domingo, 27 de mayo de 2018

Topología política




La topología es la rama de las matemáticas que estudia los espacios. Por ejemplo,  las propiedades que se preservan cuando se realizan operaciones como deformaciones sin rupturas. Los niños que se educaron con Barrio Sésamo recordarán las lecciones de topología de Epi y Blas: dentro, fuera, arriba, abajo, cerca, lejos, abierto, cerrado, estar entre, ... Es una disciplina que constituye una de las bases de las matemáticas junto a la teoría de conjuntos, la lógica y la computabilidad. Más básica que la aritmética y la geometría, se aplica a cualquier cosa que pueda ser definida espacialmente, como por ejemplo las relaciones entre personas que constituyen una sociedad.

Lo político y la política, en tanto que se constituyen por la forma de nuestras relaciones sociales, se pueden estudiar también en términos de topología. De hecho, para referirnos a las formas políticas, usamos nombres de ordenamientos que tienen muy diferentes propiedades topológicas: asambleas, multitudes, redes, masas, ... Sus propiedades definen los órdenes posibles y las relaciones de inclusión, exclusión, poder y sumisión. Una sociedad, como suelo recordar aquí múltiples veces, no es un conjunto de individuos sino un espacio de posiciones que definen a las personas, sus relaciones, sus posibilidades de acción y sus perspectivas sobre el mundo. Aristóteles, en la Política empleaba conceptos topológicos para definir lo político. Así, al diferenciar lo público de lo privado o la asamblea del hogar estaba definiendo los bordes de lo político ("bordes" o fronteras son también términos topológicos).

Querría enfocar mi atención ahora hacia la dicotomía global/local como estructura topológica que define nuestras sociedades y, en concreto, querría hacer un elogio de lo local como espacio de posibilidades políticas. Muchos de los discursos que nos invaden, como el discurso de la globalización y recientemente el discurso de las geoestrategias tienen efectos profundamente deprimentes con respecto a nuestro sentido de lo político. Crean una atmósfera de impotencia, muy similar a la que crearon los discursos sobre el estado en los primeros momentos de la filosofía política. No casualmente, Hobbes tituló Leviathan a su obra sobre la constitución del estado. Nombre de un monstruo de la mitología semítica que todo lo puede y lo destruye. Actualmente, se renueva esta teratología política cada vez que se define el espacio político en términos épicos como la geoestrategia de los grandes actores: Estados Unidos, China, Rusia, la "debilitada" Unión Europea. Como si todo lo que no sea estado, como si todo lo que llamamos "tercer mundo", como si los lugares donde habita la gente no fuesen más que pastizales de esos monstruos. Confieso, incluso, que muchos de los discursos sobre el capitalismo y sus épicos movimientos son también aplastantes, desmovilizadores, que subrepticiamente inducen la creencia de que nada puede hacerse, de que, usando la división aristotélica, uno debe retirarse a su hogar y abandonar el espacio de lo político, un espacio, se llega a creer, de imposibilidades.

Pero no es así, todo lo contrario. La mayoría de estos discursos tienen un propósito profundamente ideológico: ocultar el poder de lo local, de la transformación de nuestras relaciones en los entornos de proximidad, de la reordenación de nuestros espacios de proximidad: amores, amistades, aulas, calles, municipios. En estos espacios se constituyen relaciones de orden invisibles que están continuamente en transformación. Relaciones de separación o todo lo contrario, de conectividad y compacidad, de apertura o cierre, de distancia o cercanía. Si el poder aborrece algo son las transformaciones a pequeña escala. Es ahí donde concentra sus fuerzas de presión, de chantaje y amenaza.

Nada hay más valiente que la política municipal. Nada más contagioso para lo bueno y para lo malo. En la política municipal se producen las grandes presiones que conducen a la corrupción y a la compra de las conciencias. Si algo definió a la Transición como un proceso herido en sus pretensiones democráticas. Antes de que llegaran al estado las grandes redes de corrupción, comenzaron en las estrategias locales que destruyeron los tejidos de los movimientos vecinales. Y, al contrario, si algo cambió la atmósfera política de las últimas décadas fueron las acciones valientes de tantos gestores municipales que contribuyeron, un poco, a crear espacios de convivencia y socialidad.

Nada hay más valiente que las políticas de los afectos. Crear intimidades, fugaces o permanentes, que vinculen nuestras vidas sin relaciones de dominio es una tarea larga pero irreversible. Una generación que se haya formado en relaciones familiares no basadas en el autoritarismo o el chantaje emocional, sino en la libertad del don de los afectos, ya no soportará los autoritarismos en los niveles más complejos de la sociedad.

