domingo, 27 de octubre de 2019

La injusticia hermenéutica y la educación




Esta semana pasada, en el II Seminario de Filósofas, he aprendido muchos matices de la injusticia epistémica de las voces de Carla Carmona, Rosana Triviño, Alba Moreno y Esa Díaz-León, Gloria Andrada, Julia Dorado y Mercedes Rivero. La injusticia epistémica con el que Miranda Fricker dio fin a un vacío hermenéutico que existía en la conexión de la injusticia social con daños profundos en nuestras prácticas comunicativas y hermenéuticas debido a los prejuicios estructurales que garantizan la pervivencia de la dominación, la opresión y la desigualdad.

Las intervenciones de Rosana Triviño y Carla Carmona, en particular, iluminaron para mí muchos aspectos oscuros sobre las responsabilidades del sujeto dominante, en particular, en sus ejemplos, sobre cómo en los contextos de la educación y la sanidad se pueden estar cometiendo injusticias en el acceso a los recursos comunes del conocimiento debido a prejuicios sobre la clase, el género, la etnia, el acento, la orientación sexual, la apariencia del cuerpo, el rendimiento fisiológico y tantas otras formas de discriminación con las que nos encontramos. Querría aquí continuar la conversación en relación con los dos temas conectados de la injusticia hermenéutica y la educación.

Miranda Fricker define de esta forma la injusticia hermenéutica: es “la injusticia de que alguna parcela significativa de la experiencia social propia quede oculta a la comprensión colectiva debido a un prejuicio identitario estructural en los recursos hermenéuticos colectivos.”  Es decir, los recursos comunes mediante los que damos nombre a las cosas y a las experiencias pueden estar distorsionados de manera que quienes sufren una desventaja, y en particular en su experiencia cotidiana, no son capaces de expresarla ni entenderla como un fruto de la injusticia debido a que “los poderosos gozan de una ventaja injusta en la estructuración de las interpretaciones sociales colectivas.” Miranda Fricker ofrece varios ejemplos, pero se centra sobre todo en un caso de una mujer trabajadora que debido al acoso sexual continuado de un jefe de laboratorio se ve obligada a dejar el trabajo, único recurso de su familia de dos hijos. Su desgracia aumenta al ser incapaz de explicar ante el funcionario del paro por qué había dejado el trabajo, por lo que, además, se quedó sin acceso a la prestación por desempleo. El ejemplo aparece en una novela americana de los años sesenta. Miranda Fricker explica de esta forma el ejemplo:

 “Antes del reconocimiento colectivo del acoso sexual como tal, la ausencia de una interpretación adecuada de lo que los hombres hacían a las mujeres cuando las trataban así era bastante general según las hipótesis. (…) lo que tiene de malo este tipo de marginación hermenéutica es que vuelve estructuralmente prejuicioso el recurso hermenéutico colectivo, ya que tenderá a propiciar interpretaciones sesgadas de las experiencias sociales de ese grupo porque están insuficientemente influidas por el grupo protagonista y, por tanto, indebidamente influidas por grupos con mayor poder hermenéutico (así, por ejemplo, el acoso sexual pasa por flirteo, la violación en el matrimonio como no violación, la depresión posparto como histeria, la reticencia a trabajar horas que dificultan la conciliación de la vida familiar como falta de profesionalidad, etcétera).”

Hay dos daños, explica Miranda Fricker: uno en la incapacidad de comunicar y entender su experiencia de sufrimiento y otro en la construcción de su propia identidad personal y social. La injusticia hermenéutica se produce en un contexto de marginación hermenéutica: a las personas oprimidas se les impide el acceso a aquellos recursos cognitivos comunes que permitirían entender lo que pasa y cuáles son las causas.

Las injusticias hermenéuticas se producen de forma estructural y sistémica en muchos contextos, sobre todo en el ámbito laboral, en los sistemas de salud y de seguridad social, pero también, de forma continua, en el sistema educativo. Se pueden dar en el espacio interpersonal del aula y de forma estructural en todo el sistema educativo. Miranda Fricker distingue entre casos incidentales, por ejemplo, cuando un profesor margina a una alumna debido a su procedencia de clase o a su acento, y casos estructurales, en los que es el propio diseño del modo en que se accede a los recursos comunes hermenéuticos el que hace muy probable la marginación.

