domingo, 29 de marzo de 2020

Ética de la lectura



Escribía en 2016, en una entrada anterior, a propósito del libro de Wayne Booth, Las compañías que elegimos. Una ética de la ficción,  sobre el acto de leer como un acto que tiene un componente moral. Encerrados muchos, como estamos estos días, la lectura puede ser una de las formas de pasar el tiempo, al menos para quienes tienen la suerte de poder dedicarse a ello, pero también una exploración en mundos imaginarios buscando luces para nuestras almas sumidas en la incertidumbre. La moral de la lectura nada tiene que ver con la inclinación a leer libros que tengan un cierto mensaje moral, ni siquiera libros que tenga una cierta altura estética según los cánones del tiempo o de los expertos. Yo leo mucho, voraz y rápidamente, pero la inmensa mayoría de los textos que pasan ante is ojos son libros o artículos profesionales que dependen de lo que estoy estudiando sobre lo que estoy escribiendo. Desgraciadamente no leo mucho, o no leo al menos todo lo que quisiera, de literatura: novela, teatro, poesía, e incluso ensayo literario. Ni siquiera puedo presumir de leer bien. De modo que mis reflexiones son ahora más una entrada de un diario de lamentos que algún consejo extemporáneo a quien lea estas líneas.

El acto de la lectura, sostenía Ricoeur, es la encarnación de un texto en la subjetividad lectora. Se puede leer como un escritor, absorbiendo soluciones a problemas de redacción, empapándose del estilo o incriminando al autor por no escribir como piensa que se debería escribir. Se puede leer como un profesional de la teoría literaria, atendiendo a las formas y elecciones de punto de vista, narrador y estilo literario. Se puede leer como un crítico, interpretando la obra en un contexto cultural al que se va a dirigir para evaluar, hacer entender o simplemente dar noticia de la obra. Y se puede leer como la gran mayoría de los lectores, por incontables razones, entre las que destaca al final el deseo de ser llevado a mundos de ficción y explorar historias de otra gente.

La Nueva Crítica insistió mucho en la desaparición del autor y la preeminencia del texto, en la objetividad que tienen palabras unidas en frases y párrafos. Abominó de quienes buscaban en él claves morales o políticas y no atendían a la objetividad de las oraciones. En el dilema wittgensteiniano entre decir o mostrar, se inclinaron por lo primero abominando incluso, como Anne Banfield de todo subtexto que no sea el expresado en la forma de la frase (Unspeakable sentences. Narration and representation in the language of fiction). La teoría literaria posmoderna se opuso en una escalada de aboliciones, a que existiera tal cosa como una voz y una lectura. Un texto son todos los textos, una lectura todas las lecturas. Todos ellos despreciaron las lecturas ideológicas o morales como formas de interpretar y valorar las obras de ficción.

Tal vez con razón. En una primera instancia la literatura es literatura, es una forma de armar y contar un relato, una historia en algún lugar real o ficticio y por ello la lectura debería primeramente degustar la forma, como la escucha de la música se deleita en la forma que la composición elige para combinar sonidos y silencios. Cierto. Pero no acaba aquí la historia. La literatura que leemos, las películas o series que vemos, no son objetos neutros que pasen por nuestra alma como la lluvia que nos moja sin calar más adentro de la piel. Al menos no todas. Hay, claro, una enorme cantidad de textos e imágenes que consumimos por puro placer de la distracción y que no tienen más efecto que ese. Otras, sin embargo, son agentes formativos con una fuerza que ninguna otra interacción cultural tiene. Los personajes que hemos leído o visto componen una parte íntima de nuestra proyección imaginaria y se van depositando en nuestras vidas formando parte de nuestros yoes imaginarios. No puedo pensar mi adolescencia sin las docenas de veces que releí Stalky & Cia. de Ruyard Kipling, la historia de cuatro amigos en un internado inglés en el que tienen que sobrevivir a la atmósfera de estupidez. Estaba seguro que Kipling lo había escrito para mí. Lo consultaba como un manual de rebeldía tan ingenuo como eficiente para explicarme a mí mismo y orientarme en el presente. Otras lecturas como La madre de Gorki y El extranjero definieron mi entrada en la juventud. Los pensaba más como enigmas que debía de resolver con mi propia vida.  

Más cercano a mi forma de leer literatura, Wayne Booth, alineado con una tradición humanista en teoría literaria, concibe el relato de ficción como un acto comunicativo modelado por las elecciones retóricas del autor. Los instrumentos narrativos que emplea son artificios persuasivos para transmitirnos una mirada moral sobre el mundo, incluso o sobre todo cuando la autora o el autor se proponen no moralizar, como era el caso de Flaubert, quien pese a ello escribió historias que formarían parte de la educación moral de más de un centenar de generaciones, pasadas y futuras.

Ya como profesional de la filosofía, no puedo entenderla sin la ciencia, sin la atención diaria al mundo y, sobre todo, sin la literatura como fuente de experiencia para pensar la historia. Hay una larga tradición de literatura contemporánea con una evidente textura moral. De la generación nacida en los cuarenta, Toni Morrison, J.M. Coetzee, Sebald,.. ; de la generación de los sesenta, David Foster Wallace, cuya parodia de la parodia posmoderna constituye una mirada filosófica profunda, Belén Gopegui, cuyas obras están tan llenas de dilemas morales como las de Camus o Irish Murdoch,  Roberto Bolaño, solo en apariencia posmoderno, incluso Francisco Casavella o Juan Bonilla. La literatura española más contemporánea, la escrita en el siglo XXI o sus albores, producida por los milennials, es sorprendentemente una literatura explícitamente moral. Digo que con sorpresa porque las autoras y autores se han formado en un medio académico posmoderno y nietzscheano de sospecha sistémica contra todo realismo moral, contra la moral en sí misma. Por supuesto la literatura de la crisis: Marta Sanz, Isaac Rosa, Elvira Navarro, Remedios Zafra, María Sánchez o la escritora del momento, Cristina Morales, pero también la que se posiciona en el lado formalista o moral y políticamente escéptico como Alberto Olmos, Patricio Pron o Gonzalo Torner. El siglo XXI está impregnado de relatos de personajes en un mundo del que se han ido los dioses. Diría lo mismo del teatro, especialmente de la obra de Juan Mayorga, filosóficamente impregnada de Benjamin y Brecht, o el expresionismo artaudiano de Angélica Lidell, pero las artes escénicas ya nos conducen a otro lugar, el del acto de puesta en escena, que tiene connotaciones más densas.

