en la empresa donde podemos encontrar que las formas que se aproximan a la democracia, que estimulan la cooperación y la movilidad del personal y que aborrecen de los CEOs autoritarios y depredadores son precisamente las que mejor lo hacen también en el terreno de los negocios. En estos tiempos oscuros, nos cabe a todos la responsabilidad de argumentar fehacientemente que la democracia no es el problema, es la solución en la mayoría de los problemas que nos aquejan.

NB: Ya sé que en la cabeza de muchos lectores estará la idea de que la democracia realmente existente es siempre una partitocracia (es una ley de hierro que ya fue enunciada por la sociología hace muchas décadas). No es cierto. Pequeñas innovaciones legales pueden hacer que le problema de la escala (que es lo que subyace a la representación mediante partidos organizados) pueda resolverse sin acudir a nuevas élites depredadoras, aunque se llamen a sí mismas partidos progresistas. Y aquí de nuevo la democracia es la solución. Innovaciones institucionales que hagan difícil la constitución de burocracias de partido y de élites político-económicas. Lo más inquietante es que aunque son reformas sencillas las tienen que tomar aquellas burocracias que estarían en peligro si se impusieran. Pero este círculo vicioso es también un problema que puede ser resuelto con más democracia.




domingo, 23 de diciembre de 2018

El arte de representar el dolor y la vanguardia




Las vanguardias en las artes, y en general en la cultura, se han caracterizado por rasgos como las rupturas formales, por dar mucha más importancia a lo performativo (es decir a la intervención sobre el espectador o lector) que a lo representacional, por cierta vocación provocadora y, en los casos más conscientes y politizados, por la pretensión de romper la barrera entre arte y vida combatiendo la institución "Arte".  Todo ello ha dado lugar a las derivas del arte contemporáneo, que ha generado, y seguirá haciéndolo, múltiples controversias sobre las diferentes líneas, escuelas y valor de las obras. Aunque comenzaré por declarar abiertamente mis convicciones en materia de arte y estética, y desde dónde miro la cultura y arte contemporáneos, mi objetivo es más bien tratar la cuestión de cómo tratar el dolor, el sufrimiento humano y la opresión desde el arte y quizás también desde el pensamiento.

Se plantean dos problemas de carácter diferente: el primero es la vieja controversia sobre el contenido y la forma en arte, sobre cómo el arte puede acercarse a problemas que implican un compromiso moral sin que la obra rebaje sus cualidades artísticas. El segundo ya no es un problema de teoría del arte, sino de ética de la cultura: el de cómo dar testimonio o cómo hablar sobre o desde el dolor y el sufrimiento. También es una cuestión controvertida sobre la que trataré de esbozar mi opinión sin desarrollarla completamente.Comencemos pues por el primer problema:

El arte es, por una parte, una dimensión de toda práctica humana que expresa la sensibilidad hacia aspectos que trascienden lo funcional y cotidiano: la belleza, lo sublime, lo ominoso y perverso, la felicidad de la vida, etc. Todo aquello que nos aboca a nuestra posición de animales que miran asombrados al universo. En este sentido de dimensión de la sensibilidad podemos considerar el término "arte" como un adjetivo que cualifica acciones y obras humanas. En un sentido sustantivo, "arte" refiere a una institución y conjunto de prácticas que progresivamente ha ido heredando una parte (o la totalidad, para mucha gente) del lugar de la religión. La dimensión de lo simbólico, de lo sagrado y el misterio de la existencia, de lo ritual que une a las comunidades y repara los daños del espíritu. Todo este mundo interior y colectivo conformó ancestralmente las prácticas, creencias e instituciones religiosas y fue heredado por la creciente autonomía de las prácticas artísticas que fueron conformando la emergencia moderna de la institución arte.

El arte comparte con la religión el tener un componente intrínseco material: hacer cosas y transformar el espacio, el tiempo, la materia o la palabra para hacer cosas con la mente de los fieles; templos, fiestas,  palabras escritas, imágenes que mueven las almas, objetos sagrados: cálices y altares, ritos que convocan lo sacro y ocasionalmente perdonan o interpelan,... Las religiones tradicionales usaron los componentes materiales para propósitos diversos: el primero, representar lo sagrado, lo cosmogónico, la muerte y renacimiento del mundo o de los dioses, hacer presente el pasado en el ritual colectivo. El segundo, movilizar las pasiones colectivas para restaurar la comunidad. Pasiones de amor y arrepentimiento, de compasión o de indignación con el mal. El tercero es que las religiones entendieron muy bien desde siempre que todo acto ritual, expresivo o doctrina, que toda imagen o palabra, se dirigían a tres dimensiones humanas: la inteligencia y capacidad crítica y reflexiva de los fieles; la afectividad, como capacidad motivacional y creadora de lazos con la comunidad y la divinidad y, por último, la voluntad y agencia. Pues, al fin y al cabo, fueron las religiones las que anticiparon lo que hoy llamamos performatividad: los ritos religiosos son performances que perdonan, consagran o condenan, y siempre interpelan.