Sabemos que la educación en las primeras fases de la vida no afecta solamente a las capacidades intelectuales sino a la configuración misma de la identidad de niños y adolescentes. Quienes pasamos por un internado religioso (única forma de mi generación para el acceso a la educación secundaria si no provenías de una familia con recursos económicos y, además vivías en un pueblo) sabemos muy bien hasta qué punto se producen daños permanentes en la identidad. Pero al margen de estos casos generacionales, hay políticas educativas que generan sistémicamente injusticias hermenéuticas. Cuando a lo largo del periodo educativo se margina a una parte del alumnado sin la sensibilidad suficiente para entender sus dificultades educativas puede que se esté cometiendo una injusticia epistémica estructural.

Son muchos los ejemplos que se pueden encontrar de la presencia de estos sesgos en nuestros sistemas educativos, pero voy a referirme a un par de ellos. El primero se refiere a las consecuencias de la creciente y rápida dualización del sistema educativo debido a razones de clase. La presión social y las medidas políticas que conducen a la división de colegios por razones de poder económico es ya estructural. Esta desigualdad por sí misma es injusta, pero lo es mucho más cuando se producen recortes en los servicios que deberían tener los colegios en los barrios de las clases más bajas. Sobre todo, en la presencia de educación compensatoria, de asistencia social a las familias, de recursos de espacio y tiempo para la educación fuera del horario escolar, etcétera. Esta desigualdad produce injusticias hermenéuticas sistémicas: en los niños y adolescentes en el marco del aula, que son incapaces de entender qué hacen allí, y en las profesoras y profesores desbordados por una situación que no pueden controlar y que viven bajo condiciones de estrés y falta de autoconfianza, cuando en ambos casos es un producto de la injusticia social que genera incapacidad para comprender lo que ocurre. El sistema educativo, así, puede contribuir de forma indirecta a la reproducción de la desigualdad social y a la marginación sistémica en el acceso a los recursos epistémicos que harían posible comprender lo que ocurre. Algunas alternativas pedagógicas del siglo XX centradas en las clases trabajadoras sabían que lo primero era tomar conciencia de estar en situación educativa marginada. Así, Lorenzo Milani, el cura pedagogo de los campesinos montañeses de Barbiana,  promovía la unión de la conciencia de clases y la resistencia epistémica en el aula y fuera de ella.

En el caso del sistema educativo español, que últimamente ha optado por lo que llaman educación bilingüe en castellano (o el idioma de la comunidad autónoma respectiva) e inglés, esta política cultural está produciendo una nueva forma muy grave de desigualdad e injusticia hermenéutica. Son ya muchos los estudios que alertan de que el sistema está generando desigualdad de clase, pero además está generando dificultades en la expresión y autocomprensión en el marco de las interacciones del aula. Podría haberse optado por un sistema de buen aprendizaje del inglés, que claramente es la lingua franca de nuestro tiempo, pero se ha optado por algo distinto: el que las asignaturas centrales para la comprensión del mundo y de uno mismo se impartan en una lengua que no es la propia. El sistema está diseñado para producir camareros que puedan hablar con los clientes, pero no personas que entiendan su mundo. No se trata de que los profesores o alumnos sean competentes en inglés de modo suficiente para transmitir conocimientos, se trata de que no lo sean en los matices sutiles que exige la comprensión mutua y el entorno afectivo y cognitivo del aula.

Los ejemplos se acumulan. Son muchos los trabajos por hacer en el estudio de las políticas públicas bajo la mirada y el punto de vista de los daños en el acceso a los recursos cognitivos. Los sistemas de salud están progresivamente construidos de forma que impiden la interpretación y comprensión del paciente o del discurso médico. El sistema jurídico está diseñado para hacer difícil o imposible la comprensión del discurso del de abajo (la historia de los desahucios e hipotecas, la pequeña delincuencia,…). Una sociedad autoritaria, injusta y desigual comienza por destruir los recursos hermenéuticos comunes que posibilitarían iluminar sus zonas oscuras. 

