domingo, 28 de septiembre de 2014

La tentación de Ícaro




En La invención de lo cotidiano (1980), Michel de Certeau nos lleva al World Trade Center  y nos sube a la plataforma desde donde los turistas observaban Nueva York. Después del 11-S la metáfora nos produce tantos escalofríos como lucidez. Sobre todo cuando relata que ha encontrado en el piso 110 un cartel que, como una esfinge, plantea un enigma al peatón transformado por un instante en visionario: "It's hard to be down when you're up" (es duro caer cuando estás arriba). Mas si olvidamos por un instante la terrible literalidad de la imagen, la metáfora expresa con luminosa precisión el drama de quienes se ocupan de la cultura en la teoría o en la práctica:  

"Subir a la cima del World  Trade Center es separarse del dominio de la ciudad. El cuerpo ya no está atado por las calles que lo llevan de un lado a otro según una ley anónima; ni poseído, jugador o pieza del juego, por el rumor de tantas diferencias y por la nerviosidad del tránsito neoyorquino. El que sube allá arriba sale de la masa que lleva y mezcla en sí misma toda identidad de autores o de espectadores. Al estar sobre estas aguas, Ícaro puede ignorar las astucias de Dédalo en móviles laberintos sin término. Su elevación lo transforma en mirón. Lo pone a distancia. Transforma en un texto que se tiene delante de sí, bajo los ojos, el mundo que hechizaba y del cual quedaba "poseído". Permite leerlo, ser un Ojo solar, una mirada de dios. Exaltación de un impulso visual y gnóstico.  Ser sólo este punto vidente es la ficción del conocimiento. ¿Habrá que caer después en el espacio sombrío donde circulan las muchedumbres que, visibles desde lo alto, abajo no ven? Caída de Ícaro."

Conversaba con unos compañeros hace dos días sobre cómo pensar la cultura de nuestro país y cómo intervenir sobre ella. En un cierto momento uno de los participantes, llevado por una inercia de décadas, usó el término "las masas", algo que hizo a todos levantar las cejas y la cabeza y a él arrepentirse inmediatamente, pero ya era tarde pues las palabras dichas no pueden ser borradas como las escritas, y ya todos habíamos sentido el vértigo de quienes se creen estar en las alturas y buscábamos con los ojos y la imaginación alguna sujeción al malestar que nos había invadido. La palabra me vino a la memoria cuando releía este fin de semana el texto de Certeau, donde había ido buscando ayuda para aquél  problema de pensar y hacer.

Se puede pensar la cultura, como la ciudad, desde arriba o desde las calles. La perspectiva importa. Desde arriba, la ciudad es un espacio sobre el que se pueden trazar planes, planos y proyectos de transformación que habrán de modificar la vida de la gente (los arquitectos siempre han soñado con que les dejasen construir una ciudad ex novo. No por casualidad las utopías suelen tener la trama de un proyecto urbano). Desde abajo, la ciudad no es un espacio sino una red infinita de lugares y puntos de vista cambiantes, de cuerpos y de sonidos, de movimientos continuos que nos obligan a reaccionar y a redirigir nuestros pasos. 

Cuando se está en las calles, sostenía Certeau, uno observa la infinitud de tácticas o "artes de hacer" que constituyen lo cotidiano, lo ordinario, el modo en el que la gente soslaya los embates del destino y del poder. "Habitar, cocinar", titula Certeau el segundo volumen de la invención de lo cotidiano. Se encuentra allí una fenomenología del barrio, de la escalera, de la cocina, de los lugares mínimos donde constituimos nuestras identidades, donde nuestros cuerpos emiten señales y símbolos que permiten resituarse a los que nos rodean, saber que todo está bien o, por el contrario, preguntarse qué pasa porque no oímos los pasos de la vecina que tendría que llegar ahora del trabajo. O cuando miramos con descuido el carro de la compra del vecino y sabemos que este fin de semana tendrá familia invitada, y vemos el esfuerzo que ha hecho en la elección de la carne y  la marca del vino, con la intención de que la mesa envíe los mensajes adecuados  que permiten mantener los afectos con la familia o los amigos. 

