sábado, 26 de febrero de 2022

Antihumanismos posmodernos: el mito de la caída

 


Suzanne Valadon 1909

 

“L’homme est une invention dont l’arquéologie de notre pensée montre aisément la date récente. Et peut-être la fin prochaine” (Foucault, Les mots et les choses, p. 398)

Génesis 3 es un relato de la anomalía que induce la conciencia en el orden primigenio. Adán, el que proviene del suelo, y Eva, la desobediente, adquieren con el conocimiento la perturbación de su rareza, el desvelamiento de su corporeidad y de su castigo a reproducirse con sufrimiento. Acaso en cierto modo la irrupción del humanismo con su denuncia de la barbarie y de la capacidad de resistirla tuvo una consecuencia similar, el descubrimiento de una condición irredenta, avergonzada de su cuerpo por más que hubiera orgullo en la constatación del saber/poder de la cultura para elevarse de la naturaleza, al tiempo que descubría ese mismo poder como castigo. El humanismo en su faceta cultural proyecta la resistencia a la barbarie a través de la educación, pero no tardará en enfrentarse a quienes desde el pesimismo sobre la naturaleza humana recuerdan su castigo (“maldito sea el suelo por tu causa/ sacarás de él el alimento con fatiga todos los días de tu vida/ Te producirá espinas y abrojos/ y comerás la hierba del campo/ Comerás con el sudor de tu rostro/ hasta que vuelvas al suelo /pues de él fuiste tomado” Gn, 3, 17-19). 

Fueron los grandes pesimistas los que no olvidaron esta condición irredenta: Jonathan Swift, Schopenhauer, Nietzsche, Freud, Heidegger, Wittgenstein. Esta tradición de la filosofía contemporánea hereda según Mulhall[1] el marco que establece el mito de la caída y con él una cierta modalidad de antihumanismo. Recuerda este autor uno de los aforismos más esclarecedores de Wittgenstein de la frontera que separó el humanismo de la concepción religiosa de la existencia: “Los hombres son religiosos no tanto en cuanto se creen muy imperfectos sino en cuanto se creen enfermos. Cualquier persona decente se considera sumamente imperfecta, pero el hombre religioso se considera miserable[2]. Wittgenstein acierta en esta distinción entre imperfección y enfermedad, o entre la descripción negativa de lo que los humanos han hecho y la descripción desolada de lo que los humanos son. Esta frontera, la que separa la idea de daño de la de pecado. Son dos maneras de entender la imperfección. Desde la primera mirada, cabe la posibilidad de cambio, emancipación, perfeccionamiento y, como propone el humanismo cultural, autorrealización a través de la cultura que, a su vez, es una realización de la creatividad humana. Desde la segunda, el humano está en una condición irredenta, en el sentido de que su posible salvación, si la hay, vendrá de fuera. Y no es posible no recordar la entrevista a Heidegger en Der Spiegel: “Solo un dios podrá salvarnos”.

El diagnóstico del estado caído, dañado irreparablemente, de la humanidad recorre como un bajo continuo la filosofía contemporánea que reacciona negativamente al optimismo romántico. Schopenhauer adelanta lo que Heidegger diagnosticará como el estado del dasein de tedio, superficialidad, olvido:

Que la existencia humana ha de ser una especie de error se desprende suficientemente de observar que el hombre es una concreción de necesidades cuya satisfacción, difícil de lograr, no le garantiza más que un estado indoloro en el que queda entregado al aburrimiento, el cual demuestra entonces directamente que la existencia en sí misma carece de valor: pues no es sino la sensación de su vacuidad. En efecto, si la vida, en cuyo anhelo consiste nuestra esencia y existencia, tuviera en sí misma un valor positivo y un contenido real, no podría existir el aburrimiento sino que la mera existencia en sí misma tendría que llenarnos y satisfacernos. Pero nosotros no estamos contentos de nuestra existencia de otra forma que aspirando a algo, y entonces la lejanía y los obstáculos hacen creer que el fin es satisfactorio —ilusión esta que desaparece tras alcanzarlo—; o bien dedicándonos a una ocupación puramente intelectual en la que en realidad nos salimos de la vida para considerarla desde fuera, igual que espectadores en los palcos.[3] 

La existencia humana como error. Un siglo más tarde, otro glorioso pesimista, Samuel Beckett, en Final de partida escenifica con sus dañados personajes este error de sistema:

CLOV : Algo sigue su curso. (Pausa.)

 HAMM : ¡Clov!