Podría ir desgranando la constitución de lo político en todos los demás espacios. En la educación, el espacio en el que se ha desarrollado mi vida profesional, ya en un otoño final. La creación de espacios de educación donde esta extraña forma de relación sea simétrica y nos eduquemos unos a otros sin el aplastamiento bajo las amenazas de la autoridad o la corrupción por la competitividad. El trabajo de investigación, tan político en su esencia, pues la ciencia nació como la creación de comunidades asamblearias de confianza e intercambio de conocimientos y preguntas. El medio del trabajo, que ya hemos olvidado. El consejismo y la autogestión fueron reivindicaciones constantes de la clase obrera que fueron perdiendo progresivamente fuerza y significado, a medida que la economía entraba en una fase de rapiña y avaricia sin límites. La propia configuración de la política en sus organizaciones: una topología piramidal, de sumisión y falta de conectividad no puede ser una herramienta para la democracia. Solo puede reproducir el autoritarismo cuando esa organización tenga poder sobre el estado.

El poder local, las transformaciones locales del poder tienen la virtud de ser contagiosas. Ninguna fuerza social es más poderosa que la emulación y la ejemplaridad. Las metamorfosis que generan las políticas de creación de retículos de afectos, de libertad real en lo cotidiano, de igualación y justicia, son tan poderosas como temibles las reacciones contrarias que desencadenan. Observar los cambios en los espacios cercanos es contemplar de cerca la condición política de lo humano. Lo que de hecho nos define como humanos y no los animales que somos cuando abandonamos esta condición. Estar entre, estar conectados, abrir, tejer, ... nuevas topologías políticas.




La ilustración es un mural de David Alfaro Siqueiros.













domingo, 20 de mayo de 2018

Sobre el origen material(ista) de los valores



Estoy leyendo con tanta dedicación como provecho el libro de Clara Ramas San Miguel Fetiche y mistificación capitalistas. La crítica de la economía política de Marx, un libro, como su título indica, sobre dos conceptos que, según la autora, son centrales en la crítica de Marx, Y tiene razón. Los explicaré con brevedad para después explayar lo que es mi propósito en estas líneas: argumentar que la obra de Marx es también, y sobre todo, de una profunda significación filosófica, independientemente de su valor científico, que siempre puede ser controvertido. Es, para anticipar la conclusión, una teoría materialista del valor, de los valores.

Sostiene Clara Ramas que el fetichismo de la mercancía es tan central en la explicación de la economía capitalista según Marx que sin esta idea no se entiende nada de El Capital. El fetichismo es un término de origen antropológico que se trasladó a la conducta sexual y ahora a la economía. Un fetiche es un objeto al que se le atribuyen poderes causales que de facto están en otra parte. Por ejemplo, en el estereotipo de muñeco al que se le clavan alfileres para producir un daño en quien representa. En el tema que discutimos aquí, el fetichismo es el proceso por el cual se difuminan o disuelven los orígenes del valor de los productos del trabajo humano y se transforman en un fetiche: el valor de cambio. Así, se ve como absolutamente natural que toda la economía se sostenga sobre cómo se producen las dinámicas de las mercancías y se olvide que la economía trata del trabajo humano bajo una relación social. Bajo la economía capitalista, describe Clara Ramas, los productos del trabajo humano entran en relaciones sociales (de intercambio, por ejemplo) bajo una única forma: la de mercancía, y en su forma más madura, como intercambio monetario. La forma mercancía es la única forma en la que bajo el capitalismo como modo de economía se puede presentar la relación social del trabajo humano. Se olvida todo valor que no sea valor de cambio. Es una ceguera epistémica estructural de nuestras relaciones sociales.