En la guerra de clases (y las otras formas de opresión) la primera víctima es el significado.

domingo, 20 de octubre de 2019

Pensar en tiempos de crisis



Se podría explicar la historia de la filosofía y el pensamiento como la historia de gente que dedicó tiempo a pensar cuando el mundo a su alrededor se incendiaba. Castoriadis afirma que la filosofía y la democracia nacieron juntas en Grecia, y es verdad, solo que nacieron, como mellizas, en dos tiempos. La filosofía comenzó bajo la sombra del declive de la democracia ateniense. Pienso en Séneca, en la versión que de su vida hizo Carlos Thiebaut en una poco conocida pero impresionante ópera, pensando al final de su vida en la destrucción de todo lo que fueron los ideales de un tiempo, en la decepción de su propia vida. En Agustín, en Montaigne, en Descartes intentando pensar entre las trincheras de su Europa en guerra. Pienso en Marx, acuciado por las deudas, por su salud destruida y por el acoso de los gobiernos, retirándose a una biblioteca a escribir un inmenso libro que comienza por Aristóteles y sigue por las fábricas y los talleres de Manchester; en Benjamin rechazando salir de París a los requerimientos de sus amigos, e intentando acabar su libro de los Pasajes sabiendo que ya nada tenía sentido ante las botas nazis que se acercaban, en Simone Weil escribiendo en su diario en Barcelona y, ya sin fuerzas, en Londres viendo quemarse el mundo, en Wittgenstein escribiendo el Tractatus en las trincheras. No fueron sus actos refugios de la realidad. La realidad desquiciada ya estaba en sus interiores. Fue el pensamiento otra forma de bregar con la crisis allí donde el ruido era menos notorio aunque las fracturas fuesen más profundas.

No son sus mejores versos, en realidad poco más que coplas, los Proverbios y Cantares de Machado, pero en uno de ellos ilumina lo que es el tiempo del pensar en tiempo de crisis: "no extrañéis, dulces amigos,/ que esté mi frente arrugada/ yo vivo en paz con los hombres/ y en guerra con mis entrañas". Pues, al fin y al cabo, no es otro el oficio de la filosofía que hacer interno el conflicto del mundo. Saber que las zanjas que crean los terremotos de la historia pasan también por la subjetividad y fracturan sus suelos. Siempre se piensa contra uno mismo, aunque el texto termine siendo un relato tan enigmático como el del origen de la mercancía. Saber, saberse ya mercancía e intentar explicar las raíces del mal. Comparte la filósofa el mismo sentimiento de incertidumbre que el resto de su barrio, pero ella sabe que si el tiempo presente le concierne es porque hay que cavar dentro de sí para comprender lo que ocurre.

El sentido de la crisis nos corresponde a todos. Son ya décadas de saber que declina una forma de civilización, que declina el capitalismo y el orden del imperio y no parece haber otro horizonte que la niebla. Otros nerones y calígulas, otros idiotas al mando que no son más que el subproducto de la ignorancia, de un poder que se corrompe a la misma velocidad que la sociedad que lo creó. El sentido de la incertidumbre nos daña y si acaso puede que sea aquello que compartimos como sentido común del momento. El sentido de la crisis como crisis del sentido, cuando las palabras parecen haberse desgastado y nos agarramos a su sonido como si los conceptos hubiesen dejado entre los fonemas algunos rastros de significación. No basta, sin embargo, compartir la experiencia de crisis, entonces se hace urgente la skepsis, el mirar con cuidado de los médicos que por ello se llamaron escépticos.

"Es tiempo de actuar, ya no es tiempo de pensar, no podemos perder esta ventana de oportunidad". Cuántas veces he escuchado con estas u otras palabras esta reconvención. Cuántas veces te han dicho que te has instalado en el hotel Abismo mientras contemplas el fin de los tiempos. Cuántos cantos de batalla te han desvelado junto a las sirenas y botes de humo. Incluso cuando tu los elevabas, incluso cuando tu tiempo también era el de los cortes y las barricadas, y te decían, "no te pares, corre", y aun entonces querías perder unos minutos para apuntar tus dudas. Quizás ya sabías que estos minutos ganados a la historia, como los momentos de Proust, como Kafka y Arendt, intentando resistir el viento del pasado y el huracán del futuro, son los tiempos del pensamiento. Instantes en los que se buscan las palabras que faltan, los conceptos que aún no se han formado para dar nombre y sentido a lo que ocurre.

El lenguaje es una ciudad, pensaba Wittgenstein. Cada barrio es diferente y los nombres modulan su significado en cada calle. Hay tiempos en los que la ciudad se incendia y las palabras se elevan como barricadas o se lanzan como proyectiles, en los que las calles se llenan de gritos y se vacían de conversaciones. Entonces, como las mujeres de la limpieza en la mañana, hay que pararse a recoger las cenizas del significado, a recomponer aquellos términos que un día sirvieron para comunicarse, para hacer cosas con ellos. Con esa tristeza de la vieja que trata de enderezar la papelera torcida de la farola delante de su portal.

