sábado, 25 de septiembre de 2021

Utopía, nostalgia, esperanza

 


Svetlana Boym finaliza su libro El futuro de la nostalgia con este diagnóstico que merecería ser un grafiti por las pareces del barrio: “Los supervivientes del siglo XX sentimos nostalgia de una época en la que no éramos nostálgicos. Pero parece ser que no hay vuelta atrás.”  Muchas estrellas fugaces de la nueva forma de cultura de la obsolescencia que llena las mesas de novedades y los muros e hilos de las redes de épicas batallas coinciden no obstante en seguir una misma dirección: la nostalgia parece haber sustituido a la esperanza como emoción asociada estrechamente con la utopía.

Afirma también la autora rusa que tiene algo que ver con transformaciones en las conciencias y vivencias del espacio y el tiempo: si para Kant el espacio era público y el tiempo privado, en la sociedad actual el espacio se privatiza (David Harvey) y el tiempo deja la intimidad para convertirse en tiempo público, sea de trabajo, sea de exposición de la propia vida en los medios de comunicación y redes. Algo tiene que ver también con una corriente mucho más profunda que une la nostalgia con la forma distópica de la utopía y la sustitución del mito del progreso por la convicción del apocalipsis a la vuelta de la esquina.  El sentimiento de la desaparición del futuro y la percepción del tiempo como presente continuo son características del momento, forma o estructura de sentimiento de la cultura contemporánea, manifestaciones, diría Jameson, de la imaginación dañada o de expresiones de una conciencia desgraciada.

Ernest Bloch nos había convencido de que el impulso utópico y la esperanza estaban ligados necesariamente como expresiones de la aspiración de trascendencia que tiene toda actividad y experiencia humanas. La esperanza está dirigida al futuro: entrevé posibilidades y genera un deseo que selecciona aquellas que el tiempo presente ha abierto, siempre ambiguo entre caminos de servidumbre o de emancipación. El principio esperanza es un relato épico de las manifestaciones de este impulso a lo largo de la historia humana, convirtiéndose así en un largo argumento que cose esta emoción en la trama de la agencia humana, naturalizando a un tiempo la utopía y la esperanza como ejercicios de capacidad de intervención en el mundo.

Frente a Bloch, Heidegger construyó las bases metafísicas que explicarían la profundidad de este cambio. Para Heidegger, la emoción básica humana es el tedio, una emoción atada al presente continuo que no tiene otra cura que la conciencia de la muerte, la mirada reflexiva al dasein como un ser sin futuro cuya única alternativa es la escucha del ser. La posmodernidad como etapa cultural del capitalismo tardío contribuyó a expandir esta reforma metafísica en versiones variadas pero de un fondo común: el neoliberalismo de Margaret Thatcher creó la utopía basada en la nostalgia de una familia, un hogar sobre un espacio poseído por el trabajo, un no lugar u-topos aislado del tiempo político. Las versiones progresistas de la deconstrucción, del operaismo heideggeriano, expandieron la negación del futuro en otros lenguajes, con otros diagnósticos, todos ellos confluyendo en una revisión de la esperanza y un giro hacia la nostalgia de una communitas ucrónica.

Este cambio telúrico de la estructura de sentimiento que tiene su versión metafísica en el sentido de vulnerabilidad y la pérdida de futuro es más profundo que las versiones progresistas o reaccionarias de la nostalgia como emoción política. Quizás Ana Iris Simón, en su reivindicación en Feria de una pasada clase media aspiracional, de una clase obrera y unos sindicatos que la defendían, no sea muy consciente de que su uso retórico de la memoria es recibido con alborozo porque ya hay un receptor preparado para entender estos mensajes como signos del tiempo. En el otro lado, las reivindicaciones parciales del ángel de la historia de Benjamin como testigo de catástrofes, que tienden a olvidar que Benjamin no es un filósofo de la nostalgia sino de la redención y el mesianismo (el mesías es la multitud de perdedores de la historia), son también ejercicios de una misma metafísica de la imposibilidad como experiencia del mundo.