Al adoptar la perspectiva participante se pierde perspectiva, es verdad. El crítico o activista, ahora miope, tiene que ordenar sus movimientos en distancias cortas, rozarse con los cuerpos y sostener las miradas de la gente, escuchar sus ruidos y palabras, atender a sus intenciones y comprender lo que está implícito en lo que dicen y hacen. Está moviéndose en la niebla de la historia y necesitará tanta cintura como compasión, tanta perseverancia como escepticismo, tanta seguridad como tolerancia. 

Algunas personas creen que la crítica y el cambio de la cultura podrá llevarse a cabo cuando se uno se suba en los ascensores del Museo Reina Sofía y allí, en los salones que la luz de Madrid inunda, con las hermosas vistas sobre los museos y barrios en los que se cuece la alta y la baja cultura de la ciudad, planificar nuevas formas y modos que demuestren a la ciudad que ha llegado un nuevo y más avisado gestor. 

Pero no es cierto. Es en la cola de los supermercados, en las miradas ausentes del metro, en la tediosa vuelta a casa del trabajo, donde se encuentran las claves de cómo la gente usa la cultura para construir su identidad y preservarla del poder. Tácticas furtivas, las consideraba Certeau. Tácticas de apache urbano que nunca puede llegarse a ver desde la altura, emboscado en las sombras de la calle para continuar un día más su existencia. 

Es una de las más curiosas ironías que el libro de Certeau fuese el resultado de un encargo del Gobierno Francés, en las postrimerías de mayo del 68, cuando todo era incertidumbre sobre cómo responder al desafío de la calle. Michel de Certeau y sus colaboradores respondieron con un texto lo más alejado de cualquier informe burocrático. Se permite una crítica irónica de sus maestros Foucault y Bourdieu, a quienes admira y sigue pero considera que miran demasiado arriba, que sus dispositivos, panópticos y habitus pierden la escala de lo cotidiano. Exquisitamente redactada, la obra es una meditación sobre las maneras de hacer, sobre el habitar y cocinar y el vivir en los lugares más que en los espacios. Una llamada a bajar las escaleras y pasear por la ciudad. 


domingo, 21 de septiembre de 2014

La distribución social de las emociones





Comenzó el viernes en un inquietante seminario de Lisa Guenther sobre el presunto humanismo en las ejecuciones mediante inyección letal en Estados Unidos. Una de las drogas que se inyecta a los condenados es un anestésico que tiene como función hacerles perder la conciencia, aunque no son infrecuentes las pifias y la muerte se dilata en una lenta asfixia producida por otro componente. Muchas veces las prisiones no disponen de las sustancias adecuadas, o no son capaces de acertar con las dosis necesarias., pues, a diferencia de otros métodos, en la inyección letal es necesario el conocimiento experto de los médicos para establecer la composición. Un conocimiento distorsionado, que, según su juramento, debería estar orientado a preservar la vida. Se produce aquí también otra distorsión no menos maligna: la del sentimiento de compasión por los otros, que en apariencia estaría presente en el hacer perder la conciencia de lo que está ocurriendo pero que en la realidad es una monstruosa inversión de los afectos, a saber, hacerles perder la conciencia para convertir su persona en cuerpo sobre el que se ejerce la máxima pena.

Todo eso me llevó a pensar en cómo se ordenan socialmente los afectos, las emociones y los estados de ánimo. De todos es sabido que la democracia es ante todo una distribución del poder (y las distintas formas de entender esta afirmación son la base principal de los grandes proyectos políticos). Mas no solo. En una democracia hay otras distribuciones que contribuyen a que la sociedad esté o no bien ordenada. Así, el estado del bienestar es la propuesta de que exista una adecuada redistribución de los bienes, las oportunidades y las posibilidades para que ningún ciudadano quede excluido de lo que consideramos una vida digna, una vida  que se pueda organizar a partir de proyectos de vida decididos autónomamente y no impuestos por los estados carenciales.

Una democracia es también una distribución no autoritaria del conocimiento. A pesar de que generalmente se cree que en la democracia solo cuentan las opiniones y pareceres, y no los saberes, lo cierto es que el conocimiento experto es imprescindible para el funcionamiento de la sociedad. Todas las decisiones centrales en nuestra vida, entre ellas las que afectan al futuro de todas las vidas presentes y futuras exigen conocimiento experto. Un conocimiento que actualmente está distribuido y legitimado por instituciones que nacieron hace dos siglos (las disciplinas), pero que cada vez se encuentran con mayores perplejidades cuando se trata de reunir y organizar a los expertos, pues muchas decisiones contemporáneas nos llevan a cuestionar seriamente quiénes son los expertos que deben tener voz en las deliberaciones, y si acaso nuestro conocimiento lego no es también un conocimiento experto que deba ser llamado a declarar (esta semana ha sido productiva, comenzó con otro seminario sobre este problema impartido por Stephen Turner).

