sábado, 22 de febrero de 2025

Antes del perdón

 


Me pidieron el lunes pasado en el programa de la SER “Hoy por Hoy”, conducido por Ángels Barceló, que hiciese algunos comentarios a propósito de las dificultades que se tienen para pedir disculpas y perdón, especialmente en casos de mucha relevancia mediática. No se citaron explícitamente estos casos, pero algunos de ellos habían ocupado las pantallas y portadas de los últimas semanas y  esa misma semana (esta) otro caso de acoso sexual volvía a la atención pública. Estas líneas recogen un poco más elaborado lo que pensé y dije en aquella ocasión.

Pedir disculpas y pedir perdón. No creo que sean lo mismo. Pedimos disculpas cuando hemos causado un inconveniente por nuestra torpeza, desidia o por accidente. Ponemos algunas excusas por ello y esperamos que la otra persona las acepte. A veces decimos “perdón” cuando la palabra adecuada era “disculpe”, pero eso no implica que los dos rituales y actos performativos sean equivalentes. John L. Austin, el filósofo británico que pensó y popularizó la idea de “actos de habla”, escribió un ensayo titulado “Un alegato en pro de las excusas” en el que discurre sobre algunas ocasiones de la vida cotidiana en las que se pregunta cuándo hay que pedir disculpas y cuándo no. Así, por ejemplo, si en una velada, quizás en la que el invitado ya ha tomado dos copas, se levanta del sofá y pisa la muñeca en el suelo, es correcto pedir disculpas. Pero si nuestro infortunado personaje pisa el bebé y le fractura un brazo no son disculpas lo que tiene que pedir. En las disculpas está el reconocimiento de un inconveniente. En el perdón hay un daño y lo que está en juego es mucho más serio y afecta a la misma trama de la relación social. “Tendría que haber mirado mejor”, “tendría que haberse dado cuenta”, “no puedo entender que hiciese eso”, “no tiene disculpa”,…, son expresiones cotidianas con las que señalamos ese punto de inflexión entre las disculpas y el perdón.

Los rituales o micro-rituales son actos normativos que reproducen los vínculos sociales o, en su caso, los restauran. Saludar, dar un beso por la mañana a nuestra pareja, preguntar “¿cómo estás?” a nuestros conocidos en el encuentro ocasional o diario en el trabajo, son micro-rituales que hacen saber a la otra persona que “todo está bien entre nosotros”, que el vínculo social no ha sido afectado. No implicarse en ellos cuando habría que hacerlo exige pedir disculpas, no perdón.

¿Cuándo entró el perdón en la historia como un ritual necesario de reparación? Mi amigo (no le olvido) el filólogo norteamericano David Konstan, se hizo esa pregunta e investigó exhaustivamente el mundo clásico y el tardo-romano, de donde salió este luminoso libro: Before Forgiveness: The Origins of a Moral Idea, en el que sostiene que en la Antigüedad no se contemplaba la exigencia de arrepentimiento antes de pedir perdón, sino que el acto similar trataba más bien de apaciguar la ira de la persona afectada, de pedirle olvido o al menos que no respondiese con una venganza esperada. Las oraciones a Jahvé o los ruegos a los poderes terrenales tenían esa esperanza de que el olvido o la generosidad hiciese menos probable o costoso el castigo.

Para bien o para mal, el arrepentimiento y la obligación de pedir perdón es uno de los componentes de la subjetividad moderna, que nace con el cristianismo pero que en realidad es fruto de una transformación de fondo en las pasiones que sostienen el yo de la modernidad. La petición de perdón entraña complejidades intersubjetivas de orden moral y político que articulan (de nuevo, sí, para bien o para mal) la estructura de lo cívico.

El acto de pedir perdón tiene un componente cognitivo, otro emocional y un tercero de orden social y moral. En primer lugar entraña el reconocimiento por parte del ofensor de que ha causado un daño real, no un simple inconveniente, del que es responsable porque tendría que haberse dado cuenta de lo que estaba en juego. Cuando el ofensor o victimario reacciona diciendo o pensando “no es para tanto”, “si te has sentido ofendido, disculpas”, etc., sabemos que hay un déficit cognitivo, una ignorancia voluntaria o estructural que añade un cierto grado de violencia al daño ya causado.