 CLOV (irritado) : ¿Qué ocurre?

 HAMM : ¿No estamos a punto de… de… significar algo?

 CLOV : ¿Significar? ¡Significar, nosotros! (Risa breve.) ¡Esta sí que es buena!

 HAMM : Me pregunto. (Pausa.) ¿Una inteligencia, que hubiera regresado a la tierra, no se sentiría tentada de formarse ideas a fuerza de observarnos? (Imitando la voz de la inteligencia.) ¡Ah, bueno, ya comprendo, sí, veo lo que hacen! (Clov se sobresalta, deja el catalejo y empieza a rascarse el bajo vientre con las manos. Voz normal.) E incluso sin ir tan lejos, nosotros mismos… (emocionado)… nosotros mismos… por momentos… (Vehemente.) ¡Y pensar que todo esto quizás hubiera servido de algo!

Estar a punto de significar algo, como si la agencia humana fuese tan solo un trabajo de Sísifo de intentar reiteradamente un sentido que está más allá de la situación. En el intermedio, el romántico antirromántico que fue Nietzsche pensó la cultura occidental como el hedor que despide un Dios muerto aún no enterrado, un miasma que produce la transvaloración de las fuerzas de la vida en una veneración del sufrimiento y el ascetismo, de la contención y la contabilidad de las culpas y las deudas. En Humano, demasiado humano, un texto en donde Nietzsche comienza a explorar lo que será su método genealógico[4], interpreta la condición de irredención como un olvido de las condiciones culturales que hicieron posible una cierta forma de frustración del deseo: “una determinada especie de falsa psicología, una determinada especie de fantasía en la interpretación de los motivos y vivencias son el presupuesto necesario para que uno se vuelva cristiano y sienta la necesidad de redención. Con la captación de este error de la razón y la fantasía, deja uno de ser cristiano”[5]. Nietzsche, como Marx, cree que se puede desvelar el carácter histórico de este error, el fetichismo del olvido de su origen cultural. Pero romper el conjuro, no es, como recuerda Germán Cano[6], una simple fantasmagoría, sino un error, algo que tiene cura. Este carácter intermedio hace de Nietzsche un autor en la zona de transición entre el humanismo que cree en una posibilidad de auto-transcendencia y el antihumanismo contemporáneo de Heidegger y sus discípulos, como Derrida y los neo-nietzscheanos franceses como Foucault.

Esta ambigüedad de Nietzsche se pone claramente de manifiesto en cómo Sartre, profundamente seguidor suyo, entiende que la condición caída, el nihilismo y la conciencia de absurdo no es antihumanista sino una forma de humanismo. En su influyente conferencia de 1945 “El existencialismo es un humanismo” opone un humanismo basado en la naturaleza a un humanismo basado en la condición, que no es sino la conciencia de los límites y la vulnerabilidad de la situación humana, donde la emancipación está en la aceptación de la imposibilidad de escapar al compromiso con la situación y la aspiración a una suerte de autenticidad:

[…] cuando en el plano de la autenticidad he reconocido que el hombre es un ser en el cual la esencia está precedida por la existencia, que es un ser libre que no puede, en circunstancias diversas, más que querer su libertad, he reconocido al mismo tiempo que no puedo menos que querer la libertad de los otros. Así, en nombre de esa voluntad de libertad, implicada por la libertad misma, puedo formar juicios sobre los que tratan de ocultar la gratuidad de su existencia, y su total libertad. A los que se oculten su libertad total por espíritu de seriedad o por excusas deterministas, los llamaré cobardes; a los que traten de mostrar que su existencia era necesaria, mientras que ella es la contingencia misma de la aparición del hombre sobre la tierra, los llamaré deshonestos[7]

Heidegger responde irritado al reclutamiento que hace Sartre de su obra para el humanismo. La Carta sobre el humanismo, manifiesta un rechazo visceral y desprecio del humanismo basado en la vita activa que promueve Sartre. Para Heidegger, el humanismo es parte de la caída, una condición metafísica, una ilusión de auto-trascendencia basada en la capacidad de praxis. En ella opone el pensar al actuar[8]. No es inocente esta oposición. En apariencia, Heidegger parece continuar la gran tradición del humanismo cultural como trascendencia de una condición imperfecta, pero en la realidad, lo que ofrece es una suerte de posicionamiento puramente intelectual, un situarse en el lenguaje, lugar en el que ha encontrado la “casa del ser”. Poco distingue la actitud de Heidegger de la posición religiosa que encuentra fuera del ser humano la redención. Entre la providencia o los caminos de bosque del lenguaje hay poca diferencia. Derrida, sin embargo, se tomará muy en serio el antihumanismo que predica Heidegger y en Márgenes de la filosofía, la obra que le consagró como héroe de la posmodernidad, se proclama seguidor fiel del maestro y carga contra todos los apelativos del humanismo y la meditación que se había hecho en la postguerra de la realidad humana:

Lo que así se había llamado [realidad-humana], de manera pretendidamente neutra e indeterminada, no era otra cosa que la unidad metafísica del hombre y de Dios, la relación del hombre con Dios, el proyecto de hacerse Dios como proyecto constituyente de la realidad humana. El ateísmo no cambia nada en esta estructura fundamental. El ejemplo de la tentativa sartreana verifica notablemente esta proposición de Heidegger según la que «todo humanismo sigue siendo metafísica», siendo la metafísica el otro nombre de la onto-teología[9]

La operación derridiana de acusar al humanismo de haberse situado en lugar de Dios, de haber creado una onto-teología es tan astuta como eficiente: le permite agregar todos los posibles adjetivos a humanismo (ateo, cristiano, marxista, liberal…) y acusar a todos de aquello que precisamente el humanismo habría venido a criticar, a saber, la redención humana fuera del ser humano. La fuerza del giro derridiano es que parece oponer lo fragmentario de condición humana, la imposibilidad de grandes unidades a lo que el humanismo representaba de demanda de autonomía de la humanidad para construir un mundo y autoconstruirse. Se abre así la forma más característica del antihumanismo contemporáneo que, dentro de las fronteras fluidas del mito de la caída, acusará repetidamente al humanismo de impotencia, de orgullo de especie y de ceguera a sus propios orígenes históricos. Althusser afirmará en “El concepto de “hombres” constituye […] un punto de fuga del enunciado [“En la producción social de su existencia, los hombres entran en relaciones determinadas,…] hacia las regiones de la ideología filosófica o vulgar. La tarea de la epistemología es aquí detener la fuga del enunciado fijando el sentido del concepto”. Más dura es la afirmación tan nietzscheana de Foucault sobre la “muerte del hombre” y su alegato contra una concepción de la cultura y la historia como relato de lo humano:

La historia continúa, es el correlato indispensable de la función fundadora del sujeto: la garantía de que todo cuanto le ha escapado podrá serle devuelto; la certidumbre de que el tiempo no dispensará nada sin restituirlo en una unidad recompuesta; la promesa de que el sujeto podrá un día bajo la forma de la conciencia histórica apropiarse nuevamente de todas esas cosas mantenidas lejanas por la diferencia, restaurará su poderío sobre ellas y en ellas encontrará lo que puede muy bien llamar su morada. Hacer del análisis histórico el discurso del contenido y hacer de la conciencia humana el sujeto de todo devenir y de toda práctica son las dos caras de un sistema de pensamiento. El tiempo se concibe en él en término de totalización y las revoluciones no son jamás en él otra cosa que toma de conciencia[10]

Foucault presenta su obra como una continuación del método genealógico de Nietzsche contra las continuidades de la filosofía, antropología e historia que siguen creyendo en lo “humano” y en la escala humana. Una concepción realmente histórica, espera Foucault, mostrará como lo humano es un invento que se disolverá con el tiempo. No hay posibilidad de totalizaciones, afirma, uniéndose a Derrida en su crítica radical a una concepción de la historia que no sea fragmentaria y antidialéctica, pues recuérdese que la idea de totalización desde Lukács a Sartre era lo que definía la actitud dialéctica ante la cultura, la capacidad de correlacionar tiempos y estratos sociales.




Il Guercino "Et in Arcadia Ego"

[1] Sigo aquí la lúcida interpretación de Stephen Mulhall (2005) Philosophical Myths of the Fall, Princeton: Princeton University Press.

[2] Wittgenstein, (1980) Aforismos sobre cultura y Valor, traducción Elsa C. Frost, Madrid, Austral (1995) p. 179, cit. en Mulhall o.c. p. 9.

[3] Arthur Schopenhauer (2013) Parerga y Paralipómena II, traducción de Pilar López de Santamaría, Madrid, Trotta p. 303

[4] Diego Sánchez Meca (2014) “El pensamiento de Nietzsche entre 1876 7 1882”, Introducción a Obras Completas. Volumen III: Obras de Madurez I, Madrid: Tecnos.

