domingo, 13 de noviembre de 2016

Pluralismo radical




Volver a los orígenes, me digo. ¿Cómo pensar la transformación del mundo bajo las condiciones de un capitalismo mucho más dinámico que sus críticos? Desgraciadamente, las formas burocráticas han mostrado la misma capacidad adaptativa que el capitalismo que dicen combatir o suavizar y se han convertido en un simbionte que sobrevive en los márgenes del sistema realimentándose de la resistencia sin ser capaz de generar otra cosa que una vago sueño de "otra cosa", como si el socialismo fuese una fase siguiente a la del capitalismo; como si los deseos de cambio se hubiesen instalado en un eterno "mientras tanto". Claude Lefort recuerda el Prefacio a la segunda edición de sus Elementos de una crítica de la burocracia los momentos en los que se fue distanciando del marxismo realmente existente a finales de los años cincuenta: "Me parecía que Marx había desconocido la desvinculación de lo político de lo económico, de lo jurídico, de lo científico, de lo estético, el sentido de la libre diferenciación de los modos de existencia, de los modos de hacer, de los modos de conocimiento, del despliegue y del conflicto de las opiniones, el sentido de la distinción entre lo público y lo privado, el sentido de la afirmación de los individuos y de la creatividad individual en relación con las formas de autoridad supuestamente detentadoras del poder social". En definitiva, decía, aunque la crítica de Marx al capitalismo sigue siendo pertinente, su error fue confundir la democracia con un régimen y con un conjunto de instituciones determinadas históricamente.

La democracia no es un régimen de instituciones que se usan instrumentalmente y se superan en la calle cuando no se ven productivas. La democracia es una forma de vivir y organizarse en todos los niveles de la existencia, una suerte de dramaturgia real que, al tiempo que representa, trata los conflictos que son inherentes a la vida en común sin agruparlos bajo la bandera de un futuro lejano donde serán superados. Porque el conflicto es la regla que impulsa la transformación del mundo y también el medio en el que se realiza.

Si algo ha demostrado la historia contemporánea es que la esperanza y deseos de cambio de la gente se desenvuelve de formas diferentes casi siempre en conflicto entre sí y bajo modos de opacidad y desconocimiento de la propia sociedad que los origina. ¿Cómo explicarles a los bienintencionados militantes que su progresismo público escondía modos patriarcales absolutos de organizar la vida? Quizás Gil de Biedma, expulsado del PCE (porque, decían los dirigentes, los homosexuales son más vulnerables a chantajes) pudiera explicar algo sobre cegueras y metacegueras. El conflicto se extiende y forma parte de nuestra trama de la vida porque nuestras esperanzas son distintas y se abren camino en direcciones diferentes: los deseos de identidad de los pueblos; la aspiración a un mundo sin patriarcalismo; la necesidad de sobrevivir a nuestra civilización; el sueño de una vida cotidiana no colonizada por la bulimia de consumo; la lucha por no hablar la lengua del amo y saberse, sin embargo, habitantes de esa lengua. Cada momento de cambio en la sociedad viene precedido de los mismos gritos: "nos estáis dejando fuera"; "no nos representáis"; "nosotr@s también somos".

Si algo ha demostrado la historia contemporánea es que la idea de que los movimientos sociales confluyen y convergen en una misma calle de dirección única no sólo es utópica sino profundamente autoritaria. Se instala el autoritarismo en la oculta presuposición de que todo vale mientras sirva instrumentalmente, aunque solo sea para unos cuantos votos más. No: el conflicto ha de admitirse como origen dramático de ese invento que llamamos democracia y que no es sino el modo de situarse en el conflicto sin reordenarlo y resignificarlo desde las cúspides burocráticas.

Radicales libres: la mejor parte de la humanidad que conozco está formada por radicales libres. Gente radical que transforma su vida cotidiana y quiere transformar el mundo pero no quiere dejar de sentirse libre. Gente que no confunde la lealtad con la obediencia, ni las afiliaciones con sumisiones. Gente que se instala en el conflicto como modo de cambiar su condición. Que aprende cada día de las lecciones que les dan las otras y los otros sobre las propias cegueras. Que se sabe contradictoria en sus aspiraciones y que por ello no circula por el mundo con una carta de moralidades. Gente que sabe que las revoluciones se viven en la vida diaria, no se sueñan para mañana. Gente que sabe que el mundo se cose y se descose en la vida cotidiana, que aceptan el amor y el conflicto con la misma tranquilidad que se acepta la vida y la muerte.

Todo esto ya está inventado desde hace más de dos mil años. Protágoras y su afines del partido demócrata ateniense sabían ya que las personas no necesitan que nadie les eduque en la democracia. Que se ejerce sola solamente con dejar que la gente se exprese libremente y que organice su existencia según un principio básico: la experiencia es la medida de todas las cosas, de las que han sido y de las que serán, de las contingentes y de las necesarias. Lo sabían todos los disidentes de la historia contra la tentación autoritaria.

Porque la esencia del capitalismo es la organización autoritaria de la existencia. No importa a qué forma de capital se subordine: económico, político, social, cultural, simbólico. Supuestos liberalismos que esconden un profundo autoritarismo y supuestos movimientos emancipatorios que esconden una organización burocrática autoritaria. Las formas de resistencia no pueden dejar la esperanza para mañana: instalarse en la radicalidad implica que los modos de asociarnos sean ya un modo de transformar la vida cotidiana, de aceptar el conflicto, de federar desesperanzas que no se encuentran entre sí.

La forma democrática nace de saberse bajo la condición de opacidad y de auto-inconsistencia, de aceptar el conflicto como el científico acepta el experimento, arriesgándose al fracaso para aprender de él. La forma democrática, sostenía Dewey es una forma en la que la sociedad experimenta consigo misma para desvelar las cegueras y metacegueras propias. Solo así, al final de una vida, podremos decir: yo viví la revolución.

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