sábado, 30 de noviembre de 2013

El tiempo en deuda




Preparo para mi curso y para una mesa redonda en El Comercial algunas reflexiones sobre identidades precarias y, buscando materiales, me encuentro con esta magnífica entrada de Jorge Moruno en Público sobre la condición de precariedad. Es al mismo tiempo sencillo y difícil hablar sobre el estado de precariedad como forma de identidad contemporánea. Es sencillo porque la experiencia es inmediata, interna, familiar: becarios, deliverys, call centers, encuestadores, emprecarios, emprendeudores; términos que nos remiten a una población que ya no está "proletarizada" sino directamente expulsada de la condición de ciudadanía. La sociedad de los dos tercios (dos tercios más o menos seguros, un tercio a la intemperie) ha mutado y se ha invertido (un tercio en la seguridad, dos tercios a la intemperie). Es fácil de pensar (no de vivir): solamente hay que estar y ser. Es difícil, sin embargo. Es difícil narrar lo que aún es inenarrable, la condición de precariedad. La precariedad es por sí misma autosocavante, impide hablar sobre ella porque el mismo lenguaje se hace precario y frágil para describir la experiencia de exclusión.

Descubrirse una mañana en precario es lo que le ha ocurrido a la sociedad en la que vivimos. Todo comenzó hace dos décadas como insinuaciones coyunturales, que a veces tenían cierta gracia, como la cosa de que las nuevas tecnologías permitían otra manera de estar en los mercados de trabajo y los mercados sociales. A finales de la década de los noventa Boltansky y Chiapello denunciaron que se trataba de un nuevo espíritu o una nueva forma de capitalismo, basada en la trampa de la flexibilidad y la creatividad como lazo de poder. Todavía durante un tiempo se pensó que aquello de los trabajos en precario era una respuesta a ciertas coyunturas económicas. Aprendimos un poco más tarde que lo que llamaban crisis no lo era. No era un tiempo corto sino tiempo largo, nueva estructura de orden social, económico, cultural.

Durante un tiempo, unos años, algunas capas sociales, sobre todo algunas generaciones tardías, semijubilados, herederos de imaginarios de tiempos de progreso, cambio y luz, creyeron que eran tormentas pasajeras (recuerdo algún imbécil gobernante de hace años que se negaba a usar la palabra "crisis", como si tuviera mal fario. La desgracia es que tenía razón. No era una crisis, era una reestructuración del mundo). Todavía, sobre los restos de un mundo que desaparece, un par de generaciones se aferraron (como hacían muchos judíos en los comienzos del Holocausto) a la esperanza de que no se atreverían, de que aquello era pasajero, de que estaban suficientemente protegidos y que no llegarían a tanto (los mayores nos hacemos viejos (de espíritu), ciegos, egoístas, miedosos). Mirando atrás, con la perspectiva de veinte años, que en la sociedad contemporánea son casi una era geológica, podemos saber ya que los senderos de la historia han tomado curvas no previstas, nuevas direcciones que no habían sido descritas en los relatos de origen de nuestra modernidad.

Aunque es fácil y difícil hablar sobre este nuevo existenciario que llamamos "precariedad", me atrevo a proponer una definición: precariedad es la expropiación del futuro.

Hubo fases del capitalismo (ligadas al contrato de trabajo), donde te expropiaban tu tiempo presente, los movimientos de tu cuerpo, para rendimiento del capital (se llamaba productividad). Desde el taller al fordismo (normalización del gesto productivo), el control de los tiempos presentes se convirtió en fuente de riqueza. No fue suficiente. En tiempos posteriores se expropió el tiempo de descanso. Se llamó la sociedad de consumo: producir mientras se (aparentemente) descansaba. Producir en el juego, en el turismo, en el deporte, en la jubilación anticipada llena de aventuras.