[5] Friedrich Nietzsche (2014) Humano, demasiado humano, en o.c. p. 135.  

[6] “Nietzsche va a entender la crítica de la religión como un proceso de «desintoxicación» donde la inversión energética en la ilusión requiere de otra energía psíquica para superar el «mono del desencanto»” Germán Cano (2020) Transición Nietzsche, Valencia: Pre-Textos, p. 27

[7] Jean-Paul Sartre (1996) El existencialismo es un humanismo, traducción de Victoria de la edición de Gallimard, Barcelona: Edhasa, 2009, p. 78.

[8]Estamos muy lejos de pensar la esencia del actuar de modo suficientemente decisivo. Sólo se conoce el actuar como la producción de un efecto, cuya realidad se estima en función de su utilidad. Pero la esencia del actuar es el llevar a cabo. Llevar a cabo significa desplegar algo en la plenitud de su esencia, guiar hacia ella, producere. Por eso, en realidad sólo se puede llevar a cabo lo que ya es. Ahora bien, lo que ante todo «es» es el ser. El pensar lleva a cabo la relación del ser con la esencia del hombre. No hace ni produce esta relación. El pensar se limita a ofrecérsela al ser como aquello que a él mismo le ha sido dado por el ser. Este ofrecer consiste en que en el pensar el ser llega al lenguaje. El lenguaje es la casa del ser. En su morada habita el hombre. Los pensadores y poetas son los guardianes de esa morada. Su guarda consiste en llevar a cabo la manifestación del ser, en la medida en que, mediante su decir, ellos la llevan al lenguaje y allí la custodian. El pensar no se convierte en acción porque salga de él un efecto o porque pueda ser utilizado. El pensar sólo actúa en la medida en que piensa. Este actuar es, seguramente, el más simple, pero también el más elevado, porque atañe a la relación del ser con el hombre. Pero todo obrar reside en el ser y se orienta a lo ente.” Martin Heidegger (1946) Carta sobre el humanismo, traducción de Helena Cortés y Arturo Leyte, en Hitos, Madrid: Alianza, 2000. p. 259

[9] Jaques Derrida (1994) Márgenes de la filosofía, traducción de Carmen González Marín, Madrid: Cátedra, p.154

[10] Michel Foucault (1969) La arqueología del saber, traducción de Aurelio Garzón, México: Siglo XXI, p. 20


sábado, 19 de febrero de 2022

Marcuse y Habermas sobre la técnica

 


La cuestión de la técnica, la real y significativa, es la posibilidad de alternativas: si, por ejemplo, desde el feminismo alguien declarase que la tecnología es una forma cultural machista sin más matices, quedaría en un pantano en que toda alternativa feminista en la técnica sería irrelevante por llevar ya dentro el huevo de la serpiente. Marcuse entendió mejor que sus colegas de la Escuela de Frankfurt el carácter histórico de ciertas formas de racionalidad. Su libro El hombre unidimensional, tan influyente en los discursos de los sesenta y setenta, aborda como centro del pensamiento sobre la técnica precisamente la cuestión de alternativas. Comparte con Adorno, Horkheimer, y en general con toda la tradición crítica en sus varias formas, el rechazo al desarrollo sin límites, la creación superflua de necesidades, y tantas otras lacras de nuestro entorno material, pero su aportación más notoria es que repolitiza las tesis sobre la racionalidad instrumental y las sitúa en un contexto histórico. La ciencia y la técnica están atrapadas junto a otros dominios de la realidad por la racionalidad instrumental y todo ello en el marco de una productividad represiva a la que llevan las sociedades del capitalismo avanzado. Esa condición sin embargo, puede ser superada por las propias posibilidades que crea la técnica contemporánea. Afirma Marcuse, por ejemplo, que la automatización total del trabajo es un límite intrínseco de la técnica, en el doble sentido de que es un horizonte hacia el que le conduce el desarrollo y que, no obstante, proseguir bajo el dominio de esta racionalidad limitará en el futuro este desarrollo. El contenido utópico de otra ciencia y otra tecnología en otra sociedad sin clases llena las páginas de El hombre unidimensional:

[…] la aplicación continuada de la racionalidad científica alcanzará un punto final con la mecanización de todo el trabajo socialmente necesario pero individualmente represivo (el término “socialmente necesario” incluye aquí todas las acciones que pueden ejercerse con mayor efectividad por máquinas, incluso si estas actuaciones producen lujos y despilfarro más que necesidades). Pero este estado será también el fin y el límite de la racionalidad científica en su estructura y dirección establecidas. El progreso ulterior implicaría la ruptura, la conversión de la cantidad en calidad. Abriría la posibilidad de una realidad humana esencialmente nueva; la de la existencia en un tiempo libre sobre la base de las necesidades vitales satisfechas. Bajo tales condiciones, el mismo proyecto científico estará libre de fines trans­utilitarios, y libre para el “arte de vivir” más allá de las necesidades y el lujo de la dominación. En otras palabras, la consumación de la realidad tecnológica sería no sólo el prerrequisito, sino también lo racional para trascender la realidad tecnológica.[1]

Habermas respondió a Marcuse en Ciencia y técnica como “ideología”, publicado en 1968 con ocasión del septuagésimo cumpleaños del filósofo. En este escrito, aunque simpatético con muchas ideas de Marcuse, sin embargo, se distancia del todavía tono apocalíptico que parecen destilar las tesis sobre la técnica y que, según él, enlazan a Marcuse con el poso romántico que aún conservaban Benjamin, Adorno y Horkheimer, abriendo de este modo una doble brecha, con Marcuse y, más allá, con la Escuela de Frankfurt a la que pertenecía dubitante. Su crítica a Marcuse es certera:

Si el fenómeno al que Marcuse liga su análisis de la sociedad, a saber: el fenómeno de esa peculiar fusión de técnica y dominio, de racionalidad y opresión, no pudiera interpretarse de otro modo que suponiendo que en el apriori material de la ciencia y de la técnica se encierra un proyecto del mundo determinado por intereses de clase y por la situación histórica, sólo un «proyecto», como gusta de decir Marcuse recurriendo al Sartre fenomenológico; si eso es así, entonces no cabría pensar en una emancipación sin una revolución previa de la ciencia y la técnica mismas[2]

Seguidamente, Habermas enuncia la sospecha de que Marcuse sigue atado, como Benjamin, Horkheimer y Adorno a un mesianismo de “resurrección de una naturaleza caída” tal como aparece en la mística judía. Habermas no cree que pueda reorientarse de forma completa la ciencia y la tecnología, dado que son ya sistemas complejos funcionales que no pueden ser sustituidos radicalmente sin otros cambios relacionados en todos los estratos de lo social. Esa crítica no obsta para que esté de acuerdo con la idea de Marcuse la “colonización” del mundo de la vida por la racionalidad instrumental, algo que  se convertirá en una marca de la casa habermasiana. Por lo demás, Habermas no parece tener una filosofía de la tecnología particular, sino que acepta la idea de que constituye parte de un sistema fruto de las diferenciaciones que introduce la modernización, tal como Weber la entendía, y que ha de analizarse mediante su propuesta de las dos lógicas: la de la acción comunicativa y la de la racionalidad instrumental, correspondientes al mundo de la vida y a los sistemas funcionales. El juego que realiza aquí Habermas sí tiene mucho interés, no tanto por esta nueva dicotomía sino por el hecho que entiende bien que los conflictos nacen de la inevitable interpenetración de las dos lógicas, por cuanto el mundo de la vida, o la vida cotidiana como entiendo yo el término, está no solo “colonizado” por la razón técnica, sino que se desarrolla en el mundo contemporáneo en un entorno híbrido, donde las conversaciones sobre cosas de la vida se mezclan con lecturas de internet sobre enfermedades o augurios de nuevos inventos.  Habermas le recuerda a Marcuse, y con él posiblemente a muchos discursos contemporáneos, algo en lo que resuenan palabras que ya Marx escribió en los Manuscritos sobre la naturaleza como cuerpo orgánico de la humanidad:

Sea como fuere, las realizaciones de la técnica, que como tales son irrenunciables, no podrían ser sustituidas por una naturaleza que despertara como sujeto. La alternativa a la técnica existente, el proyecto de una naturaleza como interlocutor en lugar de como objeto, hace referencia a una estructura alternativa de la acción: a la estructura de la interacción simbólicamente mediada, que es muy distinta de la de la acción racional con respecto a fines. Pero esto quiere decir que esos dos proyectos son proyecciones del trabajo y del lenguaje y por tanto proyectos de la especie humana en su totalidad y no de una determinada época, de una determinada clase o de una situación superable[3].