En lo que respecta a la mistificación, la aportación es también muy luminosa. En el trabajo asalariado, describe Clara Ramas, el trabajador intercambia como una mercancía más su fuerza de trabajo por un salario. Pero este intercambio esconde, también sistemáticamente, que se produce una distorsión: el contratante no paga el valor de cambio real del trabajo sino solo una parte. El resto se transforma en plusvalía, en beneficio que se convierte en un componente central del capital. La mistificación es un falseamiento, un elemento también sistémico de la ceguera epistémica en la que nos sumergen las relaciones sociales bajo la forma mercancía: consiste en el olvido estructural de la explotación. Esta visión del marxismo que ofrece la autora nos permite entender muy bien las tesis de Silvia Federici, quien se apoya, y a su vez critica, en las tesis de Marx para afirmar que en el origen de la acumulación capitalista está también la expropiación sistémica del trabajo de las mujeres. Un trabajo que, al no ser visible en forma de mercancía, debido, entre otras cosas, al inmenso aparato ideológico que es el patriarcalismo, desaparece de la economía y se convierte en otra cosa: cuidado, afectos, etc.  Lo concreto, material y humano del trabajo -resumo la tesis- se convierte en algo abstracto: el valor de cambio. Un proceso cuyo resultado es la ocultación de la explotación tanto en el espacio del trabajo asalariado como en el del trabajo doméstico. El fetichismo de la mercancía sería pues una forma de producción sistémica de ignorancia.

Esta interpretación de Marx  es iluminadora, como decía, porque permite extender la teoría del valor a todos los dominios de lo normativo. El centro de la teoría de Marx es el trabajo humano. Es también, si lo miramos con cuidado, la base material de los valores.

El trabajo es, en física, un intercambio de energía que produce una transformación medible con alguna de las propiedades de la dinámica. En biología, podemos ampliar el concepto de trabajo del organismo a cualquier transformación físico-química desarrollada por tal organismo con significación biológica (medible por alguna de las funciones biológicas esenciales). En el caso de los humanos, el concepto de trabajo se amplía y se convierte en una noción estructuralmente heterogénea y compleja por el hecho de que el ser humano sólo existe como ser social. En principio, el trabajo es acción, o más claramente, una secuencia de acciones que produce un resultado observable. No es simple esfuerzo, pues el mero desgaste no significa nada por sí mismo. Son acciones que tienen como resultado general la reproducción ampliada de la existencia personal y colectiva. Trabajamos para vivir y para que vivan otros, y para que lo hagan bajo ciertas condiciones. Es aquí donde aparecen los valores en el mundo.

Los meros valores biológicos de vida y muerte se convierten en el caso humano en valores sociales, morales, políticos, de significación ética, porque cualifican los resultados de nuestras acciones que se organizan socialmente bajo la forma de trabajo y de división del trabajo. Trabajar cansa. Es un esfuerzo que produce efectos que reproducen la existencia. Ésta es la esencia del trabajo a la que Marx le dedicó páginas sublimes en los Manuscritos y en los Grundisse, y que sistematizó en El Capital. Marx, en este sentido, debe ser leído junto a Nietzsche, como un filósofo de la genealogía de la moral. Se le ha leído como un teórico de la praxis (Gramsci), como un científico (Althusser), como un protofuncionalista social (marxismo analítico), pero era un gran filósofo post-romántico que desarrolló el gran proyecto romántico de la educación de la humanidad. Para los filósofos románticos, de Schiller a Hegel, la realización de la forma social estado debería permitir reconciliar lo objetivo y lo subjetivo, la razón y el sentimiento. Para Marx, sólo un orden social que no esconda los orígenes sociales del valor nos puede permitir construir una existencia no enajenada, que no convierta en cosas las relaciones sociales, en "economía" la existencia.

Puedo entender bien por qué son mujeres (Clara Ramas, Silvia Federici) las que nos permiten entender a Marx mejor de lo que él se entendió a sí mismo, probablemente ciego en su vida cotidiana a otras formas de trabajo que no fueran mercancía. Los trabajos de lo común, la reproducción social de la existencia, formas de trabajo que trascienden a la forma mercancía y que están en la base olvidada del valor. Es sorprendente que Marx, e incluso algunos seguidores tan interesantes como Marcuse, solamente hablasen de la superación de la división social del trabajo manual e intelectual, y no de la superación de la división del trabajo por géneros, y no de lo central: la superación de la forma mercancía.





domingo, 13 de mayo de 2018

Conocimiento del mal



La existencia feliz, nos cuenta el Génesis, era la ignorancia del bien y del mal, un estadio en el conocimiento humano que se perdió en La Caída, cuando la humanidad fue condenada a al conocimiento moral. El mito no habla, sin embargo, de las ignorancias sistémicas y voluntarias, de las metacegueras, del no saber que no se sabe o del no saber que no se quiere saber. Dudo que sepamos con cierta base lo que consideramos bueno (bueno para todos, bueno para nosotros, bueno para mí...); dudo que sepamos siquiera la mayoría de las veces lo que queremos (queremos algo, pero en realidad queremos algo en lugar de ese otro algo que no queremos confesar que lo queremos). Pero querría centrarme en el conocimiento o la ignorancia del mal. Es este territorio los túneles y sótanos de ignorancia son aún más negros y difíciles de explorar.