La esperanza ha quedado olvidada como emoción política y como constituyente de la agencia. Coincide en ello con el mito de Prometeo que, como sabemos, recordó a su hermano, Epimeteo, que no aceptase ningún regalo de los dioses pero este, obnubilado por los encantos de Pandora, aceptó y abrió su maldita caja que expandió por el mundo todos los males dejando en el fondo del recipiente la esperanza, la Elpis, la diosa hija de Nyx y de la Fama.

Tanta gente, tantos anticapitalismos chic, tantos corservadurismos de tertulia (explícitos o disfrazados de izquierda nostálgica) matando el mito del progreso sin reparar que lo que estaban dañando era algo más valioso: la esperanza.

 

 


sábado, 18 de septiembre de 2021

Isaiah Berlin y las utopías

 



El humanismo cívico y las utopías han entrelazado sus historias no siempre armoniosas pero nunca excesivamente lejanas. Como sendas de rumiantes en las laderas del monte, siguen direcciones previsibles aunque no necesariamente coincidentes, viejos amigos que ocasionalmente se pelean y tal vez se odien sin esperar demasiado a la reconciliación. La pregunta central que motiva los encuentros y desencuentros la formuló Kant y la repitieron Chernyshevski y Lenin, ¿Qué hacer? Pues la acción y la capacidad de acción son temas comunes. El humanismo como teoría de la agencia, de la virtú o capacidad humana de enfrentarse a la fortuna y sus vaivenes, supone que si los problemas a los que se enfrenta la humanidad pueden tener una causa u origen externo, aunque sean percibidos como dilemas, dificultades, atolladeros, puntos muertos, embrollos, estancamientos, crisis, coyunturas difíciles o perplejidades, solo el compromiso y la acción humanos pueden encontrar vías de solución. No son la providencia ni la fortuna de donde hay que esperar salidas emancipatorias. Esta idea-palanca no resuelve por sí sola la pregunta, pero aboca a una inevitable conclusión: no es posible evitarse elegir y optar por valores y cursos de acción a menos que se abandone el problema en los oscuros umbrales de la suerte o se ceda a otros su solución, lo que por otro nombre conocemos como servidumbre voluntaria.

Las utopías son representaciones y el espíritu utópico es una actitud que se construyen sobre la idea de que la humanidad tiene espacios de posibilidad para resolver los problemas, y que esos espacios de posibilidad pueden ser imaginados. Isaiah Berlin en su ensayo “La decadencia de las ideas utópicas en Occidente” considera que utopías y pensamiento utópicos han sido un mal sueño de la humanidad del que el liberalismo y pluralismo están ayudando a despertarnos:


“Nuestra época ha sido testigo del choque de dos puntos de vista incompatibles: uno es el de los que creen que existen valores eternos, que vinculan a todos los hombres, y que los hombres no los han identificado o comprendido todos aún por carecer de la capacidad, moral, intelectual o material necesaria para captar ese objetivo. Puede ser que nos hayan privado de este conocimiento las leyes de la propia historia: según una interpretación de esas leyes, es la lucha de clases la que ha falseado nuestras relaciones mutuas hasta el punto de cegar a los hombres e impedirles ver la verdad, imposibilitando con ello una organización racional de la vida humana. Pero ha habido progreso suficiente para permitir a algunas personas ver la verdad; a su debido tiempo, la solución universal quedará clara para la generalidad de los hombres; entonces se acabará la prehistoria y empezará una historia verdaderamente humana. Eso sostienen los marxistas, y quizás otros profetas socialistas y optimistas. Pero no lo aceptan los que afirman que los deseos, puntos de vista, dotes y temperamentos de los hombres difieren permanentemente entre sí, que la uniformidad mata; que los hombres solo pueden vivir vidas plenas en sociedades que tienen una textura abierta, en las que la variedad no se tolera simplemente sino que se aprueba y se estimula; que el desarrollo más fecundo de las potencialidades humanas solo puede alcanzarse en sociedades en las que haya una amplia gama de opiniones —libertad para lo que J. S. Mill llamó «experimentos vitales»—, en las que haya libertad de pensamiento y de expresión, en las que puntos de vista y opiniones choquen entre sí, sociedades en las que los roces y hasta los conflictos estén permitidos, aunque con reglas para controlarlos e impedir la destrucción y la violencia; esa sujeción a una sola ideología, por muy razonable e imaginativa que sea, arrebata a los hombres la libertad y la vitalidad.”[1]