Estas obras, que cito solamente porque me son más próximas, son ocasiones para que el alma atraviese un territorio lleno de interpelaciones morales, de zonas nebulosas donde se confunden las conclusiones rápidas, de dilemas que son los de la propia vida. El acto de lectura es ya un acto moral por más que leamos superficial o profesionalmente. Un relato entraña siempre conceptos puestos a funcionar en ubicaciones y tiempos concretos. Son por ello maneras de ordenar el mundo incluso aunque parezcan simples historias, al modo del realismo sucio norteamericano. Es un acto que nos lleva a la zona gris de Primo Levi, un lugar pantanoso y opaco donde las víctimas y victimarios difuminan sus fronteras y donde los personajes te están continuamente interpelando: "¿y tú qué, acaso te piensas mejor que nosotros?" Recuerda Juan Mayorga para explicar la zona gris de Levi, que tanto ha influido en su dramaturgia, el vídeo que circuló hace pocos años por las redes en el que un neonazi pateaba a una persona en un vagón de metro. Hasta aquí la noticia para consumo de las redes polarizadas. Pero al fondo se veía a una persona que escapaba rápidamente de la escena al llegar a la estación. También para ejercicios ideológicos. Más tarde salió la noticia de que aquél chico era un emigrante sin papeles. Aquí empieza la literatura y la interpelación. Este detalle informativo ya es una pregunta dirigida a nuestras convicciones: ¿qué habrías hecho tú en una situación como la suya?

Habituado a un consumo bulímico de textos filosóficos por vocación y devoción, hay ciertos momentos en que mis ojos se distancian y comienzan a leer la filosofía como acto comunicativo literario, como relatos que están hechos de conceptos y no de personajes. En esos momentos, que a veces se alargan a épocas en las que te cuestionas tu trabajo, empiezas a leer moralmente los textos, no por las afirmaciones éticas que contienen o soslayan, sino por la misma moral que expresa la escritura. En los textos filosóficos siempre hay un lector presente: el exiguo lector exigente de la comunidad académica, al que hay que convencer con artes retóricas de la relevancia de algún complejo razonamiento para dar forma a un concepto; la lectora profesional o estudiante menos deformada por la retórica de la escuela respectiva que, sin embargo, lee aquellas palabras demandando luz en el laberinto oscuro de las ideas; aquél lector  que no sabe de jergas  y que ni siquiera es filósofo pero que, como Hume, necesita en ciertos momentos pensar sobre su vida o su entorno y busca allí respuestas a preguntas con las que intenta salir de la banalidad de su vida. Escribir filosofía, leerla, es también, siempre, un acto moral que no es menos exigente que el conceptual y analítico. Decía el wittgensteiniano Stanley Cavell, en un escrito muy autobiográfico, que quien llega a la filosofía como profesión, no como simple medio de vida o de becas, aspira a encontrar un tono ("A pitch of philosophy") que define su expresión y define su carácter, también moral, en la escritura. El tono en filosofía es similar al de la escritura de ficción. Implica una fusión de fondo y forma en la que se manifiesta una cierta moral profunda del acto de escritura, que no es sino una oferta, y del acto de lectura, que no es sino una apropiación. Quizá por ello es tan fácil detectar los elementos retóricos que están orientados, como en literatura, como en arte, a la mera disputa de un puesto en el campo, como explicaba Bourdieu, y que en sí mismos son actos de contenido moral, como lo son las compañas que elegimos. 









domingo, 22 de marzo de 2020

Para leer La peste en días de peste




Es difícil no encontrar citas en La peste que iluminen estos días. Parecería escrito para leer como un diario de la plaga del coronavirus. Pero no, fue escrito, como Albert Camus repitió, como una metáfora muy explícita de la sociedad en los días del fascismo. Si hoy leemos La peste literalmente es porque la equivalencia de guerra y peste se ha instalado ya en nuestra experiencia. Los medios de comunicación repiten “esto es una guerra”, los generales nos califican a todos los ciudadanos como “soldados”, el presidente del Gobierno advierte por la televisión que “no conocemos al enemigo” y la economía adopta formas de economía de guerra. Camus eligió la naturalización y el uso de una metáfora que viene del Génesis para rememorar, reconstruir y dar forma a la experiencia del fascismo que acababa de vivir el mundo, necesitado en esos momentos con urgencia de un relato terapéutico, un psicoanálisis literario porque solo la palabra alcanza a los negros caozos de lo no consciente y logra el exorcismo y el alivio. Muchas décadas después, Sebald elegirá la misma metáfora en La historia natural de la destrucción siguiendo a Walter Benjamin y a Kafka.

La peste tiene mucho en común con El procesoEl castillo La metamorfosis, en las que Kafka acude a lo material de laberintos, espacios perdidos y mutaciones biológicas para hablar de un mundo absurdo. Camus se inspira en Kafka como Sebald en Benjamin.  El estilo lo recuerda en la distancia emocional con la que son narrados los hechos así como la desubicación espaciotemporal, aunque se nombre la ciudad de Orán. Son esta distancia y la atmósfera de lo absurdo lo que hace de La peste una novela tan prolífica filosóficamente como los relatos de Kafka. La naturalización tiene un objetivo distinto al habitual. Mientras el darwinismo social, las metáforas del mercado, las biologizaciones del género y la raza buscan la justificación de lo que pasa, en Kafka, Benjamin y Camus se declara una lucha cósmica contra la creación, contra las fuerzas que por su carácter histórico adquieren la dimensión telúrica de transformaciones de la historia. Piotr Kropotkin, el príncipe anarquista y revolucionario, adoptará la misma estrategia de naturalizar las fuerzas de la luz en El apoyo mutuo, enfrentándose la Darwin y poniendo la cooperación como la energía conductora de la evolución.