El gran arte hereda estos tres componentes activos de la religión. Cuando asistimos a una representación de Hamlet o nos confrontamos con la Pietá de Bellini o el Guernica de Picasso no tenemos la menor duda de que su genio se está dirigiendo a nuestra inteligencia, que nos obliga a un ejercicio de distancia y reflexión; a nuestra empatía y capacidad de ser afectados y resonar emocionalmente y a nuestra agencia y voluntad de nos hace preguntarnos ¿qué soy yo y qué hago yo ante esto? El gran arte es efectivo en las tres direcciones a través de un sabio ejercicio de confluencia de forma y contenido. Lo hace, además, como heredero de la religión que es, mediante un componente ritual que convoca a los estratos más profundos del ser humano. Nunca toma a los espectadores y lectores por tontos, sino que moviliza sus espíritus sin desmovilizar su inteligencia.

En la institución-arte contemporánea, que abarca desde las prácticas artísticas a la inmensa red de editoriales, museos, galerías, teatros, cines, televisiones y medios digitales (y en las derivas de nuestro tiempo), se producen a veces distorsiones de este poder del arte para restaurar la comunidad entre la humanidad y el cosmos. Por supuesto, está la incompetencia, impericia o falta de habilidad técnica, pero no siempre son un pecado mortal del arte. Encontramos grandes artistas que no son genios e incluso artesano en el sentido técnico. Los pecados mortales del arte (que también los encontramos en las religiones) nacen de la subordinación a la institución, de la búsqueda del prestigio y la adhesión del público. El crítico Michael Fried lo ha definido con un término: "teatralidad" o teatralización de la obra.

La teatralización es particularmente dolorosa en la vanguardia. Como decíamos antes, debido a su carácter interpelativo y performativo, es muy fácil ocultar bajo la provocación, la sorpresa o la búsqueda de respuestas emocionales lo que no es sino banalidad y deseos de fama. Hay una sutil pero profunda zanja que separa el arte de la banalidad. Lo malo del mal arte es que nos toma por tontos y, debido a su carácter performativo, nos hace más tontos. Nos aficiona a lo superficial, al modo como las religiones convierten a los fieles en adictos a los rituales.

Vayamos ahora al segundo punto punto que está indisolublemente relacionado con esta frontera del arte y lo banal. Me refiero a la representación del sufrimiento. Los humanos compartimos el dolor, no simplemente lo expresamos. Lo mismo que ocurre con otros afectos y emociones, no es una simple reacción visceral sino un poderoso instrumento de preservación de los lazos de la comunidad. Y del mismo modo que compartimos nuestro sufrimiento, damos testimonio y recordamos el sufrimiento de los otros. Es lo más profundo de nuestra humanidad: nos hace sentir herederos de una larga historia de daños y muertes que hicieron posible nuestra existencia. Con mucha razón proclamaba Walter Benjamin que si el mal triunfa los mismos muertos están en peligro.

El arte comparte con la vida cotidiana, con nuestras conversaciones diarias, y aún con las formas más elevadas de la vida política y social, esta remembranza y testimonio del sufrimiento y el dolor. Pero en todas estas prácticas de expresión y representación hay un peligro que tiene mucho que ver con la banalización que afecta al arte como una de sus enfermedades mortales: también, la teatralización y la conversión de dolor en espectáculo. El arte, el gran arte, trata siempre el dolor humano, sobre todo cuando es expresión personal del propio dolor, con una distancia que busca el equilibrio de la inteligencia, la pasión y la voluntad. Cuando no lo hace deriva en pornografía del sufrimiento, en uso instrumental del daño para el beneficio o la búsqueda de fama, al modo que el mendigo muestra sus laceraciones o amputaciones para conseguir una limosna.