A lo que voy: ¿acaso una democracia no implica también una adecuada distribución y redistribución de los afectos, de las emociones y de los estados de ánimo? Los estados de ánimo son la trama sobre la que se construyen nuestros proyectos, la memoria, la experiencia y la identidad. No es difícil entender por qué una cuestión política central es cómo los distribuimos. Pensemos algunos ejemplos. El primero, la seguridad: la seguridad tiene un componente objetivo (el control del riesgo de daños por accidente o por intención) y un componente subjetivo: el sentimiento de que el riesgo es suficientemente bajo como para que se puedan emprender proyectos a largo plazo. Las políticas conservadoras insisten siempre en la seguridad, pero lo suelen hacer bajo un concepto unilateral. Una discusión seria sobre qué es sentirse a salvo en nuestras sociedades nos lleva inmediatamente al corazón del problema de otras distribuciones. Un segundo ejemplo: la confianza. La confianza es otro de los estados de ánimo sin los que la vida se fractura. Perder la confianza básica en el mundo es lo que llamamos un trauma. La distribución social de la confianza es tan básica en la democracia como lo es la seguridad. Pero su conservación depende de que la sinceridad y la honesta capacidad de cumplir las promesas estén adecuadamente garantizadas. El grado de confianza mide la calidad de una sociedad, en tanto que asociación de humanos. Un tercer ejemplo: la compasión. La compasión organiza nuestra sensibilidad social. En el duelo por la gente que queremos y el dolor por el sufrimiento de los que nos rodean se manifiesta nuestra forma peculiar de socialidad como animales humanos. Hay distribuciones privadas de la compasión, lo que llamamos caridad, y hay distribuciones públicas de compasión, implicadas en nuestro sentido de la justicia. Y también está la cuestión de quiénes merecen la compasión, porque una sociedad fracturada en "nosotros" y "ellos" parece que ordena dicotómicamente la compasión.

Las ideologías que consideran que las emociones y estados de ánimo son cosas privadas, y que lo público no tiene que ocuparse de distribuir adecuadamente tales cosas, no solo se equivocan sino que también originan políticas hipócritas, pues ¿qué es el poder sino una gestión de emociones como el miedo o la confianza? ¿no es acaso la voluntad política también una transformación de los estados de ánimo? En ciertos momentos se encuentra en juego una metamorfosis de los estados de ánimo. La indignación, pongamos por caso algo cercano, puede transformarse en acidia y melancolía o, por el contrario, en constancia, perseverancia y audacia de la voluntad. Estas transformaciones son lo que llamamos historia.












domingo, 14 de septiembre de 2014

La tristeza del coleccionista


















Me ocurre la conjunción no casual de dos lecturas: Austerlitz  de W.G. Sebald (en relectura compulsiva) y la reciente biografía Walter Benjamin: A Critical Life. He ido con asiduidad de la novela a los textos de Benjamin, de los textos de Benjamin a la novela y de todos ellos a la biografía, para comprobar cuánta fidelidad guardaba Sebald a la teoría benjaminiana: el poder de los nombres, el misterio de los objetos, los vestigios del pasado como constancia de la ruina.

