domingo, 7 de marzo de 2021

¿Quién habla por la humanidad?


 


El humanismo está en ruinas. Es una actitud y una línea de pensamiento tan controvertida como difusa y necesitada de adjetivos. Encontramos en la historia humanismos religiosos, socialistas, ateístas, científicos, éticos,... La lista es inacabable y tal vez inacabada. Pues, el humanismo se añade ocasionalmente a otras formas de filosofía o ideologías sociales cuando parte de estas adoptan un deje particular reconocible en sus estilos, temas y aserciones. Su abundancia de adjetivos no es menor que la de sus contradicciones. El humanismo ha sido y será tan contradictorio como la humanidad a la que pretende referirse y a veces tratar de representar.

Aunque rastrearíamos el humanismo hasta las primeras expresiones culturales, lo cierto es que la idea de humanidad ha ido formándose y expandiéndose tardíamente. La Biblia divide al mundo entre el pueblo elegido y los gentiles; los griegos, a pesar de que el término koiné tenía un significado inclusivo, distinguían claramente entre helenos y bárbaros. El lenguaje del "nosotros" y "ellos" ha sido la regla básica de la historia para referirse al género humano. Bajo muchas formas que hoy calificaríamos de identidades. 

Cuando nace y se extiende el humanismo, desde el Renacimiento al romanticismo y la varias formas contemporáneas de utopismo y de existencialismo, lo hace en modalidades distintas que, sin embargo, se caracterizan por dos reclamaciones características:

La primera es la apelación a la humanidad común que hay que reconocer y defender por encima o debajo de las tensiones y, sobre todo, las violencias que nacen de la confrontación identitaria: religiosa, fundamentalmente, nacional, supremacista.

La segunda es la negación a considerar a la humanidad como un género irredento, como una especie nacida en pecado que no podrá salvarse por sí misma a menos que intervenga una voluntad más poderosa, divina o cósmica ("solo un dios podrá salvarnos" afirma el pesimismo). Muchos de los primeros discursos humanistas celebran la raza humana y sus logros, particularmente los culturales.

Ha sido esta coloratura optimista la que ha provocado en la historia formas simétricas, no menos confusas, contradictorias y profusamente adjetivadas de antihumanismo. Partiendo de las grandes religiones, que en su mesianismo presuponen la condición humana como condición caída de ángel o bestia, el antihumanismo ha sido compañero y sombra del humanismo a lo largo de su historia. También es reconocible por sus afirmaciones reiteradas. 

Así, quienes apelan a la humanidad --es la primera y más empleada de las acusaciones-- lo hacen ilegítimamente desde una posición de privilegio y dominación. "Humanismo", se dirá bajo muchas acepciones, es nombre de violencia.

Contra los universalismos y esencialismos, que se detectan sin matices en el humanismo, el antihumanismo predica que la humanidad no tiene esencia ni significado si no es en sus formas sociales y culturales concretas. La humanidad, se dirá, siempre debe ser adjetivada de forma situada y social o culturalmente construida.

En su modalidad reactiva, representada por Nietzsche y Foucault, el antihumanismo postula el abandono del término "hombre", la obsolescencia de lo humano, su ocaso definitivo y quizás un futuro amanecer poshumano. "Demasiado tarde para los dioses, demasiado pronto para el ser", es la condición que cabe definir de los hombres póstumos.

Muchas expresiones de posmodernismo (el posmodernismo es -estos días hay que repetirlo- demasiado variado como para limitarlo a una fórmula) se instalaron en lo fragmentario, que incluía como escolio el abandono de las apelaciones a la humanidad. Es difícil no estar de acuerdo en las ácidas críticas del antihumanismo. En la era del Antropoceno, en el tiempo de declive del patriarcado, del multiculturalismo y de la aparente disolución de la condición proletaria, de las transiciones de género y de la cultura poscolonial, el humanismo en sus formulaciones tradicionales, como poco, se ha desteñido de sus colores tradicionales, cuando no manchado de sangre. 

Cierto, ..., y sin embargo,

La metafísica de los grandes movimientos sociales que aspiran a cambiar el mundo se encuentran ante un dilema autodestructivo. Se ha asumido fácilmente, como uno de tantos tópicos que calan sin ser entendidos la repetida consigna de Lyotard del fin de los grandes relatos. Como si los relatos pequeños tuviesen menos pretensiones. 

Debajo de lo que Lyotard llamaba "grandes relatos" estaba la afirmación de que un cierto movimiento o grupo social, por su propia condición de resistencia y voluntad de cambio no solo representaba los intereses propios sino, de ser satisfechos, el interés colectivo, en donde "colectivo" refería a toda la humanidad. 

El liberalismo burgués no se presentó como ejercicio de su propio interés. Rousseau, Lessing, Kant, y tantos otros que crearon las bases del humanismo romántico liberal revolucionario, lo hicieron apelando al bien común, a la humanidad en su totalidad histórica. Paralelamente, las varias formas de socialismo obrero no presentaron al proletariado como un colectivo de demandas, sino como la clase que, al no tener nada que perder sino sus cadenas, podía emancipar a la humanidad. La letra de la Internacional lo afirma sin reservas: "el género humano es la Internacional".  El feminismo contemporáneo se ha presentado cada vez más como un feminismo del noventa y nueve por ciento, es decir, como un proyecto común que concierne tanto a hombres como mujeres, como una transformación del mundo que haga obsoleta las divisiones de género. En el complejo de pensamientos decoloniales, desde la reivindicación del ubuntu del antisupremacismo surafricano, al existencialismo de Fanon, la apelación a lo común es una constante: hacer visible el color de la piel para que las diferencias desaparezcan.

Wendy Brown ha criticado a las múltiples formas de políticas antihumanistas, fundamentadas en la mera reivindicación de los derechos propios de ser políticas de resentimiento que, por su propia condición son incapaces de proponer alternativas civilizatorias. Ella y Judith Butler son las representantes más perspicuas de un humanismo renacido basado en el reconocimiento de la vulnerabilidad común, de la condición precaria y menesterosa del género humano.

Las críticas antihumanistas no admiten réplica pero no siempre producen convicción. En muchas de las nuevas formas de discurso contemporáneo se introducen sin reparan en ello nuevas formas de universalismo y esencialismo bajo una presunta superación del universalismo y esencialismo alegados en el humanismo. Así, por ejemplo, las apelaciones a la vida, a Gaia incluso, como alternativas al humanismo, a la especie humana depredadora (como si fuese la especie y no sus especímenes capitalistas, por ejemplo). Hegel fue muy consciente de que estas apelaciones son momentos, quizás necesarios, en el desenvolvimiento de una conciencia común. 

Bajo las formas del "somos el noventa y nueve por ciento", las mejores y más necesarias formas de expresiones de clase, género, cultura, etnia, afectividades y corporalidades, civilizaciones sostenibles, expresan por fortuna renovadas modalidades del humanismo, incluso bajo apelaciones de poshumanismo. También en el antihumanismo había un trasfondo religioso no consciente, una apelación al destino, mucho más universalista y peligroso que el humanista. 

Con todos sus peligros y contradicciones, el humanismo es un adjetivo de toda política moralmente aceptable. 



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