Por fin llegó la expropiación del tiempo futuro: la vida de la humanidad como hipoteca. Gastarse los recursos de generaciones futuras, gastarse el tiempo de atención, gastarse los imaginarios, gastarse los proyectos personales, gastarse las vocaciones, gastarse los hijos, los nietos, los afectos largos, el resentimiento y la esperanza. Gastarse el futuro porque el tiempo futuro era rentable.



domingo, 24 de noviembre de 2013

Últimos días en Babel




Acabo entusiasmado en el aeropuerto Eldorado de Bogotá, de vuelta a Madrid, La construcción de La Torre de Babel de Juan Benet y escribo a vuelapluma estas notas de urgencia mientras espero la llamada al abordaje. Encuentro en ella ciertas respuestas a la constelación de preguntas que me suscita el tema de la agencia colectiva, y en particular la agencia que se propone grandes transformaciones en la historia. Me preocupa la recursiva y paradójica experiencia de haber sido capaces de comenzar a caminar juntos para, a continuación, ser incapaces de dar dos pasos adelante sin retroceder otros tantos. 

En esta pequeña obra JB da un quiebro a la historia bíblica (como haría en varias otras ocasiones) para hablar sin decirlo de asuntos más contemporáneos. Trata aquí de responder a las preguntas que suscita la historia del Génesis. ¿Por qué se proponen construir una torre que llegue hasta el cielo? ¿Por qué se irrita Dios con el proyecto? ¿Por qué fracasa el proyecto y queda abandonado? El librito comienza con un comentario a una de las versiones de La construcción de La Torre de Babel de Brueghel, en donde despieza el cuadro con la mirada de un ingeniero. El pintor ha elegido, según JB, un momento particular de la obra, cuando la autoridad va a inspeccionarla sin notar aún la decadencia próxima y definitiva del proyecto. La mirada del ingeniero nos hace ver con precisión la ruina que se avecina y que el genio del pintor ha documentado con detalle. ¿Por qué esta ruina?, nos pregunta el autor. El mito no es explícito más allá de las dos razones del enfado del dios y del castigo de la disolución del lenguaje original.

Ninguna de las dos, ni aún la suma, son consideradas suficientes para disolver un trabajo que se encuentra en tan avanzado estado. La habilidad que han demostrado hasta ahora los técnicos y trabajadores no tendría que verse afectada, sostiene JB, por la confusión de lenguas. No es difícil encontrar obras que han sido realizadas por cuadrillas de múltiples orígenes y hablas. El problema debe haber radicado más arriba, en el plan, en la organización del trabajo, en defectos del proyecto. Observado con el mimo que JB tiene por los detalles, aparece una progresiva dejadez, un irreversible abandono, una manifiesta incoherencia en la fábrica y en la armonía de la construcción. 

Si JB tiene razón, no se explica entonces la ira divina, que debería haber notado que el proyecto iba a fenecer por su propio desenvolvimiento dañado. ¿Por qué estaba el dios en ese estado de furia que le lleva a destruir lo que había sido una de las características más perfectas de su obra creadora, la unidad de origen y lengua de la raza humana? El mito parece indicar que el deseo de llegar hasta el cielo es lo que habría suscitado quizá el miedo y luego la venganza. Pero es obvio que ni siquiera el relato primitivo podría haber creído que una torre puede llegar hasta el cielo. JB nos sugiere otra respuesta. Habría sido, por el contrario, el deseo de aquel pueblo de traer el cielo a la tierra lo que habría sido considerado como intención blasfema. El dios vengador no permite utopías y la Torre era sin duda una utopía manifiesta en una sociedad que se organizaba en armonía para llevar a cabo una transformación del mundo tan audaz como bella.

El mito de Babel, nos sugiere JB, son en realidad tres mitos: el mito de un lenguaje único originario, el mito de un proyecto técnico extraordinario y, en tercer lugar, el mito de la cólera de un dios que decide una segunda expulsión del paraíso y el castigo de la diversidad a causa de haber buscado la utopía. Los tres mitos son independientes, afirma JB, y tienen diferentes orígenes.