El componente emocional, lo que el catecismo llamaba arrepentimiento, es un ejercicio afectivo que llamamos “vergüenza”, por la que, como ha estudiado mi colega Alba Montes, el yo se siente expuesto, frágil, vulnerable, inferior y todo su ser está afectado por un miedo a ser mirado por la comunidad. El Génesis lo explicaba muy bien con la historia del ocultamiento de Caín después de su crimen. Sentir vergüenza es lo que de forma natural despierta el reconocimiento del daño. Y llamamos “sinvergüenzas” o “desvergonzados” a quienes padecen un déficit emocional y sociópata cuando infligen daño a otros.

El arrepentimiento es la parte sustancial de la fábrica del perdón. Entraña algo más que el reconocimiento y la vergüenza, entraña una transformación moral del yo, una suerte de nueva norma interna que refleja un “nunca más” en el comportamiento. Por eso Hannah Arendt sostenía que el perdón reinicia la historia, porque, en algún sentido bastante literal, implica una transformación del yo del victimario.

El catecismo católico tradicional exigía además “decir los pecados al confesor y cumplir la penitencia”.  Tenía razón Foucault en que esa condición de la emergencia del yo moderno contenía un ejercicio de poder. Pero no tenía razón en dejar su comentario en esta constatación de los cambios de nuestras relaciones. En realidad lo que significa el nuevo discurso del perdón como exigencia moral y política es “decir el daño a la víctima y ante toda la sociedad” y aceptar las consecuencias del acto.

Solo la víctima puede perdonar si considera que las condiciones del mundo, del victimario y de la sociedad han cambiado lo suficiente. En otro caso, su resentimiento le estará avisando de que algo aún no ha restaurado la vida cotidiana. Y la sociedad debe preguntarse si es así o no.

Bajo todas estas condiciones, el perdón, sí, puede retejer, al menos en parte, los lazos fracturados. No entraña olvido, todo lo contrario, exige una vigilancia para que el “nunca más” sea real y permanente. Pero es una condición de socialidad entre personas que mutuamente se reconocen como tales.

Ahora es más fácil responder a la pregunta de ¿por qué es tan difícil pedir perdón? Hay una resistencia explicable a pedir perdón. El yo del victimario necesita una revisión completa de su manera de estar en el mundo, de su propia trayectoria y cambiar hasta un punto bastante hondo su identidad narrativa. Y tiene que pasar vergüenza y sentirse expuesto y frágil. Pocos son lo suficientemente lúcidos y valientes para hacerlo. Prefieren que la historia siga y que sus víctimas sigan siendo unas resentidas y ofendiditas.

Pero hay un nuevo daño en esta incapacidad. Un daño que ya no es solo individual sino colectivo. El no pedir perdón no solo ha roto los lazos implícitos y explícitos con la víctima, ha debilitado también todos los lazos sociales y ha cooperado en la estructura de poder y dominación. El daño a una víctima entraña un daño colectivo pocas veces notado. La víctima sí lo hace, pero no siempre es escuchada.


sábado, 8 de febrero de 2025

El tiempo de los estados

 



El tiempo de la historia

La historia es según Hegel la historia de los estados. Los pueblos sin estado serían pueblos literalmente sin historia. Este relato eurocentrista une varios tiempos: el de la ciudad, el estado y la escritura. Durante miles de años una parte enorme de la humanidad vivió sin los tres componentes, sin que ello fuera óbice para que no desarrollaran estructuras culturales muy complejas y modos de vida social no menos complejos, tal como ha dado cuenta de ello la antropología y cada vez más la arqueología. Y sin embargo parece que la emergencia de los estados sobre las ciudades, apoyado en la memoria colectiva transmitida por la escritura fue un punto de inflexión en la historia en tanto que modificó radicalmente la propia condición humana.

