domingo, 13 de junio de 2010

La edad del pensamiento


En los últimos tiempos ando enredado conmigo mismo (y a veces con otros) en explorar y debatir sobre el lugar de las humanidades, un término que abarca una región mayor que la de las disciplinas tradicionales, que se extiende hacia zonas del arte y la escritura, del diseño y, en general, de las prácticas que implican reflexión sobre lo humano. No me preocupa tanto lo externo como el lugar de mi propio trabajo (dejemos el resto a los ministerios y ministerias correspondientes) y siento las tensiones como estiramientos de mis tendones intelectuales más que como ejercicios de juegos de guerra académica. No me preocupa el futuro de las humanidades. Ni el pasado. Sólo mi presente tensión por qué y cómo escribir.
Miro hacia atrás y recuerdo la tensión de los científicos que conocí, que andaban angustiados porque llegaban a los treinta años y aún no habían logrado algún logro respetable. Y les envidiaba y me asombraba y sentía mi inferioridad ante una inteligencia que no me había sido concedida. Con el tiempo fui observando que los años les traían una paz que no habían tenido. Veían más o menos completa su carrera de la vida (mejor en castellano) y alcanzaban una autoconfianza que seguía envidiando. Porque con el discurrir de los años, la tensión, la mía, no fue desapareciendo sino que se incrementó: al principio todo era crítica ajena, todo desprecio del otro y confianza en que uno habría de hacerlo mejor, sin ninguna duda; después, una creciente angustia por no saber, por no tener clara la visión en la niebla, por saber que donde creías claridades ahora sólo había oscuros pozos de incertidumbre. Sé que a muchos de los que me rodean les pasa también, o al menos a la gente con la que mejor me entiendo. Su incertidumbre y desesperación por no encontrar las palabras adecuadas crece y no se apacigua.
Ahora comienzo a pensar por qué: hay una edad de la inteligencia para la naturaleza y hay una edad de la inteligencia para la experiencia. Es posible un casi adolescente genio matemático; es posible un joven descubridor de una profunda teoría física. Pero no es posible en otros territorios que tienen que ver con la elaboración de la experiencia: hay un tiempo que hay que pagar para poder mirar de cerca la trama humana de la vida. No se trata de haber vivido en más o menos lugares o momentos, o circunstancias, sino de haber vivido. El pensamiento, como la amistad, exige tiempo. Uno puede enamorarse en un instante, y vivir una vida en él. Pero si quiere vivir con la persona que ama una vida de intimidad y compañerismo necesita tiempo. El pensamiento también. Es la inteligencia de lo humano y necesita tiempo. Pero no es un tiempo fácil. Ahora lo sé. Querría no haber comenzado a correr esta carrera, querría tener más tiempo. Un poco más. Hay tanto que pensar...

7 comentarios:

  1. Totalmente de acuerdo Fernando. A mí me asaltan constantemente las angustia de no encontrar las palabras (¿necesarias?). Y aunque sienta que mi tiempo para reventar la física ha pasado a mejor vida espero tener el físico suficiente para afrontar las experiencias que debo narrar.

    Un saludo!

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  2. Fernando, hermano, la filosofía te está llevando a la literatura, donde sin saberlo (o quizá sí) siempre habitaste. Me gustaría, sin embargo, recordarte un pasaje de la novela Mientras agonizo, de nuestro admirado Faulkner, donde Addie Bundren llega a comprender que la palabra no es sino sustituta de la experiencia, de tal modo que ambas son excluyentes: así, nos dice Addie, la palabra maternidad la inventaron aquellos/as que nunca han sido madres; la palabra odio, aquellos que nunca han odiado de verdad; la del miedo, aquellos que nunca lo han sentido. Y puede inferirse, también, que la palabra vida la usa(mos) aquel/los que no poseemos de verdad la experiencia de vivir o haber vivido. Los que poseen la experiencia no necesitan del término o palabra para referirse a ella. Es desde luego un tabalenguas lingüístico, como todos, que sin embargo encierra algo que a mi me da mucho que pensar sobre el oficio de las letras, y que a mis alumnos les produce verdaderos quebraderos de cabeza.
    Y un último apunte: para justificar la importancia de estudiar literatura norteamericana que, como sabes, es a lo que me dedico, yo suelo contarles a mis estudiantes que la verdadera y suprema razón para ello es porque sirve para darme a mí y a mi familia de comer.

    Suelen reírse mucho cuando se lo cuento.

    Un abrazo tejano

    Manolo

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  3. Gracias Manolo, me voy corriendo a releer a Faulkner, y sí, tienes razón, las razones más importantes son las que al final tienen que ver con la comida.
    Un abrazo

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  4. No querría entrometerme ni contradecir a nadie, y aunque esté de acuerdo con ustedes en lo básico, he de decir, aunque me repita -obsérvese el simil culinario- que muchas veces para un escritor o un filósofo, con respecto a la comida, más importante que el qué, es el cómo, el cuándo, el dónde, el porqué y sobretodo el con quién. Al menos eso es lo que creo...

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  5. Fernando, por aquí algunos estamos empezando a correr ahora, y leer a los que ya están más cerca del final leer cosas como esta no crea sino más incretidumbre...

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  6. No has de asombrarte, Paula: la incertidumbre es la patria de la escritura (recuerda a Aristóteles: todo comienza por el asombro)

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  7. El asombro no conoce edad, pero para transmitir algo con responsabilidad debemos haber comprobado ese asombro o algo relacionado con él. De cualquier manera es una carrera sin final, donde somos un eslabón en una cadena. Las personas pasan pero las palabras quedan...

    A mí lo que más asombro me produce es la vida: por cálculo de probabilidades éste debía ser un planeta yermo e inerte como tantos otros. Y sin embargo aquí está esta cosa improbable que es la vida y este ser que se dice inteligente y que se dice capaz de llegar con la mente a comuni-car los misterios del universo. ¿Cómo es posible eso?

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