No citaré aquí nombres para no iniciar controversias inútiles, pero no es difícil encontrar en las artes escénicas y performativas ejercicios de banalización y pornografía del sufrimiento en muchas de las obras que se presentan como post-dramáticas o performances, cuando no son más que ejercicios de mendicación de limosnas emocionales usando las propias miserias como si fuesen daños a la humanidad. Grandes escritores como Elfriede Jelinek, Thomas Bernhard, Virginia Wolf, Alexandra Pizarnik, Samuel Beckett o el mismo Gustave Flauvert han dado testimonio de su dolor y sufrimiento sin caer nunca en el desprecio al lector o espectador: siempre han unido el testimonio y la distancia. A veces introduciendo la ironía, otras veces usando la ambigüedad que deja una pregunta en el aire que debe responder el espectador. Tengo que confesar que muchos de los dispositivos contemporáneos me parecen muchas veces ejercicios de banalización. Una representación de una violación no es una violación, pero puede producir un daño doble al crear una pornografía del sufrimiento; una tortura escenificada no es una tortura, pero puede banalizar la tortura; una pequeña herida, grito o provocación en la escena no es lo mismo que la enfermedad, la mutilación o la violencia. Lo que comienza siendo vanguardia termina en espectáculo de hollywoodense o televisivo haciendo un doble daño al arte, haciéndolo banal, y a la gente, haciéndola más tonta.







domingo, 16 de diciembre de 2018

Mamá, papá, ¿qué es la revolución?







 "Revolución" es uno de los ejemplos más perfectos de lo que Mieke Bal llama "conceptos viajeros", que son aquellos que en su historia de usos atraviesan disciplinas y cambian de connotaciones al compás de las zonas de la realidad que tratan de iluminar. Se comenzó a difundir en la astronomía como consecuencia del libro de Copérnico De revolutionibus orbium coelestium, que denominaba "revoluciones" a las órbitas planetarias; más tarde pasó a la geología para dar cabida a las explicaciones de por qué la superficie de la tierra había cambiado tanto a lo largo de los siglos. El catastrofismo, que acogió esta tesis, fue una primera corriente que trató de dar esta explicación. Primero fue un intento de hacer compatible el tiempo que proponía la Biblia con la evidencia de que lo que vemos como montañas otrora fueron fondos marinos. El diluvio se proponía como una suerte de relato de otras muchas catástrofes enviadas por Dios, que habrían producido el cambio telúrico. Esta explicación pasó a ser una hipótesis científica en los primeros geólogos del siglo XVIII, divididos entre plutonistas, que abogaban por el poder transformador de las aguas y vulcanistas, que lo hacían por el poder del fuego terrestre de los volcanes o la mecánica de los terremotos. Una revolución pasó a ser un proceso en el que convergen poderosas fuerzas que en poco tiempo producen grandes cambios.

La rebelión de las trece colonias americanas y la guerra contra la Corona Británica (1765-1783), que culminó en la creación de los Estados Unidos de América, adoptó el término "revolución" para describirse a sí misma, y desde entonces se comenzó a llamar "revolución americana". El término se popularizó con la revolución francesa y pasó a calificar todos aquellos levantamientos que buscaban una transformación política o social. Auguste Blanqui, el radical activista que estuvo presente en la política de resistencia a los Borbones de la Restauración francesa, fue un ejemplo notorio de lo que sería el modelo de "revolucionario" decimonónico. Marx y Engels lo admiraban, pese a criticarlo, y el anarquismo de Bakunin y sus múltiples variantes adoptaron buena parte de sus tácticas. El siglo XIX es un siglo de revoluciones sociales derrotadas y de levantamientos nacionalistas triunfantes, que lograron que el término revolución se mantuviese como programa de cambio histórico. Hubiera declinado en el siglo XX de no haber sido por el éxito de la Revolución Rusa de 1917, que adoptó en sus comienzos la forma de una revolución decimonónica: los bolcheviques, la fracción radical del Partido Obrero Socialdemócrata de Rusia, impulsados por Lenin, convirtieron los levantamientos populares de obreros y soldados contra el Zar, en los momentos más duros de la I Guerra Mundial, en un movimiento organizado que tomó el poder del estado y lo defendió en una guerra civil hasta convertir a Rusia en el primer estado capaz de realizar una revolución socialista. El ejemplo cundió por el mundo. En Europa, los levantamientos revolucionarios fracasaron uno tras otro: Alemania, Italia, España,...En el mundo, a lo largo del siglo XX, triunfaron aquellos levantamientos que unieron el componente nacionalista o descolonizador a los objetivos sociales: China, Cuba, etc.