La peste es, claro está, un relato de muerte. La mortandad es narrada, sin embargo, con la fría objetividad de los médicos, o más precisamente, con la mirada impávida de los coroneles de estado mayor que dan cuenta de la lista de bajas. Tarrou, el personaje central de la novela junto al médico Rieux, que se desvelará al final como el narrador de la historia, dice en algún momento que lo único que queda es la contabilidad. Camus solamente pierde la objetividad cuando el relato lo necesite, cuando tiene que enfrentarse al discurso del Padre Paneloux que desde su púlpito catedralicio ha declarado la plaga como un castigo de Dios. Camus hace asistir a los personajes centrales, incluido el jesuita, a la terrible agonía y muerte del pequeño hijo de Otho, el juez. Sentimos los temblores del niño, sus gritos, el llanto colectivo de la sala del hospital que, por un tiempo, olvida sus propios dolores para convertirse en un coro de lamentos. Camus necesitaba este desbordamiento emocional como venganza contra el discurso teológico del mal. Una venganza que cumple a continuación condenando a Paneloux a una muerte en soledad y abandono. Los existencialistas sostienen, sostenemos, que el espectáculo de la crueldad y el daño es el argumento definitivo contra las hipótesis teológicas de la Providencia.

Dejando a un lado el espectáculo cósmico de la muerte, el relato ser organiza alrededor de dos polos de opresión y resistencia: el confinamiento y la soledad frente al compromiso y la colaboración sin esperanza ni desmayo en la lucha contra la plaga. El confinamiento, la soledad y la ruptura de los lazos afectivos es el hilo que recorre la novela. Camus, como luchador de la Resistencia, de hecho héroe (dirigió Combat, un periódico clandestino que agrupaba a varias corrientes de la resistencia, una de las funciones más peligrosas en el París ocupado), nos cuenta cómo es la experiencia de la soledad el fétido aire que despide el fascismo cuando ocupa el poder:

Así, pues, lo primero que la peste trajo a nuestros conciudadanos fue el exilio. Y el cronista está persuadido de que puede escribir aquí en nombre de todo lo que él mismo experimentó entonces, puesto que lo experimentó al mismo tiempo que otros muchos de nuestros conciudadanos. Pues era ciertamente un sentimiento de exilio aquel vacío que llevábamos dentro de nosotros, aquella emoción precisa; el deseo irrazonado de volver hacia atrás o, al contrario, de apresurar la marcha del tiempo, eran dos flechas abrasadoras en la memoria. Algunas veces nos abandonábamos a la imaginación y nos poníamos a esperar que sonara el timbre o que se oyera un paso familiar en la escalera y si en esos momentos llegábamos a olvidar que los trenes estaban inmovilizados, si nos arreglábamos para quedarnos en casa a la hora en que normalmente un viajero que viniera en el expreso de la tarde pudiera llegar a nuestro barrio, ciertamente este juego no podía durar. Al fin había siempre un momento en que nos dábamos cuenta de que los trenes no llegaban. Entonces comprendíamos que nuestra separación tenía que durar y que no nos quedaba más remedio que reconciliarnos con el tiempo. Entonces aceptábamos nuestra condición de prisioneros, quedábamos reducidos a nuestro pasado, y si algunos tenían la tentación de vivir en el futuro, tenían que renunciar muy pronto, al menos, en la medida de lo posible, sufriendo finalmente las heridas que la imaginación inflige a los que se confían a ella.

Esta atmósfera de exilio y confinamiento es relatada con un artificio estructural: La peste es ante todo un relato de hombres, varones, en soledad. Las mujeres están ausentes, alejadas por el confinamiento, como a Rieux y Rampert, han abandonado a los protagonistas como al viejo Grand, o no están en su vida, como Tarrou. No es un desliz inconsciente sexista de Camus. Al igual que en Kafka, las mujeres tienen un papel esencial. En Kafka son una existencia alternativa al absurdo, son las depositarias del humor y del amor. También en Camus, aunque por ausencia. En 1946, en el tiempo de redacción de la novela, publicada en 1947, anota en su viaje por Estados Unidos: “Peste: un mundo sin mujeres y por ello irrespirable”.  Mucho más tarde, Klaus Theweleit recogió documentación en la forma de cartas, postales y diarios de los Freikorps, que serían la base del partido Nazi, y reconstruyó su mundo imaginario donde lo femenino es la metáfora de lo decadente. Jonathan Littell en Lo seco y lo húmedo, un libro basado en Male Fantasies de Theweleit, insiste en este elemento estructural del fascismo: lo femenino es lo húmedo, lo que destruye la sociedad, lo que representa el socialismo y el comunismo, los judíos y los homosexuales. Para Camus, como para Kafka, lo femenino es lo que desaparece del mundo cuando llega la destrucción y la barbarie. Es por ello un relato que recuerda a veces al género de las películas del Oeste, en las que, por encima o debajo de la aventura y la violencia, lo que queda al final es una historia de amistad entre varones solitarios. No por ello deja de ser un libro que las mujeres puedan dejar a un lado, como los hombres no deberían dejar de leer Mujercitas. Son relatos de aprendizaje que adquieren una transversalidad transgénero y representan formas existencia y experiencia. Como Bildungsroman, es una historia de hombres que se encuentran en una lucha desesperada y abocada a la derrota y que se comunican a través de sus silencios y sólo momentáneas confesiones.

El otro polo es la decisión de luchar, el compromiso y la implicación como opción en tiempos de desolación. No son héroes. Camus odia esta épica que solo puede esconder autoengaños o mala propaganda. La gente se compromete en los momentos duros porque la situación lo exige. Hay una hermosa expresión inglesa que explica bien esta filosofía antiheroica del compromiso:  "When the going gets tough, the tough get going” que se puede traducir algo así como “cuando las cosas vienen duras, la gente dura se pone en pie”. Es una elección natural de gente normal nada diferente del resto.