El pensamiento utópico, sostiene Berlin, es la madre de la creencia en la unicidad y eternidad de valores y soluciones. Según el pensador británico-lituano, todo pensamiento utópico entraña sin excepción tres supuestos: el primero es que todo problema auténtico solo puede tener una solución correcta; el segundo, que existe un método para encontrar las soluciones correctas; el tercero, que todas las soluciones correctas deben ser compatibles entre sí. Quizás, como indica la cita, los humanos no conozcan las soluciones, e incluso sean naturalmente incapaces de hacerlo por su fragilidad cognitiva o su pecado original, pero allí está una ciudad ideal de armonía inacabable donde todas las soluciones convergen.

A diferencia de Popper en La sociedad abierta y sus enemigos, la prosa de Isaiah Berlin es agradable, históricamente bien informada, literariamente impecable, retóricamente irresistible y apunta a una experiencia que es tan cotidiana como difícilmente refutable: que estamos inmersos en dilemas entre valores y opciones incompatibles y que muchos de los senderos ante nosotros llevan a direcciones distintas y que no por ello implican mala voluntad por parte de quienes los toman. La fricción y el conflicto son la regla en nuestras vidas y los sufrimientos que ello comporta son el pan de cada día. Berlin aprovecha esta experiencia para su conclusión antiutópica: toda utopía, de intentar realizarse solo puede llevar a una inmensidad incalculable de muertes y daños.

No es fácil desmontar el argumento de Berlin y mucho más difícil aún encontrar su fondo falaz bajo una tan brillante superficie. Ha sido con diferencia el gran argumento moral en el que se ha apoyado el pensamiento neoliberal que ha constituido la cultura hegemónica de las últimas décadas. Y sin embargo se basa en sutiles confusiones sobre las que resbalan las ideas de quienes caen subyugados por su prosa.

La primera falacia se encuentra a poco de escarbar: todo autoritarismo que encontramos en la historia (religioso, ideológico, o la mucho más habitual mezcla de ambos) supone una utopía, una tierra, un cielo y un hombre nuevos. De ahí, concluye Berlin, toda utopía contiene un pensamiento autoritario. Es lo que está presente en los tres supuestos que según nuestro autor están presentes en toda utopía. La falacia se suele explicar en primer curso de lógica de la cuantificación y está en el trasfondo del concepto de cuantificador. Así, explicamos que es falaz deducir de “todas las religiones adoran a algún dios” que “hay un dios al que adoran todas las religiones” o de que “todas las personas se enamoran de alguien alguna vez” que “hay una persona del que todas están enamoradas”. No hace falta entrar en la filosofía de la cuantificación: se observa claramente que la ambigüedad es sutil pero confundente. Es una falacia de la ambigüedad basada en dos usos del cuantificador particular. Pese a ello es una de las más comunes falacias en las controversias intelectuales y cotidianas.