En esa otra guerra con las entrañas, no menos violenta, la filosofía parece encontrarse con la poesía, esa forma extraña también de buscar significados entre las ruinas. Como ella, como decía Celaya, "cuando ya nada se espera personalmente exaltante",  a veces los pensamientos ofrecen algo al tiempo de todos, esas veces, "se dicen los poemas/ que ensanchan los pulmones de todos cuantos, asfixiados,/ piden ser, piden ritmo,/ piden ley para aquello que sienten excesivo".





domingo, 13 de octubre de 2019

El sentido de la injusticia





La filosofía política trata de la justicia, la práctica política trata del poder. Ambos objetivos pueden acompasarse o no, dependiendo de cuán estrechos sean los lazos que unen la búsqueda de la justicia y la búsqueda del poder. Todos sabemos por experiencia que son lazos frágiles que muchas veces se pervierten produciendo variedades degradadas como son el academicismo en el lado de la teoría política y la corrupción en el lado de la práctica. No pocas veces, estos lazos se adelgazan aún más por lo complicado que es pensar y detectar la injusticia, algo que exige un pensar situado diferente al ejercicio filosófico de reflexionar sobre la justicia.

Desde el punto de vista de las víctimas, no es sencillo tampoco dar el paso que media entre el sufrimiento y la comprensión de estar sufriendo una injusticia.  El sufrimiento puede clavarse en el cuerpo y la mente como una enfermedad crónica sin que las personas y colectivos lleguen a entenderlo como injusticia, algo que refuerza el hecho de que tanto en primera como en tercera persona se tiende a calificar como desventura e incluso como algo natural. Porque, de hecho, muchos sufrimientos son desventura y mala suerte, e incluso procesos naturales. Simone Weil distinguía el estado de desgracia, en que la víctima se considera a sí misma, y es considerada por otros, víctima del destino, y el sufrimiento, en tanto que experiencia que adquiere un sentido, bien porque se acepta la inevitabilidad y se incorpora al relato propio, bien porque se elabora como experiencia de injusticia. En este segundo caso el sufrimiento se convierte en insoportable y en demanda de justicia.

No es fácil dar ese paso entre la vivencia simple y la experiencia compleja. Suelen ocurrir en el intervalo estados emocionales como el rencor y el resentimiento, que muchas posiciones políticas suelen confundir con pasiones políticas, porque tienden a creer que la generalización de las emociones negativas es suficiente para “movilizar a las masas” (en terrible expresión que tantas veces usó la izquierda, como si la mera agregación de personas iracundas constituyese ya un sujeto histórico, pueblo o clase). En estas breves líneas querría esbozar las dificultades teóricas de este paso, que explican en buena medida las dificultades prácticas con las que se encuentran todos los movimientos que luchan por la justicia.

Pensar desde la justicia puede ser cegador, tal como nos enseña una filósofa como Judith Shklar, quien en su libro Los rostros de la injusticia nos recomienda una vía negativa de acercamiento al concepto de justicia: es mejor desarrollar un sentido de la injusticia que teorizar de forma abstracta sobre la justicia. Pensar la justicia como la distribución equitativa de un bien, tal como ha sido el pensamiento mayoritario en la filosofía desde Aristóteles, nos vuelve ciegos. En primer lugar porque no están claros los bienes que han de ser distribuidos, tal como Michael Walzer reprochó a la filosofía liberal en Las esferas de la justicia. Qué sea un bien y qué sea un mal es algo que en buena medida se constituye en la historia en el trabajo de la cultura. Pero, en segundo y más importante lugar, porque, como decía antes, la mayoría de las veces tendemos a ver la desventura de otros como mala suerte y no como producto de la injusticia. Incluidas las víctimas, que en primera persona sufren lo que Miranda Fricker llama injusticia hermenéutica, que es una forma de injusticia epistémica o injusticia en el conocimiento que impide sistémicamente que la víctima pase del estado de desgracia a la comprensión de su daño como una injusticia.