La intención del cronista no es dar aquí a estas agrupaciones sanitarias más importancia de la que tuvieron. Es cierto que, en su lugar, muchos de nuestros conciudadanos cederían hoy mismo a la tentación de exagerar el papel que representaron. Pero el cronista está más bien tentado de creer que dando demasiada importancia a las bellas acciones, se tributa un homenaje indirecto y poderoso al mal. Pues se da a entender de ese modo que las bellas acciones sólo tienen tanto valor porque son escasas y que la maldad y la indiferencia son motores mucho más frecuentes en los actos de los hombres. Esta es una idea que el cronista no comparte. El mal que existe en el mundo proviene casi siempre de la ignorancia, y la buena voluntad sin clarividencia puede ocasionar tantos desastres como la maldad. Los hombres son más bien buenos que malos, y, a decir verdad, no es esta la cuestión. Sólo que ignoran, más o menos, y a esto se le llama virtud o vicio, ya que el vicio más desesperado es el vicio de la ignorancia que cree saberlo todo y se autoriza entonces a matar. El alma del que mata es ciega y no hay verdadera bondad ni verdadero amor sin toda la clarividencia posible.  Por esto nuestros equipos sanitarios que se realizaron gracias a Tarrou deben ser juzgados con una satisfacción objetiva. Por esto el cronista no se pondrá a cantar demasiado elocuentemente una voluntad y un heroísmo a los cuales no atribuye más que una importancia razonable. Pero continuará siendo el historiador de los corazones desgarrados y exigentes que la peste hizo de todos nuestros conciudadanos. Los que se dedicaron a los equipos sanitarios no tuvieron gran mérito al hacerlo, pues sabían que era lo único que quedaba, y no decidirse a ello hubiera sido lo increíble. Esos equipos ayudaron a nuestros conciudadanos a entrar en la peste más a fondo y los persuadieron en parte de que, puesto que la enfermedad estaba allí, había que hacer lo necesario para luchar contra ella. Al convertirse la peste en el deber de unos cuantos se la llegó a ver realmente como lo que era, esto es, cosa de todos.

Cada uno de los protagonistas tiene una razón para hacerlo. El médico Rieux sabe que el combate contra la peste es el hilo de una historia interminable:

—Sí —asintió Tarrou—, puedo comprenderlo. Pero las victorias de usted serán siempre provisionales, eso es todo. Rieux pareció ponerse sombrío. —Siempre, ya lo sé. Pero eso no es una razón para dejar de luchar. —No, no es una razón. Pero me imagino, entonces, lo que debe de ser esta peste para usted. —Sí —dijo Rieux—, una interminable derrota. Tarrou se quedó mirando un rato al doctor, después se levantó y fue pesadamente hacia la puerta. Rieux le siguió. Cuando ya estaba junto a él, Tarrou, que iba como mirándose los pies, le dijo: —¿Quién le ha enseñado a usted todo eso, doctor? La respuesta vino inmediatamente. —La miseria."

Tarrou, a su vez, un militante que ha recorrido todas las revoluciones de Europa, desde la España republicana a Hungría, está harto de la muerte y de matar y tiene una razón para su compromiso: “la comprensión”, afirma. Rompert, el periodista que llegó a hacer un reportaje y ha estado intentando escapar para reunirse con su amante, de pronto se descubre lleno de vergüenza por su egoísmo y sabe que no podrá amarla si ha abandonado a una ciudad que ya es suya. Grand, el funcionario, simplemente se une porque es lo natural cuando la circunstancia viene mal. Sabe que su novela, que escribe por las noches para paliar su soledad y el abandono de su esposa, nunca se terminará. Sus fuerzas son limitadas pero su aportación, nos dicen los otros protagonistas, aunque parezca poco importante, ordenar los papeles y las notas del grupo, es imprescindible.

Si Camus naturaliza la lucha contra el fascismo dándole una dimensión cósmica, nos ocurre estos días una experiencia similar: un destino funesto, un accidente biológico se convierte en movilización total de los recursos sociales: afectivos, institucionales, científicos. Socializamos lo telúrico. La estructura semiviva de un ADN perjudicial se convierte en enemigo que nos confina, nos aísla y también nos obliga a reaccionar con la respuesta natural que tantas veces ha repetido la humanidad, que se expresa en la decisión de cooperar contra toda esperanza, contra todo pronóstico de los darwinianos liberales, contra el espectáculo tenebroso de los buitres que sacan provecho económico e ideológico de la peste.  

domingo, 15 de marzo de 2020

Anatomía del desacuerdo





Discutir es una de las manifestaciones más normales de nuestra socialidad, tanto o más que los consensos y vínculos emocionales. Lamentablemente hay poca literatura sobre la lógica y la filosofía de las discusiones, aunque la psicología y sociología se hayan internado ocasionalmente en ese territorio. Del mismo modo que para estudiar el conocimiento es conveniente comenzar por el estudio de la ignorancia, para estudiar la argumentación conviene también comenzar por la discusión.

La teoría nos enseña que el propósito de un debate o una controversia es convencer, mientras que en las disputas y discusiones el fin parece ser vencer al oponente. La lógica y la teoría de la buena argumentación nos enseña modelos ideales en los que las discusiones se presentan como un intercambio de argumentos razonables entre personas sensatas, frías y atentas al contenido y las relaciones lógicas de lo que dice el otro tanto como al cuidado de los argumentos propios. Como seguramente sabrá bien todo el mundo que lea esto, las cosas no son así en la vida cotidiana. Las discusiones reales mezclan razones y emociones, argumentos junto a otros numerosos actos de habla como ironías, sarcasmos, desprecios y calificativos denigratorios referidos a las razones o actitudes del oponente y, ocasionalmente reconciliaciones y acuerdos, o acaso acuerdos sobre el desacuerdo.

¿Por qué discutimos?, ¿por qué lo hacemos tan habitualmente? Si queremos entender la naturaleza humana no deberíamos mirar los ejemplos acartonados de un sobrio simposio de profesores intercambiando sofisticados argumentos sino al discurrir de un día en una familia con adolescentes y quizás con las tensiones externas del trabajo o la falta de él. En vez de la jaula dorada de los zoos académicos deberíamos observar a los animales humanos en libertad, en las selvas y sabanas de la vida cotidiana.