Pero el pintor ya sabe mucho sobre cómo ha discurrido la historia posterior y ha decidido hacer su propia interpretación del mito. Las utopías no fracasan por la diversidad de razas, culturas, géneros o lenguas. Ni siquiera fracasan por la cólera de un dios (mucho menos por la ira de los tienen menos poder). Las utopías fracasan por falta de organización, de coherencia, de voluntad de unidad y armonía. No necesitamos dioses para explicar la estupidez humana. 

domingo, 17 de noviembre de 2013

Las emociones correctas


Mi comentario de la semana pasada sobre el resentimiento me ha hecho ganar algún comentario sobre la contraposición del resentimiento al deseo y la necesidad de justicia.  No diré que no tenga merecido el reproche y que tendría que haber dejado mucho más claro que la senda del resentimiento debe dejar paso a la búsqueda colectiva de justicia. Es cierto, tendría que haberlo hecho, pero hubiera necesitado matizar mucho más de lo que permite el tamaño natural de una entrada. Porque no tengo tan clara la confrontación que subyace a estos reproches: "resentimiento" frente a "deseo de justicia". 

En primer lugar, tengo que confesar mi admiración por las víctimas que son capaces de no sentir resentimiento. Oía hace unos días una declaración del poeta Marcos Ana, el preso político que estuvo más tiempo en las cárceles de Franco que no veía útil el rencor y sí la búsqueda de la justicia. Y no hace mucho tampoco que me estremecía ante la actitud de no resentimiento que mostraba una persona cercana que había sufrido una cruel situación como víctima durante un largo tiempo. Pero esta admiración se refiere a la capacidad de distancia de sí y reflexión que alcanzan algunas personas en situaciones horribles, no a mi consideración sobre el papel cultural e histórico del resentimiento. 

Mi tesis era doble: la primera, sobre la funcionalidad primitiva de ciertas emociones, la segunda, sobre la posibilidad y necesidad de transformarlas en formas culturales creativas. Los dos aspectos van juntos y deben ser evaluados juntos.

El resentimiento es una reacción afectiva y cognitiva a la vez. Aristóteles lo definía como el sentimiento que nos subleva cuando hemos sido objeto de un daño que no merecemos. Y así es. Se trata de una reacción que, sin llegar a formar un juicio justificado y reflexivo, observa algo que le ocurre a uno como "no merecido". Aparece entonces un sentimiento negativo frente a quien o quienes se considera responsables de ese daño. El sentimiento negativo permanece por mucho tiempo, se establece como un lazo fuerte y a la vez negativo. Un poderoso lazo social que no ata, sino todo lo contrario, desteje la pertenencia al mismo grupo, comunidad o sociedad. Permanece, al menos, hasta que la persona dañada se considera reparada y no por un tercer agente, sino por el responsable mismo. 

Hay un aspecto en el resentimiento que tiene ver lejanamente con la justicia, pero muy lejanamente: la percepción del daño. La justicia es algo muy diferente. Hay distintas formas de pensar la justicia, pero en todo caso es un estado producto de una elaboración pública muy compleja que a la vez que busca reparar a las víctimas debe tener en cuenta la necesidad de retejer los lazos sociales y de establecer normas para que no vuelva a suceder lo que ha ocurrido. El concepto retribucionista de justicia (el que nos enseña continuamente Hollywood) es una tremenda equivocación. 

Sobre esta distinción se apoya mi consideración contra la idea de oponer resentimiento y justicia. El resentimiento es una reacción que protege la identidad de la víctima, la justicia, una redistribución de responsabilidades que protege a la sociedad al mismo tiempo que repara el daño en lo posible. No se pueden oponer porque se mueven en trayectorias diferentes. La dinámica de la víctima que siente resentimiento es diferente de la dinámica social que trata de producir la justicia. Admito que el resentimiento no es buen consejero en la reflexión y sin embargo veo con horror la perspectiva de una humanidad en la que hubiese desaparecido la capacidad de rencor y resentimiento (alguna obra de ciencia ficción lo habrá tratado, me imagino).