Hay tantas cosas de Benjamin en Sebald que las novelas y relatos de este último pueden emplearse como introducción a (o ilustración de) la filosofía del primero. El lento despliegue de las descripciones de Sebald, en largas retahílas que recorren el lugar, que nombran las partes y los todos de las cosas que lo pueblan, que nacen de una atmósfera de nostalgia como la que sentimos al abrir los álbumes en los que la remembranza de lo que fuimos nosotros y fueron los que quisimos nos inunda de melancolía y nos afina la vista sobre los paisajes, los vestidos, la circunstancia, hace que la lectura se demore, en un paso tortuguil como el que se dice tenía Walter Benjamin, como el de los propietarios de tiendas de antigüedades y libros de viejo, como el que llevaban los hermanos Centenera, dos judíos que regentaron durante mi adolescencia una librería de segunda (tercera, cuarta) mano en la Plaza de los Bandos de Salamanca, antes de que lo que habría de ser la sede de la Caja de Ahorros acabara con aquel oscuro cuchitril a donde íbamos a vender los libros de texto y a comprar la literatura que nos pedían en las clases o nos descubrían los compañeros, y que los dos hermanos, renqueantes e inclinados hacia el suelo, nos traían con parsimonia, desde las profundidades de un pasillo que nos atraía en su caótica y umbrosa acumulación de estantes y montones, como si fuera una niebla metafísica que nos detiene y obliga a una tentativa atención a cada paso que damos, porque nada es familiar una vez que el pasado se manifiesta en las cosas que hasta ahora parecían familiares y después de haber sido descritas por el artista se desvelan arcanas, se vuelven herméticas, insondables, fantasmagóricas, pues ya decía Benjamin que el fetichismo de la mercancía no es sino la fantasmagoría de un tiempo, la proyección de las imágenes bajo la forma mágica de algún espectáculo de fascinación que encandila a los paseantes, y que el coleccionista y anticuario preservan como verdaderos testigos críticos del pasado.

Hay tantas cosas de Benjamin en Sebald que nos hallamos dentro de sus textos en el lugar indeterminado de un camino de ida y vuelta entre pensamiento y literatura, entre mirada crítica y descubrimiento poético de un mundo inmediato sobre el que caminábamos sin saber de cómo lo presente no es sino vestigio, de cómo todo paisaje, aún el futurista, testimonia la destrucción y congela el pavor humano, como la estación de ferrocarril de Amberes, donde comienza Austerlitz y que aún suscita el pasmo del viajero que llega a esta ciudad, monumento al modo de vida de la gran burguesía, enriquecida por el comercio y por el imperialismo más atroz, descrito sin piedad en El corazón de las tinieblas por Joseph Conrad, y que ahora parecen ocultar los mármoles modernistas de la estación, figura y ejemplo de la arquitectura industrial y cosmopolita de la burguesía decimonónica, elegida no por azar por Sebald para dar la réplica a los pasajes parisinos de Baudelaire y Benjamin, que nos abre una ventana al mundo desconocido por la academia de la crítica de la cultura popular, de la crítica de la cultura material, no de la superficial queja por el consumismo sino de la indagación epistemológica y metafísica por los objetos que nos constituyen para descubrir en ellos mensajes sobre las trayectorias de identidad que hemos olvidado y que la mirada del coleccionista sabe apreciar al mirar una talla perdida en la sacristía de la aldea, que el párroco ignoraba y que ahora comienza a observar con la codicia de quien descubre un tesoro que tuvo siempre ante la vista y que sólo la voz experta le ha mostrado, en el territorio intermedio de una justicia al horror de la historia y de la compasión por la fascinación que ejercen los objetos, antes o después o durante su existencia como mercancías.




sábado, 6 de septiembre de 2014

El juego del adjetivo




Uno de los trabajos fin de máster que más me han hecho pensar últimamente es un análisis sobre la ideología del éxito (el éxito como ideología) que presenta  Emmanuel Godínez, uno de nuestros inteligentes estudiantes. Se apoya en una abundosa muestra de los tópicos de la publicidad para argumentar sobre el carácter estructural que tienen los conceptos de éxito y fracaso en la economía de la vida contemporánea, no ya en la "Economía", sino en la organización narrativa de las vidas de la gente. Su ingenioso método etnográfico, que recoge numerosos eslóganes, tópicos y figuras del éxito, me convence de que hay un campo enorme aún por arar en el análisis crítico de la cultura contemporánea: el estudio del lenguaje vacío, del lenguaje épico con el que se construyen los discursos que estucan nuestras instituciones.