Para responder a estas preguntas debemos preguntarnos primero qué es lo que nos constituye como sujetos y personas, antes que hacerlo sobre la naturaleza racional de la mente humana, Y la respuesta a la pregunta  de qué es lo que nos convierte en sujetos la encontramos en la naturaleza esencialmente dramática del sujeto. Decía Aristóteles en la Poética que nos gustan las tragedias porque son el reflejo de la acción humana. Toda acción, como ha desarrollado Mercedes Rivero en su tesis, es siempre una acción bajo condiciones dramáticas: nos importa conseguir algo, pero aún mucho más nos importa que el otro entienda lo que queremos conseguir, sobre todo cuando nuestro objetivo depende en gran parte de la actitud y decisión del otro. Incluso las más nimias acciones que realizamos en soledad tienen un otro de referencia, aunque sea virtual e indeterminado.

Existimos siempre bajo una condición dramática. Un drama tiene una estructura básica en la que un(a) protagonista y un(a) antagonista se relacionan bajo una condición básica de dependencia mutua: "tu tienes algo que yo deseo". Lo que el sujeto desea puede ser un fin externo que pudiera depender del otro, pero bien pudiera ser un deseo del otro, un deseo del deseo del otro o, más habitualmente, un deseo del reconocimiento del otro del propio estado y legitimidad del deseo. Desde la Fenomenología del espíritu de Hegel a las reflexiones lacanianas, esta estructura dramática nos explica por qué la relación con el otro siempre se realiza bajo condiciones de drama y antagonismo, especialmente cuando el objetivo sea precisamente captar el amor y el vínculo ajeno.




Melanie Klen, la psicoanalista austriaca que comenzó a fijarse en el apego entre madre e hijo antes que la tensión freudiana entre padre e hijo, observó cómo se desarrolla el tronco emocional del bebé bajo una tensión entre amor y miedo a la violencia que surgiría de sí mismo en caso de perder el amor materno. La estructura dramática es siempre a la vez externa e interna. El niño comienza compartiendo sus estados emocionales de alegría o tristeza, pero sobre todo sus miedos a no ser atendido por el otro.

Bajo esta condición de drama, toda acción tiene siempre la forma de una trama de antagonismo: un plan de vida que se desarrolla en una situación concreta, con sus restricciones y particularidades, en donde la consecución de un objetivo genera un plan de vida que debe soslayar el obstáculo que supone la dependencia del otro y de su animosidad, distancia o frágil cercanía.

El modelo básico de la acción humana, como observó bien Hannah Arendt en La condición humana, no es el trabajo, como forma instrumental de acción sino la conversación y la palabra como forma de acción mediada por el intercambio y la tensión de mentes ajenas entre sí pero siempre vinculadas por lazos emocionales de apego, distancia o resentimiento. El niño desarrolla una estructura interna de antagonismo que explica todo lo que los padres observan como contradicciones diarias y cambios de humor en su vida cotidiana, contradicciones y cambios que serán la regla a lo largo de su crecimiento y de su edad de madurez.

Si tomamos la conversación como el modelo básico de drama y acción humanas, entenderemos mejor por qué discutimos habitualmente. Una discusión es un modelo básico de conversación en nuestra relación con otros. Convencer a otros es desear que la mente del otro se adecue a lo que nosotros pensamos o deseamos. Esta transformación de la mente ajena tiene siempre una estructura dialéctica y retórica: movilizamos todos los recursos de los que nos dota nuestra mente estructurada por el lenguaje y la capacidad de leer las mentes ajenas. Movilizamos emociones que despiertan emociones, razones que despiertan razones, seducciones, amenazas, apelaciones al sentido común, meta-análisis de los argumentos del otro, rechazos y desprecios o sonrisas de complicidad y miradas de cariño. Somos (como) actores que recitamos un guión que nadie ha escrito, que se va construyendo en el momento y lo hacemos ante un público fantasmal que está compuesto básicamente por nosotros mismos y por los otros.

Un argumento, explica Liliam Bermejo, es una invitación a razonar. Tiene una estructura retórica muy especial: en el desarrollo de la conversación, invitamos al otro a rebajar la violencia y a cooperar en la compleja tarea de llegar a una conclusión común. Los argumentos son partes ocasionales de una discusión, pero no siempre su centro ni su fábrica estructural. Son recursos que tenemos junto a otros que componen nuestras historias de vida, los planes que trazamos para conseguir los deseos. Esto no invalida los argumentos, al contrario: los eleva a un estatus nuevo, el de la cooperación en la búsqueda de conclusiones. Los argumentos están siempre situados, hay que entenderlos en el marco del contexto conversacional, que es también un contexto dramático y emocional. A veces la situación es  muy densa emocionalmente, otras permite una distancia y, en la mayoría de los casos mezcla distancia y emoción.

La gente que andamos en la filosofía solemos tomar el diálogo socrático como modelo ideal de conversación filosófica y, a su vez, como modelo ideal de interacción humana. Nos fijamos en el Filebo o el Banquete como ideales de drama conversacional.  No es que sea incorrecto, pero deberíamos rebajar mucho este modelo. El diálogo socrático es un drama lleno de artimañas y senderos torcidos trazados por la mente sinuosa de Sócrates, alguien que Nietzsche tenía bien calado. Si queremos observar al animal humano en su territorio libre, más nos valen Cervantes, Calderón y Shakespeare que los ideales platónicos. Es allí donde encontraremos el valor de los argumentos junto a muchos otros componentes rituales de la existencia.
—Qué quieres que infiera, Sancho, de todo lo que has dicho? --dijo don Quijote.--Quiero decir --dijo Sancho- que nos demos a ser santos y alcanzaremos más brevemente la buena fama que pretendemos; y advierta, señor, que ayer o antes de ayer, que, según ha poco, se puede decir desta manera, canonizaron o beatificaron dos frailecitos descalzos, cuyas cadenas de hierro con que ceñían y atormentaban sus cuerpos se tiene ahora a gran ventura el besarlas y tocarlas, y están en más veneración que está, según dije, la espada de Roldán en la armería del Rey, nuestro Señor, que Dios guarde. Así que, señor mío, más vale ser humilde frailecito, de cualquier orden que sea, que valiente y andante caballero; más alcanzan con Dios dos docenas de disciplinas que dos mil lanzadas, ora las den a gigantes, ora a vestiglos o a endriagos.
-Todo eso es así -respondió don Q¡ijote-, pero no todos podemos ser frailes, y muchos son los caminos por donde lleva Dios a los suyos al cielo: religión es la caballería, caballeros santos hay en la gloria.
-Sí -respondió Sancho-, pero yo he oído decir que hay más frailes en el cielo que caballeros andantes.-Eso es -respondió don Quijote- porque es mayor el número de los religiosos que el de los caballeros.
-Muchos son los andantes --dijo Sancho.
-Muchos -respondió don Quijote-, pero pocos los que merecen nombre de caballeros (Cervantes, Don Quijote, Il, 8).