Las condiciones que hicieron posible los estados son diferentes en su naturaleza ontológica. Varias de ellas tienen que ver con la cultura material, desde lo más básico de los materiales que permiten transformar a gran escala el mundo a las herramientas, espacios y prácticas que permiten estas manipulaciones. En este proceso, no determinista ni lineal, fueron centrales el sedentarismo, la domesticación del fuego, plantas y animales, la construcción de aldeas estables, la emergencia de las ciudades y la escritura. La convergencia de estos procesos crea temporalidades unidas a los registros físicos y externalizados en la escritura, modificando con ello las artes de la memoria y las proyecciones del futuro. Otras tienen que ver con el ascenso de grupos violentos que imponen su regla a la sociedad y crean jefaturas militares, monarquías e imperios.

En las afueras de estos relatos, la idea de que hay pueblos sin historia ha calado profundamente en el sentido común contemporáneo. La partición entre lo que aparece en las noticias y lo que aparece en documentales podría ser un índice de qué pueblos siguen aún en el lado de la historia no escrita, de la no historia y en las barranqueras de la clasificación de estados fracasados. El cuento determinista une el origen del estado con los asentamientos estables en ciudades, la agricultura y ganadería que permite alimentar a grandes multitudes hacinadas en espacios contraídos y la superioridad cognitiva que proporcionó la escritura, que hizo posible las leyes estables y las todavía más estables religiones de la palabra. Fuera de estos márgenes el tiempo es un tiempo sin relato ni medida, como si los pueblos que quedan empantanados en esos espacios sufran una suerte de presente continuo, condenados a ciclos sin sentido de pasado ni futuro. Las controversias sobre el origen del estado en el sedentarismo y la agricultura, en sus versiones del materialismo histórico determinista o en las no menos deterministas del culturalismo liberal, se extienden desde la historiografía a la filosofía política del presente. La forma estado en todas sus variantes parece ocupar el espacio completo de la sociedad y la cultura, incluso o sobre todo en las pretensiones neoliberales que prometen menos estado y más mercado, como si no encomendasen en la práctica a un estado cada vez más poderoso el lugar dominante del mercado en la sociedad y en la conversión de espacios de valor de uso en valor de cambio.

La emergencia de la forma estado en relación con las bases materiales de una sociedad con excedentes de producción plantea muchas cuestiones sobre la necesidad, la contingencia y la irreversibilidad de los cambios sociales. Relatos populares con pretensiones omniabarcantes como los de Yuval Harari, Steven Pinker o Jared Diamond han contribuido a reforzar el determinismo histórico, dejando a los azares del clima o las invasiones las únicas vibraciones de una historia conducida por el presunto éxito de los humanos en el conocimiento, la técnica y la moral. Para el materialismo histórico clásico de Marx y Engels, tal como lo presenta en su libro El origen de la familia, la propiedad privada y el Estado, este sería un hecho contingente y no necesario, pero derivado de la formación de núcleos de poder que controlaron los excedentes de producción generados por el desarrollo técnico de la agricultura. La contingencia aquí está matizada por un cierto determinismo tecnológico del que ni Marx ni Engels lograron desprenderse.

Qué difícil es navegar los peligrosos estrechos de la memoria histórica, mucho más turbulentos en las aguas oscuras del pasado lejano

 La domesticación de humanos, plantas y ganado: el domus.

El domus, sostiene Scott (Contra el estado cap 2) es un auténtico nicho ecológico creado por la ingeniería del entorno humana que transforma a todos sus moradores, incluidos los humanos. Es, afirma, una concentración de plantas en campos cultivados, de corrales, de almacenes de grano y semillas, de personas y animales que coevolucionan en interacción inacabable. A este ecosistema acuden comensales no invitados como los gorriones y urracas, ratas y ratones, junto con los parásitos que traen consigo los otros animales: pulgas, piojos, garrapatas, ácaros, mosquitos. Se modifica radicalmente el entorno suprimiendo los competidores y depredadores de los seres domesticados, haciendo por ello que estos dependan en delante de los cuidados agrícolas y ganaderos. Se modifican las conductas: los animales fácilmente domesticables, que ya eran de por sí gregarios, ahora se amansan y pierden capacidades de supervivencia. Los humanos, por su parte, transforman sus cuerpos a través de nuevas rutinas de trabajo que modifican y especializan sus sistemas motores, su percepción, su sensibilidad.