He elegido una página web al azar. No desvelaremos el perfil de la persona que escribe la entrada del blog. La imaginamos una persona joven (masculina, femenina), recientemente graduada en alguna de las titulaciones del mundo económico (gestión de empresas, comunicación, ...) en una universidad indeterminada del área española o latinoamericana, que está intentando ser "creativa y emprendedora" y ha abierto una página con discursos y manuales de "coaching", liderazgo, espíritu emprendedor, etc., quizá con el objetivo de crear una empresa propia de servicios a la formación de otras empresas, quizá para enriquecer su currículo para ser empleada en el futuro por alguna de estas empresas que proliferan tanto en los tiempos que corren. Extraigo tres párrafos de un texto de longitud media en el que hace un diagnóstico sobre la empresa del presente, sobre nuestro mundo competitivo, sobre cómo crearse un carácter apetecible para la nueva economía: 

Para adaptarnos al cambio, debemos estar siempre preparados, capacitándonos constantemente, para estar actualizados y así dar nuestro valor agregado, ya que con la capacitación adquirimos una actitud proactiva con rapidez, buscando siempre el triunfo, compartiendo las ideas y las verdades, trasmitiendo sabiduría, cultivando valores y principios, diseñando buenas actividades y acciones, disfrutando de nuestro trabajo con alegría, ejecutando trabajos correctos, inspirando confianza, así mismo tener el hábito de leer libros de auto superación, siempre ser perseverantes para lograr el éxito.”

"Hay que dar lo mejor de nosotros, con trabajo y dedicación, así mismo más allá de nuestros conocimientos de la profesión, hay que dar la capacidad de integrarnos, trabajar en equipo, comprometernos con la empresa, ser camiseta, otorgar valor agregado de lo que nos piden, ser flexibles, ponerle actitud, carisma, valores, hábitos, familiaridad con la tecnología, me encanta los retos, llevo alegría a donde voy, me gusta sobresalir, me trazo metas y las cumples, mi actitud mental es positiva, hay que tener en cuenta que nuestro perfil de competencia es demanda en el mercado laboral."

"Para mejorar la competitividad personal, hay que contribuir, innovar, plantear nuevas ideas en la empresa, relacionándolo con propuestas de nuevos productos y/o servicios que brinda la empresa, así mismo hay que estar siempre en capacitaciones, preparándonos para estar siempre listos para el cambio y estar siempre con un nivel de competencia, cabe indicar que al iniciar el día, debemos leer las noticias, para estar siempre informados y actualizados. Sobre todo leer y visualizar los indicadores del país, para sugerir planteamientos y correcciones en bienestar de la empresa, con el criterio de mejorar posiciones en el mercado en que competimos.”


He corregido algunas faltas de ortografía (ya sabemos que la ortografía no es una prioridad formativa), pero mantengo la redacción y puntuación. 

La web es uno de los territorios vírgenes más ricos para la antropología contemporánea. Un lugar maravilloso para el trabajo de campo sobre nuestras identidades en la selva oscura de la globalización y el capitalismo flexible cultural. Aquí tenemos un discurso perfecto, inmejorable, la forma definida de la personalidad a la que, al modo del camarero de Sartre, quiere agarrarse el nuevo espécimen de aspirante a triunfador o de educador para la ciudadanía triunfante. No importa su individualidad, ni sus defectos o virtudes, sus sueños o frustraciones. Su texto ha sido decantado de una indefinida e ilimitada historia de discursos recibidos, que han terminado por crear una suerte de neolengua en la que habita nuestro nativo en el capitalismo cultural. 

Un análisis estadístico de co-ocurrencias léxicas no podría encontrar un racimo mejor de términos, de adjetivos sobre todo, que defina de manera más certera el sujeto vacío que habita el interior de la masa de carne de la que se alimenta el juego económico contemporáneo. El lenguaje se rodea de adjetivos cálidos, positivos, evocadores. El frío de la realidad (la estadística real de los ganadores) podría ser entibiado con este cobertor lingüístico.  Lástima que la sintaxis sea tan traicionera y desvele las entretelas y costuras del discurso. Los verbos y, sobre todo, las conjunciones que articulan esta forma de expresión no pueden ocultar la débil fábrica de esta chapuza ideológica sobre la que nos sostenemos. 

Los becarios de mi departamento de Humanidades están obligados a impartir una asignatura que se llama "Técnicas de expresión oral y escrita" (TEOE), que es recibida con chuflas, desinterés y a veces violencia verbal por muchos alumnos aspirantes a triunfadores en las nuevas escuelas del éxito. Me pregunto si los alumnos que les miran con tanto desdén y desde imaginadas cumbres del éxito sabrán cuán esclavos son del lenguaje. Como si los adjetivos que aprenden en televisión pudieran protegerles de las cadenas que la sintaxis no oculta.