Este hermoso ejemplo de conversación argumental del Quijote, que tomo prestado del Montserrat Bordes, de su libro, Las trampas de Circe. Falacias lógicas y argumentación informal, nos muestra a un Sancho razonable que pretende conceder a Don Quijote la fama que desea, siendo a la vez muy consciente de cuál es la recepción e intelección que domina en su tiempo, a lo que el agudo caballero responde con un sarcasmo evidente sobre cómo se gesta la fama en su tiempo: "es mayor el número de los religiosos que el de los caballeros". Aquí dos personas de tan distinta condición y actitud debaten sobre dos planes de vida alternativos. Hay una discusión de fondo contra la que hay que contrastar el valor de los argumentos en la situación conversacional singular en la que se encuentran.

La sociología y antropología del lenguaje realiza análisis conversacionales grabando discusiones (generalmente voluntarias) de los estudiantes sobre temas propuestos por el observador. No me resultan de mucho valor estas conversaciones porque crean un efecto atmósfera muy particular en la medida en que los sujetos son y se sienten observados por un público ajeno. Deberíamos más bien hacer antropología de las cenas de familiares o de amistad, donde las discusiones saltan a la menor y se convierten en trayectorias erráticas llenas de sabrosos circunloquios de los que deberíamos aprender antes de construir modelos ideales de acción comunicativa.

Como nos enseñó el segundo Wittgenstein, la lógica viene tras la antropología y el estudio de los juegos y maniobras en el lenguaje cotidiano. En las clases de Lógica solemos poner ejemplos de debates basados en controversias ya muy formalizadas, como son las discusiones políticas que tienen una larga historia social y mediática: discusiones sobre el aborto, la independencia catalana o el presunto derecho de paternidad y concepción subrogada. Quizás debiéramos comenzar por proponer temas donde las emociones y argumentos se hagan mucho más personales y obliguen al autoexamen, al examen de las palabras ajenas y, mucho más, a la atención a las tormentas emocionales en el tiempo y el drama de la conversación. Pensemos en un ejemplo de discusión sobre situaciones eróticas planteado como problema de clase: "debatir por parejas sobre el siguiente tema: "¿cuándo es aceptable en un encuentro con otra persona pasar a tener relaciones íntimas?" La apelación a lo personal activa inmediatamente en estas preguntas estrategias reales de ocultación y revelación, de auto y hetero antropología y de cuidado con las palabras que se dicen. Es un ejemplo entre otros. Por supuesto están las discusiones políticas, pero suelen ser, como ya he dicho, bastante aburridas y llenas de expresiones formalizadas donde se dice lo que se espera escuchar. Pero quizás otros ejemplos de la vida cargada de dramas podrían suministrarnos mucha más información sobre la compleja mezcla de dramas internos y externos: "¿cómo dirías a tus padres que no te gusta nada la carrera que has elegido y que no te ves en ella en el futuro?".

Proponer la lógica como una parte de la naturaleza agonal de la condición humana nos lleva a situar la racionalidad en su contexto real de espacios de vida y de tragicomedias cotidianas.




































domingo, 8 de marzo de 2020

Confianza y crisis



Qué extraño es el estado afectivo que llamamos confianza. No existiría ninguna institución, grande o pequeña, sin confianza. La amistad, el amor, las comunidades más elementales, los grandes sistemas sociales, se sostienen y reproducen sobre la confianza. Es el cemento de la fábrica social. Y sin embargo qué vulnerable, frágil y difícil de recomponer cuando se fractura.

La confianza es la emoción contraria a la familia emocional de la ansiedad. Es, para decirlo muy rápidamente, la emoción que despierta el orden de las cosas. La función principal del cerebro humano es anticipar y ordenar al cuerpo prepararse para lo anticipado. El orden de las cosas permite una anticipación fluida y por ello se reacciona con la tranquilidad que produce la confianza, incluso aunque lo que se anticipe sea un esfuerzo, como cuando tenemos que subir unas escaleras.

En el plano primario personal e interpersonal, la confianza la activa el saber que el otro responderá adecuadamente a nuestras expectativas en lo que esté en su mano. Los vínculos afectivos más elementales humanos nacen para generar confianza. El apego, el amor y la amistad son vínculos emocionales que han ido evolucionando para producir estados de confianza, que son los que permiten establecer la compleja organización de tareas que constituyen las sociedades desde sus más elementales estadios como son la reproducción y crianza de los hijos hasta los más complicados como son la división social del trabajo, la economía y la política. Las religiones nacieron para generar confianza incluso bajo las incertidumbres de un mundo lleno de peligros. En el origen de los dioses está el contener el caos e introducir el orden en el mundo. No hay religiones sin algún Génesis que explique cómo se domesticó la fuerza del azar y el desorden. Los estados nacieron a la par que las religiones como promesa de orden, incluso al precio de la opresión y el dominio de castas poderosas de nobles, guerreros y sacerdotes.