Las utopías son al menos dos cosas: como género literario son retratos en positivo de un mundo vivido en negativo. Todas las utopías, leídas sin contexto, son risibles y amenazadoras porque son la negación de la negación, la puesta en positivo de formas de vida vividas como sufrimiento y daño. Entendidas como representaciones atemporales, La ciudad del Sol de Campanella, por ejemplo, es un ideal conventual y pavoroso de comuna que poca gente admitiría ahora. Leída como una reflexión sobre el triunfo implacable del capitalismo de su época, de la violencia que recorría Europa, es una representación de un refugio en otro lugar y tiempo frente a las negras tormentas del horizonte. En la fragilidad de las utopías como reglas de acción está sin embargo su fuerza porque son detectores tempranos de las sombras de una sociedad. Nada hay en ellas del supuesto de Berlin de que todas las soluciones deban ser compatibles. Pero en segundo lugar, el pensamiento utópico no es simplemente una representación, es al tiempo una convicción de que hay espacios de posibilidad y de esperanza y un impulso de trascendencia teórico y práctica de la situación presente. Pero tampoco entraña el supuesto determinista de que haya una única solución a los trances de la vida.

La segunda línea de crítica de Berlin de su escenificación de la épica batalla contemporánea entre la utopía y el liberalismo nos lleva a territorios todavía por explorar pero en los que sin duda vamos a encontrar que el liberalismo tal como lo predica Berlin y con el toda la gran tradición de autores es él mismo una gran utopía ya escrita en una de las más viejas, la que enunció el profeta Isaías (no es casual tal vez que Berlin comparta con él nombre): “El lobo y el cordero pacerán juntos, y el león, como el buey, comerá paja, y para la serpiente el polvo será su alimento. No harán mal ni dañarán en todo mi santo monte--dice Yahvé” (Isaías, 65, 25) Berlin, como Rawls, como tantos otros liberales, suponen, correctamente, que las fricciones son inacabables y que los sistemas de valores pueden ser inconsistentes, pero creen tan profundamente como cualquier utópico que hay siempre un consenso posible que evite el conflicto. El neoliberalismo aporta la idea del mercado como designio oculto que instaura este equilibrio. En todas las formas de liberalismo hay un componente utópico. Y a veces no menos violencia que en otras formas, como tantas guerras para llevar el liberalismo a los otros nos han mostrado.

El humanismo nos lleva a la inevitabilidad del compromiso y la acción. La utopía es un método para encontrar conocimiento y esperanza en la incertidumbre. No siempre van juntos. Nunca se separan demasiado.



[1] Berlín, Isaiah (1990) “La decadencia de las ideas utópicas en Occidente”, en El fuste torcido de la humanidad,  traducción de José M. Álvarez López, Barcelona: Península (pgs. 70-71).


domingo, 12 de septiembre de 2021

Normas para el parque humano

 



Hace poco más de veinte años que Sloterdijk se sumaba con una inteligente conferencia a la corriente transhumanista que estaba en sus primeras manifestaciones a comienzos de este siglo. Normas para el parque humano se convirtió en el origen de una polémica en la prensa provocada por Habermas y alguna gente cercana a él que acusaron a Sloterdijk de estar defendiendo la eugenesia al haber sostenido en un párrafo que quizá la biotecnología podría arreglar lo que el humanismo no puede: la “domesticación” de bestia salvaje humana.

Sloterdijk era entonces un filósofo mediático y probablemente Habermas aprovechó la ocasión para iniciar una polémica contra los posibles usos de las ya entonces amenazantes promesas de algunas técnicas bioingenieriles. Ciertamente era tomar el rábano por las hojas, porque era una afirmación marginal y lo menos interesante de la conferencia que había sido escrita para un congreso sobre humanismo en el que Sloterdijk pretendía simplemente hacer de niño malo y revolver un poco las aguas desde su línea de nietzcheanismo posmoderno.