Aunque la teoría crítica tiene un cultivo amplio en la filosofía política y en la teoría de la cultura, en lo que respecta a la filosofía de la técnica sus seguidores contemporáneos no han sido tan numerosos, probablemente por la herencia y marca de la casa de que lo que importa es la crítica a la racionalidad instrumental, donde la tecnología es simplemente un paradigma. Sin embargo, uno de sus seguidores Andrew Feenberg, discípulo de Marcuse y representante de lo que cabría considerar el ala más de izquierdas de la corriente, ha puesto al día los postulados en la línea que acabo de reseñar, sacando consecuencias de la controversia entre Marcuse y Habermas. Recogiendo otros legados de crítica de la tecnología como el constructivismo sociotécnico, Feenberg[4] centra su teoría de la tecnología en lo que denomina el código técnico que consiste en una profunda relación entre el diseño social y el técnico: la forma hegemónica en un entorno social selecciona entre posibles alternativas tecnológicas que, una vez implementadas, contribuyen a reproducir y legitimar el entorno sociotécnico. En lo que respecta al lugar de la racionalidad instrumental, Feenberg considera que la “racionalidad funcional”, como así la denomina, es fundamentalmente un sistema hegemónico de sesgos en la relación de las sociedades contemporáneas bajo el capitalismo con la tecnología. Estos sesgos son producto de dos formas de instrumentalización: una instrumentalización primaria, por la que los objetos se separan del “mundo” para ser examinados solamente con la finalidad de descubrir affordances (posibilidades de acción), y una instrumentalización secundaria que articula unos artefactos con otros para constituir formas de vida. De Marcuse recoge la idea de posibilidades alternativas y nuevas articulaciones de redes sociales y redes técnicas que se encaminen a nuevas formas de vida y a explorar los límites del capitalismo.  Varios de sus discípulos[5] consideran que la crisis económica del 2007 y las evidencias del cambio climático han permitido un renacimiento de las Teoría Crítica, cuyos argumentos y declaraciones se han ido incorporando a otros discursos.

Lo más valioso de la teoría crítica sigue siendo su convencimiento de que no es posible una filosofía de la tecnología que no incorpore la filosofía política. Otras líneas de crítica a la tecnología se basan en rechazos muy generales del capitalismo o del desorden ecológico que producen las sociedades industriales, pero tienden a ser bastante neutras en lo que respecta a introducir valores de justicia, igualdad y democracia en las políticas de ciencia y tecnología y a examinar las alternativas tecnológicas con la luz de valores y compromisos claros. En este sentido, la teoría crítica sigue siendo un instrumento cultural imprescindible en la teoría de la tecnología, y propuestas como las de Feenberg recuerdan mucho a líneas similares en el feminismo, como las representadas por Nancy Fraser y Wendy Brown, en el sentido de que conciben las resistencias en campos diversos como parte de una lucha global contra el capitalismo y la cultura neoliberal. En el lado de las debilidades, está el que la tradicional posición de la Escuela de Frankfurt en lo que respecta a las relaciones entre modernidad y tecnología son demasiado abstractas y lejanas a los complejos modos en los que la tecnología y el orden social y medioambiental se funden en las sociedades contemporáneas. La división entre racionalidad instrumental y de valores, o en el caso de Habermas, comunicativa, es una dicotomía difícilmente mantenible en el ámbito de la tecnología, en donde tanto el diseño como la producción y el consumo contienen una mezcla de cálculos de costo-beneficio y eficiencia con intenciones simbólicas, complejos valorativos e imaginarios sociales. Nadie en el ámbito real de la ingeniería se reconocería en esa división que nace más de una visión estereotipada de las prácticas. No se trata solamente de que la razón instrumental esté cargada de valores, como sostiene la teoría crítica, sino de que lo está de valores en conflicto, que hacen necesario siempre el ascenso a razonamientos de orden sociológico, político y moral junto al económico o ingenieril (en el sentido tópico). Ni siquiera funciona la dicotomía en lo que podría ser la esfera pura de lo económico: los nuevos estudios críticos gerenciales que han hecho estudios de campo en las empresas muestran hasta qué punto la presunta racionalización tiene mucho de mito en la práctica real[6]. 

 



[1] Herbert Marcuse (1964) El hombre unidimensional, traducción de Antonio Elorza, Barcelona: Planeta Agostini, 1993, p.121.

[2] Jurgen Habermas (1968) Ciencia y técnica como “ideología”, traducción de Manuel Jiménez Redondo, Madrid, Tecnos, 1984, pp 59-60.

[3] Habermas (1968) p. 63, subrayado mío.