Por ello es tan determinante el desarrollo de un sentido de la injusticia que no es sino una forma avanzada de virtud intelectual que se manifiesta como una sensibilidad especial para captar qué sufrimientos son desventuras y cuáles injusticias.  Judith Shklar se pregunta, como ejemplo, “acaso debemos pensar que ser una mujer es una desgracia, una desventura?” Así clamaba Medea en la obra de Eurípides ante el coro: “ser mujer es la mayor desgracia en el universo” Simone de Beauvoir escribió El segundo sexo precisamente como un ejercicio del sentido de la injusticia, y por ello hemos aprendido tanto de su enseñanza.

Es muy raro considerar el sentido de la injusticia como una virtud intelectual, y en particular como una virtud epistémica. La filosofía y epistemología modernas han sido mayoritariamente individualistas como método y políticamente neutrales, como si la detección de la injusticia no fuese uno de los objetivos más altos del conocimiento. De ahí que en epistemología política debamos denunciar este punto ciego que se produce por una mirada demasiado sesgada hacia la ciencia, que pierde de vista la niebla de la injusticia social.

El sentido de la injusticia exige un componente cognitivo, otro moral y un tercero político. El resultado produce un juicio complejo que podríamos resumir en “esto no tendría que ocurrir así”.  Cognitivamente, exige un examen de la sociedad y de sus posibilidades, de las causas, consecuencias y medios para la transformación del estado de desgracia. Moralmente, exige un sentido del concernimiento: “esto me concierne a mí”. Políticamente, exige un trabajo de transformación social para reparar y abolir ese estado de injusticia.

Que sea un sentido tan complejo, que involucre todos los elementos esenciales de nuestra humanidad, explica el olvido de la filosofía de esta virtud tan esencial en nuestra educación. Como acabo de decir, se debe en parte al embrujo de la actitud científica, que tiende a naturalizar demasiado rápido las situaciones. Cuánta ceguera e insensibilidad habita, por ejemplo, en las facultades de economía y derecho. Pero también en esa actitud elitista de pensar la justicia desde arriba y pensar la moral como “valores”, en vez de aprender a detectar injusticias y daños. Y, claro, en un desprecio de la política que, como Weber enseñó, parece acompañar lo que llamaba la “ciencia como vocación”, en una actitud modernista que se extendió a todas las formas de cultura. Me gustaría repasar el catálogo de competencias que las agencias de calidad de la enseñanza nos obligan a introducir en los diversos niveles y grados de educación. Apostaría mucho a que raramente encontraremos algo así como “desarrollar el sentido y la sensibilidad hacia las injusticias”.  Luego nos quejamos. Corrijo: luego solo  nos quejamos.  





domingo, 6 de octubre de 2019

Greta, Ripley y la epistemología de la resistencia

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Una conjunción contingente de acontecimientos me ha llevado a pensar sobre el sentido de la amenaza como forma de conocimiento y cultura.   El primero fue una intervención de Alberto Murcia en mi Seminario interdisciplinar de Cultura y sociedad digital, donde, contando cómo habían irrumpido los videjuegos en la cultura, recordó que en 1979 se estrenaba el Alien de Ridley Scott, Comentaba Alberto que con esta película triunfaba una modernización del cine de género con sofisticación cultural. Tres años más tarde, Scott estrenaría Blade Runner, otro clásico de película de género convertida en materia de reflexión filosófica. El segundo acontecimiento fue la lectura primero irritada, luego reflexiva de un artículo de Alberto Olmos en El Confidencial sobre Greta Thunberg en el que acusaba a sus padres de permitir que la vida de esta niña se convirtiese en una historia de terror.

La coincidencia improbable de estos dos hechos sin importancia me llevó ayer a  releer un libro que he promocionado mucho y que lo merece: On Film de Stephen Mulhall




No tenía otra forma mejor de celebrar el cuadragésimo aniversario de Alien que leer el profundísimo análisis filosófico que hace de la película Mulhall, profesor de filosofía de Oxford, discípulo de Stanley Cavell y habitual usuario en sus libros de fenomenología cultural de películas y series como material de trabajo. Muchas ideas que expongo más abajo son suyas, por lo que mi entrada de esta semana es casi una cita de su análisis de la película.