El resentimiento es la emoción más importante que impide la destrucción de los lazos de pertenencia de la víctima a su comunidad. El cuasi-juicio que implica el "no me merezco esto" supone un logro de nuestra capacidad de perseverar. Implica a la vez reconocer los lazos sociales y sin embargo reclamar el puesto personal en el mundo. Sin resentimiento no habría historia ni Historia, sino olvido continuo, una eterna clausura que nos haría vivir en un continuo presente que disolvería cualquier reclamación de un lugar en el mundo.

El resentimiento puede estar justificado o no. Es cierto. Muchos resentimientos que sufrimos son erróneos, se basan en una percepción incorrecta de lo que ha ocurrido. Por eso necesitamos una elaboración pública, necesitamos comisiones de verdad y necesitamos que la epistemología se inserte en el corazón de las sociedades. 

Y el resentimiento necesita también ser sublimado para no destruir a la víctima convertida en un inacabable recordatorio de su daño. La sublimación es el proceso creativo por el que un sentimiento se convierte en obra. A veces poética, narrativa, a veces reflexiva. La sublimación cultural del resentimiento es la fuente más importante de obras sublimes. No podrían haber sido producidas obras como Las Meninas sin el resentimiento de Velázquez por no haber sido reconocido su valor como pintor. 

El camino de la sublimación y el de la justicia son dos caminos paralelos. En ambos casos la víctima tendrá que ser transformada por el entorno social y por su propia dinámica creativa. Los dos son necesarios. Pero es un error creer que las emociones negativas han de ser suprimidas, que son algo así como un pecado que comete la víctima. Las emociones negativas han producido las transformaciones sociales sociales más positivas de la historia. Son la forma en las que se manifiesta la voluntad de ser. Inhibirlas es un ejercicio de moralina hipócrita, una llamada al conformismo bajo la máscara de la buena voluntad. 

domingo, 10 de noviembre de 2013

La escuela del resentimiento


Hay ocasiones en las que una frase, una cierta acción que observamos, una imagen, levantan la dormida pasión del resentimiento que va más allá de la pura indignación, y aún si no tiene la fuerza e intensidad de la ira, esta conmoción de los estratos afectivos nos sitúa en un estado de desasosiego que no se resuelve en el razonable intervalo en el que lo hacen otras emociones de contenido moral. 

Me ocurre también que llevo pensando hace tiempo en escribir algo sobre la impertinente calificación que el crítico literario Harold Bloom dedica aquí y allá a la corriente de crítica literaria feminista y postcolonial que fue abriéndose paso en los departamentos de literatura americanos en los años ochenta del siglo pasado. Adjetiva a toda esta manera de leer la "escuela del resentimiento". Sostiene Harold Bloom que estas perspectivas son sesgadas y nos impiden apreciar las enseñanzas profundamente humanas de los grandes escritores (Shakespeare entre todos ellos). La escuela del resentimiento deformaría según él la historia de la literatura y sería en buena medida culpable del creciente desprecio hacia las humanidades en la cultura contemporánea. 

La opinión de Bloom está lejos de ser minoritaria como puede apreciar cualquiera que se mueva por estos círculos. Diría que, al contrario, es la posición oficial de los críticos que triunfan en los cuadernos de arte de los grandes periódicos y de quienes obtienen los sillones de las academias. Ciertamente cabría responder al modo de un crítico de la otra orilla que "la ideología como el mal aliento es algo que siempre se achaca al otro". Es un argumento falaz, de la familia del tu quoque, pero no por ello deja de ser ilustrativo aunque no sea convincente. Las frases y juicios de Harold Bloom sin matices, irritados, hirientes, con un presunto sarcasmo, dejan entrever un profundo resentimiento que no es menor que aquél que achacan al adversario. Cito a Bloom porque está muy lejos y no deseo recordar la lista de sus discípulos que llena los blogs y páginas de opinión de los dos o tres periódicos de referencia de estas tierras. Pero no me interesa ahora definir ni defender una posición contraria. Tampoco querría detenerme en los puntos ciegos e ignorancias metaepistémicas que deja entrever. Solo quiero poner de manifiesto la importancia cultural del resentimiento. Y de paso quejarme de su mala prensa y del poco análisis que se hace de él (exceptúo a Javier Moscoso, quien trabaja en un proyecto sobre el tema y cuyos resultados espero con el mayor interés).