Todas las revoluciones del siglo XX, sociales o políticas, adheridas al modelo catastrofista de grandes cambios producidos por grandes fuerzas devinieron en reproducciones de la sociedad anterior, a veces con mucho peores consecuencias. Al olvidar o no saber que la cultura es el modo en que una sociedad se reproduce a sí misma, y que si no cambian los imaginarios, las prácticas y costumbres, la sociedad termina reproduciendo el modelo anterior, las grandes revoluciones vigésimas terminaron en caricaturas crueles de la sociedad que habían querido transformar. En los años sesenta, coincidiendo con un nuevo ciclo revolucionario en el mundo, el concepto de revolución, por suerte, inició otra deriva que habría de ser fundamental. Las grandes aportaciones vinieron de nuevas fuerzas sociales y culturales: la teología de la liberación y los movimientos indigenistas comunitaristas, la nueva izquierda europea en sus muchas versiones neolibertarias y culturales, los grandes movimientos antirracistas y decoloniales, los movimientos ecologistas y antinucleares, los movimientos pacifistas, los movimientos contra la represión de las opciones afectivas, y, por último, pero quizás la fuerza más transformadora, el movimiento feminista.

La nueva deriva semántica abandona las connotaciones catastrofistas de cortos periodos de tiempo para recuperar algo que estaba en el origen matemático del término (punto que se mueve en una curva): la revolución como cambio de sentido en la historia. El ciclo revolucionario de los años sesenta fue derrotado de nuevo en todos los planos políticos y culturales. Políticamente dio origen a una serie de dictaduras a lo largo y ancho del planeta. El panarabismo laico dio origen a los fundamentalismos islámicos, el socialismo israelí de los kibutzs a una opresión interminable y un estado militarista, las revoluciones africanas fueron compradas por las multinacionales piratas de los recursos naturales y Latinoamérica se convirtió en un inmenso campo de concentración. Culturalmente, el neoliberalismo, a través de un potentísimo activismo cultural conservador, parecía haberse convertido en el pensamiento único, sin embargo, la semilla de las transformaciones que habían sembrado los movimientos socio-culturales de los años sesenta fructificaron en la sociedad civil produciendo cambios sustanciales en las formas de vida y en los imaginarios sociales. En cierto modo, la revolución social derrotada de los sesenta triunfó parcialmente como revolución cultural.

Lo que llamamos la era del posmodernismo, los años ochenta y noventa, ocultó bajo su superficial victoria de la frivolidad, el consumismo y los ideales neoliberales una inmensa cantidad de movimientos prácticos transformadores en la forma de voluntariados, activismos locales y cambios artísticos. Los grandes movimientos altermundistas de la transición de siglos indicaron que las semillas no habían muerto. El siglo vigésimoprimero trajo consigo nuevos cambios históricos y nuevas derivas en las connotaciones semánticas y prácticas del concepto de revolución. Apareció, como nuevo signo de los tiempos, un cierto sentido de emergencia, de atención a los avisos de los signos de barbarie y destrucción de la naturaleza y la sociedad. En un siglo que ha comenzado con guerras, piratería sin fin de los recursos económicos de los pueblos y de la sostenibilidad de la naturaleza, la idea de revolución, en un siglo sin revoluciones, ha mutado de nuevo acogiendo lo que al fin y al cabo sostiene el cambio de significado: nuevas prácticas y sensibilidades.

El concepto de revolución ya no tiene ni puede contener la idea de un cambio brusco. Es imposible en un mundo globalizado conformado por redes mundiales de interdependencias que hacen imposible el cambio local sin la transformación global. Pero lo contrario de la revolución, ya no catastrofista, tampoco es el uniformitarismo, el modelo de mínimos cambios que van en la dirección del "progreso" hacia la barbarie sin fin.  Las Tesis sobre el Concepto de Historia de Walter Benjamin, escritas en un momento de desesperación, en 1940, bajo el desastre del pacto de la Rusia soviética con la Alemania nazi, se adelantan un siglo en la intuición de un nuevo concepto de revolución.  Benjamin critica con acritud la noción socialdemócrata que convierte la utopía en un "ideal" al que las sociedades se aproximan en un tiempo infinito. Critica igualmente la subordinación de toda la izquierda a la noción de progreso ilimitado e irreversible. La revolución, sostiene, es algo parecido al freno de emergencia que se activa en una locomotora que camina hacia el abismo. Es, siempre, un concepto mesiánico, un impulso de redención de todas las derrotas de los oprimidos de la historia, no una promesa de futuro idílica y falsa. Es, ante todo, un cambio de sentido: de dirección de la mirada y de estructuras básicas del significado, un cambio en las prácticas que es también un cambio en la ontología, que es también y sobre todo un cambio en la cultura, la sociedad, la economía, la historia.