En realidad, no hablaré de mal, un término demasiado épico y de connotaciones religiosas. Siguiendo a  Carlos Thiebaut, debemos hablar más bien de "daño", es decir, del mal que no tendría que haber ocurrido, o que no tendría que ocurrir. Males hay demasiados y de ilimitados tipos, muchos de ellos no morales, y "mal" suele tener connotaciones religiosas y hacer referencia a comportamientos que mucha gente de creencias diferentes simplemente considera una opción de vida o costumbres sin categorización moral negativa (las elecciones sexuales, por ejemplo). El daño es siempre una producción humana de sufrimiento que podría ser evitada humanamente, y que podría, además, evitarse su reiteración. Como señalan los lemas escritos en los campos de exterminio del holocausto, "nunca más", lo que se ha convertido en una categoría moral imprescindible.

Como sostiene Carlos Thiebaut, en la elaboración de los diferentes conceptos de daño a lo largo de la historia y las culturas, no solo intervienen la víctima (que lo sufre) y el victimario (que lo causa y es demandado por ello) sino también la sociedad que elabora el concepto y lo convierte en parte de las categorías morales de cada momento y etapa histórica. En esta elaboración no solo se movilizan los sentimientos, en particular los de repugnancia, vergüenza y culpa, sobre los que se construyen las reacciones morales, sino también, lo que me interesa en esta entrada, los conocimientos que las comunidades tienen de su mundo social y del sufrimiento que causan las conductas calificadas como "daño".  "Acoso", "discriminación", "odio", "explotación", ... han sido vocablos de daño que hemos ido incorporando a nuestro común acervo de acciones que rechazamos y que no querríamos imaginarnos cometiendo.

Ahora bien, el "no tendría que haber ocurrido" o "no tendría que ocurrir" son expresiones que forman parte de lo que en filosofía del lenguaje se llaman "contrafactuales". Estas expresiones no aluden a hechos, sino a posibilidades* sobre las que establecemos juicios  y son a la vez parte de nuestro conocimiento y de nuestra voluntad. Dependen de una norma, pero también de nuestro conocimiento de lo que sería fácticamente posible. Así, decir "no tendría que morir nadie de cáncer" puede ser una expresión de deseo simple, puesto que sabemos que aún no tenemos una cura general para esas enfermedades, mientras que "no tendría que morir nadie de desnutrición" establece una norma moral, porque sabemos que tenemos los medios para eliminar el hambre del mundo mientras que no tenemos la voluntad de hacerlo. El conocimiento aquí opera en dos dimensiones: la primera, el saber si realmente disponemos de los medios para crear un mundo alternativo en el que no ocurra ese daño y la segunda el saber si tenemos personal y colectivamente la voluntad de hacer real eso que ya es un mundo posible o, en todo caso, para construir ese mundo como un mundo posible factualmente.  La voluntad, por su parte, se divide entre la voluntad técnica de hacer posible un cierto mundo y la voluntad moral de hacerlo real dado que ya es posible. Así, podríamos diferenciar entre "tendríamos que hacer posible una cura para el cáncer", lo que sería un proyecto técnico moralmente loable de "no tendría que morir nadie de desnutrición", que es un imperativo categórico moral.

Es aquí donde las cegueras o ignorancias de nuestras posibilidades y nuestra voluntad se entrelazan y componen nuestra vida moral, como una vida llena de acciones y omisiones, de saberes e ignorancias,  también de indiferencias y concernimientos.  Nuestra vida moral se amplía cognitivamente cuando descubrimos que las cosas ya podrían ser de otro modo, pero también nos descubrimos concernidos por ello y con la voluntad de que sean así de hecho las cosas. No tenemos todos el conocimiento técnico suficiente para saber si es posible revertir el cambio climático o detenerlo al menos, pero confiamos en nuestros expertos que nos dicen que al menos tendríamos que intentarlo. Es entonces donde aparecen los imperativos morales de si nos sentimos o no concernidos por ello y si estamos dispuestos a hacer lo necesario.

