domingo, 23 de diciembre de 2018

El arte de representar el dolor y la vanguardia




Las vanguardias en las artes, y en general en la cultura, se han caracterizado por rasgos como las rupturas formales, por dar mucha más importancia a lo performativo (es decir a la intervención sobre el espectador o lector) que a lo representacional, por cierta vocación provocadora y, en los casos más conscientes y politizados, por la pretensión de romper la barrera entre arte y vida combatiendo la institución "Arte".  Todo ello ha dado lugar a las derivas del arte contemporáneo, que ha generado, y seguirá haciéndolo, múltiples controversias sobre las diferentes líneas, escuelas y valor de las obras. Aunque comenzaré por declarar abiertamente mis convicciones en materia de arte y estética, y desde dónde miro la cultura y arte contemporáneos, mi objetivo es más bien tratar la cuestión de cómo tratar el dolor, el sufrimiento humano y la opresión desde el arte y quizás también desde el pensamiento.

Se plantean dos problemas de carácter diferente: el primero es la vieja controversia sobre el contenido y la forma en arte, sobre cómo el arte puede acercarse a problemas que implican un compromiso moral sin que la obra rebaje sus cualidades artísticas. El segundo ya no es un problema de teoría del arte, sino de ética de la cultura: el de cómo dar testimonio o cómo hablar sobre o desde el dolor y el sufrimiento. También es una cuestión controvertida sobre la que trataré de esbozar mi opinión sin desarrollarla completamente.Comencemos pues por el primer problema:

El arte es, por una parte, una dimensión de toda práctica humana que expresa la sensibilidad hacia aspectos que trascienden lo funcional y cotidiano: la belleza, lo sublime, lo ominoso y perverso, la felicidad de la vida, etc. Todo aquello que nos aboca a nuestra posición de animales que miran asombrados al universo. En este sentido de dimensión de la sensibilidad podemos considerar el término "arte" como un adjetivo que cualifica acciones y obras humanas. En un sentido sustantivo, "arte" refiere a una institución y conjunto de prácticas que progresivamente ha ido heredando una parte (o la totalidad, para mucha gente) del lugar de la religión. La dimensión de lo simbólico, de lo sagrado y el misterio de la existencia, de lo ritual que une a las comunidades y repara los daños del espíritu. Todo este mundo interior y colectivo conformó ancestralmente las prácticas, creencias e instituciones religiosas y fue heredado por la creciente autonomía de las prácticas artísticas que fueron conformando la emergencia moderna de la institución arte.

El arte comparte con la religión el tener un componente intrínseco material: hacer cosas y transformar el espacio, el tiempo, la materia o la palabra para hacer cosas con la mente de los fieles; templos, fiestas,  palabras escritas, imágenes que mueven las almas, objetos sagrados: cálices y altares, ritos que convocan lo sacro y ocasionalmente perdonan o interpelan,... Las religiones tradicionales usaron los componentes materiales para propósitos diversos: el primero, representar lo sagrado, lo cosmogónico, la muerte y renacimiento del mundo o de los dioses, hacer presente el pasado en el ritual colectivo. El segundo, movilizar las pasiones colectivas para restaurar la comunidad. Pasiones de amor y arrepentimiento, de compasión o de indignación con el mal. El tercero es que las religiones entendieron muy bien desde siempre que todo acto ritual, expresivo o doctrina, que toda imagen o palabra, se dirigían a tres dimensiones humanas: la inteligencia y capacidad crítica y reflexiva de los fieles; la afectividad, como capacidad motivacional y creadora de lazos con la comunidad y la divinidad y, por último, la voluntad y agencia. Pues, al fin y al cabo, fueron las religiones las que anticiparon lo que hoy llamamos performatividad: los ritos religiosos son performances que perdonan, consagran o condenan, y siempre interpelan.

El gran arte hereda estos tres componentes activos de la religión. Cuando asistimos a una representación de Hamlet o nos confrontamos con la Pietá de Bellini o el Guernica de Picasso no tenemos la menor duda de que su genio se está dirigiendo a nuestra inteligencia, que nos obliga a un ejercicio de distancia y reflexión; a nuestra empatía y capacidad de ser afectados y resonar emocionalmente y a nuestra agencia y voluntad de nos hace preguntarnos ¿qué soy yo y qué hago yo ante esto? El gran arte es efectivo en las tres direcciones a través de un sabio ejercicio de confluencia de forma y contenido. Lo hace, además, como heredero de la religión que es, mediante un componente ritual que convoca a los estratos más profundos del ser humano. Nunca toma a los espectadores y lectores por tontos, sino que moviliza sus espíritus sin desmovilizar su inteligencia.