No puedo ocuparme aquí de los matices, formas, espacios, tiempos o situaciones en las que se manifiesta el resentimiento. Me importa subrayar la simetría que hay entre resentimiento y confianza. Ambos sentimientos están profundamente ligados a la identidad. De hecho son especulares. El resentimiento es el espejo oscuro de la confianza. Al igual que aquélla, se da en un modo básico que recuerda a la "confianza en el mundo" que nos hace apreciar la vida y nos permite luego desarrollar lazos afectivos de confianza con personas e instituciones. El resentimiento de fondo es la forma en la que se manifiesta la lucha por la identidad. Es ciego, no está dirigido a objetos o personas en concretos. Puede darse en tanto que pertenecemos a etnias, generaciones, géneros, culturas, pero tiene un origen más profundo en la reivindicación de querer ser. Luego está el resentimiento que configura cualquier identidad que se haya ido formando en la resistencia. Aquí aparece como un sentimiento cargado de contenido, de reclamos y de listas de deudas pendientes. 

Sin resentimiento no hay ni cultura ni identidad. Cuando falla la confianza en el mundo solo queda el resentimiento. Pero no es una pasión que deba ser reprimida sino, como la confianza, transfigurada en formas culturales superiores. La moral, sostiene Nietzsche, nace cuando el resentimiento se hace creativo. Y tiene razón. En sus formas elementales, salvajes, poco cultivadas, se manifiesta como paranoias varias, como insoportable forma de ser, como pathos de venganza. En sus formas culturales superiores es, sin más, la filosofía. 

Ha despertado mi resentimiento una foto descubierta por alguien y que rápidamente nos hemos ido pasando los amigos salmantinos y que nos transpora a los fusilamientos de republicanos en las vallas del cementerio de mi ciudad de origen en los primeros días de julio del 36. La ira que uno siente (es una de las poquísimas evidencias gráficas que se preservan) me ha hecho pensar en la forma de resentimiento en la que varias generaciones hemos crecido sin las que no puede entenderse nuestra cultura contemporánea. No me arrepiento. No lo veo negativo. No creo en el perdón como solución de estos sentimientos de fondo. Pero sí estoy convencido que lo terrible puede ser recreado en formas de meta-lucidez que sentimientos como la confianza nunca pueden despertar. Cuando miramos de frente a estas imágenes nuestra lejanía y cercanía con ellas se desdobla y se manifiesta como sentido de la historia, como reclamo de identidad, de memoria y olvido, que no puede resolver esa otra forma de resentimiento creador que llamamos moralina. El resentimiento es una escuela en la que aprendemos a ser. 



lunes, 4 de noviembre de 2013

El dominio de la voluntad


Ascender por la montaña es una actividad que te permite pensar filosóficamente entre resuello y resuello con más claridad que la cómoda silla de tu habitación. Nietzsche dividía a los pensadores entre quienes lo hacen con la cabeza y quienes lo hacen con el culo. Se refería a la posición de pensar. Y, sí, Nietzsche tiene razón. En realidad es difícil no pensar en Nietzsche y nietzscheanamente cuando se sube por un sendero de montaña. Pues te ves a ti mismo pensando en tus fuerzas, mirando arriba para ver lo que queda, dudando de tus fuerzas, sintiendo la tentación de parar y decir: "bueno, hasta aquí hemos llegado". Y entonces reflexionas un poco sobre qué estas haciendo en estos momentos y te das cuenta de que está fallando tu voluntad. Te habías propuesto alcanzar la cumbre y te consuelas con haber llegado a la fuente que te refresca y te ofrece una disculpa ante ti mismo. Te falla la voluntad pero no sabes muy bien de qué estás hablando. Como si tuvieses algún mecanismo averiado, o quizá como si te faltase agua o azúcar en la sangre.