Con su estilo característico, lúcido casi siempre, con algunos tópicos también, Lewis Mumford[1] escribe sobre los orígenes de la ciudad. Asocia la aldea a una concurrencia de técnicas que él califica de femeninas, asociadas a lo sedentario, al cuidado, a la construcción de recipientes, frente a las herramientas móviles de cazadores y recolectores. Sin duda con tanta fantasía como erudición considera que la ciudad nace de la aldea, básicamente de dominio femenino, cuando se mezclan las artes masculinas del poder y la violencia con los entornos conservativos de la aldea.

En la aldea es tan importante lo ritual como lo instrumental y funcional. Están en germen, afirma, todas las instituciones de la ciudad: los centros sagrados y los alrededores profanos, el dentro y el fuera, los nuevos ritmos y trabajos que impone el sedentarismo y la agricultura y ganadería.  Pero no hay un camino único de la aldea a la ciudad ni de esta a los estados jerárquicos.

La ciudad es algo más que una aldea extendida. Significó una reestructuración de los espacios y tiempos, espacios públicos del poder político, militar y religioso, murallas que definen el espacio de seguridad, calles, plazas y zonas comerciales y de producción artesana, caminos de comunicación con otras ciudades y puertos, aparición de la división social del trabajo.

La controversia sobre el origen del estado y el determinismo,

De entre las diversas formas sociales que se producen en el Neolítico, en la transición de cazadores recolectores a agricultores y ganaderos sedentarios (una transición zigzagueante, con idas y venidas, rectas y revueltas), una de las que se convirtió en la trayectoria ideológicamente dominante de la historia fue la del estado, muy relacionada, aunque no en forma determinista, con la posesión privada de bienes, tierras y ganado. La construcción de espacios arquitectónicos permanentes permitió el control del futuro mediante la acumulación, la deuda y otras formas en que se manifestó el poder. Friedrich Engels en su (1884) El origen de la familia, la propiedad privada y el Estado se apoya en las investigaciones de Lewis H. Morgan (La sociedad primitiva) para enlazar estas tres formas sociales en un proceso de realimentación. En este tema se trata de examinar la hipótesis bastante determinista que une las condiciones materiales del sedentarismo, la domesticación de vegetales y animales (agricultura) y el origen de las primeras ciudades en el Neolítico con la emergencia de estos tres elementos tan centrales en la historia humana que, por otro lado, están en profunda relación con el origen de la escritura, la religión y la ciencia y, en general de la cultura escrita. Según Engels, el patriarcalismo sucede al matriarcado en las sociedades primitivas, la propiedad a las formas de bienes en común y el estado a la organización de clanes. ¿Cuáles son las condiciones materiales que hicieron posible la emergencia de los estados?, ¿fue un proceso necesario o, por el contrario, una de las posibles trayectorias históricas?

El sociólogo Charles Tilly[2] une los procesos de urbanización, las dinámicas de acción colectiva y la formación de los estados en un mismo proceso: “Desde hace más de cinco mil años, los Estados son las organizaciones más grandes y poderosas del mundo. Definamos los Estados como organizaciones coercitivas
que se distinguen de los hogares y los grupos de parentesco y ejercen una clara prioridad en algunos aspectos sobre todas las demás organizaciones dentro de
territorios sustanciales. El término incluye, por tanto, las ciudades-estado, los imperios, las teocracias y los estados y muchas otras formas de gobierno, pero excluye tribus, linajes, empresas e iglesias como tales.” (p. 1). Son formas sociales cuyas actividades incluyen la violencia y la guerra contra sus rivales de dentro de su territorio o los enemigos externos, la expropiación de los medios que permiten esta violencia, la instauración de formas de ordenen la distribución de recursos y bienes a los miembros de la población y el control de la producción de bienes y servicios.