Leída veinte años después, la conferencia sigue siendo tan inteligente y divertida como filosóficamente confusa y posiblemente incoherente en sus afirmaciones.  Fue escrita en un tiempo en que el todopoderoso Derrida había vuelto a poner de moda la crítica de Heidegger al humanismo, en su Carta sobre el humanismo, en la que acusa al humanismo de haber olvidado la pregunta por el ser y ocuparse de lo superficial. El gran retórico que es Sloterdijk tomó la idea de la “Carta” como pie forzado y comenzó su intervención con el sarcasmo de que el humanismo no es otra cosa que una práctica de escribir cartas a los amigos con el imaginario sueño de que así se podría educar a la humanidad.

Sloterdijk aludía a la carta que Heidegger escribía a su alumno Jean Beaufret, un oscuro filósofo francés filólogo del alemán cuyo mayor mérito había sido criticar a Sartre por haber malentendido completamente a Heidegger en Ser y tiempo. Muy posiblemente, como ya se ha sospechado, el zorro de Heidegger pretendía dividir a los intelectuales franceses y hacerse con un cierto grupo de apoyo en un momento en que la peligrosa desnazificación pendía sobre su futuro, y precisamente dependía de la autoridad política francesa en su zona de ocupación. Sloterdijk desprecia esa interpretación y simplemente toma a Heidegger como una escalera para subir a su posición y luego tirarla. Al generalizar y sostener que humanismo y cartas van juntos, se refiere a una bien conocida tradición de textos entre los que están la Carta sobre la educación de la humanidad de Schiller, las muchas cartas que Erasmo y Tomás Moro y otros humanistas intercambiaron, y las cartas de Cicerón, todas ellas parte de un programa de confrontación con la barbarie y el salvajismo.

Con una fina retórica, Sloterdijk afirma que esto de las cartas en realidad es parte de una confrontación histórica dentro del estado entre dos formas de domesticación y apaciguamiento del salvajismo: de un lado, la educación en el nuevo medio de la escritura, por la que se transmitiría todo el saber de los clásicos y se formaría primero a una élite y más tarde al pueblo; de otro lado, los medios de distracción y entretenimiento de masas. Sloterdijk recuerda que en la República romana competían el circo y las carreras con la educación literaria de las élites, para buscar la analogía de la tensión actual entre la educación humanística y el potente aparato de los medios de masas.

El comienzo es impecable y brillante desde las reglas de la retórica. Nos presenta una exposición de hechos que toda persona afectada de humanismo siente como la gran tragedia: cultura o pan y circos, cultura o anarquía, tal como había propuesto el conservador y eficaz crítico de la cultura Matthew Arnold más de un siglo antes. Hay comienzos tan luminosos como un fogonazo que ya es difícil continuar a su altura. La novela, dramaturgia y cine están llenos de grandes comienzos que desinflan el resto de la obra. Y, desgraciadamente, esto es lo que le sucede al texto de Sloterdijk. Comienza con una gran tragedia que va descendiendo poco a poco a la trivialidad de un culebrón para élites académicas enteradas.

La potentísima afirmación del comienzo es que el humanismo es parte de una lucha histórica entre medios: escritura frente a entretenimiento de masas. Enunciado así, Sloterdijk lo tenía fácil si quería soliviantar a su audiencia de humanistas, afirmando que el humanismo había fracasado en su pretensión domesticadora frente a la arrolladora fuerza del circo mediático. No toma ese camino tan fácil para él (aunque no se le oculta al oyente o lector que está frente a un personaje de los medios, que es más conocido por la pantalla que por sus complicados escritos). De haberlo hecho habría dado la razón al humanismo cultural que desde Erasmo y Schiller a Raymond Williams sostiene que la lucha cultural es parte del recurrente conflicto del poder. Sloterdijk no sigue esta senda. Habría sido como el delantero-cartero que teorizaba Jorge Valdano, el que le quita la pelota al adversario y recorre todo el campo para volver a entregársela.