Ciertamente, la vida moral no solo está llena de ignorancias e indiferencias sino también de dilemas que no son fáciles de resolver y que nos llevan a diferentes concepciones o identidades morales. Así, muchos se sienten concernidos por la injusticia del mundo, pero consideran que lo que deben hacer es procurar no cometerlas en su entorno, y que no les es posible actuar de otro modo para hacer real un mundo más justo. Y es loable y aceptable que piensen y actúen así. A veces, muchas, gente dedicada a combatir la injusticia es ciega respecto a las muchas injusticias que comete en sus entornos próximos. Pero también puede ocurrir lo contrario, que la vida personal se convierta en un muro que elevamos para no sentir la indiferencia respecto al imperio del mal en el mundo en que vivimos. En realidad, no necesitamos gurús que guíen nuestro conocimiento y voluntad morales, nos educamos unos a otros en las sabidurías y cegueras: nos hacemos ver unos a otros en la vida cotidiana y social lo que podemos y no podemos hacer, y también construimos un amplio abanico de opciones e identidades morales. Admiramos a los héroes morales que nos hacen ver las injusticias, pero también a la gente que es capaz de llevar una vida decente sin dañar a sus próximos. Todo esto forma parte de nuestra vida diaria y uno no es quien para juzgar con rapidez qué es moral o inmoral o qué es ceguera o sabiduría, como quien mira por encima del hombro a los otros desde una supuesta altura de miras. Las bases fuertes de nuestro compromiso con la libertad nacen de este convencimiento de que las identidades morales dignas de respeto son muy variadas.  El mundo está lleno de intolerantes que suelen esconder una vida hipócrita detrás ("haced lo que os digo pero no hagáis lo que yo hago").

No obstante, no deberíamos dejar que la tolerancia sea un disfraz para la indiferencia. Un personaje de La edad de hierro de J.M. Coetzee afirmaba con toda razón que en nuestra época no es suficiente ser buena persona.  Y, ciertamente, la ceguera moral, sobre todo la que es producida por una sociedad que se asienta en la injusticia, es parte de las enfermedades morales que tendríamos que resolver. Las sociedades hipócritas, que dejan la injusticia en manos de la voluntad caritativa, conciben el conocimiento moral simplemente como una compasión superficial con quienes sufren daño, pero dejan en la oscuridad que ese daño podría no ocurrir si se reordenase la sociedad de otra manera. Las esferas en las que se generan estas cegueras tienen radios crecientes. Algunas tienen los radios cortos y se extienden sólo a nuestras relaciones cotidianas en familia, trabajo, amigos, otras son más amplias y afectan a los entornos sociales en los que habitamos: el municipio, el estado, etc. Otras, se extienden a grandes espacios y periodos históricos. En todas ellas, la mayoría de las veces, sólo descubrimos los daños tropezándonos con ellos, es decir, en el terreno de la práctica y la acción.

No recuerdo ahora el nombre de una película del Hollywood clásico, cuando aún Hollywood era crítico, en el que el protagonista decide comenzar a decir que es judío, para comprobar si el antisemitismo ha desaparecido de su entorno. En la película, termina sin trabajo, sin amigos, sin pareja y familia. En 1985, el periodista alemán Günter Wallraff decidió hacerse pasar por turco en Alemania, para comprobar cuán profundas son las raíces de la exclusión y la discriminación. Estas son formas de experimentación con las cegueras morales que no son diferentes a las científicas: cambiar la perspectiva para cambiar las experiencias. Hay toda una literatura sobre el aprendizaje moral, entre las que habría que incluir El principe y el mendigo de Mark Twain, aunque la literatura barroca española, desde la literatura picaresca al propio El Quijote pueden leerse como ensayos de aprendizaje moral del daño.

Platón sostenía que detrás de la maldad hay ignorancia. Aristóteles llevaba esa idea a la corrupción del carácter. Hoy hemos olvidado los profundos lazos de la moral y del conocimiento. Pensamos solamente en la ciencia como experimentación para el conocimiento de la naturaleza, pero no en las formas sociales en las que podemos construir el conocimiento del daño. John Dewey afirmaba que la democracia era respecto al conocimiento moral como la ciencia respecto al conocimiento natural, el método más efectivo de aprendizaje y experiencia. La ciencia social por sí misma no nos enseña mucho sobre el daño aunque haga descripciones precisas de la sociedad pero casi siempre es incapaz de reconocer lo que no tendría que ocurrir. Para eso necesitamos la experiencia práctica, el chocarnos frente a los muros del mal y reconocer su rostro.  Es una lástima que se considere habitualmente que el conocimiento solo se extiende a los hechos y no a las experiencias de daño y sufrimiento. Una desgracia y una de las cegueras sistémicas de nuestra sociedad del conocimiento.