El discurso de Greta Thunberg dirigido a los poderosos reunidos en las Naciones Unidas, en el que pronunció las ya virales frases de "¿Cómo os atrevéis?" y "Os estaremos vigilando". Alberto Olmos afirma que el caso de esta niña es una historia de terror y que habría que acusar a sus padres de haber estropeado su infancia. Olmos suele atacar todo lo que suene a militancia, que considera por principio postureo, y en este caso se une a un inmenso coro de críticas ad mulierem contra el personaje de una adolescente de dieciséis años que ha decidido encabezar protestas a lo ancho del mundo. Quizás no repara el periodista y escritor en que en nuestro mundo la adolescencia es una edad complicada en lo emocional, pero no en lo cognitivo. Son muchas las mujeres de esa edad conscientes del mundo en que viven y muchas también las que se adhieren a movimientos de protesta. Pero el caso de Greta tiene un significado mítico que no se nos escapa y que convierte a esta chica en una figura icónica más allá de su caso personal. Es una reencarnación del mito de Casandra, la hija de Príamo castigada por Apolo a que nadie creyese sus aterrorizadas advertencias.

La figura de la teniente Ripley en la nave Nostromo representó en los albores de la revolución tecnológica de los ochenta una figura semejante. Alien se construye sobre las dicotomías que en esos años el posmodernismo propondría abatir como la distinción natura/cultura y la distinción de género. La película comienza (aquí sigo a Mulhall) recorriendo los oscuros pasillos industriales de la nave de transporte hasta que una pantalla de ordenador despierta a los humanos, hasta ese momento prescindibles en el viaje tecnológico. Se van encendiendo las luces e iluminan el un cuarto ocupado por una especie de flor con ataúdes de hibernación de los que van desperezándose como si fuese un segundo nacimiento los miembros de la tripulación, entre los que destacan los personajes de John Hurt y la Sigourney Weaver.

El espacio cósmico y el interior de la nave; la especie depredadora y la vulnerable piel tecnológica que no es inmune a sus ataques; la oposición entre el escepticismo de Ripley y la convicción (y traición) tecnológica de Madre, la computadora y de Ash, el androide, ambos con la misión de capturar a los depredadores para convertirlos en armas de destrucción perfecta. Observa Mulhall cómo el depredador se reproduce en el cuerpo de seres vivos --no tiene una reproducción autónoma-- y lo hace literalmente violando sus cuerpos por sus orificios. John Hurt es impregnado y resulta embarazado del monstruo, que nace matando al hospedador y comienza una vida de destrucción ciega. Ripley es una mujer que aborrece la maternidad y sus estereotipos. La única, como Casandra, que intuye el peligro mortal para la humanidad que comporta el ciego deseo comercial de la Compañía. Sabe que la tecnología no les salvará, por el contrario, el espacio de la nave se convertirá de un espacio protector en una cárcel peligrosa de la que debe escapar en cuanto pueda. Lo que lograrán al final, ella y su gato en la lanzadera Narcissus.

Ni Greta ni Ripley son figuras acogedoras. Su visaje irritado, su empeño en avisar de la amenaza, su alejamiento de los prototipos de mujer, las convierten en seres distantes, sacerdotales, que en su distancia de los mortales, los que habrán de morir por no atender a sus requerimientos, se convierten ellas mismas en monstruos de soledad y rechazo.

José Medina en su imprescindible The Epistemology of Resistance (Epistemologías de la resistencia. Opresión racial y de género, injusticia epistémica e imaginación resistente) habla de estas figuras, casi siempre mujeres que avisan de las cegueras y metacegueras de la cultura. Son seres que distanciándose de su vida cotidiana ("yo tendría que estar en la escuela" dice Greta en su discurso) dan voz a lo que solo es intuido por quienes sufren y que es ignorado por quienes dominan.





Pensamos siempre en el conocimiento bajo la imagen del conocimiento científico, y esta bajo la representación del modelo idealizado que describió Robert K. Merton con su encadenamiento de adjetivos laudatorios: CUDEOS (Comunitarismo, universalismo, desinterés, escepticismo organizado). En Alien, el androide Ash representa esta figura con su falta de emociones, su conocimiento experto y su persistente negativa a reconocer la amenaza. El conocimiento apasionado, comprometido, profético, de la teniente Ripley no encaja en estos límites, pero no por ello deja de ser una contribución a la lucidez epistémica de la humanidad. Medina califica a estas mujeres como heroínas epistémicas, personas que recogen la antorcha del conocimiento que tuvieron los profetas en las sociedades premodernas. Sojourner Truth, Rosa Luxemburgo, Aleksándra Kollontai,... casandras de un tiempo de monstruos.