En el Barroco jesuítico la voluntad fue la facultad más visitada por los filósofos y predicadores. Se estaba gestando una cultura del control de las pasiones bajas en favor de las pasiones altas. Para ello se proponían ejercicios de dominio de la voluntad: la austeridad, la contención, la negación de sí. Tiene cierta gracia ahora compartir mesa con alguien del Opus (es corriente en congresos y conferencias) y observar cómo se abstiene frente al vaso de vino, intacto y puro al llegar a los postres. Su espíritu ha quedado fortalecido y ahora puede gozar de otros ocultos placeres superiores. Es una ventana privilegiada al jesuitismo. Los ejercicios espirituales jesuitas (y derivados contemporáneos) nos plantean el problema del dominio de la voluntad. Pero el problema no es dominar la voluntad sino cuál es el dominio, el conjunto de aspectos o fenómenos, o hechos, sobre los que discurre esta forma mental que llamamos voluntad.

Es justamente lo que pensaba subiendo a los Picos de Urbión con una lamentable falta de entrenamiento aunque con entusiasmo de novicio. Pensaba en Nietzsche y los jesuitas para olvidarme de las piedras. Efectivamente, el pensamiento en acción es siempre más lúcido, cuando la experiencia y la reflexión están tan próximas. Comenzó todo porque me vino a la memoria un comentario de mi sargento cuando hacía el servicio militar en alta montaña: "en la montaña los débiles caen, los fuertes tardan un poco más". Lo dijo para consolarnos en una de las subidas, pero no he olvidado nunca estas palabras que Nietzsche habría firmado.

Entendemos la voluntad con la ayuda de metáforas y relatos mecánicos: "fuerza", "dominio", "ejercicio", aproximando el concepto a la experiencia de los entrenamientos deportivos. Con cierta razón, pues en la carrera de resistencia y en los ascensos se prueba paradigmáticamente el estado de la voluntad propia. Pero hay algo que no acaba de encajarme en estas metáforas que, como casi todas las que usamos para entender nuestra mente, aclaran pero también ocultan y confunden. Y, sobre todo, llevan a esta cultura de la auto-negación jesuítica que transvalora el cuidado de si en el dominio de si. Que propone la ascesis ("reglas y prácticas encaminadas a la liberación del espíritu y el logro de la virtud", define la Real Academia) como el camino emancipador.

Confieso mi admiración por esta cultura jesuítica (fui educado en ella) pero también mi radical discrepancia. Es patológicamente heredera de una errónea concepción de nuestra naturaleza y sobre todo de la naturaleza de la voluntad. Hereda la metáfora platónica de la mente como el auriga de nuestras almas. Hereda el dualismo cartesiano y, sobre todo, desarrolla una interesada dicotomía del deseo entre lo alto y lo bajo. Es aquí donde radica el corazón de la transvaloración de la que nos habla Nietzsche. Detrás de la filosofía se oculta una cultura de la caída humana frente a la que él oponía las banderas de la vida.

Me negué a pensar de esta forma mientras subía: no tenía que controlar mi cuerpo, sino lo contrario, dejar que fuera la economía del deseo la que ordenara la acción. Enfrentar el placer de la subida y el dolor muscular, como si fuera un ejercicio de cocina, de expresión de la vida en su florecimiento. Pensar la voluntad como la forma de la vida en un mundo de continua decisión, en un jardín de senderos que se bifurcan donde el cuerpo aprende a convertir los deseos elementales en deseos sofisticados, el alimento en cocina, la urgencia fisiológica en sexualidad gozosa, el miedo y la religión en arte, el resentimiento en acción política. No virtudes de la mente dominando un cuerpo austero sino virtualidades y potencias de un cuerpo que se desenvuelve en una cultura de la riqueza de la vida.