La canción de León Gieco "Solo el pido a Dios", que hizo popular Mercedes Sosa, es uno de los grandes himnos del conocimiento moral. Gieco la escribió en los tiempos oscuros de la dictadura argentina, pero se aplica a múltiples contextos, en los que tendríamos que ir ampliando la lista con nuestros descubrimientos del daño en cada momento y lugar. Los no creyentes podemos sustituir el "solo le pido a Dios" por "solo le pido a la vida", pero el resto del poema nos sigue interpelando, y especialmente la primera estrofa:

Solo le pido a Dios
Que el dolor no me sea indiferente,
Que la reseca muerte no me encuentre
Vacío y solo sin haber hecho lo suficiente.

No encuentro mejor expresión de proyecto moral.


*  Como cuando decimos "si son las ocho y estamos en Madrid y mayo, tendría que haber amanecido". Este condicional no es contrafactual sino indicativo, a diferencia de los contrafactuales que se expresan en subjuntivo: "si las leyes fuesen justas, no dejarían impunes estos desahucios". Así, para usar un ejemplo tradicional, podemos considerar factualmente correcto decir "si Oswald no mató a Kennedy algún otro lo hizo" sin aceptar que sea correcto decir "si Oswald no hubiera matado a Kennedy algún otro lo habría hecho". Al rechazar el segundo estamos distanciando dos sucesos posibles y negando que hubiese ninguna relación probable entre ellos. Más bien creemos que si Oswald no hubiera matado a Kennedy, el presidente hubiera seguido viviendo los años que le permitiera su salud.  Cuando hablamos de daño, igualmente estamos realizando una proyección sobre lo posible y lo probable acerca de la condición de que ciertas conductas fueran rechazadas por la sociedad. Disculpas por la nota para quienes están al tanto de la complicada semántica de los condicionales y de los contrafácticos en particular. Para quienes no sean expertos, esta nota tal vez les anime a explorar el mundo de las modalidades, un espacio muy técnico pero apasionante.


La ilustración es una obra de Lidó Rico






domingo, 6 de mayo de 2018

El poder y el concepto





Los conceptos son el modo en que usamos el lenguaje para discriminar zonas de la realidad. Un concepto nos permite hacer un juicio en el que discriminamos y reconocemos mucha información con la que formamos eljuicio. Decimos "llueve", no solamente porque nos caiga agua sino porque ese agua "debe" caer de las nubes y estar en forma líquida y de un cierto tamaño pues no es nieve, granizo o niebla. Los conceptos tienen, pues, ciertas condiciones "normativas" de aplicación, dice la filosofía del lenguaje. Reconocemos colectivamente esas condiciones y nos corregimos unos a otros si no aplicamos bien el concepto. Hay otro sentido en el que los conceptos son normativos. Decimos "lluvia", "violación" y en los dos casos emitimos un juicio verbal, pero en el segundo caso, cuando decimos "eso es violación", estamos además añadiendo a las condiciones de aplicación valores morales, políticos y sociales que no aparecen en "llueve".

No es notado habitualmente que los conceptos son conquistas de la humanidad. Son conquistas cognitivas que reúnen en una palabra innumerables experiencias, prácticas y juicios, que más tarde se incorporan al lenguaje para formar parte de nuestros hábitos de reconocimiento de la realidad. Pueden ser conceptos cotidianos o conceptos científicos, pero todos ellos son conquistas del saber.  Son también, a veces, conquistas morales, políticas y legales, cuando ciertas prácticas y conductas son reconocidas como equivalentes y calificadas con un juicio moral.  En la conquista de los conceptos morales hay una fase de reconocimiento colectivo del daño, una fase de darle nombre al daño y una segunda y no menos complicada conquista que es la de incorporar el juicio colectivo a los códigos morales y legales. En las primeras fases, las víctimas deben lograr que múltiples experiencias de un cierto tipo de daño sean hechas visibles como equivalentes. En las segundas fases, debe existir una movilización colectiva de las conciencias para reconocer estos hechos como daño y expresar la convicción colectiva de no permitir que ocurran, una suerte de un "nunca más". En la tercera fase, la sociedad debe incorporar a sus códigos morales y legales esos juicios que han nacido de una intuición y voluntad colectivas de reconocimiento y expresión de rechazo.

