Juan Muñoz, sin embargo, hace detener la experiencia estética: no hay tal experiencia, no hay ensimismamiento. Ante las instalaciones de Juan Muñoz solo cabe la interrogación. Y es curioso y muy notorio que las caras de incertidumbre del público conviertan a éste en parte de la instalación. Cuanto más, mejor: el lugar para ver la instalación es a una cierta distancia, viendo a la vez las esculturas y al público observándolas, riéndose con las mismas risas que tienen esos extraños personajes. Uno mismo es parte del momento y del lugar.
Es una experiencia de exclusión: la misma que se siente en lo que desde Augé llamamos no-lugares: lugares de incertidumbre donde las caras son como los carteles de la pared tan conspicuas como inexpresivas. Nos sentimos excluidos porque son ámbitos en los que la experiencia de comunicación ha sido cortocircuitada, como si ese lugar estuviese diseñado específicamente para convertirnos en esculturas. Las esculturas de Juan Muñoz son la inversión del mito de Galatea que ha conformado el arte desde Grecia: en vez de aspirar a convertir en vivas a las imágenes, congela la vida de todo ser que se aproxime a ellas. Es la exclusión como experiencia estética de estar en un no-lugar, de no estar en el espacio público.
El metro siempre me ha parecido una instalación de Juan Muñoz: miradas veladas, cuerpos enajenados, mentes que han quedado en la superficie. Es la experiencia misma de un espacio de indiferencias.

Imágenes ensimismasdas en su propia imagen

Espacios de ilusión óptica que separan, que no alcanzan a ser el marco común de una misma realidad

Risas vacías que nunca entenderemos como si fueran gestos entre seres aliens que nunca serán parte de nuestro mundo
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