En la institución-arte contemporánea, que abarca desde las prácticas artísticas a la inmensa red de editoriales, museos, galerías, teatros, cines, televisiones y medios digitales (y en las derivas de nuestro tiempo), se producen a veces distorsiones de este poder del arte para restaurar la comunidad entre la humanidad y el cosmos. Por supuesto, está la incompetencia, impericia o falta de habilidad técnica, pero no siempre son un pecado mortal del arte. Encontramos grandes artistas que no son genios e incluso artesano en el sentido técnico. Los pecados mortales del arte (que también los encontramos en las religiones) nacen de la subordinación a la institución, de la búsqueda del prestigio y la adhesión del público. El crítico Michael Fried lo ha definido con un término: "teatralidad" o teatralización de la obra.

La teatralización es particularmente dolorosa en la vanguardia. Como decíamos antes, debido a su carácter interpelativo y performativo, es muy fácil ocultar bajo la provocación, la sorpresa o la búsqueda de respuestas emocionales lo que no es sino banalidad y deseos de fama. Hay una sutil pero profunda zanja que separa el arte de la banalidad. Lo malo del mal arte es que nos toma por tontos y, debido a su carácter performativo, nos hace más tontos. Nos aficiona a lo superficial, al modo como las religiones convierten a los fieles en adictos a los rituales.

Vayamos ahora al segundo punto punto que está indisolublemente relacionado con esta frontera del arte y lo banal. Me refiero a la representación del sufrimiento. Los humanos compartimos el dolor, no simplemente lo expresamos. Lo mismo que ocurre con otros afectos y emociones, no es una simple reacción visceral sino un poderoso instrumento de preservación de los lazos de la comunidad. Y del mismo modo que compartimos nuestro sufrimiento, damos testimonio y recordamos el sufrimiento de los otros. Es lo más profundo de nuestra humanidad: nos hace sentir herederos de una larga historia de daños y muertes que hicieron posible nuestra existencia. Con mucha razón proclamaba Walter Benjamin que si el mal triunfa los mismos muertos están en peligro.

El arte comparte con la vida cotidiana, con nuestras conversaciones diarias, y aún con las formas más elevadas de la vida política y social, esta remembranza y testimonio del sufrimiento y el dolor. Pero en todas estas prácticas de expresión y representación hay un peligro que tiene mucho que ver con la banalización que afecta al arte como una de sus enfermedades mortales: también, la teatralización y la conversión de dolor en espectáculo. El arte, el gran arte, trata siempre el dolor humano, sobre todo cuando es expresión personal del propio dolor, con una distancia que busca el equilibrio de la inteligencia, la pasión y la voluntad. Cuando no lo hace deriva en pornografía del sufrimiento, en uso instrumental del daño para el beneficio o la búsqueda de fama, al modo que el mendigo muestra sus laceraciones o amputaciones para conseguir una limosna.

No citaré aquí nombres para no iniciar controversias inútiles, pero no es difícil encontrar en las artes escénicas y performativas ejercicios de banalización y pornografía del sufrimiento en muchas de las obras que se presentan como post-dramáticas o performances, cuando no son más que ejercicios de mendicación de limosnas emocionales usando las propias miserias como si fuesen daños a la humanidad. Grandes escritores como Elfriede Jelinek, Thomas Bernhard, Virginia Wolf, Alexandra Pizarnik, Samuel Beckett o el mismo Gustave Flauvert han dado testimonio de su dolor y sufrimiento sin caer nunca en el desprecio al lector o espectador: siempre han unido el testimonio y la distancia. A veces introduciendo la ironía, otras veces usando la ambigüedad que deja una pregunta en el aire que debe responder el espectador. Tengo que confesar que muchos de los dispositivos contemporáneos me parecen muchas veces ejercicios de banalización. Una representación de una violación no es una violación, pero puede producir un daño doble al crear una pornografía del sufrimiento; una tortura escenificada no es una tortura, pero puede banalizar la tortura; una pequeña herida, grito o provocación en la escena no es lo mismo que la enfermedad, la mutilación o la violencia. Lo que comienza siendo vanguardia termina en espectáculo de hollywoodense o televisivo haciendo un doble daño al arte, haciéndolo banal, y a la gente, haciéndola más tonta.







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