Mi maestro y recordado amigo, el filósofo del derecho y del lenguaje argentino Eduardo Rabossi, defendió con tanto cuidado analítico como vehemencia moral que los derechos humanos no están "dados" naturalmente sino que son fruto de la larga y esforzada lucha histórica de innumerables movimientos sociales, que tuvieron en su día una función a la vez epistémica y moral y política. Epistémicamente, enseñaron a la sociedad a mirar y ver ciertas conductas hacia las que anteriormente se adoptaba una actitud pasiva y ciega; moral y políticamente, enseñaron a la sociedad a juzgar y actuar en consecuencia, creando las normas y los procedimientos legales para procurar que tales hechos no produjeran o repitiesen. Si se nos olvidan estas largas luchas se nos olvida también esta historia de los conceptos y lo que fue una conquista social se convierte en una banal "historia natural", para usar el término de Walter Benjamin.

Estas premisas son las que me llevan a plantear el problema filosófico, también moral y político, que plantea la sentencia en el caso de la violación de una joven por un grupo de varones que se auto-llamaban a sí mismos "La Manada".  Ha sido una sentencia que ha producido una enorme indignación y amplias movilizaciones de mujeres (también de hombres) en todo el país, en las redes sociales y en la prensa. La sentencia es absolutoria del cargo de "agresión" e incriminatoria respecto al cargo de "abuso sexual". Ha sido esta aplicación del concepto de "abuso" en lugar del de "agresión" el que ha producido la indignación más que la pena en sí, pues de hecho el tribunal exige la pena máxima (en un caso similar, el llamado por la prensa "La manada de Orriols", el tribunal califica los hechos de agresión, y sin embargo condena a los acusados a una pena menor, la de ocho años de reclusión).  Para no hacer tediosa la lectura, cito abajo el párrafo central de la sentencia sobre el que se justifica la calificación de los hechos, y el que plantea los problemas filosóficos.

Comencemos por recordar que las demandas contemporáneas de calificación y rechazo de la violación y las conductas contra la libertad sexual de las mujeres han cambiado el sentido del concepto de violación tal como se ha dado a lo largo de la historia. Si recordamos, por ejemplo,  El burlador de Sevilla de Tirso de Molina, observaremos que el rechazo no se produce porque la agresión sea contra la libertad sexual, sino porque afecta al "honor" de la mujer, lo que devalúa completamente su valor moral en lo que la socióloga Eva Illouz llama el "mercado" de los matrimonios, donde lo que se intercambia, a la vez que la dote son los capitales morales. Es, sin duda, un rechazo que tiene un innegable fondo patriarcal que se expresa en el código del honor (los varones no pierden el honor por haber mantenido relaciones sexuales). La violación tal como es rechazada por el feminismo contemporáneo, por el contrario, se basa en primer lugar en la grave agresión a la libertad sexual, una de las formas más profundas de ejercicio de la libertad porque afecta a la identidad y a la expresión emocional; en segundo lugar por las secuelas y daños que produce en la víctima; en tercer lugar, porque el dominio sexual ha sido y sigue siendo la base y la forma más pura del dominio patriarcal. Así, la calificación de ciertos actos como violación o agresión sexual desciende a los más profundos estratos de las formas morales sobre las que deseamos que se asiente nuestra sociedad. Es la expresión de una conquista moral y política que debería ser irreversible.

Cuando se produce una fractura grave entre la intuición moral de la sociedad y la forma legal de su expresión en el derecho asistimos a un descentramiento de los fundamentos políticos de la sociedad. Conviene también recordar la doble naturaleza de estos fundamentos. Está, en un lado, el derecho y la ley, cuya función es garantizar la libertad y preservar a la sociedad de abusos. Del otro lado, si el derecho es la garantía de la libertad, está la democracia como garantía de la soberanía popular como fuente última de autoridad. No son pocas las veces en los que estos dos principios entran en tensión, sobre todo cuando el ejercicio de la democracia desborda los límites estrictos de la ley. En esos momentos es en los que se pone a prueba la madurez de una sociedad para volver a equilibrar ambos cimientos. La ley, nos enseñaba Ralws, debe ser corregida cuando es desbordada por nuestras intuiciones morales (del mismo modo que las conquistas legales corrigen las intuiciones morales cotidianas). Lo que se ha producido en esta sentencia es la manifestación de una profundísima fractura entre las intuiciones, ya extendidas socialmente, sobre la libertad de las mujeres y la forma de la ley, cargada de patriarcalismo, como lo estaba la mirada del legislador.