Rosi Braidotti lo ha formulado en el lema de "devenir menos": orientar el curso de las prácticas, las culturas y las sociedades hacia una solidaridad con lo vivo, devenir animales, seres vivos que tratan de sobrevivir en un planeta desgastado;  devenir seres en la diáspora, la emigración, el exilio; devenir mujeres, humanos despreciados y naturalizados; devenir máquinas, recomponiendo una nueva relación con los productos del trabajo humano; devenir precarios vulnerables que saben de su dependencia de los otros. El tiempo de la revolución ya no es el cronos, el tiempo socialmente ordenado por el poder, ni siquiera el kairós de los profetas, a menos que lo excepcional sea ya lo ordinario, sino el aion, el giro de una especie para abandonar la era del Antropoceno.

Benjamin  avisaba de que si las fuerzas oscuras triunfasen aún los mismos muertos estarían en peligro. Todas las fuerzas de resistencia de la historia, tantas veces derrotadas, serán derrotadas definitivamente. Sus luchas habrán sido sin sentido, habrán muerto dos veces a manos de quienes han olvidado sus esfuerzos. La revolución es una obligación con la parte irredenta de la humanidad. Es  empujar la máquina de la historia hacia otro sentido mirando, como el ángel de Klee, hacia un pasado de derrotas y desastres. Es ahora una política de emergencia, un aviso de incendio en la comunidad.








domingo, 9 de diciembre de 2018

El origen de la mente autoritaria





Un viejo debate de la psicología social es por qué, en ciertas circunstancias, gentes que vivíanapaciblemente con sus vecinos se convierten en seres radicales capaces de lo peor.  Los movimientos fundamentalistas, los fascismos, el apoyo implícito a las dictaduras, la crueldad vecinal en los conflictos civiles,… No se entiende muy bien cómo la pacífica Yugoslavia se convirtió en un matadero, por más que se acudan a los imaginarios simbólicos que se usaron en las Guerras de los Balcanes. Los ejemplos son constantes. Las dictaduras no sobreviven solamente mediante la represión y el miedo sino también mediante la polarización, el odio y la conversión de los otros en subhumanos.

Las explicaciones a estos fenómenos cíclicos se han propuesto desde al menos doscientos años. Los autores románticos conservadores intentaron ya explicar las iras de las masas en la Revolución Francesa, pero el problema se convirtió en uno de los objetivos de la psicología social después de los fascismos que recorrieron el mundo, especialmente del nazismo y del apoyo popular que recibió por parte de los alemanes. En los años cincuenta y sesenta del siglo pasado, algunos autores acudieron a la fusión del psicoanálisis y del marxismo para explicar la mentalidad autoritaria. Aunque ahora ha vuelto un cierto revival de esta corriente, particularmente en las versiones lacanianas que ha popularizado Zizek, la verdad es que el psicoanálisis no ha logrado despegar de un estadio de teoría hermenéutica y figurativa de los fenómenos culturales o de la subjetividad (sin que ello tenga por qué disminuir su importancia cultural y su posible acierto como teoría interpretativa).

En los años sesenta, también, comenzó una larga serie de observaciones experimentales sobre la conducta social de los sujetos bajo ciertas condiciones sociales. Stanley Migram, un psicólogo de Yale que intentaba explicar cómo fue posible el Holocausto, publicó los resultados de un experimento que resultaba en una conclusión muy pesimista sobre la conducta humana bajo condiciones de sumisión al poder y la autoridad. Como es muy conocido, más del 65% de los sujetos del experimento se volvían ciegos al sufrimiento (fingido, pero desconocido para ellos) de una persona que supuestamente era sometida a observación. Preferían seguir las órdenes del experimentador jefe, que les animaba a seguir sometiéndoles a corrientes eléctricas. Los experimentos se replicaron múltiples veces con paralelos resultados.

En los años ochenta-noventa surgió una corriente llamada “psicología evolucionista” que ha tratado de dar una respuesta a ésta entre otras preguntas sobre nuestras tendencias ocasionales hacia la crueldad. Recientemente, una revista divulgativa de psicología experimental, Aeon, publicaba unas hipótesis sobre la presunta naturaleza humana que resumía en estas frases un tanto enfáticas y épicas:
1) Miramos a las minorías y a los vulnerables como menos que humanos
2) A los cuatro años experimentamos placer con la angustia de otras personas
3) Creemos que los oprimidos del mundo merecen su destino
4) Somos estrechos de miras y dogmáticos
5) Preferiríamos electrocutarnos a perder el tiempo pensando
6) Somos banales u sobreconfiados
7) Somos hipócritas morales
8) Somos trols en potencia (bajo anonimia)
9) Favorecemos a líderes inefectivos y con rasgos psicopáticos
10) Nos atraen sexualmente las personas con rasgos oscuros de personalidad