[4]  Sus textos más interesantes son Andrew Feenberg (1999) Questioning Technology, Londres: Routledge; Andrew Feenberg (2002) Transforming Technology, Oxford: Oxford University Press

[5] Sassover, R. (2017) “Revisiting Critical Theory in the Twenty-First Century”, en Arnold, D.P.; Andreas, P. (eds.) (2017) Critical Theory and the Thought of Andrew Feenberg, Londres: Palgrave McMillan.

[6]  Mats Alvesson; André Spicer (2016) The Stupidity Paradox: The Power and Pitfalls of Functional Stupidity at Work. Londres: Profile.


domingo, 6 de febrero de 2022

La selva del desacuerdo: redes y determinismo tecnológico.

 


El gran tema de la cultura política en el siglo XXI ha sido la interacción entre las redes sociales basadas en algoritmos y la polarización que ha sido tan observable en las sociedades en que las redes pueden ser usadas para emitir ideas acerca del mundo y la sociedad: las campañas nacionales para aprobar una constitución europea, la elección de Trump en 2016 y la derrota de Obama, el referéndum en Colombia para los diálogos de paz, la campaña del Brexit, el Procés por la independencia en Cataluña,… La prensa, las editoriales y las revistas especializadas se han llenado de alegatos según los cuales las redes sociales producen polarización y extremismo y llevan las sociedades al borde de la ruptura. Este imaginario de sociedades fracturadas se corresponde, ciertamente, con la experiencia observable y observada en ciertos círculos sociales y en ciertos momentos como los que he señalado.

Este clima ha generado una especie de actitudes esquizofrénicas y de akrasia en las que compiten, en un polo, una creciente “retifobia” u odio a las redes sociales y, en el polo opuesto, una no menos creciente ansiedad producida por la incapacidad de retirarse de ellas. Ciertamente, mucha gente abandona una red, sobre todo generacionalmente, para simultáneamente caer en las redes de otra marca. FaceBook, se dice, es una red de boomers, los jóvenes ya usan solo TikTok; Twitter lo ha colonizado la derecha, y las izquierdas se van a Instagram; Forocoches es la red de cuñados, nosotros usamos Telegram, y así. La polarización parece escalar desde el contenido que fluye por las redes a las redes mismas.

¿Es tan clara la malignidad causal de las redes en producir descomposición social y, en último extremo, una suerte de nuevos eremitas solitarios? Las opiniones demonizando las redes se han convertido en una de las nuevas y múltiples manifestaciones del determinismo tecnológico. Sin embargo hay razones para sospechar que esta explicación unilateral y unidireccional de la influencia está bastante equivocada y en buena parte ella misma sería un ejemplo de la ansiedad esquizoide a la que acabo de referirme. Uno de los casos más singulares es el del gran profeta del abandono de las redes, Jaron Lanier, cuyas ideas triunfan mediante un inteligente uso de las redes. Opondré a este clima dos razones para abonar a sospecha de que las redes son solo una parte de un complejo causal más complicado, y que su poder amplificador, si lo tienen, que no voy a negar, es parte de procesos sociales más profundos y quizás no necesariamente malignos.

El investigador de las redes Chris Bail ha publicado recientemente un libro bastante crítico contra esta extendida opinión anti-redes y contra los medios de comunicación[1]. Está basado en experimentos usando boots en redes sociales y observando las dinámicas de polarización, así como analizando el comportamiento personal de trolls y gente que se ha ido hacia los extremos después de un tiempo de uso de redes muy politizadas. No voy a resumir aquí estos experimentos sino sus hipótesis y conclusiones. Bail se basa en dos hipótesis: la primera, que las redes no producen por sí mismas polarización, sino que son prismas, más que puros espejos, que aumentan procesos que ya estaban, es decir, que la causa de la polarización es bidireccional al menos; la segunda hipótesis es que las raíces de la polarización está en la extrema socialidad humana y en la necesidad imperiosa de sentirse acogidos en alguna identidad. Importa menos cuál, pues observa Bail algunos procesos de extremismo que comienzan en una lealtad para acabar en otra. Los casos de muchos extremistas conservadores que han comenzado siendo zelotes progresistas son observables a lo largo y ancho del mundo y de los procesos de polarización antes señalados. En un mundo complejo, de multitudes solitarias, el deseo de identidad genera búsquedas de gente afín y con ello cámaras de  eco y burbujas epistémicas, en las que se producen radicalización de las ideas sobre las que el nuevo eremita comenzó su búsqueda de identidad. Después de realizar muchas investigaciones sobre las redes en su Laboratorio de Polarización, Bail concluye además con una inteligente y sorprendente afirmación: la polarización es ella misma una burbuja aparente: la gran mayoría de la gente está mucho menos polarizada de lo que parecería a simple vista, lo que ocurre es que las redes y sus algoritmos seleccionan y hacen visibles a los extremistas y tienden a ocluir a quienes mantienen ideas matizadas que muchas veces cruzan las fronteras de los grupos de identidad.