La controversia sobre el origen de los estados tiene una dimensión histórica pero también filosófica y política: ¿fue un proceso político necesario?, ¿fue voluntario o producto de la violencia de clase?, ¿fue un proceso cultural determinado por la domesticación de vegetales y animales, el sedentarismo y la agrupación de grandes cantidades de personas en un mismo territorio bajo la forma ciudad?, ¿estuvo relacionado con otras técnicas junto a la domesticación y selección, como el dominio de la arquitectura del barro y la construcción con mortero, la alfarería y la cerámica. Es una controversia en la que se entrecruzan varios temas y procesos: (1) el tipo de suelo del territorio donde se asientan los estados, bueno para el cultivo de cereales pero no tan generoso que permita que la población mantenga un régimen de cazadores, recolectores y ocasionales granjeros y ganaderos, no interesada en mejorar las plantas y animales, o tan poco generoso que obligue a un nomadismo permanente y a un control cuidadoso del tamaño de la población. (2) ¿Cómo llegó a preferirse la acumulación de gentes en el escaso terreno de una ciudad frente a la vivienda dispersa? Parece una cuestión de balance entre el miedo a invasiones de enemigos o miedo a las epidemias y enfermedades que conllevan las ciudades abarrotadas. (3) La invención de la escritura (ideográfica o alfabética), que registra eventos y nombres del poder y permite contabilizar deudas y granos almacenados o anticipaciones de cambios estacionales. (4) Surgimiento de una primitiva división social del trabajo en sectores primario, secundario y terciario.

La concepción tradicional es que estos fenómenos están relacionados por alguna suerte de necesidad histórica. Frente a esta concepción, James C. Scott y David Graeber[3] argumentan a favor de la contingencia histórica en la formación de estados. Razonan que los estados primeros fueron frágiles y efímeros a causa de las epidemias y enfermedades derivadas de la superpoblación, que se sostienen solo sobre la obligación de pertenencia basada en la violencia sobre los súbditos y que su base material es la agricultura cerealística, que permite la conversión del grano en una mercancía susceptible de ser usada para imponer impuestos y generar deudas estructurales en la población. Scott argumenta que el sedentarismo y la domesticación no fueron necesariamente juntos, sino que hubo asentamientos sin domesticación. Por su parte, Graeber y Wengrow critican también la concepción lineal y de progreso en la historia, tal como la defienden autores tan populares como Francis Fukuyama, Jared Diamond, Steven Pinker y Yuval Noah Harari, y afirma que el registro arqueológico permite observar que muchos asentamientos y formas sociales basadas en la ciudad no condujeron a la forma estado, como por ejemplo las sociedades olmeca, inca, maya, China en la dinastía Shang o el Egipto antiguo, entendiendo que el estado es el monopolio de la violencia, la burocracia y la información y la legitimidad de la autoridad.

La controversia se extiende desde la formación de los estados, una cuestión principalmente política, o sobre el lugar de la política en la historia, a la civilización, o el lugar de la cultura, especialmente de la cultura material en el desarrollo histórico de la humanidad.



[1] Mumford, Lewis (1961) La ciudad en la historia. Trad. Enrique L. Revol, Logroño: Pepitas de Calabaza

[2] Tilly, Charles (1992) Coertion, Capital, and the European States 990-1992, Oxford: Blackwell.

[3] Scott, James C. (2022) Contra el estado.  Una historia de las civilizaciones del Oriente Próximo antiguo, trad Antonio Cabo, José Riello, Ricardo Dorado,  Madrid: Trotta; Graeber, David, Wengrow, David (2021) El amanecer de todo. Una nueva historia de la humanidad, trad. Joan Andreano, Barcelona: Planeta, Wengrow, David (2020) What Makes Civilization? The Ancient Near East and the Future of  the West, Oxford: Oxford University Press.


sábado, 1 de febrero de 2025

Filosofía del presente

 



Casi todos los problemas filosóficos (casi todos los problemas humanos) contienen el tiempo en su núcleo interior. Hay tiempo porque la realidad es dinámica, como el río de Heráclito, porque hay cambio y transformación continua. El tiempo es el producto de estos cambios: hay tiempo porque hay mutación y causas y efectos. El tiempo es lo que nos indica la velocidad de estos cambios y su longitud. La heterogeneidad de los tiempos, su topología diversa es lo que convierte al presente en un tiempo denso. 