Este decálogo de las miserias humanas resume dos líneas de trabajo diferentes. La primera es la larga serie de resultados de la psicología experimental que han derivado en el estudio de lo que unas veces se llaman “sesgos” o tendencias espontáneas de las reacciones humanas y otras “heurísticas” o procedimientos rápidos de conducta sin la mediación del pensamiento reflexivo. Está bien documentada su existencia, aunque su interpretación y valoración son aún muy controvertidas. La verdad es que son sesgos que bajo ciertas circunstancias pueden derivar en conductas positivas y beneficiosas personal y colectivamente y otras veces en desastres de la humanidad. Por ejemplo, enseñamos a los niños el miedo a los extraños (casi todas las culturas han desarrollado versiones del cuento de Caperucita y el lobo), y consideramos que es bueno que los niños adopten actitudes muy prudentes con las personas desconocidas, sin embargo, en las edades adultas esta actitud espontánea se manifiesta muchas veces en formas patológicas y crueles.

La otra línea de trabajo es la que sigue la citada psicología evolucionista, cuya hipótesis central es que la mente de los humanos se constituyó a la par que el cerebro en el Pleistoceno (un subperiodo del Cuaternario que abarca desde los dos millones de años hasta hace diez mil cuando comienza el Holoceno o Antropoceno). Las presiones evolutivas serían responsables de las tendencias e incluso módulos mentales que constituyen las reacciones elementales de los humanos ante las circunstancias primarias. Entre ellas estarían las señaladas anteriormente.
La psicología evolucionista ha sido criticada con mucha razón y por mucha gente por tratar de naturalizar lo que son reacciones cargadas de historia cultural y de aprendizaje personal en sociedades concretas. La formulación de las tendencias que expresa la lista anterior es un ejercicio de clickbait para atraer la atención. Mucho más peligrosas son algunas líneas de trabajo que han planteado sobre diferencias entre la mente masculina y femenina. Todo ello es cierto. Y sin embargo, tienen razón en que el cerebro es, como todos los demás órganos, un sistema producto de la evolución y muchas de las conexiones que son heredadas genéticamente han sido producto de las erráticas sendas evolutivas de la especie.

Lo que ocurre es que nuestra especie es a la vez una especie social y un producto de entornos culturales que comenzaron ya a ser activos evolutivamente en el Pleistoceno. Y en estos dos entornos, las presiones, como la historia misma, siempre fueron ambiguas y tuvieron que acomodarse a resolver problemas de supervivencia bajo condiciones contradictorias: salvar el grupo y salvar el individuo y sus descendientes, alimentarse y compartir, luchar o huir, reflexionar o reaccionar rápidamente,… El cerebro humano es un órgano de órganos muy plástico y orientado a aprender muy rápidamente pero también ordenado por estas presiones evolutivas contradictorias. La mezcla de las contradicciones inherentes a nuestra caja de recursos cognitivos y emocionales con la ósmosis de la sociedad y cultura es lo que hace que las tendencias reactivas humanas sean tan poco predecibles como ambiguas.

Tenía razón Ortega en que los humanos, más que naturaleza, tienen historia, como las especies que los precedieron. Y la historia es mala maestra porque, como el oráculo de Delfos, siempre emite pronósticos bivalentes. Los sistemas de pensamiento rápido y las reacciones emocionales están cargados de sabiduría, pero a veces, muchas, es una sabiduría engañosa cuando las circunstancias cambian. No solo las reacciones emocionales: nos gustan los dulces y las grasas porque eran fuentes de energía absolutamente necesarias en los largos milenios de cruel escasez en los que sobrevivieron los homínidos, pero el gusto no siempre es el mejor consejero cuando la hiperabundancia amenaza la salud. Lo mismo ocurre con muchas de las tendencias que ahora observamos como sumisión espontánea a la autoridad y al grupo. Fueron centrales cuando la existencia del grupo dependía de la lealtad de sus miembros. Bajo otras circunstancias puede producir el fascismo y los peores crímenes contra la humanidad.

Nuestro cerebro ha sido siempre cultural. Esto  significa que no tenemos una naturaleza animal que luego domina la cultura. Somos animales, animales sociales y animales culturales. Los animales sociales raramente son crueles con los coespecíficos. La crueldad es una creación específica de nuestro tronco evolutivo, como también la compasión por el otro y la solidaridad; también como el esclavismo obligado y la esclavitud espontánea. La cultura es siempre contradictoria. Es el modo en el que una sociedad se reproduce a sí misma con todos sus conflictos y contradicciones.