La modernidad trajo una inversión de las fuentes de la confianza: allí donde estaba el destino y la Providencia, aparecieron la trama sociotécnica y los estados nuevos basados en el conocimiento y el biopoder. Sobre la superficie del Planeta se generó una capa artificial compuesta de un complejo sociotécnico de artefactos, procesos e instituciones. Cuando Jameson escribió su repetida frase de que es más fácil imaginar el fin del mundo que el fin del capitalismo estaba refiriéndose, probablemente sin ser consciente de ello, a los lazos sociotécnicos producidos por la modernización, tales que parecen sustituir a la Naturaleza en su capacidad de decidir el futuro de las gentes. El orden establecido produce confianza y ello explica nuestras sumisiones voluntarias incluso al precio de los daños y desigualdades que produce este orden.

Tenían razón Marx y luego Schumpeter cuando se referían a la modernidad como una destrucción continua de las viejas formas de orden y la constitución de otras nuevas. No explicaron, sin embargo, que las nuevas formas de orden se asientan sobre redes de relaciones cada vez más complejas que crean nuevas formas de dependencia en varios niveles ontológicos. Mientras que las sociedades premodernas se asentaban en formas de orden híbridos en los que los fuertes lazos sociales se articulaban con las regularidades y contingencias naturales, en las sociedades modernas, los lazos sociales tienen menos importancia que las dependencias sociotécnicas. Entiendo por estas dependencias articulaciones de entornos técnicos y entornos institucionales que median unos con otros.

Lo que llamamos globalización es la forma contemporánea de la corteza sociotécnica que produce los grados de orden que hacen posible un planeta habitado por siete mil setecientos millones de personas. Las dependencias de este complejo orden son a la vez robustas y frágiles. Desde hace décadas se ha instalado a la vez una suerte de ansiedad continua por el riesgo sistémico (lo que se llamó "sociedad del riesgo") y una confianza no menos extendida en que los sistemas sociales encontrarán formas de restaurar el orden en tiempos de crisis. En la variedad humana, encontramos personas y movimientos que se instalan en la ansiedad y el milenarismo y otros extremos que se sitúan en la confianza ciega en el sistema.

Como nos han enseñado quienes estudian estos temas, el caos y la complejidad se encuentran muy cercanos. El caos se define como la sensibilidad (o hipersensibilidad) de un sistema a las condiciones iniciales, algo que suele explicarse con la metáfora del vuelo de la mariposa que produce un huracán. Pequeñas variaciones locales producen enormes perturbaciones en el sistema. Hay sistemas caóticos muy simples, como un péndulo compuesto, y sistemas en el borde del caos muy complejos como los sistemas vivos, los sociales y los sociotécnicos.

Llamamos crisis a las perturbaciones que ponen a prueba la robustez o fragilidad de los sistemas y los sitúan en los bordes de la fractura o, por el contrario, de la recuperación y resiliencia. En las crisis, la confianza comienza a perderse con velocidades epidémicas y en las sociedades se instalan estados de ansiedad e incluso, localmente, de pánico y desesperación. Es entonces cuando se pone a prueba la fábrica misma de lo humano que se sostiene sobre una inusitada capacidad de socialización. En las catástrofes, se descubre lo peor y lo mejor de la especie humana. En algunas zonas emerge la depredación y la violencia, en otras la parálisis que genera el pánico, pero en otras nace la cooperación y la generosidad sin límites. Se descubre también el reservorio de conocimientos y habilidades comunes que reside en las sociedades. Los recursos comunes cognitivos, que cada vez más están siendo apropiados para intereses particulares, se movilizan para responder a las exigencias del momento.

El mundo contemporáneo ha vivido crisis de una proporción enorme. Ha soportado dos guerras mundiales y un número ilimitado de guerras locales, ha visto nacer y desarrollarse crisis económicas generalizadas y cambios radicales en el entorno sociotécnico. No es por ello extraño que modernización y ansiedad sean casi sinónimos, como detectaron tempranamente Simmel y sus discípulos, entre ellos, de forma sobresaliente, Walter Benjamin.

Una apreciación esencial sobre la relación entre confianza y orden es que la confianza es siempre un subproducto. Como en el mal chiste del cojo, que en una situación de pánico grita "no corráis que es peor", la confianza no puede pedirse u ofrecerse, sino que es un resultado no querido de nuestras capacidades de autoorganización. Como el sueño, no viene cuando contamos ovejas sino cuando dejamos de hacerlo. Para producir confianza, lo que hacemos es cambiar el mundo, ordenarlo. Las crisis revelan la pasta de la que estamos hechos: gente que se paraliza y es incapaz de actuar bajo condiciones de ansiedad; gente que convierte la ansiedad en indignación e ira contra todo y gente a la que la ansiedad despierta capacidad de organización, generosidad y control del miedo. La variedad humana es ilimitada, aunque en los malos tiempos deseamos estar cerca de esas personas que son las que, incluso cuando el mundo parece deshacerse, despiertan la confianza. Así nació la política para sustituir a la dominación y al terror al destino.













domingo, 1 de marzo de 2020

Palabras en disputa




Felizmente, hemos ido descubriendo que la dicotomía entre palabras y acciones (o entre discurso y prácticas) no tiene nada que ver con la tensión entre apariencia y realidad o entre políticas simbólicas y políticas reales. Felizmente, insisto, la filosofía ha ayudado a entender por qué las palabras forman parte de la estructura de las sociedades tanto como las fábricas y los bancos. A entender por qué las acciones y prácticas son también transformaciones del discurso y no solo del mundo "real".  Las palabras no son rótulos que se ponen en algo así como cajones donde se almacenan significados. Son acciones en sí mismas: acciones por las que nos organizamos, dividimos, hacemos y deshacemos el mundo.  El modo en que una palabra transforma la realidad desvela las posiciones de poder del enunciador y del enunciatario. ¿Quién puede decir legítimamente "te perdono" y quién debería estar obligado a pedir perdón?