El segundo camino por el que podría haber optado Sloterdijk hubiera sido un discurso foucaultiano, que afirmase que escuelas y circos son parte constitutiva del  estado y dos poderosos aparatos ideológicos suyos. Tampoco opta por este camino Sloterdijk. Seguramente Althusser y Foucault estaban ya en la cabeza de su auditorio pues eran parte del catecismo antihumanista del momento. Sloterdijk da un salto y opta por otra estrategia aparentemente más efectiva: presenta a Heidegger como superador definitivo del humanismo y, en segundo lugar, presenta a Heidegger como un escritor de cartas más, parte también del humanismo, tan incapaz como los demás de domesticar a la bestia.

La tesis de Heidegger es bien conocida tanto por la carta como por la popularización que hizo de ella Derrida, insertando su crítica al humanismo en el ADN del posmodernismo. El humanismo sería pura metafísica que en su aparente preocupación por el ser humano olvida lo principal: la pregunta por el ser, lo que realmente caracterizaría la autenticidad humana, el situarse en el lenguaje, casa del ser a la escucha, como forma suprema de ser en el mundo. Pues, afirma Heidegger, el humano tiene mundo a diferencia del animan que está escaso de mundo y del resto de la materia que carece de él.

Una vez aquí, Sloterdijk no se limita a repetir un discurso ya conocido y necesita dar algún paso más. Como brillante retórico quiere confrontar a Nietzsche contra Heidegger y llevar al auditorio a su campo. Así, la conferencia de Sloterdijk camina entre la admiración por la solución pseudo orientalista de Heidegger de permanecer a la escucha del ser, como si la solución fuese convertirse en confucianos (no es extraña la admiración que suscitó por entonces Heidegger en Japón) o, el sarcasmo por una vocación mística que un filósofo energético y mediático como Sloterdijk no podía admitir. El texto no lo afirma explícitamente, pero no deja de inclinarse hacia esta última opción.

Lo que a Sloterdijk le importa son sus metáforas resplandecientes y hacia esto lleva su conferencia: lo realmente sustancial de toda la historia estaba en la “domesticación” de la bestia. El ser humano, afirma, es un domesticador domesticado, un hacedor de corrales de bestias entre las que el mismo habita auto-domesticándose. Pero la bestia sigue aquí por más que encerrada en un zoo humano. Solo la transición a un nuevo ser, de cuya aurora fue profeta Nietzche, podrá arreglar lo inarreglable, la domesticación de lo salvaje. La conferencia termina en un oscuro tejido de párrafos en los que ensalza lo energético y la superioridad de una cierta actitud estética. Todo muy posmoderno.

Veinte años después, la conferencia solo suscita preguntas: ¿es domesticable el ser humano o no? Quiero decir, ¿es posible o no un programa de educación cultural contra los comportamientos bárbaros? Sloterdijk no se atreve a decir explícitamente que no, como harán más tarde los transhumanistas. ¿Es el ideal huir de la parte bestial del ser humano y transcender su naturaleza en una nueva forma de existencia? Tal es el programa transhumanista, que parece apoyar en ese momento Sloterdijk. Nietzsche no estaba en ese vagón por más que Sloterdijk quiera situarlo allí. Poca filosofía ha ensalzado tanto la fuerza de la vida como él. Al final, el texto de Sloterdijk, veinte años después, cae en una de las malas laderas del antropocentrismo que a veces ha aquejado al humanismo (no siempre), el denostar nuestra naturaleza animal. Sloterdijk inconsistentemente reivindica la anomalía humana que es su neotenia, el no nacer ya animales sino seres inmaduros que son formados en el corral. Pero de eso trataba el humanismo.


domingo, 5 de septiembre de 2021

Humanismo y materialismo

 



“Materialismo” y “humanismo” parecen ser términos tan viejunos como “pocholo” o “cuqui”. Epocales, ecos de tiempos de discusiones en que la filosofía no había sufrido el huracán posmodernista que se llevó tantos chamizos teóricos. John Bellamy Foster, en su magnífico libro Marx’s Ecology (Verso, 2000) se preguntaba por este abandono del término “materialismo”, y con respecto a “humanismo”, como ya he ido escribiendo en este blog, los anti, los post y los trans han acabado también con el prestigio del término.

