sábado, 17 de septiembre de 2011

Viento del futuro, viento del pasado


Que la identidad es un resultado de las emociones es algo que estableció Heidegger en Ser y tiempo. El viejo sujeto de la metafísica moderna, el ser que dice “yo pienso” no es un algo que “sea” en el sentido en que un objeto que forma parte de la realidad “es”,  sino en cuanto deviene un proyecto, un existir bajo la condición de preocuparse, de cuidar de sí. “El Dasein es propiamente él mismo en el aislamiento originario de la callada resolución dispuesta a la angustia” .  Para Heidegger, la existencia adquiere sentido porque el sujeto se enlaza afectivamente con la  la realidad en la que habita. La forma esencial de este ligamento es la angustia, un estado de ánimo que surge del saberse un ser que ha de morir, y que produce que lo que concierne al sujeto importe, signifique y que el mundo se revele como un horizonte de posibilidades del que el sujeto se hace cargo. Sin una estructura básica afectiva no hay proyectos y por lo mismo no hay mismidad. Este devenir como proyecto liga la temporalidad con la afectividad, hace que la identidad sea una senda contingente armada por una estructura afectiva que no es un resultado de la conciencia, al contrario, es una precondición de todo significado.
El personaje Meursault de El extranjero de Camus parece escenificar esta relación afectiva con el mundo, en este caso bajo la luz oscura del sentimiento de absurdo. Meursault, un ser que en apariencia pasa por la vida como un ciego moral, ajeno a toda emoción de compasión o culpabilidad, pero que de hecho, sostiene Camus, es una persona que no se engaña y que no oculta su responsabilidad bajo una confesión de buenos sentimientos. En el momento culminante de la novela, cuando está en la celda esperando su ejecución y se niega al consuelo que pretende darle el capellán, y ante el reproche que le dirige de ser un “corazón ciego”, la rabia contra el autoengaño permanente de las buenas conciencias le hace expresarse con una sinceridad que nos ha ocultado toda la novela: “algo reventó en mí” –nos cuenta—y fuera de sí, agarrando por el cuello de la sotana a su acusador, reivindica su condición de ser como ser condenado a muerte en absoluto diferente a la de cualquier otra persona:
“Nada, nada tenía importancia y sabía perfectamente por qué. También él lo sabía. Desde el fondo del porvenir, durante toda esta vida absurda que había llevado, un hálito oscuro subía hacia mí a través de los años que aún no habían llegado y ese viento igualaba a su paso todo lo que se me proponía ahora en los años no más reales que estaba viviendo. Qué me importaban la muerte de los otros, el amor de una madre, qué me importaba su Dios, las vidas que uno escoge, los destinos que uno elige puesto que un solo destino debía elegirme a mí y conmigo a miles de millones de privilegiados que, como él, se decían mis hermanos. ¿Lo comprendía, comprendía al cabo? Todo el mundo era privilegiado. No había más que privilegiados. A los otros también los condenarían un día. También el sería condenado. ¿Qué importaba si, acusado de asesinato, lo ejecutaban por no haber llorado en el entierro de su madre?” 
Este viento oscuro que viene del saberse condenado condiciona toda la vida de Meursault. Su vida adquiere significado, por más que nos resulte un significado ajeno, extranjero, por esta sensación de absurdo que es su principal lazo emocional con el mundo. Nada importa porque todo lo que importa está oscurecido por este hálito oscuro del saberse absurdo. Para el existencialismo es la angustia la precondición afectiva de todo sentido y por tanto de la misma condición de sujeto. Puede que la angustia por lo absurdo a muchos les resulte algo distante, pero es un estado de ánimo afectivo que crea una suerte de vínculo con lo real que ninguna relación cognitiva podría crear.
La cita de Camus me remitió a la otra gran metáfora del viento como fuente de identidad en la que el viento negro del futuro se convierte en la melancolía por las posibilidades perdidas: es el viento que viene  del pasado y que empuja al ángel de  Klee (tal como fue interpretado por Benjamin, a quien se lo había regalado). El ángel, esa figura tan rilkeana del daimon, mira espantado al pasado que le empuja como un aullido interminable hacia el futuro. 
El tiempo de la modernidad es un tiempo de afectos oscuros que nos ligan a una realidad donde la esperanza es, será, un afecto que todavía tenemos que ganarnos.


1 comentario:

  1. Excelente, profesor, qué por encima de sus reflexiones económicas...

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