Hace trece mil quinientos millones de años empezó todo esto, el universo en que vivimos. Hace cuatro mil quinientos millones de años, el polvo de las estrellas construyó nuestra casa, el planeta Tierra, cerca de una estrella de mediana magnitud y media vida. Hace tres mil quinientos millones de años, la química del carbono construyó moléculas complejas, los aminoácidos, que se unieron en cadenas autorreproductivas y autocatalíticas, y crearon membranas para aislarse parcialmente del exterior. Así apareció la vida en las formas elementales de las arqueobacterias. Comenzó la larga historia del árbol de la vida en la zona crítica de la litosfera, respirando la nueva atmósfera de oxígeno que habían producido las bacterias anaerobias. 

Hace un millón y medio de años, en el Pleistoceno, el Homo ergaster, dotado de un cuerpo capaz de caminar erguido, con un cerebro mayor que otros homininos de los que descendía y escindido bicameralmente para que el lado izquierdo prestase atención a los detalles y su lado derecho comprendiese la trama de las cosas, talló bifaces con un trabajo cuidadoso y planificado, domesticó el fuego que aterrorizaba a los demas animales y creó espacios de intimidad a su alrededor, haciendo posible la explotación cultural de tres habilidades: la técnica, los lazos sociales y la comunicación compleja. Hace ciento cincuenta mil años Homo sapiens comenzó a colonizar el Planeta, dotado ya de técnicas de segundo orden (instrumentos para hacer instrumentos), estructuras de socialidad complejas (parentesco) y lenguaje articulado. Hace cuarenta y cinco mil años los grupos humanos crearon los símbolos externos: imágenes y signos que acumularon materialmente en las cuevas y las pieles la memoria del grupo.

 Hace catorce mil años domesticaron animales y plantas y comenzaron a intervenir activamente en la selección natural como nuevos agentes, modificando las especies y el suelo que las alimentaba. Hace cuatro mil años levantaron ciudades, escribieron leyes, constituyeron estados y establecieron clases, castas y violencia dominadora de hombres y mujeres. Hace trescientos años desarrollaron las tecnologías complejas del control de la energía fósil y de la producción de metales, especialmente acero, aglomerantes como el cemento y establecieron nuevos estratos geológicos en el Planeta en formas de ciudades, campos cultivados y redes de comunicación. 

Hace cien años modificaron el ciclo estable del carbono y sus emisiones comenzaron a producir un cambio en la temperatura media de la superficie terrestre. Hace cincuenta años desarrollaron el control de los campos electromagnéticos y crearon las memorias y los procesamientos electrónicos. 

Para decirlo rápidamente: el presente es tiempo congelado. Nuestros cuerpos, la carne y la mente, son depósitos de tiempo, documentos de naturaleza y de cultura, de evolución y de barbarie. Nuestro cuerpo es un documento de todos esos cambios. Contiene toda la sabiduría de la humanidad y todas las cicatrices de su violencia irracional. El tiempo de vida de la especie es finito, limitado, corto comparado con la vida de los árboles, largo comparado con otras especies animales, suficiente para crear estructuras estables autorreproductivas como los valores, las costumbres, los rituales, las instituciones. 

Y el poder. El poder es la capacidad de emplear el tiempo de los otros para los propios beneficios. Aprovechar sus ciclos de trabajo y descanso para producir mercancías convertibles en esa forma abstracta de poder que es el capital. Aprovechar los tiempos de sus sentimientos para inducir el miedo continuo a la violencia y crear la sumisión. 

Y la fe. La fe es la fuerza de la resistencia. El poder del presente donde se hace el pasado testimonio y el futuro objeto de proyectos e imaginaciones. Es el poder del cuerpo y la mente, en conjunción con otros cuerpos y mentes, con sus confabulaciones (relatos en común) y conspiraciones (respirando en común) y sus valore y compromisos compartidos, que se hace fuerza transformadora que crea tiempos de libertad.