Pero si los términos no están de moda lo que portan los conceptos siguen siendo cuestiones perennes: hablan de lo que está hecho el universo y de lo que está hecha la historia humana. Es difícil resumir en un solo criterio las múltiples variedades de jardín de estas dos especies filosóficas, pero en este breve apunte, hecho más para recordar(me) la necesidad de volver a pensar los conceptos que para desarrollarlos, sugiero, en primer lugar, un intento de encontrar hilos comunes en las historias culturales de sendos conceptos y actitudes y, en segundo lugar, una propuesta de interacción: el materialismo más aceptable es el humanismo, el humanismo más aceptable es el materialista.

Materialismo(s)

El materialismo es desde Epicuro y Lucrecio una opción que ha determinado buena parte de la filosofía moderna. Es muy difícil encontrar puntos comunes, pero cabe pensar en un materialismo ontológico: toda causa es causa material; un materialismo epistemológico: el espacio de las causas es independiente del espacio de las razones; un materialismo práctico: el sujeto es transformado por el mundo que transforma y un materialismo cultural: todo objeto cultural tiene una base material. Sería muy largo de desarrollar cada uno de esos puntos, así como las muchas cuestiones abiertas, como por ejemplo, acerca de si el materialismo implica determinismo (que creo que no), o si el materialismo permite alguna forma de emergencia de propiedades de sistema (aunque toda propiedad no material, como por ejemplo las mentales, tiene una base material, en este caso compleja, en la interacción de los sistemas neuronales con otras partes del cuerpo y el entorno (lo que técnicamente se denomina superveniencia en su acepción global). En todo caso, el núcleo común a todas las variedades es la idea de la base física de cualquier otro nivel de descripción y constitución del mundo. Los materialismos más interesantes son, sin embargo, los materialismos que hablan de la interacción cultura-entorno, es decir, los materialismos culturales. Raymond Williams, en su colección de artículos recogida en Cultura y materialismo (1980) trata de recuperar un materialismo más allá del insoportable dualismo del marxismo estructuralista entre estructura y superestructura. Este dualismo sí que es viejuno y periclitado.

Humanismo(s)

Hay tantos adjetivos adheridos al humanismo que es difícil saber si se habla de lo mismo: humanismo renacentista, ilustrado, romántico, ateo, cristiano, socialista, libertal,…. Sin embargo, desde su origen en las luchas de los ciudadanos de Florencia y otras ciudades-república por su independencia frente a las fuerzas bárbaras de los ejércitos del imperio germano, más tarde de los ejércitos franceses, papales y españoles, el humanismo nació como una reivindicación de la agencia humana contra dos fuerzas tan simétricas como contradictorias: la Providencia y la Fortuna, es decir, los azares de lo que es externo a la autonomía de los proyectos colectivos. El humanismo cabe resumirlo en una frase que toma diversas presentaciones en la historia: toda emancipación viene de la práctica humana, todo lo demás es suerte o regalo (envenenado) de fuerzas externas.

Dadas las innumerables variedades se encontrarán múltiples formas de combinación: hay tantos materialismos no humanistas como arenas en la mar y tantos humanismos no materialistas como hojas de hierba en la pradera, y sin embargo la mezcla más coherente sigue y seguirá siendo el materialismo humanista o el humanismo materialista. Marx y Darwin explicaron por qué lo humano es terrestre y sin embargo es agente con una cierta anomalía: la de tener proyectos y desear llevarlos a cabo. Marx anticipó antes de cualquier conciencia ecológica que el capitalismo estaba expoliando la naturaleza, que el trabajo alienaba a los humanos de la naturaleza y que esta no era sino su cuerpo inorgánico. Darwin explicó la continuidad del río de la vida desde el ser vivo originario, probablemente una arquea hasta las especies depredadoras del género homo.