No hay pues solución fácil al origen del fascismo, la sumisión y la crueldad de masas. Hay presiones sociales que originan epidemias de miedo, sobre todo presiones económicas; hay fallos educativos (no tanto en la escuela como en las familias: el fascismo, el autoritarismo y el patriarcado suelen reproducirse familiarmente); hay manipulación industrial sistémica de los sesgos espontáneos para crear odio y la exclusión; hay hegemonías culturales que crean cegueras al sufrimiento de otros grupos y lealtades acríticas al propio. Las circunstancias que disparan el amok (la ira descontrolada) y la sumisión irracional pueden ser muy variadas, aunque casi siempre consisten en una mezcla de miedo y odio. 

Todo ello es lo que hace tan complicado resolver el tejido de causas que produce la mentalidad autoritaria. El sometimiento a las élites y líderes de forma irracional afecta a todo el espectro ideológico. El miedo a no tener un referente de autoridad es siempre mayor que la responsabilidad de tomar en las propias manos las decisiones sobre el destino colectivo. En la Transición española, no eran pocos los votantes del PSOE que sabían bien del cesarismo de Felipe González y de sus arbitrariedades y tolerancia con el poder económico y, sin embargo, seguían votándole. Lo mismo ocurría con los votantes de Aznar y después de Rajoy. Eran conscientes y sin embargo temían levantar la voz. Desgraciadamente, más a la izquierda, nunca se aprendió tampoco la lección de la autogestión y del socialismo libertario que discurrió como una corriente oculta pero permanente por la historia de la resistencia a las sociedades burguesas. La izquierda no socialdemócrata pocas veces ha dado lecciones de democracia interna. Como ha argumentado convincentemente Ignacio Sánchez-Cuenca, su superioridad moral ha producido paradójicamente inmensas cantidades de autoritarismo, fraccionalismo y crueldad. Si en el lado conservador el miedo produce sumisión, en el lado renovador la ira produce descontrol cognitivo y ceguera a los otros. 

Ahora bien, aunque muy difícil descubrir por qué las sociedades giran hacia el autoritarismo e incluso el fascismo en ciertos momentos, es más sencilla la prevención.  Empezando por el nivel personal. No es difícil, aunque sí doloroso, hacer una exploración en la vida propia y en la  de nuestros allegados cercanos o correligionarios con el objeto de descubrir si nuestras prácticas ya están infectadas de las larvas del autoritarismo. El autoritarismo se muestra en nuestras más íntimas relaciones con amigos, amantes e hijos;  en nuestra indolencia y akrasia  cuando sabemos que tendríamos que hacer algo; en nuestra incapacidad para controlar el miedo y la ira; en las cegueras de cegueras que tenemos a la perspectiva de los otros; en la incapacidad que mostramos para pedir disculpas y reconocer los errores.  Una observación de las tendencias propias hace más fácil entender por qué en ciertos momentos, en ciertos espacios, ciertos grupos sociales desarrollan la enfermedad en sus fases graves e incluso mortales 

domingo, 2 de diciembre de 2018

Materialismo y cultura



"Materialismo" es un término que ha ido perdiendo atractivo en filosofía y aún en las ciencias sociales, donde las expresiones de "materialismo histórico" o "materialismo dialéctico" suenan ya a tiempos pretéritos. ¿Cómo se puede ser materialista después de la mecánica cuántica que ha creado un continuo entre materia, energía e información?, ¿cómo ser materialista histórico y olvidar la fuerza de otras relaciones que no son las relaciones de producción? Sin embargo el materialismo no ha perdido su poder crítico como punto de vista en el análisis de la realidad. La formulación con menos problemas es aquella que recuerda que la arquitectura de la realidad en diversos niveles de organización (físico, químico, biológico, ecológico, social, mental, cultural) se establece siempre sobre bases materiales. La fórmula técnica en filosofía es compleja y queda fuera del espacio y estilo de este blog, pero se expresa en esta tesis: "toda diferencia en un nivel ontológico superior implica siempre una diferencia en una base material". Cuál sea esa base es algo que hay que discutir y así se ha hecho, pero la tesis es difícilmente discutible sin caer en una concepción mágica de la realidad. Así, por ejemplo, se aplicaría al viejo problema del cuerpo y la mente de esta forma: "si el estado mental p se diferencia del estado mental p* entonces se realiza en una base material n (neurofisiológica) diferente a la base material n*".