Si la sentencia muestra este quiebre de la confianza en la ley, y ojalá no lleve a un ejercicio de desconfianza en la democracia si la ley no es capaz de atender a las demandas de las mujeres, hay que considerar también otro aspecto implicado en el rechazo popular a la sentencia. Aquí aparece un matiz filosófico que tiene que ver con las miopías e incluso cegueras epistémicas. Me refiero a la interpretación que hace el tribunal de la exigencia legal de "violencia" para calificar de agresión o violación los hechos. Ciertamente, el tribunal no comente injusticia epistémica sobre la víctima, pues muestra creer en la palabra de aquella (bien es cierto que además existe la prueba documental de un vídeo). La cuestión es si está implicada alguna suerte de injusticia hermenéutica (ambos términos se refieren a los adjetivos que desarrolla Miranda Fricker en su libro Injusticia epistémica). El tribunal mismo reconoce en la sentencia que la violencia no se mide en términos cuantitativos sino cualitativos, cuya valoración pertenece al criterio prudencial del tribunal. En la sentencia no se aprecia la existencia de violencia y por tanto no se califica de violación (agresión). Este punto es esencial porque afecta a los fundamentos epistémicos y morales sobre los que se asientan las condiciones de aplicación del concepto de violación. El tribunal no ve violencia donde la inmensa mayoría de las mujeres y muchos hombres sí la vemos y la sentimos como tal. Aquí no se trata ya de si ha de cambiarse la ley para eliminar el criterio de violencia, sino de la barrera epistémica que impide a los jueces ver violencia en la agresión que sufrió la víctima. No hablaré aquí del voto particular del tercer miembro del tribunal que absuelve a los acusados porque me llevaría a relatar muchas más formas de ceguera (tengo que confesar que la lectura del voto particular se me ha hecho difícil por la repugnancia que me producían las calificaciones de los hechos que manifiesta).

Hay puntos sutiles filosóficos que desvelan profundas fracturas en la sociedad. Los conceptos, al final, son relatos de la experiencia de la humanidad y la experiencia es la forma en que los humanos damos sentido a las puras vivencias corporales. La lucha contra la violencia sexual no es solamente una lucha por la liberación de las mujeres del dominio patriarcal, sino por la conquista de un nuevo sentido de libertad sexual y de relaciones afectivas entre todos los humanos. Es una lucha que libera tanto a mujeres como a hombres. La lucha por el concepto es una lucha por la libertad real de todos.

“El Ministerio Fiscal, la acusación particular y las acusaciones populares, calificaron la actuación de los procesados, en cuanto a lo que constituye el núcleo del hecho con relevancia penal sometido a nuestro enjuiciamiento , en concreto las prácticas sexuales que realizaron sobre la denunciante en el interior de habitáculo, como constitutivos de cinco delitos continuados de agresión sexual de los Arts. 178 179, 180.1 . 1ª y 2ª - en el caso del Ministerio Fiscal y la acusación particular - , circunstancias cualificantes a las que las acusaciones populares añaden la contemplada como 3ª.  Dicho  Art. 178 reclama medios  violentos  o intimidatorios ; el Dicho  Art. 178 reclama medios  violentos  o intimidatorios ; el Código Penal de 1995 , que como señalan las STSS 2ª 411/2014 de 26 de mayo y STS 553/2014 de 30 de junio , contiene una :  “  ….laberíntica regulación de los delitos contra la libertad e indemnidad sexual … , que ha sufrido múltiples modificaciones desde la aprobación del mismo, siempre en el sentido de endurecer su tratamiento penal y de procurar contemplar toda agravación previsible,…”, a diferencia del anterior Código Penal que refería los conceptos de “fuerza o intimidación”, para definir tanto las conductas de violación como las agresiones sexuales a ella equiparadas , sustituyó la primera de las expresiones por la de “violencia”, sustitución que tiene entre otros aspectos la virtualidad de relativizar problema relativo a la “irrestibilidad” de la misma . En cualquier caso se requiere que por las acusaciones se pruebe la existencia de una violencia idónea, no para vencer la resistencia de la víctima - por mucho que esta, según declara el Tribunal Supremo, no tenga que ser desesperada, sino real , verdadera, decidida, continuada y que exteriorice inequívocamente la voluntad contraria al contacto sexual-, sino para doblegar la voluntad del sujeto pasivo . La magnitud de la violencia por tanto ha de medirse en base a criterios cuantitativos y no cualitativos a efectos de determinar su idoneidad y para ello hemos valorado la totalidad de circunstancias concurrentes tanto objetivas como subjetivas."



La ilustración es del pintor Carlos Alonso