La concepción pragmática del lenguaje no es solamente una filosofía del lenguaje, es también y sobre todo una revolución profunda en filosofía que ayuda a entender cuál ha sido el rol social de la filosofía a lo largo de la historia. Ahora entendemos mucho mejor la idea de hegemonía que aportó Gramsci para siempre al lenguaje de la sociología, la filosofía política y la política en sí. Cuando Gramsci escribió esta palabra en su celda aún no se habían popularizado las palabras de Wittgenstein y Austin. Cerca de un siglo después, sabemos que la hegemonía, que Gramsci definió como la capacidad para establecer el sentido común, el universo de los significados, es una relación de poder que no se dirime ni en los campos de batalla ni en los mercados sino en el discurso. Entendemos también por qué la filosofía y sus practicantes no pueden escapar a la responsabilidad que tienen por su lugar en el frente semántico. Ellas y ellos forman parte de los regimientos de ingeniería de las palabras, como bien definió Gabriel Celaya. Si la poesía inestabiliza las palabras, la filosofía las disputa.

Las palabras definen la vida de los conceptos, que son el modo en que ordenamos, producimos y destruimos el mundo. "Concepto", nos recuerda la etimología, proviene de la unión de dos palabras latinas: "cum" y "capere", y de la raíz indoeuropea "kap" y refiere a unir dos cosas para formar una tercera. Hablamos de "concebir" tanto para pensar como para producir un nuevo ser humano. Las palabras son parte de la concepción de todos los mundos posibles.

Oigamos cuatro palabras como oímos los lejanos sonidos de una inacabable batalla:

VIDA:  Foucault nos explicó que los estados modernos se erigen sobre biopolíticas, sobre el control de los diferentes aspectos de la vida de sus ciudadanos, quienes a partir de la existencia de los estados ven sus vidas registradas, clasificadas, protegidas o dañadas, anticipadas, organizadas. Una parte de las nuevas corrientes de la filosofía política, en particular, las que vienen de Italia, inspiradas tanto por Foucault como por Heidegger, sitúan la vida en el corazón de la concepción política del estado. Luciana Cadahia, una de las jóvenes voces más conspicuas y perspicuas de la filosofía en español, en su libro Mediaciones de lo sensible (FCE, 2017) discute las sutilezas de las filosofía de  Giorgio Agambem y Roberto Espósito en relación con el concepto de biopolítica de Foucault. En los dos filósofos italianos, el significado de los mataderos industriales que fueron los campos de concentración se ubica en el centro de la filosofía política. En las otras trincheras, los movimientos "provida" también sitúan la palabra en el frente contra las políticas de emancipación. Saben bien que hacerse con el significado de "vida" es hacerse con una forma de ordenar la sociedad. La metafísica ecológica, que nace de Spinoza y que hoy encabezan filósofas como Donna Haraway y Rosi Braidotti, convierten la solidaridad de la vida en el horizonte de todas las políticas de transformación de la realidad.

VIOLENCIA: Judith Butler, una filósofa que ha ido expandiendo sus ideas y argumentos desde una controversia interna al feminismo a una concepción general de la sociedad y la política, acaba de reunir varias conferencias en una publicación The force of non-violence (Verso, 2020). En ella nos anima a disputar el término "violencia" y con él las políticas de no violencia que deberían ser parte de la emancipación de las personas y los pueblos. Pues los estados no solamente se definen, como afirmaba Max Weber, por el monopolio de la violencia (legítima) sino también por el monopolio de la semántica del término "violencia". La aplicación del término en las últimas décadas ha servido para calificar como violencia muchas políticas de resistencia plebeya: manifestaciones, asambleas, acciones anti-desahucios, piquetes de huelga, desobediencia civil y hasta canciones rap son calificadas de violencia y aún de terrorismo con el objeto de desarmar las acciones colectivas y disputar la frontera de la no violencia. En la otra trinchera, las mujeres han recorrido un largo camino para calificar de violencia lo que hasta no hace mucho tiempo se consideraba parte de la vida íntima de los matrimonios, para calificar las violaciones (recordemos que la literatura clásica usa términos meliorativos para evitar la palabra) o para hacer visible la violencia que ejerce tantas veces el lenguaje.

LIBERTAD:  Stuart Hall, el recordado filósofo de la Escuela de Birmingham, en El largo camino de la renovación. El thatcherismo y la crisis de la izquierda (Lengua de Trapo, 2018) explica muy bien como el triunfo del neoliberalismo sobre la socialdemocracia se debió en buena medida a la apropiación del término "libertad" para aplicarlo a la posesión de una vivienda y la conversión de los trabajadores en auto-empresarios, organizando así un nuevo sentido común del que no hemos logrado desprendernos, que vacía de contenido todas las políticas de lo común, percibidas como agresiones a la libertad y no como sus condiciones de posibilidad. La expropiación del término "libertad" de una concepción de la vida entendida como relación de dependencia y plan común, asignándola exclusivamente a los individuos y la "familia" (otra palabra en disputa), ha sido la gran victoria neoconservadora en el largo camino que inauguró la Revolución francesa.

CONOCIMIENTO: quienes nos dedicamos a ello, sabemos que el término "epistemología" (la teoría que se ocupa del conocimiento, la ignorancia y la suspensión del juicio cognitivo) ha quedado estigmatizada desde que la filosofía posmoderna renunció a disputar el concepto y a abandonar la referencia a la verdad. Uno de los flacos favores que se han hecho a todos los movimientos que reivindican la memoria de sus sufrimientos y el recuerdo de su experiencia de opresión. La epistemología contemporánea de origen analítico, sin embargo, ha realizado una profunda revolución conceptual al proponer que "conocimiento" habla de capacidades y de agencia sostenida por un poder de determinación del juicio y de la acción. Quizás tarde en calar en un panorama filosófico aún dominado por la abjuración heideggeriana de la epistemología. Observemos, sin embargo, que el régimen de posverdad se ha convertido en uno de los instrumentos más efectivos de dominación y que los estados, otrora monopolios del conocimiento sobre los ciudadanos a través de sus registros de la propiedad, civiles, de la educación y del conocimiento de la salud mental y física, han quedado desbordados por las poderosas plataformas que conocen más sobre nuestras vidas que nosotros mismos.

Si hay alguna falsa falsedad es el extendido dicho de que no hay que embarcarse en disputas de palabras. Siempre hay que embarcarse en disputas de palabra porque son disputas de realidad. Y nadie que pretenda vivir en este disputado campo de la filosofía puede escapar a la responsabilidad por las palabras que usa o calla y por los significados que transmite o contamina.