Más allá de estas disquisiciones filosóficas, lo que querría proponer es que una concepción materialista nos puede ayudar mucho para aclarar y a veces disolver muchas disputas que se producen en los terrenos político, social y cultural.  ¿Cuál es el papel de la cultura?, ¿cómo ejerce su fuerza cuando la tiene? Estas preguntas no son fáciles de responder, y mucha gente que considera, con toda la razón, que la cultura es una fuerza imponente en la historia que genera dinámicas que no se reducen a las relaciones sociales (poder) o económicas (propiedad y mercantilización) tiende a caer en una concepción "culturalista" que se diferencia muy poco del idealismo romántico. En el lado contrario, quienes piensan que lo único importante son las fuerzas y relaciones de base, las relaciones de poder y las económicas olvidan que cualquiera de estas relaciones son impotentes si no expresan significados, pues de otro modo no operan sobre las conciencias que sostienen esas relaciones. Veamos algunas aplicaciones del materialismo cultural.

Hace un par de décadas, en la era posmoderna, se extendió una suerte de constructivismo donde una cierta forma de identidad se consideraba como "construcción social" (o cultural en sus versiones más sofisticadas). Así, por ejemplo, se ha incorporado a nuestro vocabulario normal la distinción entre "sexo" como hecho biológico y "género" como construcción social. Sin embargo, han tenido que llegar teóricas feministas con un bagaje teórico más sofisticado para que esta aparente verdad absoluta se analice con más cuidado. En primer lugar porque la metáfora de la "construcción" social es tan iluminadora como confundente. Parecería que vivimos en un mundo de Legos o Mecanos que modulan a voluntad las clases e identidades. No es cierto. Lo que llamamos "construcción" son de hecho larguísimas series de prácticas materiales que tienen que ver con relaciones económicas (acumulación primitiva de capital, como ha insistido Silvia Federici)  y otras muchas bases materiales de organización espacial, temporal, alimentaria, de vestimenta, etc., o de prácticas cotidianas. Se ha olvidado también, han tenido que recordar otras teóricas como Judith Butler, Rosi Braidotti o Donna Haraway, que los cuerpos y los artefactos materiales importan e importan mucho y términos como "sexo" no pueden ser considerados como hechos puramente biológicos. Todas estas trayectorias pueden ser consideradas como "construcciones" pero en el mismo sentido que los devenires históricos son "construcciones", es decir, son productos de trayectorias materiales. Walter Benjamin y su más fiel discípulo contemporáneo, el novelista W.G. Sebald han llamado a estas dinámicas "historia natural", para subrayar el doble componentes social y material.

Otra vieja discusión, que ahora adquiere nuevos tintes dramáticos es la cuestión de las clases sociales. Entre el negacionismo sociológico, que únicamente se refiere a los ingresos y posiciones relativas (clase alta, media, baja, etc.) y el esencialismo de cierta forma de marxismo, que considera la clase solamente en función de las posiciones en las relaciones de producción, parecería ya que es un término desgastado. Y sin embargo, una atención a la cultura material, o al materialismo cultural, nos haría ver cómo las largas trayectorias que dibujan las clases son trayectorias definidas por culturas materiales: espacios, tiempos, alimentos, vestidos, combustibles y energía,... Las luchas de clases son siempre luchas por culturas materiales: vivienda, tiempo de trabajo, calor, transporte, ocio,... Si el neoliberalismo ha logrado el poder político, social y económico que tiene, convertido en la más poderosa ideología de todos los tiempos, incluidas las eras de las religiones, es porque tiene un subtexto de cultura material que el marxismo y las diversas formas de pensamiento de izquierda habían perdido. Así, Reagan, hablaba al ciudadano que se levanta, va al trabajo, lleva los niños al colegio, quiere tener un proyecto de vida, una vivienda digna, ..., etc., mientras que la izquierda hablaba en términos abstractos de relaciones de clase.

Paradójicamente, la cultura importa porque en su materialidad es productora permanente de significados e, inversamente, porque los significados y símbolos refieren en cada momento a bases materiales que se encarnan en los cuerpos y en los vínculos afectivos que definen las posiciones sociales. El capitalismo es un productor de abstracciones, genera una concepción económica de todos los componentes de la vida, una conversión en mercancía y capital no solo de los artefactos sino de la propia existencia, del tiempo y del espacio. Pero el neoliberalismo, la forma cultural del capitalismo contemporáneo es una teoría materialista de la cultura de increíble efectividad porque crea un imaginario utópico de vidas felices. Por el contrario, el pensamiento crítico que llevaría a una concepción utópica de la vida material basada en las necesidades, en los significados de las cosas y las prácticas, en una relación de inmersión en la naturaleza se ha convertido en una suerte de filosofía idealista que apenas es capaz de salir de sus abstracciones. Mientras los movimientos sociales son movidos por la cultura material, por la vida y la muerte, los activismos no acaban de integrar bien la idea de que la cultura material no es un producto de la ideología: es ella la ideología. Que las formas de vivir, habitar, comer y dormir son los territorios en disputa.