sábado, 21 de junio de 2008

El fantasma de Freud

No. Nada de Lacan. Ocurre que este año el cine americano nos ha inundado con una catarata de películas sobre las tensas relaciones en la familia (últimamente: Los Savage, Mil años de oración...). La última de ayer: Margot at the wedding, (mal traducida como Margot y la boda, cuando aclararía mucho más el literal Margot en la boda), de Noah Baumbach (The Squid and the Whale) con unas más que espléndidas Nicole Kidman y Jeniffer Jason Leigh como dos hermanas, Margot y Pauline que se aman-odian y que se hacen confidencias y ácidos comentarios a lo largo de toda la película. Es, como las otras películas, un ejercicio de voyerismo al interior de una familia que se reúne después de años de separación y en los tensos diálogos deja asomar los fantasmas escondidos en el armario: el autoritarismo, el desprecio, los precios que se han pagado en la lucha por el éxito. Nada que sea nuevo para nadie, salvo la nada casual coincidencia de Hollywood en el tema. Digo de Hollywood, pero los guiones tienen un aroma narrativo muy del New Yorker. En este caso, el personaje de Margot está construido casi sobre la imagen de Carson McCullers (una escritora que había quedado relegada y que tan lúcidamente ha comentado en su edición Rodrigo Fresán, y que recomendaría entusiastamente): una cuentista de emociones cambiantes, de lengua ácida, que hace continuo daño y pide continuamente cariño, un producto típicamente literario.
Hay mucha autobiografía de escritor en esta nueva ola de obras, y mucha moda literaria newyorkina, cierto. Pero también, me pregunto, si no estamos asistiendo a una revisión de la familia parecida a la que la literatura y sobre todo el cine americano emprendió en los años cuarenta y cincuenta, bajo el impacto cultural de Freud, pero intuyendo ya un cambio que la generación beat y los años hippies harían manifiesto una década y pico más tarde. Y comparo esta cuidadosa, matizada, llena de facetas, literatura con el costumbrismo y sociologismo del cine europeo, del español y francés sobre todo, con esos personajes de intelectual seco, incapaz de examinarse más que en la superficie de la palabrería. Y tengo envidia. Intuyen que no deberíamos haber enterrado tan rápidamente a Freud, que el pobre estaba muy vivo, y que tendríamos que volver a considerar las distancias cortas, los enredos de la emoción y la palabra, del odio y del amor, de la tensión que crea vivir juntos. Nada que ver con esos discursos episcopales sobre la familia (que son tan transparentes cuando los examinamos con ojos freudianos), ni con la locura de los lacan, deleuzes, etc., que necesitarían una revisión freudiana ellos mismos. La clara mirada de los newyorkinos apunta muy hondo a lo que nos pasa.

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