La tesis de Bail sobre la primacía de los deseos de identidad es, me parece, muy consistente con todo lo que sabemos de la psicología y sociología bajo las condiciones de contemporaneidad. El deseo de identidad se manifiesta incluso con más fuerza en quienes mantienen y propagan críticas contra la “trampa” de la identidad, que generalmente son proclamas que contienen oculto (mal oculto, casi siempre) una inconsolable nostalgia de identidad. La arquitectura emotivo-cognitiva de los seres humanos desarrolla lo que los psicólogos han llamado “sesgos”, que han sido simplemente mecanismos de supervivencia y de creación de lazos sociales en una historia tan difícil como la historia humana. La presión por una correcta selección de "los míos" ha sido un mecanismo permanente de autodefensa ante el riesgo y la incertidumbre. Como también lo ha sido el contrario, la extremada solidaridad que se desarrolla con grupos y gente lejana a la que se reconoce su humanidad y sus deseos de vivir. Ambas líneas por divergentes que sean forman parte de nuestras actitudes espontáneas como seres humanos. En las sociedades contemporáneas, la experiencia de complejidad y globalización y la omnipresencia de medios orientados a sostener al atención amplifican lo que ya estaba ahí. Las ideologías, las ideas, son más bien parte de estas necesidades profundas de afinidad y reconocimiento.

La segunda razón por la que creo que hay que matizar la retifobia nace del hecho de la existencia de agujeros que necesariamente hacen de las identidades sistemas muy contradictorios y porosos. Me refiero con ello al proceso que los estudios culturales de los últimos años han denominado interseccionalidad, un concepto que tiene que ver con el descubrimiento de que las identidades están ellas mismas fracturadas por las experiencias de malestar y daño que hacen de ellas sistemas de alianzas trágicas: la sindicalista que observa que sus compañeros blancos masculinos la dejan a un lado en las discusiones; el gay que es relegado en su partido, que incluso proclama la igualdad ante los derechos de elección afectiva, etc., todos estamos muy familiarizados con estas fracturas que hacen de las identidades contemporáneas algo más parecido a un Cubo de Rubik deshecho que a uno bien constituido por caras unicolor. El análisis de la interseccionalidad ha nacido en la parte izquierda del tablero sociopolítico, pero es aún más observable en el conservador, sobre todo en las contradicciones inevitables de las políticas extremistas. Así, es muy sorprendente cómo los populismos de derecha pueden promover a un tiempo una utopía neoliberal de pequeños empresarios y abogar por un sistema económico que necesariamente los destruye; o difundir políticas contra la “invasión” del estado al tiempo que promueven ejércitos costosísimos. El movimiento “Make America Great Again” compone una identidad MAGA llena de agujeros y contradicciones, que sostiene lealtades improbables y odios inconsistentes.

Las redes no resuelven sino que amplifican también las contradicciones y puntos ciegos de las identidades, creando progresivamente divisiones arborescentes y reacciones extrañas ante lo nuevo. La pandemia, por ejemplo, un suceso mundial no previsto en las ideologías ha puesto de manifiesto estas fracturas porque las identidades están orientadas a otras cosas más emocionales que a entender la complejidad de la realidad. Lo mismo diría de las nuevas tensiones geopolíticas que nacen de un mundo postglobalización creado por el neoliberalismo y destruido por él. En fin, las redes son solamente una parte de estos procesos que no pueden llamarse “polarización” si por tal usamos una metáfora magnética. Son más bien fenómenos multipolo, si tal cosa existiera en física. La solución no es sencilla, pero tampoco es imposible. Lo será si se extiende el pesimismo determinista.

Por último, para otras entradas: quizás los desacuerdos no sean tan peligrosos como se piensa, quizás sean el humus de la democracia. Solo que aprender a surfear en ellos necesita entrenamiento. 



[1] Chris Bail (2021) Breaking the Social Media Prism. How to Make Our Platforms Less Polarizing, Princeton, University of Princeton Press.